LOS PADRES
LOS PADRES
(Verano de 2003)
Salí del aula con una indescriptible sensación de alivio. Eran las doce de la mañana de un sábado de mediados de junio y acababa de entregar el último examen del cuatrimestre. Desde principios de mes había estado enclaustrado estudiando para los finales, sin ir a ningún sitio que no fuese la biblioteca o a la universidad el día que tocase examinarse. Un mes entero me había pasado sin salir ni ver a nadie, pero para bien o para mal el curso 2002-2003 había cuasi terminado. Aún quedaban los exámenes de septiembre para intentar aprobar alguna asignatura más, pero el ir a clase y hacer vida normal se había acabado hasta finales de septiembre.
En el tema de mi rendimiento académico, por una parte me encontraba satisfecho al haber aprobado unas cuantas asignaturas ese año, pero era mirar hacia delante y agobiarme con la gran cantidad de cursos que aún tenía por completar. La carrera de empresariales la había iniciado en el curso 1999-2000, por lo que llevaba cuatro años en la universidad, y aunque ya debería de estar casi acabando, en realidad todavía estaba por la mitad. Esto en parte era culpa mía, porque mi desempeño académico se podría describir como «lento pero seguro». Esto significaba que iba aprobando materias todos los años, pero menos de las que debería para avanzar con normalidad. La enorme cantidad de asignaturas que los imbéciles que diseñaban los planes de estudio trataban de comprimir en cada curso era para desesperarse, casi hasta veinte exámenes por año, pero también era verdad que yo nunca había sido un estudiante brillante y que iba tan despacio por la simple razón de que mi intelecto no daba para mucho más.
Aparte de estudiar, poco, regular y mal, también había aprovechado el curso para divertirme de lo lindo. Ese año, por suerte, mis amigos habían llevado una dinámica enteramente de mi gusto en temas de ocio. Discotecas céntricas, garitos de guiris en el barrio de Huertas y fiestas Erasmus sustituyeron a estériles botellones en la calle y raves houseras horrorosas llenas de endrogaos. Por primera vez en mi vida había ligado saliendo por la noche y aunque eso estaba un poco mal, por la circunstancia de tener novia y tal, la verdad es que me lo había pasado muy bien y nadie había salido herido ni perjudicado. No solo había sido el crimen perfecto, sino que, bien pensado, yo con mi querida Farah no tenía nada en firme salvo una frágil relación a distancia y algunas vanas promesas juveniles que se podían romper en cualquier momento. Además, tanto Farah como yo teníamos todo el derecho a conocer otras personas, comparar y dejar lo nuestro con total libertad si así lo decidíamos. Farah y yo no teníamos ni hijos ni estábamos casados ni ningún otro tipo de compromiso, aunque he de reconocer que por mi parte prefería no pensar demasiado en lo que Farah pudiera hacer durante el invierno, para no sentir celos ni asustarme. Yo solo sabía dos cosas a ciencia cierta. Lo primero era que yo había ligado bastante con otras chicas. Lo segundo, y más triste, que ninguna de las pibas que había conocido le llegaban a Farah a la altura de los talones, siendo mi novia oficial mucho más atractiva, siempre desde mi punto de vista, que la chica más atractiva de todas las que había conocido. Durante el curso había algunas veces presumido de ligón delante de mis amigotes, pero la verdad era que casi todas las chavalas con las que había ligado no me habían parecido gran cosa. Vamos, que para un rato borracho, sí, pero reemplazar a Farah por alguna de ellas, ni de coña. Y por si fuera poco, casi todas mis nuevas amigas eran de fuera, así que ni siquiera en esto eran mejor partido que Farah. Si durante el año hubiese conocido a una bella joven, residente en Madrid y de buen carácter, igual me lo hubiese pensado, pero no fue así y, además, Farah tenía la ventaja sentimental de ser mi primer amor y tener algo de «historia» juntos. A finales de curso, cuando ya llevaba casi un año sin ver a Farah, era cuando mi enamoramiento por ella, grande todavía, estaba sin embargo en su punto mínimo. Aun así, como todavía éramos novios y al parecer ninguno de los dos tenía nada mejor en el horizonte, como todos los años nos dispusimos a preparar de nuevo nuestro verano juntos, primero en Inglaterra y luego en España.
Este año iba a ser un poco diferente a los años anteriores. Después de mucho hablarlo, mi tronca y yo habíamos convenido que había que ir dando algún que otro empujón hacia delante a nuestra relación. Por eso, Farah decidió que ese verano me iba a llevar a su casa para presentarme a sus padres y que fuese lo que tuviese que ser. Con esa idea fui preparando el viaje a Danetree ese año, pensando que en el mejor de los casos mi estancia allí sería un rollazo y en el peor podía acabar en un auténtico desastre. A principios de julio, aterricé de nuevo en mi ya conocidísimo aeropuerto de Luton. Ese año vino a recogerme Farah con una amiga suya turca que tenía coche. Desde hacía ya algún tiempo Farah se había juntado con una pandilla de chicos y chicas turcos, yo sospechaba que más bien casi todos chicos, que vivían por Danetree y alrededores. Enfrascado yo en mis salidas nocturnas y mis escarceos con estudiantes Erasmus, no había prestado mucha atención a Farah cuando ella me contaba cosas de sus nuevos amigos otomanos, pero una vez libre de esas distracciones no pude evitar una ligera sensación de amenaza, que casi instantáneamente deseché. Si entre los nuevos amigos de Farah hubiese algún galán que me estuviese haciendo la competencia, por lógica, ella no me estaría llevando a conocer a sus padres para hacer oficial nuestra relación.
