LEICESTER
LEICESTER
(Finales de 2007)
Todo esto de planear el asesinato de mi expareja no era más que fantasías. Unas fantasías horribles, potenciadas por la soledad, el despecho, el consumo irresponsable de alcohol y otras sustancias. Un tema macabro que yo mismo me creía a ratos, aunque en el fondo sabía que no se iban a materializar nunca. Para empezar, segar la vida de una persona es una barbaridad. Vale que Farah no se había portado nada bien conmigo, pero matarla como venganza era a todas luces excesivo. No solo para ella, también incluso para un loco violento como yo, al condenarme a pasar el resto de mis días en una prisión Inglesa, y cómo no, para las familias de ambos, que nada de culpa tenían. Lo justo en esta situación, lo correcto y lo más práctico hubiese sido tragarme mis sentimientos, joderme e intentar aceptar el hecho de que me habían engañado, estafado y corneado de mala manera. Aprender del error y seguir adelante con mi vida, como hace la gente normal.
Pues no, el resentimiento tan grande que tenía dentro de mí no me permitió olvidar las cosas sin más. El plan seguía adelante, todavía tenía mi carnet falso, mi gramo de cocaína y mi gaseto lacrimógeno, pero con una modificación sustancial. Como sabía que no iba a ser nunca capaz de matar a nadie, y mucho menos a una mujer, aunque fuese la traidora de mi ex, el plan real, que lo había, era otro no exento de maldad. Asesinato no, porque la muerte no tiene remedio y además implicaba destrozar la vida a dos familias, pero un buen susto, sí. Cuando me encontrase con Farah Shah el viernes le daría con el gas en la cara, pero entonces la tiraría al suelo o la reduciría de alguna otra forma. Montado encima de ella le pondría una navaja en el cuello, una sin filo, para evitar tentaciones, y le soltaría un discursito del siguiente palo: «Ki ale mera beebee («Hola, esposa mía», en el idioma de sus viejos), ¿me reconoces?, soy tu marido, tu legítimo esposo a los ojos de Dios y la religión de tus ancestros. He venido aquí a cobrarme mi justa venganza y cortarte ese cuello de víbora que tienes, para que antes de ir al infierno le expliques al Todopoderoso por qué te has convertido en una adúltera». Entonces ella se acojonaría y rogaría por su vida, y yo le soltaría algo como «Bueno, esta vez te dejaré ir, pero un día volveré, cuando menos te lo esperes, y me mearé en tu cara, cacho perra», o algo así. De esta manera quedaría claro, yo le perdonaba la vida y a la vez la dejaría en un estado de miedo constante. Farah sufriría una pequeña fracción de lo que ella me había hecho sufrir a mí, pero no su familia ni la mía. Cuando me pillasen, que me iban a pillar, aunque yo tenía un plan de huida maestro, para joder más que nada, no me podrían acusar de gran cosa. Bueno, de lesiones, amenazas y posesión de un abrecartas, que tampoco son tonterías, pero nunca de homicidio o asesinato. Si me metían en la cárcel por eso, que no sería por mucho tiempo, aceptaría mi castigo con entereza y me comprometería a chupar todas las pollas que hiciese falta como penitencia por ser un maltratador, un acosador machista y un mal tipo. Quién sabe, igual hasta encontraba a alguien especial entre rejas y me despedía de la heterosexualidad para siempre. Después de la experiencia con Farah Shah, ganas me entraban de hacerme gay.
