FRIGORÍFICOS Y VUELTA A EMPEZAR

FRIGORÍFICOS Y VUELTA A EMPEZAR

(Otoño 2003)

«Joder, ¿qué coño he hecho?», fue la pregunta que me empecé a hacer todos los días desde que Farah se volvió a su país y se me pasó el punto álgido del enamoramiento. Con veintitrés años, la carrera sin terminar y muchas juergas todavía por correrme, lo último que se me pasaba por la cabeza era casarme. Sí, yo estaba muy enamorado de Farah y me quería unir a ella en matrimonio en un futuro, pero más bien cuando ya tuviese una edad respetable. Es cierto que la boda a la que me había comprometido era solo un acto simbólico, un mero trámite cultural más que un contrato que me obligase a nada, pero al fin y al cabo era pasar por el altar y eso no tenía marcha atrás. Yo creía haber dejado claro a Farah y familia que a pesar de casarme en el verano de 2004, necesitaría un poco más de margen para terminar los estudios y conseguir un trabajo, pero nunca se sabe. Igual, después de la ceremonia los viejos me decían que mantuviese yo a su hija, que para eso era el marido. Eso sin contar con el trauma psicológico de no poder salir más a ligar, emborracharme y hacer el vándalo con los amiguetes.

Bueno, me había comprometido y ya no me podía desdecir, porque si lo hacía destruiría mi relación con Farah para siempre. Como la boda era el verano siguiente, decidí trazar un plan de acción para lo que quedaba de 2003 y la primavera de 2004. Lo primero que hice fue comprobar que todavía me quedaban algunos ahorrillos y reservar de ellos la cantidad de quinientos euros para posibles gastos nupciales. Aunque yo había insistido en que la ceremonia fuese lo más austera, discreta y secreta posible, suponía que al menos un traje, un anillo, una comida y mierdas así tendría que pagar. Una vez hecho esto, pensé que para después de la boda necesitaría ir buscando un trabajo que me proporcionase algunos ingresos. Como todavía me quedaba un año de libertad, lo mejor que podía hacer durante ese curso era quitarme de encima todas las asignaturas del primer ciclo y las posibles del segundo. En el año anterior me había enterado de dos cosas que me parecieron muy interesantes. La primera era que la facultad daba un título, equivalente a diplomado, a todos los estudiantes que tuviesen los tres primeros cursos aprobados y las asignaturas de libre elección correspondientes. Gracias a esto, si conseguía aprobar las pocas de tercero que me quedaban, ya podría tener algo que poner en el currículum para la búsqueda de empleo. Lo segundo era que la facultad tenía una bolsa de prácticas en empresas remuneradas para los estudiantes. Estas prácticas, además de ayudarme a acabar la carrera, me podrían servir para tener unos pequeños ingresos y dar la impresión de que ya tenía un empleo delante de mi esposa y su familia. Con todos estos pensamientos, pude al final dibujar las líneas maestras del plan para realizar con garantías la locura en la que estaba a punto de embarcarme:

1 Guardar quinientos euros para posibles gastos nupciales.

2 Aprobar las asignaturas de tercero y obtener el diploma.

3 Apuntarme a la bolsa de prácticas en 2004.

4 Ni una palabra de todo esto a familia y amigos.

5 Divertirme todo lo posible este último año de libertad.

Los dos últimos puntos eran también importantes, aunque no estuviesen directamente encaminados al éxito de la «operación boda con Farah». Por supuesto, si mis padres se enterasen de la locura que estaba a punto de hacer, se pillarían un mosqueo enorme conmigo, y los amigos, los amigos se reirían de mí hasta la saciedad, porque quién demonios era tan pringao de casarse con veinticuatro años. Y con esto llegábamos al último punto, el que me gustaba más. Puesto que mi libertad terminaría en menos de un año, todos los jueves por la noche, viernes, sábados y domingos quedaban reservados exclusivamente para juergas, fiestas, orgías y, en general, pasarlo bien. De esta manera, todo el curso 2003-2004 se convertiría en una prolongada, y secreta, despedida de soltero.