Cuando llegamos a Danetree, la primera parada fue en casa de Darko y Nasira, pero no de visita. Farah nunca se esforzó mucho en disimular que a ella no le gustaba nada la casa de Jannet y Dany, todos los animales que allí vivían y sobre todo el hecho de que yo me alojase allí. Por eso, ese año en el que nuestra relación estaba tratando de afianzarse de cara a su familia, Farah convenció a su hermana para que me permitiese hospedarme unos días en una habitación libre que había en su casa. A mí no es que me hiciese mucha gracia al principio, pero luego pensé en las posibles ventajas. La primera, que no me obligaban a pagar nada, y la segunda, que estando todo el día Farah allí, sería mucho más fácil encontrarnos algunas veces a solas en mi habitación. Ya con esto decidí quedarme con mi futura cuñada y el marido, porque a mí la sola posibilidad de mantener relaciones con Farah me cegaba. Ya llevaba con ella, más bien habría que decir que la conocía, desde hacía unos cinco años. Cinco años de una relación a distancia, con sus virtudes y sus cosas bonitas, también con muchos defectos y dificultades, pero con una cosa clara. Yo era consciente de que sentía una obsesión total y absoluta por Farah en el plano físico. Una obsesión que no me dejaba pensar. Farah me volvía loco, me excitaba y me enajenaba con solo mirarla. Yo cuando estaba con ella es que no pensaba en otra cosa que en poseerla en todos los aspectos de la vida, muy especialmente, el sexual. Durante las temporadas que Farah y yo pasábamos juntos me ocurrían cosas que bien pensadas deberían dar hasta miedo. Desde las erecciones fulminantes con solo cogerla de la mano hasta los momentos de separación en los que yo me encontraba físicamente mal, o sea, no mal de triste o deprimido, sino de ataque de ansiedad, nauseas y casi hasta síndrome de abstinencia. Estas cosas y muchas otras por el estilo deberían dar una idea sobre el grado de obcecamiento que tenía yo con mi novia. Y eso que ella muchas veces me dejaba a dos velas, o peor, no daba la talla en la cama, sobre todo por egoísmo, inseguridades y obsesiones varias, que no le permitían ni hacer ni dejarse hacer. De hecho, los periodos de separación que forzosamente debíamos de atravesar al vivir en países distintos eran muy duros los primeros días, pero también eran como una especie de alivio, porque me permitían desconectar un poco de mi obsesión por esa mujer y avanzar con otras cosas en mi vida, como los estudios o el ocio con los amigotes.
En casa de Darko y Nasira paramos solamente unos minutillos, lo justo para dejar mi equipaje y asearme un poco. Después, sobre las cuatro de la tarde salimos de casa de la hermana, Farah y yo, con dirección al adosado de los padres. Durante los escasos quinientos metros de paseo que separaban ambos domicilios fuimos caminando casi en silencio, preocupados y tensos. En breves minutos nuestra relación de cinco años iba a pasar un examen decisivo que determinaría si sus padres aceptaban que ella estuviese conmigo o no. Si la respuesta era buena, ya tendríamos bastante ganado y nuestro noviazgo daría un paso de gigante. Si no, hombre, pues realmente no sabía muy bien dónde nos situaríamos. Un rechazo de los padres forzaría a Farah a elegir entre su familia y su pareja, y en esa tesitura no estaba tampoco tan seguro de que iba a ganar yo. Eso como mínimo y contando con que la reacción fuese negativa pero respetuosa. Buceando en el tema, ya había leído unas cuantas historias de asesinatos y secuestros por honor, que hacían las familias de chicas de estos países cuando los pretendientes de sus hijas no resultaban del agrado de los patriarcas del clan. No creía que llegásemos hasta tanto, que al fin y al cabo estábamos en el centro de Inglaterra, pero nunca se sabe donde uno se mete. En un momento, Farah y yo nos cogimos de la mano, nos miramos a los ojos y respiramos profundo, mientras nos aproximábamos ya sin remedio a la semidetached terraced house donde los viejos vivían con sus hijas menores. Es posible que Farah fuese muchas veces una gilipollas y yo un colgao obsesivo, pero nos queríamos y teníamos miedo de que todos nuestros sueños e ilusiones se fuesen al garete en un instante.
El barrio donde vivían los padres de Farah, era algo mejor que el de la hermana. En lugar de pisos bajos de protección pública, los padres de Farah vivían en una casita semi-adosada, rodeada de prados, arboledas y coches de gama media estacionados en pequeños aparcamientos, todo un poco al estilo de teleserie americana, pero con un toque proletario británico. Entramos por un sendero que atravesaba el jardincillo delantero y nos plantamos enfrente de la puerta. Yo ya conocía esa casa de ladrillo rojo y grandes ventanas, porque alguna vez había penetrado en ella cuando los viejos no estaban. Recordaba vagamente cierto olor a especias, calendarios con historias escritas en alfabeto árabe e indio y algún que otro detalle. Todo seguiría más o menos igual, pero con la diferencia de que había llegado el momento de someterse al juicio implacable de los viejos de mi chica.
—Ok, here we are. Remember what I told you. How to greet them and stuff.
—Yeah I know. I'll try my best.