Llegó el día de ir al aeropuerto y poner en práctica mi absurdo plan de venganza. Por lo pronto, se presentaban dos desafíos considerables. El primero, embarcar en un avión con documentación falsa, mientras mi alter ego hacía un seminario en la Facultad de Empresariales, y el segundo, hacerlo con un gramo de cocaína de excelente calidad escondido en los calzoncillos. El gas lacrimógeno iba junto a mis artículos de aseo y el cuchillo ya lo adquiriría en Inglaterra, comprándolo o robándolo en algún sitio. No os podéis ni imaginar el alivio que sentía sabiendo que no iba a hacer nada drástico, nada irreparable, sino tan solo dar un buen susto a una persona que sin duda se lo merecía, al menos a mi parecer. El primer trámite fue bien, con la tarjeta de embarque previamente impresa y el DNI de David, pasé el control de embarque sin problema. La chica que miraba los billetes ni siquiera lo cotejó con el documento de identidad y mis artículos ilegales, el poyo de coca y el gas lacrimógeno pasaron inadvertidos. Vaya aventura que estaba viviendo, casi me sentía como una especie de diablo vengador, jugándome el tipo por darle un escarmiento a mi ex. Supongo que para el resto del universo no era más que un tarado, un machista y un acosador, pero para mí esta «misión» era de lo poco que me permitía conservar cierta cordura y aplazar los planes de suicidio para otro día. Lo explico, pero no lo justifico ni espero que nadie lo entienda. Eso era así y ya está. Para entenderlo hay que vivirlo. Hay cosas que no se perdonan.
En el control de policía pasé también sin problema, esta vez mostrando mi pasaporte verdadero por si la madera tenía métodos de detección de DNI falsos o robados más sofisticados. Una tercera vez mostré el DNI y tarjeta de embarque a una azafata que me lo pidió, al igual que al resto de viajeros, pero que ni se molestó en mirar más de medio segundo. El vuelo fue bien y con media hora de retraso aterrizamos en Birmingham. En principio, escogí este aeropuerto porque quedaba más cerca de mi destino y también porque tenía muchísimo menos tránsito internacional que Londres, siendo la mayoría de sus vuelos domésticos. Esto significaba que habría una vigilancia mucho menos estricta que en los aeropuertos grandes, donde llegaban vuelos de todo el mundo. Al llegar a Reino Unido, me pusieron un poco de pega con el DNI, diciéndome que era necesario también el pasaporte. No me puse nervioso con esto, a pesar de llevar un gramo de cocaína en el calzoncillo, un arma ilegal en el neceser junto al desodorante y un carnet de identidad fraudulento. Si de una cosa me había informado hasta la saciedad era de que para entrar Gran Bretaña bastaba con un DNI comunitario. Por suerte, el funcionario, un tipo ya mayor, enmendó su error a tiempo y todo quedó en un malentendido. Cinco minutos más y me cago encima.
No quise permanecer mucho rato en las inmediaciones del aeropuerto por si había cámaras de video vigilancia, así que me pillé un taxi directo a la estación de autobuses de Birmingham. Ahí tomé un bus hasta Leicester y ya por la noche estaba en el hotel, un Ibis de esos que no eran excesivamente caros. La cena consistió en un Kebab que me subí a la habitación y luego a dormir, que al día siguiente tenía una tarea importante. Ganas me entraron de meterme un tiro y salir por Leicester a correrme la última fiesta, pero la venganza era un trabajo a tiempo completo, así que deseché esta opción. Un whisky y dos cigarritos me atontaron lo suficiente para caer en un sueño nervioso y poco reparador.
Al día siguiente me levanté temprano. Me vestí con ropa discreta, me puse mi gorra de visera y unas gafas que tenía. Con esto y la barba esperaba pasar desapercibido y evitar que Farah me reconociese. A las ocho menos cuarto ya estaba en Victoria Street, y un buen rato después pude comprobar desde la distancia como la puerta de la casa se abría y salía una persona de ella. Por su forma de caminar y su silueta, la persona me resultó inconfundible. Con una especie de escalofrío pude reconocer a Farah Shah, así que empecé a seguirla mientras ella avanzaba hacia el centro de la ciudad. Durante todo el camino la observé, hasta que ella se metió en centro comercial donde estaba la tienda donde trabajaba. Después de esto, mi cometido fue deshacer todo el camino hasta su casa y elegir un sitio discreto y resguardado donde tenderle una emboscada por la tarde.
