LA EDAD DE ORO

LA EDAD DE ORO

(Marzo de 2003)

En la universidad y entre los coleguitas llamábamos «Edad de Oro» a un periodo especialmente bueno del año para salir de juerga, que comenzaba en marzo con el fin de los exámenes y que generalmente coincidía con la llegada de la primavera y el buen tiempo. Durante este periodo, que se solía prolongar hasta bien entrado mayo, las aulas se vaciaban de estudiantes, los céspedes del campus se llenaban de grupos de gente y, en general, la vida universitaria se relajaba bastante, al menos hasta la inminente llegada de los exámenes en junio.

Qué tenía la época postexámenes de febrero que la hacía diferente a los periodos de después de exámenes de junio y septiembre. Pues muy sencillo. Después de los exámenes de junio y septiembre, el alumno desconectaba totalmente de la universidad y se iba por ahí de vacaciones, con familia o amigos. Sin embargo, después de febrero el curso universitario seguía su ritmo, a pesar del fin momentáneo de la tortura, y esto obligaba al alumno a estar en Madrid y mantener cierto contacto con la universidad. Este contacto era generalmente aparecer por la facultad con la idea de ir a clase y acabar en la cafetería, fichar qué profesores te habían tocado, comprobar si había alguna tía buena en tu grupo y cosas así, pero también implicaba ver forzosamente a compañeros y amigos, apuntarse a botellones en el campus y enterarse de las múltiples quedadas y fiestas universitarias que había durante el fin de semana. Por decirlo de alguna manera, la edad dorada era, al contrario que las vacaciones, la temporada ideal para las relaciones sociales y para salir de juerga el fin de semana, al menos para mí. Supongo que de entre mis amigos y conocidos habría algunos que se montaban el verano de forma parecida, con juergas y fiestas a gogó, pero como en mi caso mi verano era siempre ir a Inglaterra a estar con Farah, para mí la Edad de Oro, como su propio nombre indica, era la parte más divertida del año.

Después de pasar un año 2002 bastante aburrido y un verano en Inglaterra casi igual de peñazo, los días fueron pasando lentamente hasta que nos plantamos en el 2003. Este año no pintaba demasiado bien al principio. La fiesta de Año Nuevo fue bastante normalita, la situación internacional se complicaba con una nueva guerra en ciernes y un imbécil dirigiendo el mundo desde la Casa Blanca y, por si fuera poco, mi novia Farah cada vez me presionaba más con el tema de conocer a sus padres y de terminar la universidad para empezar una nueva vida juntos. Durante los meses de enero y febrero me concentré en estudiar todo lo posible para los exámenes, aunque tampoco te creas tú que me salieron demasiado bien, y en marzo acogí la llegada de la Edad de Oro sin querer crearme demasiadas expectativas.

El primer viernes postexámenes me hizo ilusión quedar por la noche con dos amigos a los que hacía tiempo que no veía, el Diego y Ulrich, el guiri loco. El Diego regresaba a Madrid después de haber estado casi año y medio estudiando en universidades extranjeras, creo que en Estados Unidos y Brasil, y el otro, como su propio nombre indica, era guiri y no vivía en España, sino que nos visitaba de vez en cuando. La noche empezó mal. Durante el viaje de ida en metro a mi destino, entraron en el vagón unos meninos da rua marroquíes, como los que me habían atracado hacía unos meses, que iban persiguiendo a un pobre hombre, un pobre hombre borrachísimo, todo hay que decirlo, para robarle. El incidente fue desagradable, hasta el punto de que algunos de los viajeros tuvimos que proteger al tipo para que los moritos no se ensañasen con él, y también por la chulería y agresividad de estos. Además del mal cuerpo que produce contemplar estos episodios de violencia urbana, me quedé con la preocupación de que en los últimos tiempos estos incidentes con niñatos norteafricanos cada vez eran más frecuentes, así como mis prejuicios contra ellos cada vez más grandes. Yo, que era novio de una chica moruna, aplicado alumno de Introducción al Árabe en la universidad y me consideraba un tipo cosmopolita, empecé a sentir una gran aprensión por esas bandas de chavales marroquíes que la liaban por los barrios de Madrid. Que también había bandas de chavales españoles que eran peligrosos, como me decían los políticamente correctos, pues sí, pero eso a mí me daba igual. Lo que a mí me desagradaba era la gentuza, sobre todo las gentuza agresiva, fuesen de la nacionalidad que fuesen. Por qué había tantos chungos morillos en Madrid, para tan poca población del país alauita en porcentaje del conjunto total de peña. Bueno, yo tenía una teoría que explicaba que no era que los marroquíes fuesen necesariamente más malos que otros, sino que para los «malos» marroquíes era relativamente fácil venir a España a dar por culo debido a la cercanía geográfica, unido a una situación socioeconómica difícil y, por qué no decirlo, a una cultura que ampara ciertos comportamientos machistas, agresivos y xenófobos..., que a esas alturas de la película ya nos conocíamos todos.

Por suerte, el incidente no llegó a mucho y salí del metro indemne, para dirigirme a casa de un amigo en Chamberí, que era donde habíamos quedado para hacer un botelloncete por dos razones. Lo primera, porque sus padres no estaban, y la segunda y más importante, porque desde hacía unos meses el ayuntamiento había hecho oficial la prohibición de beber en la calle. La era del botellón acabó así a mediados de 2002, o al menos los tiempos del botellón impune. A partir de la entrada en vigor de la ley antibotellón el verano anterior y su puesta en práctica por los agentes de la autoridad a fuerza de multazos, nuestros hábitos de consumo etílico tuvieron que variar por fuerza y bien bebíamos en la calle con mucha discreción o en alguna casa que estuviese libre de padres y hermanos. Como mis amigos y yo ya habíamos evolucionado de adolescentes egoístas y descerebrados al siguiente nivel, jóvenes adultos, borrachos, salidorros y a ratos responsables de nuestros actos, nos tomamos esta prohibición con sorprendente fair play a la vez que hicimos acto de contrición por todo lo que habíamos molestado a los vecinos y a la ciudadanía en general durante nuestros años mozos.