La cosa no empezó nada bien para mí en ese sentido. Una vez metido en la rutina de ir a clase durante la semana y de intentar disfrutar durante el finde, me di cuenta de que esto iba a ser bastante complicado ese año. Todos mis compadres, mis coleguitas esos con los que yo salía de fiesta y me lo pasaba tan bien, eran extranjeros y ya se habían vuelto a su país al acabar sus Erasmus, o bien eran madrileños que habían hecho lo mismo, pirándose por ahí a ver mundo y dejándome más solo que la una. Los pocos que me quedaban en Madrid tenían novia y ya no salían a desmadrarse, sino a aburridas cenas de parejitas, al cine, al teatro y otros truños similares. Durante unos días me lamenté de no haber cogido un Erasmus yo también, pero pensándolo bien, eso era inviable. En mis circunstancias era necesario quedarse en Madrid y aprobar todas las asignaturas posibles, y tampoco tenía dinero para gastar alegremente con todo lo que se me venía encima.

Después de un par de fines de semana bastante deprimentes en los que logré salir a duras penas con unos chavales conformistas que no querían hacer otra cosa que botellón en el parque de su barrio, recibí la mejor noticia que me podían haber dado en esos momentos. Mi colega Ulrich, el guiri loco, se venía a la Complu durante un curso entero a hacer un máster, o no sé qué historias. Este chaval, además de fiestero e inquieto, era un tipo bastante social, así que estaba seguro de que con él no me aburriría y de que no tardaríamos de montar un grupito de alegres compadres para quemar la noche de Madrid. Desde el primer día que Ulrich llegó a Madrid, me pegué a él como una lapa. Todos los fines de semana lo llamaba para ver qué hacía y apuntarme yo también a su plan, o bien para proponerle alguno. Como también estaba en mi facultad, muchas veces durante la semana quedaba para comer con él y con otros chavales, amigos y conocidos, que estaban en nuestra universidad. Ulrich, además de un tipo sociable era bastante generoso y nunca te decía que no a nada, ni a una fiesta ni a salir un finde ni a cualquier otra cosa. Por si fuera poco, el tío venía a Madrid con la firme resolución de pasarlo bien y no echarse novia durante todo el año. Ni qué decir tiene que Ulrich se convirtió en el nexo de unión de un nuevo grupo de chavales formado por varios guiris, entre Erasmus y colegas de su país que venían de vez en cuando y los pocos madrileños que quedábamos con ganas de fiesta salvaje, que éramos un chaval que se llamaba Manu, yo, y a veces el Gabi cuando su novia lo dejaba salir.

Una vez arreglado el tema de contar con amigos, camaradas y aliados para salir y pasarlo bien, el curso empezó con una dinámica parecida al anterior. De lunes a jueves, ir a clase, coger apuntes, hacer algo la pelota a algún profesor cuya asignatura fuese especialmente importante aprobar y observar con mucho disimulo a las tías buenas de clase. Como he dicho, a veces también comía en la universidad, con Ulrich, Manu y algunos otros compadres, lo que aprovechábamos para ir planificando el fin de semana y también para estudiar un rato por la tarde en la biblioteca. Pero lo bueno llegaba a partir del jueves por la tarde, prolongándose hasta bien entrado el domingo. El fin de semana era obligatorio salir jueves, viernes y sábado, sin excusas ni mariconadas. Y a qué sitios íbamos, pues bueno, ya que he explicado el cuándo y el con quién, ahora diré el dónde. Los fines de semana, al igual que el año pasado, nos movíamos por el centro, el barrio de Huertas, con sus cien mil bares, y también las discotecas que había por los alrededores, Kapital, Palacio Gaviria, Joy, Pashá y varias otras de menor entidad. Si descubríamos que en algún sitio había fiesta Erasmus, íbamos allí de cabeza, y si no, también la podíamos montar nosotros con todos los conocidos de Ulrich. Contar todas las historias que nos ocurrieron durante los últimos meses de 2013 y principios de 2014, las anécdotas y los líos en los que nos metimos mis amigos y yo, sería imposible. Nos pasaron tantas cosas, divertidas, excitantes, raras, horrorosas o asquerosas, que para reflejarlas todas al detalle tendría que escribir no un capitulo sino un libro entero. Esos nueve meses pasaron por mi vida como un torbellino de fiesta, alcohol y diversión, y fueron solo interrumpidos por una época de exámenes que, creo, hubo por medio y por un fin de semana largo que fui a Inglaterra a visitar a Farah.