Claro, entonces se me ocurrió un problema que tenía mi plan. Si no mataba a mi ex, como en mis fantasías enfermizas de marido celoso, sino solo la asustaba, cómo impedir que ella saliese corriendo y gritando una vez producida la agresión. Esto, sin duda, llamaría la atención de la gente y acabaría por atraer a la Policía al lugar, cosa que no me convenía para nada. Yo, como poco, necesitaba unos minutos para llegar a un local de taxis que había cerca del hotel y pillar uno hacia el aeropuerto. Entre que llegaba y mi vuelo despegaba, este era el viernes por la noche, pasarían unas cinco o seis horas. Un tiempo precioso en el que ella podría acudir a las fuerzas del orden y reportar la agresión de su expareja, a la cual la Policía buscaría seguramente en estaciones de tren, autobuses y aeropuertos. Por un momento se me ocurrió que podría dejarla KO de un puñetazo en la mandíbula, pero eso de pegar a Farah no me convencía y, además, podría dejar marcas y arrojarme encima una acusación de lesiones o incluso de homicidio frustrado. Después de pensarlo un rato más, resolví que la actuación sería la siguiente. Cuando llegase Farah, le pegaría un gasazo en la cara y le soltaría todo el discursito, con amenazas de muerte y un cuchillo sin filo contra su preciosa garganta. Una vez hecho esto, y antes de irme, habría que inventarse algún tipo de amenaza lo suficientemente contundente para disuadirla de recurrir a la autoridad. Para esto, lo único que se me ocurrió fue decirle que tenía material íntimo nuestro grabado en el disco duro me mi ordenata y que si me denunciaba, lo colgaría todo en Internet. Revenge porn, se llama esta práctica, que además de una inmoralidad es un delito grave. Yo, por supuesto, no tenía intención alguna de hacer esto, pero confiaba en que esta amenaza unida al shock de ser atacada por un maniático disuadiese a Farah de ir a la Policía el tiempo necesario para permitirme escapar a mi país. Bueno, igual si lo veía todo muy complicado me contentaría con abordarla por la calle, decirle cuatro verdades bien dichas, sin violencia ni nada, y pedirle explicaciones por haber abandonado a su marido de mala manera. Al final, el tema este de la venganza me estaba quedando un poco descafeinado, pero, claro, esta era la única manera de salvar un poco la honra y de finalizar con garantías un plan tan chapucero como el que había diseñado.
De vuelta en el hotelucho, comí algo y me cambié de ropa para ejecutar mi plan. Zapatillas, vaqueros y una sudadera con capucha, que puse sobre la gorra que llevaba al estilo rapero. Si uno va a delinquir, al menos hacerlo con un poco de estilo. En los vaqueros guardé toda mi documentación legal, mi pasaporte verdadero y mi tarjeta de crédito. El DNI y la tarjeta falsos los oculté cada una bajo las plantillas de mis zapatillas. No me convenció mucho el escondite, porque si me pillaban, me iban a registrar y las encontrarían seguro, así que las saqué otra vez y las escondí en la parte posterior del retrete del baño de la habitación, lugar que nunca nadie mira y en el que puede haber escondidos innumerables tesoros. También me metí un tiro allí en la habitación y me saqué otra dosis en una bolsita, para consumirla una media hora antes de la agresión. El resto de la farla la coloqué también detrás del retrete. Como armas homicidas, llevaba mi gas lacrimógeno y un pequeño cuchillo de esos de cubertería que solo valen para untar mantequilla, pero que en el fragor de la acción me serviría para aterrorizar a mi víctima. No dejaba nada en la habitación, salvo DNI y tarjeta falsos y la coca. Mis efectos personales, que eran muy pocos, los llevaba en una mochililla a la espalda. Después de cometer la agresión, el plan era volver al hotel discretamente, cambiarme, afeitarme rápido, recoger el DNI y al aeropuerto en un taxi. Lo más seguro era que me pillasen, pero aun así tenía que intentar escapar como