Llamamos al timbre y esperamos unos interminables segundos. No se oía nada, pero yo sabía que dentro había mucha gente y mucha expectación. Lo notaba en el aire, como por las vibraciones o por un sexto sentido. Cuando ya la sensación de nervios y frío estaba a punto de matarme, la puerta se abrió y apareció una mujer, como de unos cincuenta años, vestida con una especie de kaftán y un pañuelito en la cabeza.
—La paz sea contigo —le dije a la mujer en idioma árabe, tal y como me había instruido Farah que debía hacer.
—Contigo sea la paz —me respondió ella, y luego se adelantó y rompiendo el protocolo me dio un beso en la mejilla. «Bueno, el comienzo no va mal», pensé mientras Farah y yo la seguíamos al interior, después de quitarnos los zapatos claro.
Entramos desde el hall hasta un salón que yo ya conocía. Alfombras, sillones cómodos, una gran tele último modelo y muebles escogidos con gusto. Todo esto creando un entorno cálido y acogedor que, además, estaba inmaculadamente limpio. Parecía que la manía por la limpieza de Farah, a veces hasta exagerada, era un rasgo compartido por toda su familia.
—You can sit here a minute my son. I'll call my husband —me dijo la madre mientras ella y Farah desaparecían detrás de unas puertas acristaladas que comunicaban con la cocina y un pequeño comedor. Detrás de ellas tres o cuatro morenas, vestidas también con kaftanes, me miraban con curiosidad y mucha expectación.
Me senté y esperé durante dos o tres minutillos, que resultaron ser los más largos de mi vida. Durante esos últimos años todo lo que había emprendido, hecho o dejado de hacer había sido un medio para lograr un único fin. Ese fin era estar con Farah, ser parte de su vida y ella parte de la mía, y ya puestos a pedir, de la forma más irreversible y oficial posible. Alguna vez en el pasado, hablando con mis amigotes, alguno me había preguntado cómo iba a ser el momento de conocer al suegro. «Tronco, y si te dice que te tienes que casar con ella —me decían entre risas y yo me hacía el loco y les contestaba con alguna chorrada—: Tío, salgo disparado», y cosas así. En realidad, yo sabía que el padre de Farah no me iba a obligar a que me casase con ella, porque iba a ser yo el que le iba a pedir permiso a él para casarme con su hija. Farah era mi vida, bueno, más que mi vida, Farah era mía y había llegado el momento de la verdad, el momento de reclamarlo, de exigirlo, delante de su familia o de quien fuese.
Por fin apareció el que había sido en mi imaginación uno de los grandes antagonistas de esta historia, el hombre al que teníamos que esconder Farah y yo nuestra relación para evitar consecuencias desastrosas. —La paz sea contigo —le dije en arábigo, como quien saluda a un general de división, mientras me levantaba del sillón donde estaba sentado y me ponía bien firme. —Contigo sea la paz —me respondió él y me dio la mano al estilo blandurrio. —My name is Inocencio and I come from Spain —añadí y él me respondió, como es lógico, en inglés presentándose como Mr. Shah. Me sorprendió mucho su acento, el cual yo esperaba británico, como el de Farah y sus hermanas, y resultó ser como indio y bastante fuerte. Después de las presentaciones nos sentamos los dos y nos quedamos ahí cortados, sin saber qué decir. Yo, en cierta manera, esperaba que el señor, al estar en su casa y en una situación de poder, tomase la iniciativa y me sometiese a un pequeño interrogatorio. En lugar de un lince o un águila, sin embargo, me encontré a un señor tímido y reservado que más que un árabe me recordaba a un afable y regordete compadre mejicano. Vaya situación, macho; antes de venir me había ido preparando para resistir un chaparrón de preguntas e igual algún ataque, así que no me esperaba que el menda se quedase callado sin decir nada. Bueno, mejor así que si fuese un ogro. Al rato de estar ahí sentados, intenté hacer un poco de conversación, comentándole al hombre que tenía una casa muy bonita e interesándome por la procedencia de la alfombra que tenía en el salón. La conversación avanzó a trancas y a barrancas, más que con preguntas por su parte, con consejos y buenos deseos. Recuerdo que en un momento me preguntó si fumaba o bebía, y yo le dije que no bebía nada y que fumar, muy poco. Esto le agradó, el que no bebiese, porque a ellos no les gustaba nada el alcohol, y el hecho de que fumase, también, porque así me pudo echar un sermoncillo para que lo dejase cuanto antes. Por mi parte juzgué que sería un error presentarme como el tío demasiado perfecto, lo cual siempre causaba suspicacias. Luego pensé: «Vaya chorrada, por mucho que lo intentase nunca llegaría a ser el yerno perfecto, por ser extranjero y además, católico».
Al rato apareció Farah con su madre y se sentaron allí con nosotros, haciendo la conversación un poco más fluida. Un acierto por mi parte fue el comentarles que a pesar de ser por nacimiento un extraño a su cultura y prácticas religiosas, en los últimos tiempos me había interesado mucho por ellas, tanto leyendo por mi cuenta como tomando cursos en la universidad, en la que además estaba a punto de acabar los estudios de Business Management. Esto, unido al colocar estratégicamente en la conversación algunas frases y expresiones en árabe, al parecer la lengua litúrgica de estas gentes, maquilló el hecho de que yo era un cafre y un extranjero. Se trataba de salvar la situación y dar una buena impresión inicial, aunque sin pasarse, para tampoco despertar las ansias proselitistas de mis futuros suegros y darles esperanzas de poder convertirme a su religión. Yo por Farah estaba dispuesto a todo para tenerla, bueno, a casi todo, porque había algunas líneas rojas que me iba a resistir con todas mis fuerzas a cruzar. La primera, la religión. Yo había nacido católico, no practicante, y así me iba a morir, aunque en el fondo lo que dijesen en el Vaticano y en la parroquia de mi barrio me la trajese al pairo. Mis antepasados castellanos habían luchado en innumerables guerras para defender a esta religión y en los últimos tiempos también por el derecho a no tener ningún tipo de opresión por parte de los curas, aunque esta última guerra la perdieron. Considerando todo este sufrimiento de las generaciones pasadas, no podría mirarme al espejo sin considerarme un traidor si yo ahora capitulase dócilmente ante una fe exótica y más propia de otras latitudes.
