LA UNIVERSIDAD


LA UNIVERSIDAD

(Finales de 1998)

El ataque de ansiedad ya había comenzado durante parte de la tarde y la noche anterior. Era el último día de Farah en Madrid antes de regresar a Danetree y esto significaba desde no estar con ella por lo menos un año, hasta la posibilidad, cierta y real, de no volver a verla nunca más. Farah y yo nos habíamos conocido a finales de julio y durante el verano nos habíamos visto prácticamente todos los días, sobre todo por mi insistencia, casi debería decir por mi obsesión por estar con ella. Desde aquel día en que coincidimos por el centro de Danetree, había perdido la cabeza por esa chica de tal manera que la idea de no tenerla conmigo me producía un pánico irracional y agudo. Para una vez en la vida que lograba salir con una tía, que esta estaba buena y que, además, estaba enamorada de mí, quería el destino que nos tuviésemos que separar tan pronto, y lo que es peor, separarnos sin haber follado. Cierto era que ella también me iba a echar mucho de menos y haría todo lo posible por no perder el contacto, según sus propias palabras, pero en mi foro interno sabía que el más enamorado y el que más iba a sufrir en todo este lío era servidor. La mañana que me tocó llevarla al aeropuerto fue una de las más duras que recuerdo, e incluso volvieron a aparecer los viejos fantasmas del ataque de ansiedad y el jamacuco repentino. Hice un gran esfuerzo para contenerme y disimularlo y creo que lo logré más o menos. No era cuestión de dejar una mala impresión el último día y con esto disminuir las ganas que Farah pudiera tener de volver a verme en el futuro, quedando como un colgao. En la terminal del aeropuerto y luego en la entrada del control de seguridad, intenté mantener la calma y trasmitirle un mensaje positivo.

Don't worry babes; you will see how soon we'll be together again. You'll be awright... Don't you miss your family too? You'll be with them now... Just don't forget about me. —Ella me miraba con ojos llorosos y asentía.

Will you ring... Will you write? —me preguntaba, y yo le aseguraba que sí, como si me fuese la vida en ello. De manera inevitable llegó el momento de dejarla ir a través del control de seguridad y seguirla con la mirada hasta que se perdió en la terminal. Un último beso rápido y un abrazo rompieron el protocolo que ella me imponía de no tener muestras de afecto en público, una manía suya que yo siempre había llevado muy mal aunque aceptado dócilmente. Después, con un nudo en la garganta y seguramente con una cara de bobo que lo flipas, me di cuenta de que estaba solo de nuevo. Solo, compuesto y sin piba, otra vez volviendo a mi estatus previo de perdedor melancólico y solitario. Bueno, tenía novia y, además, extranjera y pibón, pero en otro país. No sabía bien cómo sentirme; estaba como si hubiese despertado de un sueño, como si estos últimos dos meses se hubiesen pasado volando. —A joderse toca— me dije, y me dispuse a fumarme el cigarrito de la resignación antes de empezar una nueva vida como universitario madrileño.

El cambio del bachillerato a la universidad no supuso ningún consuelo por la pérdida de Farah, sino más bien todo lo contrario. Algunos chicos y chicas conocidos míos, generalmente los elementos más pringaos y empollones de COU, tenían unas ganas obscenas de empezar la facultad y de poder considerarse universitarios. En mi caso, ya desde el primer día que fui a la escuela de Empresariales, supe que eso de la universidad a mí no me iba a gustar. Por una parte, esto se debía a la vuelta a los estudios, los madrugones, el memorizar mamotretos soporíferos y todas esas mierdas que llevaban amargándome la vida desde que tenía uso de razón. Yo, recuerdo, había sido un ser feliz hasta que un día con cuatro años mis padres me sacaron de mi casa, donde yo estaba tan a gusto con mis juguetes y la tele, y me llevaron a la guardería. A partir de ese día se inició la rutina semanera en mi vida, madrugar, ir a la guarde, ir al cole, al insti, a la uni, para recibir órdenes, realizar tareas aburridas, aguantar gilipollas y vivir en un eterno anhelo por la llegada del fin de semana. Supongo que esto es un condicionamiento que nos hacen a todos para que seamos buenos ciudadanos, currelas mansos y personas de bien, y supongo también que esta es la única manera de hacer que la sociedad funcione. Si nadie currase y nadie se sacrificase, la humanidad estaría todavía bajando de los árboles, aunque luego siempre haya listos que se aprovechan del trabajo de otros para su provecho sin dar nada a cambio.