fuese. Si me atrapaba la Policía también tenía un plan de actuación para intentar atenuar mi responsabilidad y el castigo que me impusiesen. Los días anteriores había confeccionado una carta de despedida para Farah y la había metido en un sobre. En esa carta había escrito, en inglés y con muy buenas palabras, que la perdonaba, que me perdonase ella también a mí y que no la iba a molestar nunca más. Mi versión del ataque ante las autoridades sería que yo me había acercado a Farah de manera pacífica para entregarle la carta y despedirme, y que ella me había rociado con el gas lacrimógeno. Yo, al verme atacado, sufrí un arrebato puntual y no pude evitar zarandearla un poco. Luego diría que me entró el pánico y huí, pero que estaba muy arrepentido y que había sido todo de manera involuntaria. Por supuesto, a esas alturas el cuchillo y el gas habrían desaparecido de la escena del crimen, para que no hubiese pruebas en mi contra. No sabía qué castigo me podría llevar por eso, pero estaba seguro de que si asesinos y violadores estaban solo unos años en la cárcel, a mí tampoco me podía caer demasiado por unas amenazas y un zarandeo de nada.
Metí la carta en otro de los bolsillos de mi sudadera y salí del hotel con mucha precaución de que no me viese la recepcionista. Había que mostrarse lo menos posible para evitar testigos que en un futuro pudiesen testificar contra mí. Como tenía que esperar hasta las seis de la tarde, cuando Farah regresaba a su casa del trabajo, primero me pasé por la estación de autobuses, donde me metí un tiro en los baños, y luego al centro comercial, para comprarme una bebida energética y meterme más zarpa. Sobre las cinco volví al camino por el que Farah tenía que atravesar y en un momento que no había nadie por la calle, cosa nada difícil en Inglaterra, me metí entre los arbustos de un bosquecillo. Desde este escondite se podía dominar bien una buena parte del sendero por el que Farah tendría que aparecer, así que la vería con la suficiente antelación como para preparar mi ataque. Este sucedería en una especie de paso subterráneo que era bastante discreto. Con todo el plan ya diseñado y más de medio gramo de cocaína alita de mosca corriendo por mi torrente sanguíneo, cada segundo de la espera se me hizo eterno. Por una parte, estaba asustado; pero por otra parte, la droga, unida a la rabia y frustración que sentía por todo lo que me había pasado me hacían afirmarme en la barbaridad que iba a cometer.
Toda esa falsa seguridad en mí mismo que sentía se derrumbó cuando por fin pude ver a lo lejos la silueta de Farah aproximándose. Su forma de andar era inconfundible, al igual que su estilo de vestir y su larga melena negra. En ese momento me puse muy nervioso, pero toda la rabia que sentía contra la persona se desvaneció ante una abrumadora sensación de nostalgia y tristeza. Había estado durante muchos años enamorado hasta las trancas de Farah Shah y, por lo visto, esos sentimientos todavía seguían dentro de mí, por mucho que ella me hubiese traicionado y humillado. En un segundo entendí que iba a ser incapaz de hacerle ningún daño a la que siempre había considerado como la mujer de mi vida, mi querida Farah Shah. Todo mi plan de revancha no había sido más que una fantasía absurda, una ridícula excusa que le había puesto a mi orgullo para poder acercarme de nuevo a Farah. Entonces saqué el gas lacrimógeno y el cuchillo de untar mantequilla de mis bolsillos y los tiré entre unos arbustos. «A la mierda la venganza», me dije mientras empezaba a salir de mi escondite poseído por una extraña fuerza, que no era otra cosa que el deseo de verla una vez más, de hablar con ella y también de darle la carta que había escrito. Con esto la pediría perdón por no haberme comportado siempre bien y también haría un último y desesperado intento de explicarle que no iba a encontrar nunca un hombre que la quisiese tanto como la quería yo.