Después de la sesión de charleta en el salón, llegó el momento de pasar a cenar. Yo no tenía mucha hambre, porque a esas horas en España todavía era pronto incluso para merendar, pero consideré que habría que hacer un esfuerzo para agradar a los suegros. Para describir la comida que me sirvieron solo podría decir que no hay en Madrid o incluso en Londres un restaurante capaz de cocinar comida étnica de una calidad parecida a la que me sirvieron a mí. Comida casera, a mí me pareció india, hecha por manos expertas y mucho amor, que me supo deliciosa. Primero me sirvieron unos entrantes, una especie de empanadillas que se llamaban Samose y Pakora. La Samosa estaba rellena de carne y vegetales, y la Pakora era una especie de pasta de patata y vegetales, frita en aceite. Después llegó el plato principal, una fuente enorme de arroz largo, muy picante, con vegetales y cordero, acompañado de patatas y una salsa de yogur. Ni qué decir tiene que me puse hasta el ojete de comer, y eso que me corté un poco por no dar la nota delante de mis suegros. Ellos, sin embargo, se mostraron muy contentos de mis halagos a la gastronomía de su país y me animaron a repetir y a comer todo lo que yo quisiese. Cómo era posible que esa familia, árabe según me había comentado Farah, cocinase con tanta pericia las especialidades culinarias del subcontinente indio. Pues porque de árabes, nada de nada. En un momento de la conversación los viejos me contaron toda la película, de cómo habían llegado al Reino Unido a finales de los sesenta desde el norte de la India aunque sus padres, los abuelos de Farah, ya habían estado vinculados desde antes al ejército y la administración del Imperio Británico. Mientras me contaban esto, yo le lanzaba miraditas sarcásticas a Farah, como queriendo decir «con que judíos, ¿eh?; con que árabes, vaya morro que tienes, ¡liante!», pero no te creas que ella se dio muy por aludida. Pensé en preguntarle sobre esto más tarde, pero tampoco tuve mucha oportunidad. Sobre las ocho de la noche aparecieron Darko y Nasira a saludar y luego me volví con ellos en coche hasta su casa. Durante el camino les fui preguntando cosas, porque yo tenía entendido que Darko no había sido aceptado por los padres de Farah y Nasira, y sin embargo yo les había visto tan cordiales con él en la casa. Ellos me fueron explicando que al principio no le tragaban, que incluso se negaron a ir a la boda que celebraron en el juzgado, pero que luego poco a poco no les había quedado más remedio que hacerse a la idea. A esto se debía también que su reacción conmigo fuese amistosa, puesto que la llegada de Darko hacía un año ya les había curado un poco de espanto. A eso y a que además yo había sido mucho más pelota que mi cuñado este-europeo, haciendo constantes referencias y guiños a la cultura y las creencias de Mr. y Mrs. Shah, cosa que Darko no hizo nunca, no sé si por ignorancia, orgullo o pereza.
Por la noche, antes de acostarme y fumando un cigarrito con medio cuerpo sacado por la ventana, ya que mis anfitriones eran antitabaco, me dispuse a hacer balance del primer encuentro y a ordenar todas las piezas. El encuentro había sido positivo y no había indicios de ninguna sorpresita desagradable oculta. En el plano humano, parecía que yo le había caído bien a los padres de Farah y ellos también me habían caído bien a mí. El padre parecía buena persona, tranquilo y afable, lo que se conoce vulgarmente como un pedazo de pan. La madre parecía tener más genio y ser un poco bruta, pero a mi favor jugaba su frustración por no haber tenido hijos varones. Esto unido a que yo todavía tenía un poco cara de niño, a pesar de mis veintitrés años, hizo que me cogiese cariño casi de manera instantánea. Todo esto en el plano humano exclusivamente. En el plano legal, era importante no olvidar que yo seguía siendo un extranjero y un correligionario de una fe distinta de la suya, y que eso de entregar las hijas a gente como yo estaba muy mal visto en su cultura. Además, tampoco tenía trabajo, ni casa ni intención de vivir en el Reino Unido. Todas estas diferencias y asperezas habrían de ser limadas con sumo cuidado durante los días siguientes, si no quería cagarla y echar por tierra tantos esfuerzos.
Me levanté al día siguiente y desayuné cualquier cosilla. Darko estaba currando y Nasira en casa de sus padres. Mientras esperaba la llamada de Farah al teléfono fijo, no podía usar mi móvil en UK, me entretuve deshaciendo la maleta. Cuando mi novia finalmente me llamó, intenté convencerla para que se viniese conmigo para mantener relaciones íntimas, ya que estaríamos los dos solos. No funcionó y ella me dijo que fuese yo el que fuese, valga la redundancia, al adosado de sus viejos, quienes reclamaban ver otra vez al «pequeño», ya que era así como me llamaban. Como no había otra opción, me vestí y me fui de nuevo a la otra vivienda, dando un paseíllo por las calles y prados de Danetree. Cuando llegué me saludaron y me ofrecieron algo de comer, pero no te creas que mucho más. Me senté en el salón, ahí, un poco incómodo, y fui ignorado por el resto de habitantes de la casa, que se dedicaron a sus quehaceres sin hacerme excesivo caso.