El botellón estuvo divertido. Whisky y Coca Cola rodeado de unos siete u ocho compadres y sin chicas, por el momento. No se equivoquen, no me desagradaban las chicas, de hecho, todos mis amigos de la uni eran chicas. Lo que no me gustaba, de que hubiese chicas, era que mis amigos entonces dejaban de ser ellos mismos para convertirse en unos pagafantas falsos y aduladores. Muchas veces estando de risas en un botellón, aparecía de repente unas amigas, o la piba de no sé quién, y entonces mis amigos dejaban inmediatamente el cachondeo para adoptar una pose interesante, frívola y sofisticada y empezaban a competir entre ellos para ver quién hacía más reverencias. Por suerte, ese día la circunstancia no se produjo y pudimos mamarnos a cuerpo de rey, el Diego, Ulrich el guiri loco, tres amigos del cole, el Gabi, el Luigi y el Manu, unos colegas italianos de Ulrich, otros brasileños de el Diego y yo, a base de whiskolas, cervezas, chupitos, cigarrillos fortuna y alguna cosilla de comer. Drogas blandas no hubo y duras, tampoco.

Entre todas las conversaciones y batallitas que contamos, me llamó la atención una nueva filosofía de ver la vida que traían los chavales de fuera. Nosotros los madrileños, cuando salíamos lo hacíamos un poco sin rumbo, sin oficio ni beneficio. Bebíamos, íbamos donde iba todo el mundo conocido, tratábamos de no gastar mucho y, en general, adoptábamos una actitud pasiva ante lo que la noche pudiera depararnos. Después de residir mucho tiempo fuera, Diego y Ulrich vinieron con nuevas ideas, entre las que estaba tomar una actitud más proactiva en cuanto al ocio nocturno. Los mandamientos eran los siguientes:

1 Alcohol sí.

2 Cafeina sí.

3 Nicotina sí

4 Drogas duras no.

5 Playstation y porros prohibidos.

6 Apariencia aseada e indumentaria elegante.

7 Nada de sentarse en la calle.

8 Aceptar el hecho inevitable de gastar dinero en copas y entradas a discotecas.

9 Elegir los lugares a donde ir en lugar de seguir a otros como un borrego.

10 Interaccionar con el sexo opuesto, de manera educada y respetuosa.

Todas estas nuevas costumbres que traían mis amigos desde tierras extranjeras, o más bien debería decir de ambientes universitarios cosmopolitas, me parecieron, aparte de un soplo de aire fresco en la desidia y la molicie madrileña imperante, algo que yo podría aplicar en mi vida para conseguir mis objetivos. Y cuáles eran mis objetivos, pues ya lo he repetido hasta la saciedad. El principal, formalizar mi relación con Farah de una vez por todas y empezar una nueva vida con ella; pero también había uno secundario, que era disfrutar todo lo posible de la soltería y de la juerga nocturna hasta que llegase ese día. Para esto, la nueva mentalidad de mis amigos el Diego y Ulrich, y los nuevos coleguitas guiris con los que ahora salían, me iba a venir al pelo. Ya en el botellón en casa de uno de mis compadres me lo pasé en grande oyendo sus historietas y bravuconadas. Hacia la una de la mañana no pude dejar de admirar su energía cuando todos al unísono decidieron que nos íbamos a la calle a buscar un poco de acción, en lugar de apalancarnos en el piso a ver la tele, fumar canutos y no hacer nada interesante, como hacían tantos y tantos de mis conocidos madrileños. Contento con esta decisión y ya bastante borracho, me integré de pleno en este alegre grupo de colgados internacionales y nos fuimos todos andando, riendo y fumando cigarrillos hasta una conocida discoteca del barrio de Argüelles, que no quedaba lejos. Por un momento pensé que nos íbamos a pillar unos taxis e ir a Kapital, la disco esa en la que había estado ya una vez y tan grata impresión me había causado, pero los chavales se decantaron por una cercana de donde estábamos, que se llamaba Copérnico. Este garito normalmente era un poco mierda, bueno, como local estaba bien, grande, espacioso, decoración un poco cutre como con temática de piratas o algo así. La fauna que se congregaba allí era lo que no me convencía, en general, garruletes universitarios y simplones de extrarradio, pero daba la casualidad de que ese día había una especie de reunión de estudiantes Erasmus que lo ponía bastante interesante. Llegamos a nuestro destino y pasamos, como siempre, el incómodo trámite de ser examinados por los porteros para ver si dábamos el perfil de clientes respetables. Los puertas se portaron y no nos jodieron la noche a ninguno con alguna estúpida excusa como otras veces, así que de repente me encontré en la barra de un garito grande y lleno todavía a medias, con diez pavos menos en el bolsillo, pero con un vale de consumición que inmediatamente me dispuse a trocar por un cubata de garrafón en vaso de tubo.