Empecé a avanzar por el camino para encontrarme con Farah. Ella no se dio cuenta de nada, todavía estaba bastante lejos, y yo seguí andando hacia ella despacio mientras intentaba inventarme un discurso con el que tranquilizarla y convencerla para que me permitiese hablarle durante unos momentos. En ese instante me vi rodeado como de cuatro o cinco tíos que salieron como de la nada.
—What do you want? Fucking leave me alone! —les dije sin entender qué coño querían ni por qué me estaban rodeando. Serían vulgares delincuentes, me pregunté, o algún tipo de mafioso o camorrista local.
—It's the police mate. Calm down and cooperate.
—Yeah right —les contesté y empecé a resistirme mientras pedía auxilio e, ironías del destino, llamaba a la Policía a gritos. Esta no tardó en llegar ni dos segundos, lo que me pareció increíble. Ya estaba diciendo a los agentes uniformados que detuviesen a los mafiosos esos que estaban intentando secuestrarme, cuando me di cuenta de que los primeros eran oficiales de paisano. Entonces me callé, para no meter más la gamba, y esperé a ver qué demonios querían los polizontes. Por una parte, me podía imaginar que sería algo de la orden de alejamiento que me había puesto Farah, y cuya ruptura no era ninguna tontería, pero por otra me extrañaba que hubiesen aparecido tan rápido.
Sin perder más tiempo, me llevaron a un sitio discreto y me empezaron a cachear, mientras me informaban de que todavía no me estaban arrestando. Por el momento se trataba de un stop and search, me paraban y me registraban, pero sin estar legalmente detenido. Vaya si me registraron, me registraron a fondo, pero por suerte para mí, hacía poco que me había deshecho de todas las cosas chungas que llevaba encima, el gas, la farlopa y el cuchillo, y mi documentación falsa estaba a buen recaudo, superbién escondida en la parte de atrás del retrete de la habitación del hotel. Con Farah no sé qué pasó, porque no llegué a verla de cerca. Es posible que se la llevasen para ponerla a salvo, o incluso que ella hubiese seguido su camino sin enterarse de nada. No pensé mucho más en eso porque tenía problemas más urgentes, y más gordos de los que preocuparme. Después del registro, durante el cual yo permanecí en silencio, uno de los oficiales se acercó para informarme un poco de lo que estaba pasando, y de paso tratar de sacarme algo de información.
—Is this your Passport Mr. Inocencio? Did I pronounce it right?
—Yeeeeeah.
—Erm... Are you high on some kind of substance? Coke or something?
—Nooooooooooo.
—Ok. We'll check that later. So, you're Spanish, right?
—Yessssss.
—Entonces no le importa que haga pregunta: ¿Es usted casado con la Reina de Inglaterra? —me dijo el cabroncete en español, aunque con un acento bastante cutre—. Me quedé un poco pillado ante esto, pero un tipo listo como yo pronto entendió que lo que el tío quería era comprobar si en efecto yo era español.
—No, claro que no. Que yo sepa, y si no me equivoco, mi estimado amigo, la reina está casada con el príncipe... Bueno, el señor ese viejo, mayor, quería decir. No me acuerdo cómo se llama. ¡El príncipe Alberto! No, ese es el de Mónaco. ¡Jonás! Se llama Jonás... No, ese es mi primo. Mejor me callo ya, ¿no?
—Look mate, we have serious doubts about your identity. If you agree to come voluntarily to the police station for a chat, we won't have to arrest you... yet.