Los padres de Farah se despertaban pronto, al igual que las hermanas, y la rutina de vida que llevaban era de lo más aburrido. Se levantaban, desayunaban, cumplían durante todo el día con sus obligaciones religiosas y limpiaban la casa a conciencia. El resto del tiempo se sentaban ahí sin hacer gran cosa y bebían tazas de té. Un día a las semana salían a hacer la compra a Coventry, pero aparte de eso no abandonaban la casa para nada, salvo al jardincillo posterior para tender la ropa o tomar un poco el fresco. Cómo podían llevar ese estilo de vida tan plácido en esa familia, pues bien, la madre se dedicaba a sus labores y el padre era jubileta. Ambos tenían pensiones del Gobierno británico y, además, la chabola era de su propiedad después de treinta años pagando una hipoteca. Las hijas eran demasiado mayores para ir al colegio, pero tampoco trabajaban, salvo una, creo. En casa quedaban tres, cuatro contando a Nasira, que pasaba más tiempo con ellos que con su marido. La otra hija se había escapado y vivía en Londres, cosa que yo interpreté, cuando me lo contó Farah, como que la chica huía de unos padres estrictos y controladores y ahora me daba cuenta de que era muy diferente. La chica huyó porque la vida era un rollazo con sus viejos y no veía en ella oportunidad ninguna de prosperar.
Los días fueron pasando con una dinámica parecida. Farah seguía sin querer venir a casa de su hermana conmigo a jugar a los médicos y yo visitaba todos los días la chabola de sus viejos para dar buena impresión. Nada de gran relevancia sucedió esos días, salvo opíparas comidas con las que me agasajaban mis anfitriones. Deliciosos arroces biriani empapados en salsa de curry, pollo asado a la menta y una sopa muy picante que llamaban salarn, fueron mis favoritos. La cantidad de palabras que aprendí esos días, aloo, dhal, gosht, saag, chagl, y la de platos nuevos que degusté fue increíble. Para tomar la sopa, me resultó chocante que no la comiesen con cuchara, sino empapándola en unos panes sin levadura que ellos hacían. La elaboración de estos panes o rooti era de lo más interesante, puesto que los hacían en casa. Primero mezclaban agua y harina y amasaban. Luego fermentaban la masa y por último, planchear en una sartén y pasar por el fuego para que se inflasen. Ver todo el proceso de cómo hacían estos curiosos panes de pita me gustaba mucho, tanto que siempre ejercía de pinche y ayudaba a mis suegros en todo lo que ellos me decían. Ellos, a su vez, encantados con que mostrase interés por sus quehaceres, me empezaron a tomar cariño, y la verdad es que yo a ellos también. Después de todas las veces que los había imaginado como dos ogros estrictos y fundamentalistas, ahora me entraba la risa solo de pensar en cuan errados estaban mis prejuicios.
Farah también se mostraba contenta y feliz de que todo hubiese salido bien, aunque delante de sus padres, ella y yo guardábamos la compostura y no nos atrevíamos ni siquiera a mirarnos más de un segundo. Nunca, durante estos días, ella vino a visitarme sola a casa de su hermana y las veces que coincidimos allí teníamos carabina. La única vez que tuvimos algo de intimidad fue un día en el que sus padres estaban en el jardín realizando trabajos de horticultura y cosas así. Yo estaba en el salón viendo la tele aburrido, así que me subí, la casa tenía dos pisos, al baño a mear. Cuando salí y ya me iba a bajar al salón, me encontré con que Farah estaba en una de las habitaciones haciendo las camas.
—Hi babe —le dije y me metí en la habitación para estar con ella.
—What you doing? Go downstairs before my parents see us. Chal!
—Yeah, but first a kiss and a hug.
La abracé y usando mi peso la hice caer gentilmente sobre la cama, conmigo encima. Ella empezó a protestar —get off me—, pero tampoco creas que mucho. A los padres se les oía perfectamente discutir en el jardín, así que mientras los oyésemos, sabíamos que estaban allí. Farah llevaba puesto, como siempre que estaba en casa, un salwar kamis, es decir, una túnica y unos pantalones bombachos. En un segundo y con gran habilidad le subí la túnica, le bajé los pantalonillos y me desabroché el cinturón y la bragueta, quedando ambos con todo al aire. En un principio yo solo quería explorar su cuerpo, pero al verme en situación comprometida, la mente se me nubló y me abalancé sobre ella como un orangután en celo.
—No, not like this, you are gonna get me pregnant, you dirty git! —me decía mi novia, pero yo ya no podía controlarme y ella, tampoco. A pesar de quejarse, la tía me sujetaba fuertemente por las nalgas y me empujaba hacia su cuerpo. Farah, con todos sus defectos, tenía una cosa buena y eso era que no le costaba mucho llegar al orgasmo. Mientras ella se mordía la lengua para no gritar, yo hice el esfuerzo sobrehumano de sacarla en el último instante y eyacular sobre otro sitio en lugar de hacerlo dentro de ella. Abajo, en el jardín, sus padres seguían discutiendo sobre la mejor manera de podar un rosal.