Pero la pereza por la vuelta a los quehaceres no fue la principal fuente de mis tribulaciones. En COU tenía también que soportar una rutina desagradable, pero esta al menos tenía lugar en un sitio al que ya estaba acostumbrado y rodeada de personas conocidas. En COU tenía muchos amigos y estaba muy integrado en un grupo de compadres con gustos, aficiones y circunstancias similares a las mías. Una vez que llegué a la universidad todo eso se desvaneció y, de repente, me encontré en un sitio enorme y hostil, rodeado de desconocidos y de gente rara. «No te preocupes, ya verás como uno se acostumbra en seguida», me dijeron algunos de mis amigos, y tenían razón. Algunos de estos amigos míos se integraron tan rápido en la universidad que casi se olvidaron de los antiguos colegas de COU, pero este no fue mi caso. La primera dificultad que encontré fue que uno llegaba allí a la clase y nadie te hablaba ni te miraba. Las personas que eran más extrovertidas allí lo tenían más fácil, pero los tipos huraños como yo no solían ser de los más populares. Lo peor de todo era que cuando finalmente hacías uno o dos amigos, con mucho esfuerzo y algo de suerte, al ser la universidad tan grande, con tantas asignaturas y sin ninguna obligación de asistir a las clases, estos acababan desapareciendo y te volvías a encontrar solateras como el primer día.

Por esta razón, mi primer año de universidad no lo recuerdo precisamente como uno de los mejores años de mi vida. Acostumbrado a estar todo el día de cachondeo con mis coleguitas en COU, de súbito me encontré muy solo y esto es siempre duro, pero con dieciocho años, mucho más todavía. «Bueno —pensé— al menos me quedan los findes», pero estos tampoco supusieron ninguna fuente de alegrías. Comparados con los monstruosos botellones de Malasaña y todas las tonterías que hacíamos los años anteriores un nutrido grupo de descerebrados, las salidas nocturnas de viernes o sábado empezaron a ser cada vez más decepcionantes. Primero ocurría que Malasaña ya no estaba de moda y nadie conocido pasaba por sus calles, pero, además, la gente con la que anteriormente salía empezó a disgregarse. Antes nos reuníamos grupos de veinte o treinta personas entre conocidos y amigos, pero a partir de la uni no pasábamos de ser siete u ocho. Además, también empezó a aparecer gente nueva con la que yo no tenía nada que ver, compañeros de la facultad de no sé quién, amistades de otro y así el número de extraños aumentó de tal manera que muchas veces llegué a sentir que el extraño era yo. Esto no quiere decir que dejase de salir de manera radical. Todavía quedaba con amigos y hacía algo casi todos los findes, pero ya no era como antes cuando te pasabas por el Dos de Mayo y siempre había gente con la que sentarte a beber los viernes o sábados. Ahora había que quedar previamente y esto no era tan fácil. A veces me parecía que los antiguos colegas me ignoraban y también tenía la sensación de que cada día que pasaba la confianza que teníamos entre nosotros disminuía un poco más. Esto era normal, porque lo que antes era ver a los chavales todos los días ocho horas, se convirtió en solo el finde de vez en cuando y eso fue una prueba que solo las mejores amistades resistieron. A finales de COU contaba mi grupo de amigos con unos diez o doce chavales, a los que rodeaba un cúmulo de unos treinta conocidos con los que salir. A finales de mi primer año en la uni, mi grupo de amigos con los que tenía confianza suficiente para llamarlos por teléfono y quedar se podía contar con los dedos de una mano, y el grupo de conocidos coleguitas no te creas tú que era mucho mayor.