Con una copa en la mano, un cigarrillo en la otra, mucha gomina en el pelito y vistiendo mi camisa más elegante, me apoyé contra la barra y me dispuse a observar a mis compinches en acción, a ver si era verdad, como decían, que en diez minutos se convertían en el alma de la fiesta. Bueno, del dicho al hecho hay un trecho, pero me sorprendió gratamente cómo se desenvolvían mis coleguitas. Rápidamente, los brasileños tomaron la iniciativa seguidos por los italianos y, en menor medida por mis colegas y Ulrich el guiri loco. —Tío, recuerda lo que te dije —me comentó el Diego antes de unirse a ellos—; estos tíos se proponen hablar con todas las tía buenas del garito, una tras otra, y hasta que no lo hacen no se van a casa. —Joder, —murmuré yo, presa del asombro mientras observaba a los cariocas infiltrarse, a veces con disimulo y otras a lo bestia, en los grupitos de chicas, y también de chicas y chicos, que bailaban por la pista, con la noble intención de dar la vara un rato. Este inusual comportamiento, para los estándares castizos, sembró un poco el desconcierto al principio e incluso provocó algún enfado entre los pagafantas madrileños que intentaban en vano proteger a «sus chicas» del ataque de los guiris pelmazos. Poco a poco, sin embargo, brasileños e italianos se fueron haciendo un hueco en la pista de baile y, según parecía, también en el corazoncito de algunas de las chavalas que por ahí había. En unos quince minutos, dos de los brasis ya se estaban morreando con alguna moza y los italianos no les iban a la zaga. «Joder, que me quedo solo», me dije a mí mismo, al darme cuenta de que yo era el único que quedaba ahí apoyado en la barra como un pasmarote.

Apuré lo que me quedaba de copa, tiré la colilla al suelo y con cierta aprensión decidí que yo también debería dejar atrás la seguridad de la barra e internarme en el mogollón para intentar ligar un poco. Como se daba la circunstancia de que yo tenía novia, Farah, creo que ya lo he mencionado alguna vez a lo largo del relato, con ligar me refería a conocer a alguna chica interesante, hablar un rato con ella y poco más. Yo, en esas circunstancias en las que estaba, no buscaba llevarme a nadie a casa para jugar al teto, entre otras cosas porque vivía con mis padres, ni tampoco enamorarme, porque ya estaba enamorado de mi piba. Yo con unos minutillos de cháchara con alguna chica mona, unos bailes y como mucho algo de flirteo, me daba por satisfecho. Pero claro, aunque mis aspiraciones no fuesen muy ambiciosas, eso no significaba que fuese fácil llevarlas a cabo. Durante un rato deambulé por la pista de baile, mirando con disimulo a los grupitos de chicas que por ahí había y sintiendo la típica sensación que siente todo tipo corriente al intentar acercarse al sexo opuesto. La de ser completamente ignorado. Hubo un par de veces que lo intenté, bueno, que estuve a punto de intentarlo. Según mis nuevos amigos internacionales, cada noche había que entablar conversación con al menos un número determinado de chicas, cinco, siete, diez, eso según cada uno. Si hacías esto, siempre había, decían estos chavales, alguna oportunidad de ligar; mientras que si te quedabas callado, haciéndote el interesante y esperando que las chicas viniesen a ti, te ibas a morir solo y virgen. En teoría, esto no parecía difícil, ponerse delante de una chavala y decir «Hola, qué tal», «¿Estudias o trabajas?», «¿Te gusta el reguetón?», o alguna chorrada parecida, pero en la práctica... ¡Ay!, en la práctica, por lo menos a mí, me entraba no solo la timidez, sino además el sentirme idiota, el no saber qué decir, el temor al rechazo, a ser ignorado y humillado y, además, la incómoda sensación de estar molestando a alguien metiéndote donde no te llaman. El problema era, además, que estos miedos e inseguridades eran difíciles de ocultar porque se colaban en tu lenguaje no verbal, tus gestos, etc., y te jodían la actuación aunque tuvieses la mejor frase para romper el hielo del mundo. Como, además, a las chicas, digan lo que digan, no les suelen agradar los tipos inseguros y tímidos, y, además, te dan apenas unos escasos segundos, si te los dan, para conseguir impresionarlas, el resultado fue una completa humillación la primera y única vez que intenté entablar conversación con una chica que había por ahí. «¡¿Qué?!», me gritó ella nada más abrir yo la boca para intentar decirle algo. «No, que si te conocía de algo...», mi voz fue muriendo hasta hacerse inaudible mientras la tía me clavaba los ojos encima con gesto de impaciencia. Dos segundos después aparecieron dos amigas suyas y entre risas se fueron las tres a otra parte dejándome solo y un poco descolocado.

«Pues vaya un comienzo», me dije mientras huía a la barra con el rabo entre las piernas para pedirme otra copa. A lo lejos, en todo el mogollón, veía a mis amigos rodeados de tías, hablando con ellas y vacilando un poco, lo cual me dio bastante rabia. «Joder, por qué ellos sí y yo no», me lamenté mientras removía mi whiskola con una pajita y aspiraba los efluvios garrafoneros que de él emanaban. Entonces decidí darme unos minutos para beberme la copa tranquilamente, fumar algún pitillo y replantearme mi estrategia de ligoteo. «Bueno, me llamo Chencho y soy un tipo corriente que está medio borracho en una discoteca a las dos de la mañana. Mi objetivo es ligar, aunque no tengo especial interés en llevarme a ninguna al huerto ni tampoco estoy buscando el amor de mi vida. Bien, por un lado está claro que para ligar hay que hacer algo, porque quedarse parado esperando a que vengan las chicas, sin ser famoso o estrella del rock, no suele funcionar, pero ¿hacer qué? ¿Qué cojones puedo hacer yo para que las tías de este garito me encuentren interesante y se decidan a darme una oportunidad?».