—Look what mess you made, all over my clothes. Now I have to wash everything you fucking twat. Get the fuck out of here!
—Are you awright?
—Yes I am! Just go now. Chal!
Me bajé las escaleras al galope, pero a la vez de la manera más silenciosa que pude. Me asomé por la puerta para ver si no había nadie y me senté en un sofá poniendo cara de tonto. Si alguien preguntaba, yo llevaba todo el rato allí viendo la tele. Habían sido unos cinco minutos la mar de intensos, pero también una insensatez que podía haber arruinado los primeros días de contacto con los padres de Farah y también el resto del verano con ella si nos hubiesen pillado con las manos en la masa.
Hablando del resto del verano, todos esos días que yo había pasado en compañía de la familia de Farah, que habían estado bien, bastante mejor de lo que yo me había imaginado, no tardarían en llegar a su fin. Siendo previsor y temiendo que los padres de Farah me «invitasen» a permanecer como su huesped mucho más tiempo, había tenido la precaución de comprarme un billete cerrado para finales de julio, además de prepararme una buena excusa. En el caso de que me preguntasen «por qué tan pronto», había pensado decirles que necesitaba todo el mes de agosto para preparar mis exámenes de septiembre, pero, claro, había una cosa que se me había escapado. Cuando le dije a Farah que fuésemos comprando su billete para que se viniese conmigo a Madrid, aprovechando el hecho de tener la casa para nosotros solos con mis viejos de vacaciones, ella me dijo que no podía ser.
—Now that my parents know, I can't go to Spain with you, as we're not married.
Joder, pues era verdad. Los padres de Farah eran muy conservadores y le permitían irse a España de vacas solo porque no sabían que se iba para cohabitar con un tío. Ahora que ya me conocían, ni de coña la iban a dejar que ella se fuese conmigo, los dos solos a mi casa de Madrid. Bueno, dejarla, sí; no podrían impedírselo al ser mayor de edad, pero podrían chantajearla con el hecho de que ella todavía vivía con ellos y por tanto debía acatar sus normas. «Vaya jugada maestra», me dije mientras empecé a sospechar. Igual los viejos de Farah no eran tan inocentes ni bienintencionados como yo había pensado. Para deshacerse de mí, en lugar de montar un drama o un escándalo familiar, bien podrían haber aparentado aceptar la relación, pero imponiendo en ella sus reglas puritanas y estrictas. Estas reglas, las cuales prohibían todo contacto antes del matrimonio, unidas a la distancia y otros problemas que ya teníamos, bien podrían ser la puntilla que acabase estrangulando nuestro ya de por sí difícil noviazgo. Vamos, que ganaban la guerra sin pegar un solo tiro.
Por suerte, mis sospechas eran infundadas. Pocos días antes de que llegase la fecha de mi vuelo, hicimos Farah, sus padres y yo una pequeña reunión familiar en la que me solucionaron todos mis problemas de un plumazo. Solucionados a base de crear otros nuevos, todo hay que decirlo. La reunión con los padres de Farah, ahí en la cocina de su casa y pocos días antes de irme de vuelta a Madrid, tuvo los siguientes puntos.
Punto primero, los padres de Farah me reconocían que yo les había parecido un buen chico, educado, trabajador y con nobles intenciones.
Punto segundo, a pesar de ser un buen chico, mi condición de hombre extranjero y ajeno a su cultura y tradiciones religiosas seguía muy presente.
Punto tercero, los padres de Farah no me aceptaban como novio de su hija, por el simple hecho de que en su cultura no se aceptaban los noviazgos. La única manera en la que se permitía que dos personas mantuviesen una relación romántico-afectiva-sexual era bajo el régimen de matrimonio.
Punto cuarto, casarme con su hija era imposible, debido a la antes mencionada condición de ser un extranjero ajeno a su cultura.
Punto quinto, el punto cuatro podría ser pasado por alto si se cumpliesen una serie de condiciones:
1 Que nos casásemos inmediatamente.
2 Que ambos profesásemos la misma fe.
3 Que yo no pidiese dowry (dote) de ningún tipo.
Vaya tela de condiciones. Me quedé un poco planchado, pero luego reaccioné e hice lo único que puede hacer un hombre en esas circunstancias. «¿Me dejáis unas horillas para pensarlo, morenos?», les dije a mis futuros suegros, comprometiéndome a darles una respuesta en menos de veinticuatro horas. Después de la cena pude hablar un poco con Farah acerca de lo que nos habían dicho sus viejos. Como vi que ella estaba de acuerdo con todo, supe que la negociación, que la iba a haber, porque yo no iba a aceptarlo todo sin rechistar, iba a ser con Farah de parte de sus padres.
Al día siguiente ya sabía lo que les iba a decir, porque aunque me tocase defender mi postura en idioma distinto de mi lengua materna, a mí a listillo no me ganaba nadie. De nuevo nos reunimos en la cocina y me preparé para darles mi respuesta. Después de trajinar un delicioso pollo asado muy picante y algunas otras especialidades del subcontinente, y aprovechando que estaba sobrio, en esa casa no entraba ni una gota de alcohol, les comenté a los viejos y a Farah lo siguiente. Yo, en principio, estaba de acuerdo con todos los puntos que ellos habían expuesto, pero creía necesario revisar las condiciones del último punto, para poder llegar a un acuerdo que resultase satisfactorio para ambas partes. Cómo es que tuve cojones para ponerle condiciones a su vez a sus condiciones, pues muy sencillo. Después de leer bastante sobre la cultura de estas personas, en Madrid, y de hablar con ellos durante los últimos días para averiguar sus expectativas y más oscuros deseos, llegué a la conclusión de que yo también tenía algo que ofrecerles y, por tanto, algo con lo que negociar.