Empezando por lo menos divertido, diré que los exámenes salieron regular, pero al menos aprobé la última asignatura que me quedaba de tercero de carrera, dejando limpio el primer ciclo. Con Farah también regular, puesto que mi visita fue para ir preparando los detalles de la boda, básicamente dar dinero a sus padres y comprarme un traje. Farah no estuvo muy amable conmigo esos días y la pude ver como bastante tensa, a ratos enfadándose con sus padres y de paso conmigo sin que yo tuviese culpa de nada. Respecto a lo otro, a todas las juergas que nos corrimos, la verdad es que no sé ni cuáles contar con más detalle. He seleccionado algunas que me parecen las más representativas del ambiente que viví en aquella época, resumiéndolas lo más posible y dividiéndolas en tres temáticas: mujeres, alcohol y violencia. Las primeras dos y las últimas dos se entremezclaron bastante; la primera y la tercera, nunca, aunque reconozco que alguna vez sí que me merecí algún bofetón por pasarme de fresco.

Chicas conocí a bastantes durante ese curso, gracias sobre todo a que con toda la juerga del año anterior se me había quitado un poco la timidez que siempre había tenido. Mi nueva filosofía en este sentido era que no había que sentirse mal por ser rechazado y despreciado por tías buenas, porque esto no era nada malo. Al contrario, ser humillado en público por una bella mujer era algo bueno, una situación estimulante, un motivo de orgullo y hasta en ocasiones un inconfesable placer oculto. Como siempre, intentaba ser amable y respetuoso con todo el mundo en mis acercamientos, pero a veces los cubatas que me calzaba nublaban mi razón y me hacían comportarme como un patán. En una de las primeras salidas que hice con el Ulrich y Manu acabamos en una fiesta Erasmus y allí conocí a una chica inglesa, con la que me pasé un buen rato hablando y con la que al final me di unos cuantos besos allí delante de todo el mundo. El que haya vivido en Inglaterra y socializado con sus gentes sabrá que esto no es nada extraño. En ese país no está mal visto, e incluso es costumbre, salir, emborracharse, darse unos morreos con alguna extraña y luego decir good bye. Mis amigos no lo vieron así y estuvieron toda la noche preguntándome si mi novia «la gorda» se venía con nosotros. Sí, es verdad que la chica era un poco rellenita, pero bueno, nadie es perfecto. Pues nada, el resto de la velada mis compadres se la pasaron haciendo bromas y constantes referencias jocosas al perímetro de la chica con la que estuve hablando en esa fiesta, a la que apodaron «la frigorífico», porque según ellos tenía una altura y un contorno parecidos. La verdad es que yo no me acuerdo muy bien cómo era la chica físicamente, porque borracho iba un rato, pero estoy seguro de que no sería para tanto. En fin, yo lo achaqué todo a la envidia porque ellos no ligaron nada y yo sí, pero quien sabe.