Después de mucho pensar, resolví que lo primero que había que hacer sería adaptar mi estrategia a mi particular forma de ser y circunstancias personales. Dentro de este mundo del ligoteo y las relaciones románticas había dos factores importantes que determinaban las posibilidades de éxito o fracaso: la apariencia física y la personalidad. En determinados ambientes, seguro que había otras muchas, como la cultura, el saber estar, el dinero o el estatus social, pero entre gente de veintipocos en un garito por la noche, lo que cuenta es el físico y la actitud. Detesto hablar de mí mismo, pero llegados a este punto me veo en la necesidad de describir cómo andaba yo en estas dos categorías. En el tema del físico no iba del todo mal, a pesar de ser un tipo corriente. Veintitrés años, estatura media, tendencia a engordar controlada a base de mucho deporte, nariz respingona y un poco cara de niño. A pesar de ser del montón, el físico es un tema fácil de mejorar para cualquier chico que se ponga un poco a ello, siempre que no se cuente con handicaps importantes, claro. Si no eres muy alto, zapatos con taconazo, siempre disimulado, claro, y si eres delgado, una camiseta debajo de la camisa te da algo de cuerpo, o si no, hacer unas cuantas flexiones y dominadas, puto vago, que tampoco te vas a morir por ello. Para disimular mi cara de niño, una perillita y un peinado con gomina a la moda me venían de perlas, y también se podía insistir siempre en ir bien vestido, con camisa elegante, vaqueros, zapatos y algún complemento hortera, como un cinturón de Armani, por ejemplo, de esos que vendían en el mercadillo a cuatro duros. En el tema de la personalidad era donde todo el invento se me venía abajo y donde aparecían mis verdaderos problemas. A ojos de otras personas, mi forma de ser siempre parecía al principio un tanto antipática, brusca y poco amistosa, y a eso había que sumarle una gran timidez e inseguridad cuando aparecían las tías buenas. Por supuesto, yo trataba de disimular esto con un trato educado y cordial, pero mi lenguaje corporal me delataba y para eso, además, las chicas tienen un sexto sentido y pueden oler a un tío raro a la legua. Por esto y porque además para impresionar a una mujer desconocida la naturaleza femenina te otorga apenas unos breves segundos antes de flagelarte con el látigo de su indiferencia, o peor, hasta reírse de ti en tu misma cara, pues andábamos arreglados. Vamos, que en físico llegaba al aprobado, pero en personalidad, carisma y atractivo personal hacía aguas por todos lados.

Con semejante panorama, el ataque frontal no parecía mi mejor opción, pero algo tenía que hacer, porque no iba a ser el único que se quedase sin ligar de la pandilla. Los putos brasileños, por ejemplo, los tíos llegaban a un grupo de chavalas y le decían algo a una, o con un simple gesto o una mirada, y la mayoría de veces la tía se reía, o les hacía algo de caso al menos. A veces, incluso llegaban con todo el morro y pillaban a la chica del brazo y se la llevaban por ahí a bailar o a hablar a un rincón. Yo no me veía con confianza suficiente para hacer esas cosas, y aunque la tuviese, tampoco era mi estilo ir de caradura por la vida. Yo, hasta entonces, las veces que había ligado en mi vida se había debido más que nada a la casualidad o a la buena suerte, aunque, claro, la mayoría de las noches en las que había salido no me había comido ni un colín.

Después de otra copa más y de mucho darle vueltas, encontré una manera de intentar ligar, sin exponerme tanto a fracasar y ser humillado, y que, además, se adaptaba mejor a mi personalidad hosca y desconfiada. Esta técnica la bauticé como «la rémora», y consistía en arrimarse a uno de mis amigos, a uno simpático y ligón, y seguirlo a todas partes. Por suerte, amigos de esta calaña no me faltaban aquella noche, así que estuve cambiando entre unos y otros todo el tiempo. La finalidad de pegarme al amigo ligón era la de actuar de manera oportunista dejándole a él todo el trabajo de abordar y trabar un primer contacto con algún grupo de chicas mientras yo me quedaba en un segundo plano. Una vez que el contacto estaba hecho, encontré que muchas veces, después de las primeras frases y presentaciones, el ligón y las chicas se quedaban un poco sin saber qué decir. Entonces era donde aparecía yo, adoptando el papel de amigo sensato, educado y algo quejica del ligón y haciendo como contrapunto a este. Sorprendentemente, esta curiosa pareja artística, la de amigo lanzado y caradura y su opuesto, el colega prudente, funcionaba bien y entretenía bastante a las chicas. En esos momentos mi colega ligón de turno y yo solíamos representar de manera espontánea la pantomima de que nos enfadábamos el uno con el otro, de broma, claro. —Este tío —decía él de mí— es un amargado, lleva toda la noche quejándose —y yo, a su vez, les contaba a las chavalas que su comportamiento disoluto y sinvergüenza ya nos había metido en unos cuantos líos. El principal fallo de esta técnica era si el amigo ligón empezaba a hablar con una chica sola, en lugar de con dos o con un grupo. Si esto ocurría, lo más sensato era huir y buscar a otro amigo ligón al que acoplarse, aunque si había escasez de estos, siempre se podía intentar competir con el susodicho por el favor de la moza una vez roto el hielo.