Para solucionar o al menos apaciguar esta situación de angustia existencial y aburrimiento supino que me atormentaba, recurrí, como hacían muchos jóvenes, al viejo dicho de «Sexo, drogas y Rock and Roll». El rocanrol, aunque más bien otros estilos musicales como punk, ska y brit-pop los escuchaba todo el rato en mi viejo walkman, un cacharro de aquellos años, porque me gustaba y también para apaciguar el estado de soledad en el que me encontraba casi siempre, sobre todo en la facultad. Las drogas empezaron a hacer su aparición cuando a mi grupo de amigos, es decir, a los amigos que me quedaban, les empezó a parecer que el modelo de kalimocho y porros sentados en la calle estaba un poco obsoleto. Fue entonces cuando, de la mano de nuevos conocidos, algunos colegas míos empezaron a ir a discotecas de techno, house, jungle y todos esos estilos de música moderna y enlatada que había por Gran Vía, a bailar bajo el efecto de sustancias ilícitas. No me voy a poner técnico tratando de explicar qué sustancias eran estas en concreto. Nosotros las llamábamos pirulas o pastis, aunque nunca supe bien qué principio activo tenían. Supongo que serían anfetamina, éxtasis o algún otro tipo de compuesto acabado en -mina o -ina. Yo solo sé que amigos míos las tomaban para ir a los garitos a bailar, y yo a veces iba con ellos. Esto solía ocurrir sin premeditación por mi parte y más bien como una adaptación mía al plan de mis colegas. Yo, cuando salía por ahí, lo que tenía en mente eran dos cosas: alcohol y pibas, pero como muchos días el plan era drogas y bailar en discotecas donde había una desproporción enorme entre chicos y chicas, pues solo me quedaba tragar, nunca mejor dicho, o bien joderme e irme a casa sin hacer nada. Hubo incluso días en los que mis amigos salían de marcha por discotecas gays, porque según ellos la música era mejor, no había macarras y hasta cabía la posibilidad de ligarse a alguna mariliendre, que son, para los que no lo sepan a estas alturas, las chicas heterosexuales que salen siempre con chicos gays de fiesta, en teoría para pasarlo bien y en realidad porque se sienten más cómodas con ellos que bajo el acoso de los chicos heterosexuales o la dura competencia de otras lagartas.

La Sala Arena, el Space, el Cocoon, el Soma, el Deep, el Room, el Coppelia, el Nature, el Longplay y otros muchos de los que no recuerdo el nombre, o no me llegué a enterar de lo pasado que iba. Todos estos antros me los pateé bastante y aunque no era el rollo que a mí me gustaba, tengo que reconocer que dentro de este percal hubo días divertidos y también experiencias interesantes. Desde pequeño te enseñan que las drogas ilegales son malas y que nada más te juntas con gente que las toma te vuelves adicto, te quedas tonto y te mueres, por este orden. Yo me andé en ese mundillo con mucho cuidado y, por suerte, no me pasó nunca nada demasiado malo. Si soy sincero, he de admitir que las peores experiencias que tuve durante esta época con las drogas fueron de lejos con el alcohol, que es también una droga y, además, una legal y aceptada socialmente, aunque sería injusto no reconocer que estas sustancias ilícitas en el mejor de los casos siempre hacen algo de daño, y que algunos de los chavales que conocí durante ese periodo han acabado pagando muy caro su afición por la fiesta.