Si el día de «la frigorífico» ya perdí puntos delante de mis compis, el siguiente fin de semana hice un ridículo total cuando Ulrich nos llevó a una fiesta que montaba una conocida suya. En teoría Ulrich era el único invitado, porque la chica debía de querer algo con él, pero lo cierto es que al final nos presentamos siete u ocho chavales ahí en la casa. Cuando llegamos allí todas las ilusiones que yo tenía se me vinieron abajo de repente. En lugar de un piso lleno de simpáticos Erasmus y chavalas guiris, nos encontramos con una fiesta «ibicenca» de horteras madrileños, en la que además no conocíamos a nadie. Las pocas chicas que había en la fiesta eran bastante divas, los pibes antipáticos y, por si fuera poco, lo de ibicenca significaba que todo el mundo iba vestido de blanco. Todos menos nosotros, claro, que íbamos cada uno de un color; yo para más INRI, con una camisa negra que me había comprado en H&M. Ulrich, el único invitado, desapareció desde el minuto uno con la chica por las habitaciones del piso, y el resto nos quedamos ahí cortados, sin saber qué decir ni con quién hablar. La fiesta fue avanzando, el alcohol corriendo y mis amigos más sociables fueron hablando con algunas personas, aunque, en general, nuestro grupo permaneció segregado todo el tiempo. Yo, como me estaba aburriendo bastante, tuve la estúpida idea de empezar a beber a lo bestia, a ver si así se animaba el cotarro. En menos de una hora me bebí cinco cubatas, uno tras otro, y me debí de fumar como media cajetilla. Cuando el alcohol se me subió a la cabeza, recuerdo que empecé a decir tonterías y a molestar a la gente de la fiesta, pero lo peor ocurrió cuando uno de los chavales guiris amigos de Ulrich sacó unos puros habanos y nos ofreció uno a cada uno. Yo, como un patán, lo cogí y me salí a un balcón que había con otros dos, el Gabi y otro amigo de Ulrich que se llamaba Juanito. Cuando encendí el puro ya iba afectado y comencé a contarles mi vida a los otros dos chavales, incluidos todos los detalles de mi relación con Farah. Ya estaba metiendo la pata del todo y revelando secretos inconfesables, cuando un sentimiento de malestar interrumpió mi inoportuna verborrea. —Chavales, parece que me mareo —les dije mientras me apoyaba en la barandilla del balcón para no caer al suelo. Entonces apareció el dragón, un dragón espectacular y glorioso. Para los que no sepan que es el dragón, les diré que es un símil de borrachines para designar a la persona que vomita de manera virulenta, por el parecido entre esta y una bestia mitológica escupiendo fuego.

Vomité. Vomité hacia la calle, en el propio balcón y creo que también encima de mí mismo, aunque no lo sé. Mientras devolvía pude sentir cómo mi visión se iba apagando y mis piernas no me respondían. Mis amigos me tuvieron que sujetar para que no me cayese hacia la calle, y debíamos estar en un sexto o así, pero no pudieron evitar que me desplomase en el suelo del balcón. La situación entonces pasó a ser la siguiente. No veía nada, arcadas, mareos, no podía hablar ni tampoco tenerme en pie. El único sentido que por desgracia me funcionaba era el oído, y digo por desgracia porque podía oír todos los comentarios de la gente que había en la fiesta. Desde mis amigos quejándose hasta los desconocidos diciendo cosas como «Ese gilipollas qué hace» o «¿Quién coño es ese niñato? A la puta calle, borracho de mierda» y frases de esa naturaleza. La verdad era que no se les podía culpar de nada, porque yo, en el fondo, era un desconocido antipático que se había colado en casa ajena y se había pillado un ciego monumental, así que tampoco podía esperar simpatía ninguna, que tampoco la hubo, salvo por parte de dos o tres amiguetes míos.

No sé cómo, supongo que cargando conmigo en volandas y dando un espectáculo bochornoso, mis coleguitas consiguieron sacarme del balcón y pasearme por toda la fiesta hasta que la dueña de la casa les autorizó de mala gana a que me metiesen en una habitación y les dio una especie de cubo para que no lo dejase todo perdido. Inicialmente, el plan era sacarme a la calle, pero estaba tan mal que desistieron al ver que no podía ni mantenerme en pie. En la habitación me tumbaron en un camastro y me pusieron la cara dentro del cubo para que potase allí. Buena idea, poté como dos o tres veces más. Cuánto tiempo estuve en esa habitación, supongo que una hora o dos, aunque a mí me pareció una eternidad. Del mito del borracho feliz solo diré que en este caso fue absolutamente falso, porque yo las pasé canutas en aquella ocasión. A una sensación horrible de malestar, dolor de cabeza y de estómago se unía la ansiedad por no poder ver nada, ni andar ni hablar y la vergüenza de ser consciente, incluso en el lamentable estado en el que me encontraba, de haber perdido toda dignidad humana y, además, haberles arruinado la fiesta a mis amigos.