Los padres de Farah llevaban toda su vida adulta en el Reino Unido, donde habían prosperado económicamente. No es que fuesen millonarios, pero tenían unos ingresos asegurados todos los meses, en forma de pensiones por parte del Gobierno británico. Este dinero, una cantidad normal en Europa, era sin embargo una pequeña fortuna en la comarca del norte de la India, de donde ambos procedían. Con el padre jubilado, el sueño del matrimonio era el de todo inmigrante con éxito. Volver a la aldea natal durante largas temporadas, construirse una casa ostentosa y presumir delante de amigos y familiares de lo bien que les habían ido las cosas. Para poder hacer esto, el único escollo que les quedaba por salvar era que no sabían que hacer con sus hijas solteras. Llevar a toda la familia dos veces al año en avión hasta su país sería carísimo, pero, claro, una familia puritana como ellos tampoco las iba a dejar solas en Inglaterra a la buena de Dios. Para librarse de sus hijas, Mr. & Mrs. Shah sabían que la única posibilidad era casarlas y endilgárselas a otro primo que las mantuviese, pero esto no era tan sencillo. En su cultura, los hijos se casaban con quien los padres escogían y, además, en el caso de las hijas, el padre de las muchachas tenía que pagar una considerable dote a la familia del chico. Si buscar marido para una hija y pagar un dineral a la familia política ya era un quebradero de cabeza y una catástrofe en el plano económico para estas gentes, imagínense lo que sería esto multiplicado por cuatro. Por suerte, el destino les había traído una solución poco ortodoxa pero viable con la llegada de Darko a la vida de su hija Nasira. Esto fue recibido al principio como una desgracia y una vergüenza, pero Mr. Shah, una vez recuperado del susto, se dio cuenta de que con Darko él no había tenido que hacer nada ni pagar ninguna dote y que ya tenía una hija menos que mantener.
De las tres condiciones que los padres exigían, la primera, casarnos cuanto antes, no era en realidad una exigencia de su cultura, sino el deseo natural de unos padres de librarse de sus hijos de una puta vez. De la tercera no hacía falta ni hablar, porque al no ser yo indio, étnico ni nada de eso, no iba a pedir dote ni compensación económica alguna. Con esto llegábamos a la segunda condición, la única verdadera exigencia que pedían los padres para maquillar un poco el hecho de que estaban entregando a su hija a los brazos de un infiel y un extranjero y también la única que verdaderamente suponía un problema para mí.
Decidido a solucionar el tema de una vez y poner las cartas sobre la mesa les expuse a los padres mi contraoferta, empezando por las buenas noticias, que eran que yo, efectivamente, y a diferencia de los chavales del turbante, no pedía nada a cambio de llevarme a su hija. Respecto a la fecha de la boda, bueno, yo quería casarme con Farah porque la amaba, pero no con veintitrés años sino cuando ya estuviese pasados los treinta como muy pronto. No solo por mí, también por mi familia, amigos y por el qué dirán. En mi cultura, que yo tenía también un trasfondo socio-cultural igual de respetable que el de ellos, casarse demasiado pronto era visto como algo de gente ignorante, pobre, anticuada y tercermundista. En este punto regateamos un poco y llegamos a un compromiso pseudoaceptable para ambos. La boda tendría lugar el verano de 2004, pero esta sería solo una ceremonia religiosa para salvar las apariencias delante de la comunidad étnica a la que Farah pertenecía. El contrato válido legalmente, es decir, la boda civil, y el hecho de irnos a vivir juntos, tener hijos, una hipoteca y un perro de aguas tendría que esperar por lo menos a que yo acabase la carrera de Empresariales y encontrase trabajo.
Dejé para el final el punto de la religión, por ser el más controvertido. Como dije antes, yo había nacido católico y católico me moriría, pero juzgué poco conveniente decirles esto a los viejos. Para empezar con buen pie, les comenté a mis futuros que yo respetaba a todas las religiones, y muy especialmente a la de Farah. Yo nunca, les aseguré, trataría de convertir a Farah a mi religión, y siempre estaría dispuesto a ayudarla a que cumpliese con los requisitos de su fe. Respecto a mí, aquí llegaba el momento en el que había que ser escurridizo como una anguila para salir airoso, les dije que por el momento estaba aprendiendo todo lo posible sobre su religión, porque no podía tomar una decisión tan importante para mi alma desde el desconocimiento. Una vez hubiese aprendido, me convertiría solo por voluntad propia, cuando yo lo decidiese (allá por el año 3000 si todavía seguía vivo) y sin presiones, porque si no la conversión no sería válida. No sé si los viejos entendieron bien esto o no, pero parece ser que se dieron por satisfechos y renunciaron a que yo tuviese que hacer ningún ritual público y humillante de conversión. Que en pleno siglo veintiuno todavía hubiese arcaicos que intentasen imponer su religión a otros, y occidentales tontos y sin dignidad que se dejasen, me ponía enfermo de rabia. Gente llegada antes de ayer a Europa y ya con exigencias, pero, bueno, no era ese el momento de sacar el «Santiago y cierra España», así que me callé la boca y proseguimos la negociación durante un rato más. El acuerdo final fue que los padres aceptaban mi relación con Farah a cambio de que me casase con ella en 2004 y no pidiese dote. Por mi parte, conseguí que no hubiese conversión antes de la boda y retrasar el inicio de la vida marital hasta acabar mis estudios. Esa vez conseguimos evitar el famoso «choque de civilizaciones» del Huntington ese que se había hecho tan famoso después del 11S, pero habría que ver en el futuro si lo que había conseguido era solo pan para hoy y mierda para el mañana.