Esa misma noche bauticé al amigo ligón al que yo me acoplaba como el Delantero y animé a todos mis amigos a adoptar este rol, prometiéndoles apoyo incondicional una vez solucionado el primer acercamiento, que era donde yo tenía el problema. Con esta técnica no me fue mal durante la noche y conocí a varias chavalas que por ahí andaban, con lo que pasé una noche muy divertida, que era al final de lo que se trataba. Hubo un momento que no sé cómo me encontré hablando con un amigo al que conocíamos como el Luigi y una chica italiana muy guapa, que se llamaba Simona. Ya estaba empezando a recular para dejar a esos dos solos, al fin y al cabo todo el mérito de conocer a Simona se debía a el Luigi, y yo no quería actuar como un «sujetavelas», cuando el chico se fue y me dejó solo con la italiana. Ya casi no me quedaban amigos en el garito, todos se habían ido, pero como parecía que la chica tenía ganas de hablar y estábamos a gusto, decidí quedarme un poco más. Por eso y porque Simona era una auténtica preciosidad, pequeñita y manejable, delgada y muy mona. Con el pelo castaño y los ojos oscuros y muy vivos. Simona parecía una muñequita y estaba tan guapa, que no me pareció mala idea quedarme un rato para estar con ella. Hablamos y hablamos durante más de una hora, a ratos vigilados por sus amigas, que me lanzaban de vez en cuando miradas de advertencia, como diciendo «no te pases ni un pelo, chaval, que te vigilamos». Aun así, las amigas, que eran españolas no me espantaron e incluso hablaron y fueron bastante amistosas conmigo. Mi cara de niño unido a mi trato educado y a que ya se me había pasado el cebollón, debió convencerlas de que yo era un buen chico y no una amenaza para Simona, así que me permitieron estar con ellas. Al final tocó retirada, porque ya era tarde, así que las chicas se fueron y yo con ellas. Si Simona y yo hubiésemos estado solos, igual podía haberme lanzado a darle un besico en los morros, aunque tampoco me parecía que eso hubiese sido del gusto de la ragazza. Más bien me dio la impresión de que con esa chica el mejor modo de proceder para conquistarla hubiese sido intercambiar los teléfonos y quedar otro día para pasear y tomar un capuchino de esos que les gustan a los italiani. Como yo ya tenía novia y no me apetecía meterme en terrenos pantanosos con otras, me despedí de Simona y sus amigas con un ambiguo «ya nos veremos por ahí» que ambas partes sabíamos que iba a ser bastante complicado.

El sábado me levanté fatal, destrozado, pero también excitado. Había sido una noche muy divertida y también muy reveladora, ya que descubrí que el salir y pasarlo bien, o muy bien, es más una cuestión de actitud, tuya y sobre todo de la gente con la que sales. Si vas con gente amuermada, coñazo y rácana, de esa que no quiere gastar un duro ni moverse a ningún sitio, ni hablar con nadie desconocido ni hacer ninguna pequeña locura, pues vas arreglado. Por el contrario, juntándote con quienes salen de su casa decididos a pasárselo bien sin escatimar en gastos ni esfuerzos, entonces la cosa pintará mucho mejor. Para esto, había comprobado que los mejores eran la peña de fuera de Madrid, al menos en Madrid, y según mi opinión, claro. Los forasteros llegaban a la ciudad dispuestos a quemarla, mientras que los nativos estábamos un poco como atontaos y salíamos más que nada por inercia y sin un rumbo fijo. De hecho, incluso había comprobado que amigos míos madrileños que pasaban una temporada fuera venían con otra mentalidad, como más abierta y tolerante. No, si al final eso de «leer y viajar» iba a resultar verdad. La mañana la pasé como pude, ayudado por un ibuprofeno y tumbado en el sofá viendo la tele. Por suerte, la resaca no fue muy gorda y pude comer con total normalidad. Ese día empecé a intuir que las noches en las que uno se lo pasa bien de verdad la ingesta de alcohol tendía a ser abundante pero no tan destructiva como los días aburridos, en los que te mamabas por tedio. Ese sábado hacía un día precioso, de esos días de primavera en Madrid en los que la temperatura es agradable, la luz increíble y en el aire flota un extraño sentimiento de pereza y sensualidad. Casi me daban ganas de salir a dar una vuelta por el Retiro o los Jardines de Oriente para impregnarme yo también del ambiente, pero no. Ni yo era el tal Adolfo Bécquer ese de los cojones para andar por ahí deleitándome con delicadezas ni además podía permitirme el lujo de desperdiciar una tarde de siesta. Aquella noche también me tocaba salir, con Ulrich el guiri loco y sus italianos, quienes no se iban hasta el lunes, así que había que recuperar fuerzas. Aun así, la siesta me la pegué en una habitación que daba a la calle y con la ventana abierta de par en par, por la que se colaba una brisilla agradable, los rayos de sol propios de un atardecer madrileño y el rugir de algún que otro autobús.

Me desperté con la hora pegada al culo, pero contento de haber disfrutado de una siesta tan tonificante. «Placeres sencillos, motherfucker, eso es lo que hace que la vida merezca la pena», pensaba mientras me disponía a iniciar el ritual. Mis padres y hermanos andaban por ahí y a veces se metían en medio, colándose en el baño o preguntándome cosas. Para la llamada diaria a Farah, ese día me fue difícil encontrar tiempo y aparte tampoco me apetecía hablar con ella y recordar que tenía novia en medio de la vorágine del finde. «Ya la llamo mañana», me dije, y proseguí con el ritual. Pizza, cigarrito, baño, ducha, afeitado, desodorante, ropa interior, vaqueros acampanados, zapatos puntiagudos a la moda del momento, camisa elegante, colonia, dientes y comprobar cartera, pelas, móvil y chicles de menta. Todo en orden, así que salí de casa escopetado, despidiéndome de mis padres con un grito mientras salía por la puerta.