Para comprobar mi identidad, me invitaron a acompañarles a la central de Policía, aunque todavía sin arrestarme, porque en teoría yo había accedido a ir voluntariamente. Esto era un poco raro, porque si no estaba detenido, podía negarme y no ir con ellos. No me pareció buena idea hacerme el chulo, y decidí colaborar. Una vez en la comisaría me metieron en una sala con tres policías, quienes me empezaron a hacer preguntas. Yo me imaginé que el tema iría de la orden de alejamiento que Farah me había puesto, pero para nada. El asunto de mi ex y su restraining order ni me lo mencionaron. En su lugar, lo primero que me dijeron fue algo así como: «Tenemos razones para creer que ha entrado en el Reino Unido con una identidad falsa, a través del aeropuerto de Birmingham». Los tíos, por lo visto, ya habían detectado lo de mi DNI falso en el control del aeropuerto, supongo que debido a una base de datos internacional de documentos robados. En lugar de detenerme in situ, los muy cabrones me habían dejado pasar para ver a dónde iba. Casi me cago cuando otro de los agentes me dijo que habían hecho eso para ver si yo tenía conexiones con el terrorismo internacional u otro tipo de organizaciones delictivas. Vaya lío en el que me había metido por gilipollas, aunque, claro, bien merecido me lo tenía, porque yo en realidad había venido al Reino Unido a cometer un delito y a hacer daño a una persona, y aunque finalmente no tuviese arrestos para hacerlo, eso no me hacía menos culpable.
Mi primer impulso fue defender mi inocencia con vehemencia, como buen encocao, pero después de pensar un poco decidí no hacerlo. Cuanto más hablase, más posibilidades habría de que los policías me liasen y me hiciesen caer en contradicciones. De repente, me entró una gran dificultad para hablar inglés bien, y lo único que les confirmé a los agentes fue que el pasaporte que tenían en sus manos era auténtico y que esa era mi verdadera y única identidad. Por suerte mis documentos falsos estaban escondidos en la taza del retrete de un hotel de bajo coste. Por supuesto, los maderos también podían dirigir sus pesquisas hacia la habitación en la que se había Alojado David R. G. y registrar. Eso me asustó, pero luego me tranquilicé pensando que incluso si hallaban el carnet falso y la farla, no sería tan fácil probar que eran míos, porque no me habían cazado con ellos encima.
A pesar de la firme presión que ejercieron sobre mí, y las veladas amenazas de atacarme con una nueva ley antiterrorista que se había aprobado en Westminster hacía poco, conseguí crearme una historia coherente con la que defenderme de las acusaciones policiales. Yo nunca había estado en el aeropuerto de Birmingham ni en el hotel Ibis de la localidad, por más que los agentes dijesen que me habían visto allí. Aprovechando el viaje que hice hace unos meses a Luton, en el que me enteré de que tenía una orden de alejamiento, les dije a los agentes que fue así como llegué al país. Si ellos comprobaban que yo tenía también un vuelo de vuelta al día siguiente, siempre podría alegar que decidí no embarcar en el último minuto y quedarme a vivir con unos amigos durante este tiempo. Si mi nombre aparecía en la lista de pasajeros del vuelo de regreso, un claro error de la aerolínea. Cómo no, también me preguntaron dónde había vivido todo este tiempo en Inglaterra, y en eso no me quedó más remedio que dar la dirección de Jannet y Dany. Si comprobaban esto estaba jodido, aunque también les dije a los polis que la pareja igual lo negaba porque cobraban muchos subsidios del Gobierno, y eso era incompatible con alquilar habitaciones a jóvenes estudiantes o cualquier otra actividad económica.