Todavía quedaba una cosa, la más peliaguda de todas, que era convencer a los viejos de Farah para que la permitiesen venirse conmigo a Madrid unos días en agosto de vacaciones. Al principio pensé que no lo lograría, pero por intentar algo les conté la milonga de que a Farah y a mí nos gustaría hablar de la futura boda con mis padres, decírselo en persona a la familia y esas historias. Nuestra mentirijilla increíblemente coló y a los viejos les pareció hasta bien que Farah se fuese conmigo, pero siempre que durmiésemos en habitaciones separadas y esas cosas. Yo entonces me inventé que mis padres eran cristianos practicantes, no ateos posmodernos, y que en mi casa se conservaban unas costumbres propias de los tiempos más rancios del antiguo régimen. El hecho de que mis padres en agosto estuviesen a cuatrocientos kilómetros de Madrid, en El Campello, provincia de Alicante, fue un detalle que se me olvidó mencionarles, pero ya se sabe. Después de ese tripi que me jamé en 1998, mi memoria me jugaba malas pasadas de vez en cuando.
Parecerá mentira, o una cruel burla del destino, pero la persona que más pegas me puso para que Farah se viniese conmigo en agosto a Madrid fue la propia Farah. Primero, que si tenía cosas que hacer, buscar trabajo y tal, y luego que no se quería separar mucho de su familia y, cómo no, de sus amadísimos hermana y cuñado. Esto a mí me fastidió bastante por dos razones. La primera, porque ella llevaba ya todo el año allí en Inglaterra con su familia y yo solo le pedía un mes de nada para estar de vacaciones conmigo en Madrid. La segunda y más preocupante era que, joder, nos acabábamos de prometer, en teoría para casarnos el año siguiente y no mucho más tarde empezar una nueva vida en España. Si la tía no aguantaba ni unas semanas lejos de su familia, pues ya me contarás toda una vida.
No quise enfadarme ni agobiarme. Con Farah intenté negociar y convencerla para que se viniese el mayor tiempo posible y, además, decidí no preocuparme demasiado por el futuro. Por ahora, Farah era todavía joven y estaba apegada a la familia, pero eso cambiaría con la edad. Además, cuando ya viviésemos juntos en Madrid, yo no tendría problema con que ella fuese a Danetree todas las veces que quisiese, porque así yo podría salir con los amigotes y emborracharme de vez en cuando.
El mes de agosto en Madrid no fue mal, bueno, en la línea de otros años. En lo positivo, el dormir con mi novia todas las noches, el estar con ella todo el día y mantener relaciones de vez en cuando me parecía lo más cercano a estar en el paraíso terrenal que podía haber en este mundo. En lo negativo, la sensación esa de que los días se te van escapando y cada vez queda menos tiempo para estar con ella. Además, Farah me cabreó un par de veces que salimos por ahí a dar un paseo y noté que a ella le gustaba llamar la atención de otros hombres y hasta recibir piropos de ellos, a veces incluso delante de mi puta cara. Ni qué decir tiene que me pillé sendos enfados monumentales. Ella se defendió diciendo que eran los tíos los que la miraban y que no podía hacer nada para evitarlo y yo tuve que aceptar esas disculpas como buenas, aunque no de corazón. En mi opinión, había momentos en que se notaba que Farah disfrutaba recibiendo la atención de otros tíos e incluso la muy sinvergüenza a veces aceleraba un poco el paso cuando estábamos paseando por ahí para parecer que iba sola. A ver, todo esto era más una ligera sospecha por mi parte que hechos flagrantes. A pesar de esto, yo no podía evitar sentirme un poco celoso e inseguro. Farah y yo estábamos juntos, y más comprometidos que nunca, pero yo tenía una fea sensación de que Farah a veces me trataba como si yo fuese poca cosa, como si estuviese esperando que apareciese otro partido mejor o no estuviese tan comprometida con nuestra relación como lo estaba yo.
Así era mi novia, mi querida Farah Shah. Siempre una de cal y otra de arena. Si todo era perfecto y estábamos de puta madre, siempre se las arreglaba para sacar alguna pega, crear algún obstáculo, montar un pequeño berrinche o llenarme de dudas. Lo malo era que al revés también, cuando las cosas se ponían jodidas, ella se las arreglaba para poner nuestra relación como el bien supremo y convencerme de que valía la pena luchar por ella. No quise amargarme el mes de agosto con estas historias y me convencí de que serían imaginaciones mías, manías temporales de Farah que no tardarían en quitársele, o una mezcla de ambas. Aun así, cada vez me gustaba menos que saliésemos de paseo por ahí y por la noche no salíamos nunca. Farah, además de ser mi prometida, se iba a ir muy enamorada de mí a su pueblo en septiembre, aunque tuviese que aplicarle todo el peso del síndrome de Estocolmo para lograrlo. Al final del mes, cómo no, llegó el momento de separarnos de nuevo. Muy triste pero aliviado, porque al menos ahora Farah era mi futura esposa y no solo mi novia, la acompañé hasta la terminal uno de Barajas para que cogiese su vuelo a Londres Luton.
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