Después de las drogas y el rocanrol, ya solo me faltaba el sexo. Este lo había tenido con mi novia de verano, Farah, pero después de su partida se redujo a hacer lo que hacen todos los chicos adolescentes (y no tan adolescentes) sin novia y que no me voy a poner a explicar ahora. En el tema sentimental seguía estando muy enamorado de Farah, a la que enviaba de vez en cuando cartas románticas declarándole mi amor y a la que llamaba alguna vez a pesar de que hablar por teléfono en inglés no me hacía mucha gracia. Como sabía que iba a tardar mucho tiempo en verla, y eso si no se olvidaba de mí durante el invierno o encontraba a otro chorbo, decidí que no sería mala idea buscar algún rollete provisional con el que aliviar la soledad por la ausencia de mi amor Farah y el distanciamiento de mis otrora coleguitas. Para esto contaba con la confianza que me otorgaba haberme ligado a un pibón como Farah durante el verano y la convicción de que yo no estaba tan mal. «A ver —pensaba—, si le gusto a Farah que es una diosa, también le puedo gustar a cualquier otra chica que encuentre por aquí». Si conseguía ligarme a alguna, tenía decidido estar con ella unos meses a ver qué tal y luego a la llegada del verano podría elegir entre ella o Farah. «Qué cabrón», pensará alguno o alguna, pero visto de manera egoísta, es siempre mejor la incertidumbre de tener que elegir entre dos personas que la certeza de no tener ninguna y, además, los dieciocho no son la edad de atarse, son la edad de descubrir el mundo y tener experiencias, que ya hay tiempo de compromisos, capitulaciones y mierdas más adelante. Siempre recordaré la experiencia de un amiguete de Inglaterra al que conocíamos como el Cambril. Este chaval, que tenía dieciséis años, un puto crío, tuvo la posibilidad de liarse con varias chicas inglesas, pero les dijo a todas que no. La razón era que el tío decía que tenía novia en Madrid, una chica gallega a la que él llamaba su «galleguiña» y estaba en la obligación moral de serle fiel hasta la muerte. Repito, todo esto con dieciséis años. —No seas bobo —le decía yo—. Que tu galleguiña no se va a enterar de tus movidas aquí, y a saber lo que está haciendo ella—. Pues nada, el tío obtuso erre que erre, desaprovecha su verano con gran dignidad, solo para volver a Madrid y encontrarse que su galleguiña estaba saliendo con otro y no se acordaba ni de su nombre.