Ese día mis colegas madrileños parecía que no salían, pero sí Ulrich el guiri loco y sus dos amigos italianos. Ulrich era de Suiza, un país, bromeábamos para hacerle de rabiar, del tamaño de Cuenca, cuya principal industria parecía ser la evasión de capitales y la especulación con el oro robado a los judíos durante el Tercer Reich. Hacía unos años, Ulrich había venido a España durante unos meses, seguramente para escapar al aburrimiento en su patria, y se había hecho colega de nuestro grupo del colegio. Desde entonces, el chaval nos visitaba de vez en cuando, un fin de semana, unos días o igual durante las vacaciones. Sin novia, con un poder adquisitivo superior al de los españolitos de a pie y siempre con un colega dispuesto a dejarle una cama o un sofá en su casa; Ulrich solía venir varias veces al año a Madrid de vacaciones, momentos en los que yo aprovechaba para salir con él y los colegas que trajese.

En teoría, la noche de sábado iba a ser más tranquila que la anterior, porque mi amigo y sus camaradas estaban un poco mataos, primero de la juerga del viernes y también de que, a diferencia de mi menda, los muy incautos se habían pasado todo el día haciendo turismo y gastándose la tela en las tiendas de souvenirs del centro en lugar de pegarse una muy aconsejable siesta. Por eso, el plan era cenar en un kebab y luego ir viendo sobre la marcha si a los chavales todavía les quedaban ganas de jarana. En principio, tampoco te creas tú que la cosa pintaba demasiado bien, porque Ulrich no era un gran bebedor y los italianos en general tampoco suelen serlo. Como yo ya había cenado en casa, me abstuve de pedir mucho de comer cuando los demás encargaron al camareta unos kebabs y unas raciones de fritatas, y me contenté con una birrita y algo de picar. Acabada la cena y antes de tuviesen tiempo a reaccionar, le pedí al turco que nos pusiera unas copas para ir animando al personal. El truco de las rondas, que aprendí en Inglaterra, no suele fallar, y como yo pagué la primera, los colegas se vieron obligados a pagar la siguiente. «Dónde vamos a tomar la copa», me preguntaron. Yo estuve a punto de proponer que nos fuésemos al centro, a una zona que había descubierto hace poco, Huertas y Plaza de Santa Ana (Plaza "Santana" para los castizos de toda la vida), aunque la gente llevase saliendo por ahí desde hacía siglos. Cuando éramos adolescentes, nadie de mis amigos quería ir a Huertas, porque según ellos era muy caro, era de viejos y, en realidad, porque les quedaba muy lejos de su barrio. En esos tiempos yo tenía amigos que si no se hacía el botellón a menos de cien metros del portal de su casa, no salían los muy vagos, y así nos iba. Luego, los años fueron pasando y descubrí que Huertas tenía su gracia por su ambiente cosmopolita y situación estratégica entre Malasaña, Gran Vía, Lavapiés y varias discotecas importantes del centro. Sin embargo, esa noche Huertas, a priori la opción más lógica, tenía dos inconvenientes. Primero, estábamos por Alonso Martínez, y segundo, el cutrehostal donde se hospedaban Ulrich y compañía estaba precisamente en Huertas. Un aburrido viaje de media hora en metro y luego la cercanía al hostal podría tentar a mis colegas a retirarse y arruinar la noche. En algunas de mis salidas durante el año anterior había descubierto un pub—discotequilla de dos plantas por esa zona que me parecía menos desagradable que el resto. El sitio se llamaba, bueno, no me acuerdo cómo se llamaba, pero estaba relativamente bien para la zona, porque era amplio y tenía dos plantas, al contrario que la mayoría de sitios cercanos. Música pachanguera, buena proporción de chicos y chicas y, en general, un público desenfadado, en lugar de los clásicos grupos cerrados de bordes madrileños, completaba la descripción del garito y me hacía pensar que podría ser una buena opción.

Cuando llegamos a la entrada, vimos que esta era gratuita, es decir, que no había que pagar para acceder al local, no por generosidad de los encargados, sino porque era muy pronto. Más tarde, entre las tres y las seis, cuando ya iban cerrando todos los pubs y baretos de la zona, se solían formar grandes colas de gente queriendo entrar. Entonces, como práctica común en todo Madrid, pegaban unos sablazos de la leche, cobrando quince y hasta veinte euros a todos los borrachos desesperados por meterse en algún sitio. Por suerte, o más bien por previsión, ese no sería nuestro destino aquella noche, sino el de tomarnos probablemente unas copas pronto y luego pirarnos cuando llegase el agobión de gente. A partir de la segunda copa nos empezamos a animar bastante y a venir arriba. Mis amigos guiris, porque no estaban acostumbrados a los contundentes copazos garrafoneros típicos de Madrid, y yo, porque veía con sorpresa como el garito se había ido llenando de tías, muchas de las cuales eran, además, extranjeras. Es curioso cómo es la noche madrileña a veces, casi como una lotería. Había días que salías con grandes aspiraciones y te gastabas la pasta entrando a los mejores clubes, para acabar aberrado en una pista baile rodeado de maromos. Otros días, sin saber cómo, dabas con la tecla y lograbas encontrar un local con gente maja y una proporción de sexos aceptable, aunque siempre los menos. Yo como ya me sabía la técnica a emplear para el ligoteo, puse en práctica la rémora, aunque con resultados menos satisfactorios que el día anterior, porque mis acompañantes no estaban tampoco muy animados. Ulrich era el único ligón del grupo, pero más educado y menos caradura que los chavales del día anterior. Rubio, ojos azules y cara de guiri; mi colega ligaba mucho con las chicas por su exotismo y, además, se regodeaba de ello delante de todos nosotros. «Ligo chavalas porr serr único guirri rrubio garrito», nos decía entre risas, y nosotros asentíamos con una sonrisilla de medio lado mientras pensábamos «será cabrito el tío» y alguno le contestaba: «Tú te callas, puto alemán», lo que le daba mucha rabia. En fin, Ulrich el guiri loco, todo un personaje. Bueno, volviendo a la situación, teníamos a Ulrich ligando él solo con las chicas que por ahí había y a los italianos bastante tranquilos. Para ser del país trasalpino, estos chavales eran un poco sosetes, pero, claro, los chicos, por lo visto, llevaban toda la vida viviendo en Suiza, así que se habían civilizado y no eran unos pervertidos canallas y marrulleros como seguramente lo fueron sus ancestros.