Durante el interrogatorio de casi tres horas al que fui sometido, los agentes lo intentaron todo para probar que yo era una especie de terrorista o algo así. En los últimos años, la actividad yihadista entre las comunidades étnicas de ciudades como Leicester se había disparado, y esto unido a los trágicos atentados de Londres en 2005 había creado una sensación de amenaza en todo el país. Debido a esto y a mi irregular entrada en UK, algunos policías se empeñaron en que yo debería de ser una especie de enlace o de correo de las redes del terror internacional. Yo, aunque estaba acojonado, intenté mantener la calma y me aferré al hecho de que no tenían ninguna prueba tangible contra mí. A pesar de esto, poco a poco y con desesperación, pude ver que las intenciones de los agentes, que entonces ya eran como seis o siete en la sala, se iban inclinando mayoritariamente hacia el arresto y la prisión preventiva, bajo ley antiterrorista. La sociedad británica demandaba detenciones y la Policía metropolitana de los West Midlands se los iba a proporcionar, aunque fuese a base de empapelar ineptos. Hubo un poli que intentó incluso dirigirse a mí en árabe para ver si me traicionaba a mí mismo, y otros hablaban de informadores que me podían reconocer o fotos que me había hecho en Frankfurt, Estambul y sitios así. La cosa pintaba fea, porque en esos tiempos de paranoia generalizada ante la amenaza terrorista, cualquier sospechoso podía acabar en la sombra una buena temporada sin pruebas ni cargos ni nada de nada. Además, ellos tenían la baza de recurrir a las cámaras de grabación del aeropuerto, la estación de autobuses e incluso del hotel. Yo había intentado exponerme lo menos posible a las cámaras en esos sitios, y también sabía que ni su resolución era muy buena ni mis ropas llamaban excesivamente la atención. Aun así, todo dependía de lo serios que se pusiesen a la hora de realizar una investigación y de las ganas que tuviesen de perder tiempo y recursos conmigo.
Hubo un momento en el que vi un resquicio de salvación cuando uno de los agentes me reconoció que no tenían pruebas contra mí, todavía, pero que mi historia no resultaba creíble porque no entendían qué coño hacía yo en Leicester ahí salido de la nada y sin una razón aparente, ni trabajo ni estudios, ni negocios y tampoco daba el perfil de turista. Esa pregunta fue mi gran oportunidad para demostrar mi inocencia, así que les reconocí la razón real por la que estaba allí.
—Look, I came here, to Leicester, to see a girl. Actually to see my ex—girlfriend. That's my reason to be here. Her name is Farah Shah and she lives in Victoria Street, number seven. You can ask her if you don't believe me.
—Why on earth didn't you say that in the first place? —me respondió el mismo tío, mientras el resto no parecía muy convencido de este último giro de mi historia. Cuando el poli me preguntó que por qué no lo había dicho antes, les confesé que porque mi historia con esa chica no había acabado bien y ella me había puesto una orden de alejamiento. Esa orden, irónicamente, era la mejor prueba en mi defensa, porque me daba una razón para estar en UK, aunque fuese una de naturaleza delictiva, y probaba mi relación con el país y la ciudad de Leicester.
—You've violated a restraining order, that's a serious offence —me ladró uno de los agentes, el que estaba más ansioso por acusarme de algo. Yo a eso le respondí que sí, que tenía razón, aunque le expliqué que lo había hecho sin malas intenciones, solo para pedirle perdón y entregarle una carta de despedida a mi ex. Esto era ilegal, pero estaba seguro de que las penas por incumplir una orden de alejamiento, sin violencia, serían mucho más suaves que las penas por temas terroristas que me querían encasquetar, así que elegí el mal menor. El resto de policías ya empezaban a sonreír nerviosos ante la metida de pata policial que acababan de presenciar. Uno de ellos dijo: «We thought we had a terrorist and what we have is a Casanova», a lo que otros respondieron con risitas y bufidos. En ese momento vi la oportunidad de hacer un alegato final para defender mi inocencia, uno tan cursi y tan dulzón que consiguiese que, asqueados, me echasen de su comisaría a patadas.
—Miren, señores —les dije en inglés—. Señores y señoras —que había dos mujeres en la sala, una vieja y una joven—, yo no soy ningún terrorista ni ningún criminal (eso era mentira, pero bueno). Vine aquí desde mi país, España, a esta bella ciudad de Leicester para intentar reconquistar el amor de la mujer de mi vida o al menos para pedirle perdón y decirle que todavía la amo. Por malentendidos del pasado, esa mujer me puso una orden de alejamiento, la cual he roto al venir aquí. Reconozco que incumplir la orden está mal y ha sido una gran equivocación por mi parte, pero díganme ustedes si nunca han cometido ninguna estupidez cuando estaban enamorados. Yo, sí, muchas y muy grandes, siendo esta la mayor de todas ellas. Por esto, les pido perdón y les aseguro una vez más que yo no soy un terrorista ni un criminal, salvo que se considere el amar desesperadamente como un delito. Si amar es un crimen...