Lo intenté. Intenté ligar en la medida de lo posible, pero no hubo manera. Mis amigos eran un grupo de jóvenes nabos madrileños en el que la única piba que se veía de vez en cuando era la novia de algún amiguete o conocido. Cuando salíamos siempre lo hacíamos por garitos de esos de techno (como lo llamaba yo), mucha droga y pocas pibas, y donde las chicas que había eran, además de unas pasadas, unas divas de metro y medio que se creían las reinas de la noche. No me malinterpreten, yo nunca juzgaba a nadie, ni a los gays ni a las mariliendres, ni a los empastillaos ni a las divas de metro y medio. No tenía nada en contra de todas estas personas, pero el plan de diversión que me ofrecían no me satisfacía para nada. Mis amigos decían, se hacían la ilusión, de que en esos sitios se ligaba, pero yo nunca vi a ninguno de ellos hacer nada más que el ridículo. Yo tampoco ligué nada, ni tan siguiera hablé con ninguna piba, y es que casi ni las había, pero claro, house y pirulas eran la moda del momento, así que había que aguantarse. Los días que no salíamos por los garitos estos fiesteros eran casi peores porque entonces la opción era botellón en Tribunal o Parque de las Salesas, y ahí sí que no veías a una chica ni de lejos y, además, te mamabas de lo lindo. La única oportunidad que tuve, o que estuve a punto de ligar, o que por lo menos lo intenté, hice un ridículo estruendoso delante de todo el grupo de conocidos que aún me quedaba. Esto fue en una fiesta de fin de año de 1998 en un bar discotequero de la zona. Por primera vez en mucho tiempo éramos la mayoría conocidos dentro del garito y, por suerte, había muchas chicas, mucho alcohol y poco technohouse mierdero de ese. «Esta es mi oportunidad», pensé, porque la mayoría de las chicas eran conocidillas del año pasado en COU y como yo había sido moderadamente popular ese año, sospechaba que le podía gustar a alguna de ellas. Durante los comienzos de la fiesta y las primeras copas, seleccioné a dos de estas chicas con las que yo creía que tenía posibilidades y resolví cortejarlas, primero a la que me parecía más atractiva, pero sin descuidar a la otra como segunda opción. Esto no lo hice planeándolo de forma fría y calculada como expongo aquí, sino más bien de manera subconsciente y un poco sobre la marcha. Según fue avanzando la fiesta y corriendo el alcohol, me esforcé por ir dando conversación a Laura, que era la chica que había elegido como primera opción de ligoteo. Al principio la cosa iba bien, pero luego la situación se estancó en un punto concreto de la noche en la que esta piba se empezó a morrear con uno de mis colegas delante de mis narices. «Ya ves tú, todo el rato dando palique y currándomelo a muerte —pensé— y este llega en un minuto, le dice no sé qué y se lía con ella». Lo peor de todo no fue el fracaso o la humillación, sino que no me lo encajé demasiado bien y me enfadé con mi colega, con la piba y de paso con el resto del mundo. Si hubiese estado sobrio y fuese un poco menos idiota me lo hubiese tomado con más deportividad, pero en lugar de esto estuve a punto de soltarle una hostia al chico y, además, me pasé el resto de la noche lanzándoles miraditas amenazadoras y rechinando los dientes. Como es lógico, esto condicionó mi efectividad como seductor durante el resto de la velada y cuando por fin me dispuse a intentar seducir a mi segundo objetivo, debido al cabreo y la situación de alcoholismo en la que me encontraba, lo hice de manera aún más torpe. Esta chica se llamaba Esther y era un poco más feita que la anterior aunque aún aceptable para un rollete. Cansado de milongas y de rollos, esta vez pasé de conversación y me dediqué primero a aproximarme con disimulo y luego a acosarla bailando provocativamente alrededor de ella. Como tampoco avanzábamos, se me ocurrió la idea de recurrir a la vieja táctica infantil de pedir ayuda a una amiga suya. —Oye, que tu amiga me gusta. Que le digas que si quiere rollo —le solté a una chica que se llamaba Irene y que era amiga de la anterior. Ella me miró con sorpresa y no hizo nada, pero ante mi insistencia acabó por preguntarle de mala gana y, cómo no, traerme la noticia de que ella no quería nada que involucrase acercarse a menos de tres metros de un zumbao como yo. Otra vez me tomé el rechazo de mala manera y me puse primero a razonar y más tarde a discutir con Irene, la chica que había hecho de mensajera. Por su lenguaje corporal y sus miradas debía de haber intuido que incluso ella estaba empezando a sentirse incómoda hablando conmigo y que estaba perdiendo un poco los papeles. Como no andaba muy fino, a causa del alcohol ingerido, seguí dando la brasa un rato hasta que ella se largó directamente cuando lo arreglé todo con el clásico balbuceo alcohólico de «las tías sois todas unas estrechas». Al final de la noche toda mujer del garito me evitaba, así que cuando se acabó la fiesta, juzgué oportuno no acompañar al resto de la chavalería a tomar chocolate con churros al bar de la esquina y me encaminé a casa a dormir la mona. Al día siguiente me desperté con dolor de cabeza y la típica sensación de miedo a haber hecho el ridículo, o alguna barbaridad, que suelen tener todos los borrachos después de una noche de excesos. Recordaba más o menos todo, pero no los detalles ni las reacciones de la gente, así que tuve que llamar a un amigo para preguntarle. Por suerte, el tío me dijo, después de reírse un rato de mí, que solo había hecho el ridículo acosando a las chicas, pero ninguna barbaridad que significase ser vetado en futuras reuniones.

Pues nada, ese fue el intento más serio que hice para buscar novia y que quedó un poco patético, todo sea dicho. Las consecuencias de mi torpe actuación no fueron muy serias, aunque a partir de entonces tuve que soportar algo de cachondeo siempre que se daba la incómoda situación de coincidir con estas dos chicas en algún sitio. Mi poca fortuna a la hora de ligar ese año la achaqué, entre otras cosas, a que durante el invierno había ganado mucho peso. Algo debió de ocurrir con mi metabolismo en esos meses, porque cuando me di cuenta estaba rozando ya los noventa kilos y me había convertido en un chaval rellenito y fondón. A las burlas por mis penosas actuaciones como seductor pronto se les unieron jocosos comentarios acerca de mi expansión a lo ancho, «gordo cabrón» y otras lindezas me empezaron a llamar los compis de botellón, aunque al principio no me lo tomé demasiado mal y seguí a lo mío como si nada. Hubo otro momento en el que estuve a punto de enrollarme con otra chica del grupo que se llamaba Carolina, en otra fiesta a la que fui. Por desgracia, no solo ocurría que a mí esta pava no me gustaba nada de nada, sino que, además, era comúnmente aceptado entre los chicos que ella era el elemento más feíllo del grupo de exalumnos de COU, por decirlo de manera suave. Si Carolina era un callo y además me daba repelús, ¿cómo es que estuve a punto de morrearme con ella en un bar delante de todos nuestros amigos? Pues muy sencillo, porque estaba borracho y, sobre todo, porque estaba caliente como en mi puta vida lo había estado. Tanto que si Carolina no hubiese sido conocida o no hubiésemos estado delante de todos, me hubiese liado con ella sin dudarlo, y mucho más. Pero no podía ser, el rollo con Carolina no me quedaba nada claro y tampoco podía rebajarme otra vez y hacer el ridículo delante de los pocos amigos que aún me quedaban con una nueva excentricidad. Sobre las cuatro de la mañana decidí acabar con la situación y le dije a la chica que me tenía que ir. Por la forma en que me miró, con ojillos de cordero degollado, entendí que quería un besito de despedida y ahí fue cuando estuve más cerca de cagarla, porque ella me abrazó y yo sentí un impulso animal de abalanzarme sobre ella y poseerla allí mismo, pero no. Haciendo un considerable esfuerzo, le di dos besitos mejilleros, me zafé de su abrazo y me piré con viento fresco. «Ale, a cascarla», me dije a mí mismo y apuré el paso para llegar a casa cuanto antes.