Viendo que la rémora no iba a ser tan factible como lo había sido el día anterior, por un momento me encontré desarmado. Me puse a pensar, a darle al coco para encontrar una táctica que pudiese utilizar para cuando no se diesen las condiciones necesarias para aplicar la rémora. Después de improvisar un rato y probar varias cosas, decidí que la técnica complementaria a la rémora sería un «chuzarse y que sea lo que tenga que ser». La descripción de esta táctica es breve. El sujeto bebe alcohol en abundancia, lo suficiente para desinhibirse, pero teniendo en cuenta que será importante poder hablar y mantenerse en pie después. Una vez bien mamao, el sujeto se coloca en un lugar donde haya elementos del sexo opuesto (del mismo si es gay o ambos si es bi) y a dejar que la naturaleza siga su curso. Esta técnica es útil en situaciones de desmadre colectivo y cuando la gente está de un inusitado buen talante, como por ejemplo una quedada Erasmus, unos Carnavales o las fiestas de algún pueblo grande. Algunas personas, algunas personas con prejuicios juzgarán esta técnica, el «chuzarse y que sea lo que tenga que ser» con condescendencia y casi hasta con desagrado. Bien, cada uno puede opinar lo que quiera, pero lo cierto es que la técnica funciona muchas más veces de lo que a priori se pudiera pensar. Lo que ocurre es que esta técnica no es para todo el mundo. Si eres un chico muy atractivo, una chica mona, o incluso normalita, la típica persona extrovertida que habla por los codos y se queda con toda la peña a los cinco minutos de entrar en un sitio o un exigente en el tema del amor, bien, entonces el CHyQSLQTQS no es para ti. Esta técnica es para chicos, introvertidos y con poca habilidad social, y tiene además un trasfondo científico. Mediante el hecho de mamarse, el sujeto consigue destruir a golpe de cubata los miedos, inhibiciones y limitaciones que atenazan su personalidad y lanzarse al ruedo de las interacciones personales con mucho menos lastre. Existe la posibilidad de que salga mal, de hacer el ridículo y parecer un patán, por supuesto, pero también es cierto que hay situaciones en esta vida (sobre todo de jovencito) en las que es preferible quedar como un imbécil a pasar totalmente inadvertido.

Pues nada, como se daban las condiciones ideales para hacer un CHyQSLQTQS, me puse a ello sin perder más tiempo. Primero me calcé un par de cubatas a caraperro y luego me pedí un tercero, que paseé un rato por la pista de baile mientras hacía un movimiento de exploración. Después de varias vueltas, por fin vi un sitio donde había bastantes chicas bailando y haciendo el tonto, así que me coloqué yo también por ahí con mucho disimulo. Estas chicas parecían majas en su mayoría, chicas normales y no divas de discoteca, de esas de taconazo y mucho maquillaje. El error más común de todo principiante es ir a por la maciza del garito, lo cual siempre acaba en desastre como poco. Lo más sensato en estos casos es ser humilde y entender que si en un local de ocio hay una desproporción enorme entre chicas y chicos, siendo, además, muchos de estos guaperas a la moda y gallos de gimnasio, difícilmente se dará la casualidad, como pasa en tantas películas, de que el tipo corriente se acabe llevando a la guapa gracias a su personalidad y buen corazón.

Al poco rato de estar estratégicamente situado cerca de un grupo de chicas que me dio buena impresión, me encontré, no sé cómo, bailando con una de ellas. Genial, la técnica «chuzarse y que sea lo que tenga que ser» había funcionado perfectamente. La chica con la que estaba bailando, bailando separados, que la música que ponían era pachanga—pop y no salsa y rollos tropicales de esos, resultó ser francesa y, además, bastante agradable. Nada más averiguar su nacionalidad me empecé a tirar el rollo con el poco francés que sabía y ella se rio bastante, quiero pensar que conmigo y no de mí. La chica se llamaba Fleur, y era muy simpática, como la mayoría de los gabachos cuando quieren, así que seguimos hablando sobre temas de viajes, de su país, de España, de la universidad, ella estaba de Erasmus en Madrid, y otras muchas cosas. Nuestra confianza se afianzó cuando me confesó que era seguidora del Real Madrid. —¡Del Ralmadrí! —le dije yo emocionado—. Qué casualidad, yo también. Tenemos mucho en común, bonita—. Bueno, casualidad no tanta, porque estábamos en Madrid, así que ser del Madrí siendo «d'aquí de Madrí» tampoco era algo tan extraordinario. Yo siempre había sido del Real Madrid, aunque no recordaba si algún día había tomado la decisión de hacerme de este equipo. Bueno, más bien mi madridismo fue algo impuesto casi antes de venir al mundo. Nacido en Madrid, con un padre y un abuelo madridistas y alumno en un colegio donde si no eras del Real Madrid te pegaban los otros chicos, nunca se me ocurrió decir que me gustaba otro equipo, aunque la realidad era que no me gustaba ninguno. A mí, lo que hiciese el Mandril o cualquier otro me era indiferente, pero mantenía las formas por deferencia hacia mi padre y otra gente de mi entorno. El día que ganamos la octava con el gol de bolea de Zidane, noten que digo «ganamos» cuando yo en realidad no hice nada, me alegré como si me hubiese tocado la lotería y salí a las calles a festejarlo como tantos otros, aunque en realidad me daba igual. Unos chavales de mi edad habían ganado millones jugando a un simple juego de pelota, el fútbol, y esa noche lo celebrarían tomando copas en lugares en los que a mí no me dejarían ni entrar, y acostándose con modelos. Y mientras tanto, mientras tanto yo por la calle, con una litrona en la mano y gritando «Roberto Caaarlos lalalalalalá» como un anormal. Bueno, en fin, toda esta reflexión no se la comenté a Fleur, sino que le dije que éramos campeones de Europa y todo ese rollo. Nuestra conversación siguió un rato así de animada, entre baile y baile, hasta que nos empezamos a morrear ahí mismo, simplemente porque a ella le apeteció y a mí también. La táctica CHyQSLQTQS había funcionado, y como llevaba bastantes meses sin poner mis sucias manos sobre una mujer, me regodeé bastante en mi concupiscencia y actos golosos, aunque con cuidado de no pasarme y dar lugar a algún incidente desagradable. Durante unas décimas de segundo tuve el pensamiento culpable de que le estaba poniendo los cuernos a mi novia Farah, pero los efluvios etílicos que inundaban mi cerebro consiguieron ahuyentarlo a tiempo. Pocos minutos después ya me estaba despidiendo de Fleur, porque se había hecho tarde y ella ya se quería ir, aunque nos intercambiamos los teléfonos en un momento de entusiasmo inconsciente y acordamos en vernos otro día. Cuando la francesa se fue, me puse a buscar a mis compadres y los encontré cerca de la barra, hablando entre ellos y tomando la penúltima.