En ese momento, varios de los agentes, los que no estaban mirándome con sonrisa socarrona y ganas de descojonarse, me dijeron que ya era suficiente.
—Si amar es un crimen...
—Alto, ni una palabra más, imbécil —me gritó el oficial al mando. La puerta de la sala de interrogatorios se había abierto y ya algunos polis y administrativos asomaban la cabeza por ella para ver qué pasaba.
—Si amar es un crimen...
—¡No digas la frase, no digas la puta frase o te pego un tiro aquí mismo, hijo de la gran puta! —me gritó un detective mientras otros dos le contenían para que no se abalanzase sobre mí. «Tranquilo, Steve, que te pierdes», le decían, obviamente en su idioma, mientras le sujetaban.
—Si amar es un crimen, entonces... ¡Enciérrenme porque me declaro culpable! (If love is a crime, then lock me up because I declare myself guilty) —dije solemnemente, también en inglés, mientras me ponía en pie y abría los brazos en gesto magnánimo, como había visto tantas veces hacer a Juan Pablo Segundo por la tele.
En ese momento, una monumental explosión de jolgorio inundó la comisaría. Algunos de los agentes reían, otros me abucheaban, había unos que me lanzaban objetos, bolas de papel y cosas así y un par de ellos intentaron agredirme. Al fondo se oía al comisario gritar, «Out, Out of my station ya corny bastard!», rojo como un tomate. Creo que al hombre le dio un amago de ataque al corazón y todo, así que al final sí que estuve a punto de ser el responsable de un homicidio en UK. Por suerte, al señor se lo llevaron y parece que se reestableció sin más problema.
Pocas horas después ya estaba embarcando en el avión rumbo a Madrid, esta vez con mi identidad verdadera y quinientas libras más pobre. Al precio del nuevo vuelo, en el que me obligaron a embarcar, hubo que unir la multa que me puso la juez del distrito por haber roto la orden de alejamiento y ante la cual hice el mismo numerito de eterno romántico para que se compadeciese de mí. La muy cabrona me puso la multa más elevada posible para los no reincidentes y me aseguró que si volvía a verme me enviaría directamente a la cárcel, donde iba a tener romanticismo del bueno en las duchas, todo el que quisiese. Además, me prohibieron la entrada en el Reino Unido durante cinco años, y mi historia, esta historia que les estoy contando, llegó incluso a salir como artículo en algunos tabloides británicos como el Daily Mail. «Hopeless romantic idiot mistaken for terrorist», creo que la titularon, y en ella acusaban a un atontao de malgastar los recursos policiales con su excéntrica conducta. La historia tuvo más de setecientos comentarios negativos y hubo hasta voces que se alzaron pidiendo que se limitase la entrada de mamarrachos procedentes de la Unión Europea en el Reino Unido. Mi último viaje a ese país había sido un desastre total, aunque, claro, teniendo en cuenta las intenciones que traía, casi se puede decir que me libré in extremis de un bien merecido castigo carcelario. Eso y lo más importante, que volví a mi país sin haber hecho ninguna barbaridad, sin haber cometido ninguno de los crímenes abominables que había estado planeando durante mi bajada a los infiernos en Madrid. Es posible que en la vida haya cosas que no se perdonan, pero la peor de todas ellas es tratar de hacer daño, por despecho, a la persona a la que supuestamente se ama. A partir de entonces, tendría la dura tarea de olvidarme para siempre de Farah Shah, y de intentar convivir con la sensación de culpa y vergüenza producida por mis horribles actos.
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