A diferencia de las otras dos chicas, Carolina sí quería algo conmigo y de hecho me preguntó, muy discretamente a través de terceras personas, si podíamos quedar algún día nosotros dos solos para tomar algo, jugar a los médicos o cualquier otra cosa. Se notaba que esta chica tenía unas ganas locas de tener un novio por primera vez en su vida, pero ese no sería yo. Demasiado feita, gafotas y empollona, siempre a mi criterio, insisto. Si borracho no había caído, sobrio lo iba a hacer mucho menos y, además, rechazar a alguien que no te gusta no es malo, al revés, es bueno. Lo verdaderamente dañino e injusto es dar una oportunidad a alguien por lástima, por pasar el rato o por no tener las ideas muy claras, por la sencilla razón de que esto al final siempre acaba mal. Por esto no me sentí mal por Carolina, sino con la sensación de haber hecho lo correcto. Al poco tiempo de toda esta historia, me enteré de que ella estaba saliendo con un estudiante de medicina más alto, formal y guapo que yo, y que parecía que les iba bastante bien, así que de remordimientos por haberla hecho pasar un poco mal, nada de nada. Además, ya se iba aproximando el verano, lo que para mí significaba una cosa muy importante. De nuevo iba a tener la oportunidad de ir a ver a Farah y luchar por nuestra relación. Para evitar que mi novia en la distancia me viese hecho un gordo seboso, cosa en la que me había convertido durante los largos meses de invierno a base de beber alcohol, tomar dulces y atracarme a comida basura, decidí hacer algo de deporte para adelgazar. No se me ocurrió mejor idea que apuntarme al equipo de rugby de la facultad. En esto tuvo parte de culpa un conocido de la escuela, el único que tenía en la universidad, que un día me invitó a unas birras con la secreta intención de captarme para el equipo. Cuando me di cuenta de que ya estaba inscrito, y que no tenía manera de borrarme porque ya me habían entregado el uniforme y hecho la ficha, me lamenté un poco por ser tan impulsivo. Aunque el poder presumir de ser jugador de rugby delante de Farah y amigos me atraía, al ser este un deporte muy viril, además de universitario y británico, la idea de que me vapuleasen unos bestias en los partidos no me hacía tanta gracia. Pronto quedó claro que yo era un paquete jugando al rugby y algunos de los compañeros del equipo me cogieron algo de manía. Aun así no me fue demasiado mal. Por una parte nunca faltaba al entrenamiento semanal y, además, mi rol estaba bastante definido en los partidos. Yo era tan solo un reserva que jugaba cuando había escasez de jugadores. La mayoría de los encuentros, después del calentamiento, me los pasé sentado en el banquillo o, como mucho, jugando unos minutillos al final si había algún lesionado. Gracias al rugby, y un poco de dieta, pude bajar de peso y adquirir una forma física presentable de cara a mi encuentro con Farah en vacaciones.