—Tío, ¿dónde coño estabas? —me preguntó Ulrich nada más verme.

—No, es que he conocido a una chica y...

—Te estábamos buscando. Creíamos que te habías marchado, hasta que Ángelo te ha visto enrollándote con una gorda.

Una grassa incredibile —añadió Ángelo, el italiano, haciendo un gesto con las manos, mientras mis tres colegas se reían.

—Creí que sería capaz de mantener el secreto, cabrones —me reí con ellos. Fleur era una chica muy simpática y debo de decir que a mí me pareció guapa, con ojos bonitos y cierto aire a Sandra Bullock, aunque borracho nunca se sabe... El problema, para ellos, de Fleur es que estaba bastante rellenita y, claro, esta sociedad de borregos en la que vivimos tiene la estúpida manía de buscar la belleza femenina en la delgadez extrema. En un momento les expliqué a los chavales que el mundo de la moda y los medios está controlados por hombres gays, y por eso nos imponen un canon de belleza femenina basado en chicas andróginas y sin curvas. La conversación con mis coleguitas siguió un rato más, con unos cuantos comentarios jocosos por su parte, aunque mucho menos soeces que los que me habrían dedicado mis colegas madrileños, y varias teorías conspiratorias por la mía. Al cabo de quince minutos ya estábamos pillando un taxi entre los cuatro para ir al centro y poco después llegué a mi casa y me acosté.

La resaca del domingo fue bastante menos dolorosa que la del sábado, no sé si porque bebí menos o porque tenía la tolerancia al alcohol ya por las nubes después de todo lo que trajiné el sábado. Todavía en marzo no tenía gran cosa que estudiar, así que me pasé todo el día holgazaneando. Sobre las ocho de la tarde quedé un rato con Ulrich y los italianos para despedirme. Como en los países civilizados tienen la costumbre de cenar pronto, decidí acompañarlos y nos tomamos unas pizzas en un restaurante italiano cerca de mi barrio. A las once les dije que tenía que madrugar y me despedí de ellos, aunque emplazándoles a venir a correrse futuras juegas en Madrid. Ulrich, sabía que vendría; los otros dos, no lo tenía tan claro. Respecto a Fleur, a mí no me hubiese importado verla otro día, pero, claro, se daba la circunstancia de que yo tenía novia, aunque fuese en otro país. Una cosa era darse dos besitos medio borracho en una discoteca con una piba, lo cual era casi imposible que mi chica descubriese, y otra muy distinta empezar a verla asiduamente. Si iniciaba una amistad con Fleur en Madrid, tenía miedo de que eso pudiese afectar a mi relación con Farah en un futuro, así que resolví que lo mejor para todos sería no llamarla y borrar su teléfono. Como ella también tenía el mío, me inventé una película que contarle si ella me llamaba, que me había ido de Erasmus a Rumanía o algo parecido. Fleur nunca me llamó, cosa que me tomé con bastante alivio. Seguramente, yo habría sido para ella lo mismo que ella para mí, un rollete de sábado para pasarlo bien y nada más. Qué juventud más superficial, pensará alguno. Bueno, estará en su derecho, pero otros dirán que esos años son para conocer gente y pasarlo bien. Todo quedó en un rollete de una noche, inocente, además, porque no pasó nada, pero podría haber sido el amor de mi vida. Lo importante fue que lo pasamos bien y nadie salió perjudicado. Bueno, es cierto que le puse los cuernos a Farah, pero nadie me podía asegurar que ella no estuviese haciendo lo mismo y, sobre todo, nadie me aseguraba que de un día para otro Farah no pusiese fin a nuestro noviazgo sin más explicaciones. Como todavía, después de tantos años, tampoco tenía nada atado ni nada seguro con Farah, salvo una frágil relación a distancia, me convencí a mí mismo de que un poco de carpe diem tampoco nos haría ningún daño. Siempre que ella no se enterase, claro.

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