En esos instantes yo solo quería dos cosas. Uno, que se me pasase cuanto antes la cogorza, y dos, desaparecer de esa puta casa y no volver a ver a nadie en mi vida. Después de mucho sufrir tirado en aquella habitación, y de llevar la paciencia de mis coleguitas hasta extremos insospechados, hubo un momento en el que intenté ponerme en pie con su ayuda. Hice tres o cuatro intentos infructuosos, en los que acabé cayendo al suelo, pero parece que a la quinta logré mantenerme erguido. —¿Qué hacemos con él? —dijo alguno alrededor de mí, y yo balbuceé—: Gaasa... Guiero ir a mi gasa.

En el estado de mierda en el que me encontraba, me tocó sufrir otra humillación al sacarme mis compis al salón, lo cual era necesario para alcanzar la salida de ese maldito piso. Como es lógico, toda la gente que estaba allí en la fiesta se me quedó mirando con una mezcla de asco, hostilidad y vergüenza ajena, pero lo peor fue que no nos fuimos inmediatamente. A mis amigos se les ocurrió que tenían que despedirse o no sé qué, así que me dejaron solo un buen rato allí en el salón, luchando por mantenerme en pie, mientras ellos buscaban a Ulrich para contarle todo lo que había pasado. Cuando ya estaba a punto de caerme redondo otra vez, vino el Gabi y me ayudó a llegar a la salida. —Vamos, borrachín, que estos se quedan un rato más —me dijo, mientras yo le seguía, haciendo eses, por un pasillo eterno.

No veas qué alivio sentí al llegar a la calle. Un alivio en el plano psicológico, por no seguir haciendo el ridículo delante de tanta gente, aunque no en el plano físico. Todavía me costaba hablar y caminaba como un zombi, ayudado por mi colega. De vez en cuando, bueno, cada tres metros y medio, me tenía que parar y sentar un rato en el suelo. A pesar de todo, fuimos avanzando poco a poco hasta que llegó el momento en que mi amigo llamó a un taxi y me metió dentro.

—Jefe, llévele a la calle Embajadores, por favor. ¡Eh tú! Tienes pasta, ¿no?

—Oye, ¿está bien el chaval? A ver si me va dejar el tasi perdío.

—Sí, ya está recuperado. Es imposible que vomite más.

—Gefe, a la galle Engafadores, for pavor —rebuzné yo en un último esfuerzo.

Ahí acabó la noche para mí, aunque no sus consecuencias. Al día siguiente todo el mundo sabía lo de mi plan para casarme con Farah en 2004, así que a los cachondeos varios que ya circulaban sobre mi persona tuve que añadir uno más, el que me llamasen «maridito» y especulasen sobre si finalmente me iba a casar, algunos incluso haciendo apuestas sobre si dejaría a mi futura esposa plantada en el altar o no. Craso error el mío al pensar que le podía confiar mi secreto a un amigo y que este me lo iba a guardar. Un secreto es algo que solo tú sabes y en cuanto se lo cuentas a otra persona, ya estás jodido, porque si siendo tu secreto no has sabido guardarlo, no esperes que otros lo hagan. Bueno, de todo se aprende. Mea culpa por ser tan gilipollas. Nunca mais.