Pero antes del verano había un último obstáculo que había que salvar, que era los exámenes finales de primero de Empresariales, porque yo durante ese año no solo salí con amigos pastilleros, escribí cartas a Farah e hice el ridículo con las chicas. También fui a la universidad todos los días y estudié con más o menos ahínco. —¿Qué tal vas, hijo? —me preguntaban mis padres de vez en cuando, y yo qué les iba a decir—. Pues bien, voy bien —cuando en realidad iba bastante mal. Por una parte el curso de primero de Empresariales era bastante más difícil que COU y no había logrado aprobar casi nada de los parciales de febrero. Además, estaba muy a disgusto en esa universidad que había escogido, la Carlos II, en el campus de Entrevías. Para empezar, estaba realmente lejos y, además, no tenía amigos allí. Los estudios me iban mal, porque el nivel era exigente hasta extremos ridículos, como si estuviésemos estudiando Ingeniería Nuclear Aeroespacial o alguna mierda de esas difíciles, en lugar de cutrempresariales. Pero lo peor era que esta universidad tenía una estúpida política de expulsar a todos los alumnos que no consiguiesen aprobar cualquier asignatura en un número determinado de intentos, aunque se tratase de la última para licenciarse. Esta política fue lo que me acabó por desanimar, porque había asignaturas muy difíciles, las cuales ya había ido abandonando a lo largo del año y sabía que existía la posibilidad real de cagarla y quedarme sin nada. Por esto fui madurando un plan durante todo el curso para cambiarme de universidad a otra menos asquerosa. Cuando llegaron los exámenes finales estaba ya convencido de que quería hacer esto, así que me concentré en unas pocas asignaturas, las más fáciles, con la idea de que me las convalidasen en la nueva universidad si había suerte.

Mis padres no estaban nada contentos con mi decisión. Siempre había sido de sus tres hijos el peor estudiante y el más díscolo, y por eso ya me tenían calado. Según ellos, había estado perdiendo el tiempo y haciendo el tonto durante todo el año y ahora quería arreglarlo echándole la culpa a la universidad. Como sabían que ese verano me iba a ir de cabeza a Inglaterra, a trabajar y a estar con Farah, me comunicaron que esto lo podía hacer solo en julio, pero que a principios de agosto debería volverme a Madrid a estudiar para los exámenes de septiembre. Yo contraataqué diciendo que aunque aprobase más asignaturas en septiembre, no sabía si estas me las iban a convalidar en la Complutense, la nueva universidad a la que iba a ir y en la que ya había realizado la solicitud de plaza. Como no parecían querer comprender esto, al final tuve que comprometerme a volver más pronto ese año para hacer, o hacer que hacía, los ridículos exámenes esos que se interponían entre yo y un largo verano con Farah. No quise discutir y les dije a todo que sí, aunque estaba decidido a hacer lo que me diese la gana y alargarlo todo lo posible una vez allí. A mediados de junio compré el billete para Londres Luton, después de haberme asegurado de que mis caseros, Mr. y Mrs. Stevenson, tenían una habitación disponible para mí en su keli de Danetree. A modo de último consejo antes de partir, mis padres me animaron a trabajar, ahorrar, pasarlo bien y aprender mucho inglés, pero sobre todo me advirtieron sobre Farah. —Llevas casi un año sin verla —me dijeron— y una carta o una llamada cada dos meses no hace una relación. Puede que llegues y ella no se acuerde ya de ti o tenga a otro chico. Estate preparado para cualquier cosa, porque no queremos que te lleves una decepción—. No me hizo mucha gracia oír esto, a pesar de ser consciente de que mis padres tenían toda la razón del mundo. Yo guardaba intactas las ilusiones de que Farah estaría esperándome con los brazos abiertos, y para esto me basaba en las cartas que me había ido contestando y las veces que habíamos hablado por teléfono. «Si se hubiese olvidado de mí, no habría hecho estas cosas», pensaba. Muy pronto, en apenas unos días, averiguaría si mis viejos tenían razón o no.

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Nota del autor: Es imposible hablar acerca de finales de los noventa sin que me venga a la mente esta canción de Cher, omnipresente a finales de 1998 y durante todo 1999.

https://youtu.be/4p0chD8U8fA

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