Estas dos noches que he descrito las considero como de las peores de la temporada, aunque por suerte fueron una excepción. La mayoría de jueves, viernes o sábados que salí con Manu, Ulrich y el resto de chavales fueron muy divertidas, tanto en el botellón previo que hacíamos como si salíamos de bares, íbamos a una fiesta o acabábamos la noche en una de esas discos que me gustaban tanto. Describirlas todas sería imposible, porque cada día vivíamos pequeñas aventuras que aunque no tuvieron gran repercusión en mi vida, de todas ellas guardo grandes recuerdos. Por mencionar una noche amable, en la que todo salió bien, recuerdo una en la que hicimos una fiesta en casa de un amigo de Ulrich. En esa fiesta yo me tomé unos cuantos cubatas, pero sin autodestruirme, y conocí a mucha gente interesante. Entre estos conocidos, yo era el único español salvo otra chica, cabe mencionar a dos chavalas alemanas o austriacas, no me enteré bien, que eran amigas de Pascal, el colega de Ulrich en cuya casa estábamos. Nada más verlas ya me parecieron impresionantes. Una rubia, otra morena y las dos delgadas y muy altas. Además de guiris y macizas, las pibas me parecieron como muy elegantes y sofisticadas. Por su forma de vestir y su porte aristocrático me dio la impresión de que estas chicas podían perfectamente pertenecer a los círculos más selectos de la sociedad austriaca y me las podía imaginar a las dos sentadas en un elegante café vienés, tomando té, comiendo apfelstrudel y debatiendo sobre la obra de Karl Popper.

Como era yo el único español y la mayoría de las personas que me acompañaban pertenecían al ámbito germánico, decidí adoptar el rol de payasete de la fiesta y compensar con mi vitalidad y desparpajo latinos la seriedad de los otros chavales. Hay un tópico que dice que los hombres alemanes son algo pasmarotes y las alemanas, al ser ellas muchas veces las que tienen que iniciar el cortejo ante la pasividad de sus compatriotas, son unas chicas abiertas y de trato fácil. Bueno, esto son solo generalizaciones, pero estas pueden a veces llevar algo de verdad. Lo cierto es que durante toda la fiesta, desde las diez hasta la una y pico que nos marchamos, pude hablar tranquilamente con todas las chicas que había en la casa, incluidas las bellas austriacas. Si en lugar de alemanes y similares los chavales hubiesen sido españoles, italianos o mediterráneos en general, esto hubiese sido mucho más difícil, creo, debido a la feroz competencia de los tíos por acaparar la conversación con las chicas y quizá también la reticencia de estas a ser simpáticas por puro orgullo y divismo prepotente. Ya, ya sé que generalizo mucho, pero como eso de que «generalizar es malo» es también una generalización, esto en realidad implica, doble negación afirma, que en realidad generalizar es bueno si no se hace en exceso.

Dado que la gente era en general maja y de buen trato, después de vencer la timidez inicial me pegué a las dos austriacas, que me tenían fascinado. Ellas fueron correctas y educadas en todo momento conmigo, y a ratos, hasta simpáticas. La rubia, que se llamaba Johanna, fue con la que más hablé, aunque también me esforcé en hacerlo con la otra porque no todos los días tenía la ocasión de dar la vara a dos mujeres tan tremendas, al ser yo un tipo bastante corriente en todos los sentidos. Como dice el refrán mejicano «no le pidas al cielo que te dé, pídele que te ponga donde hay», no pude evitar congratularme por haber caído de casualidad en una fiesta con esas dos maravillas de mujer y sin ningún «pesao» español molestando alrededor.

De qué hablaron Johanna la rubia y la austriaca morena conmigo, pues un poco de todo, aunque el tema principal fue su país y de las diferencias con el nuestro. En un momento y con una corrección exquisita, las dos princesas austrohúngaras estas me trasladaron una serie de quejas que tenían sobre nuestra querida España, un país simpático y divertido, pero que a duras penas alcanzaba los estándares del primer mundo. Luego la conversación pasó a criticar a la juventud española, según ellas, una juventud vaga y juerguista que vive con sus padres y lo espera todo a cambio de nada. Yo a esto les comenté que si todavía vivía con mis padres era porque era estudiante y los pisos en Madrid eran muy caros en relación a los salarios. «Excusas», me respondieron ellas, alegando que en su país los jóvenes compartían piso y se trasladaban a barrios más baratos antes que llevar una vida parasitaria y disoluta en el hogar materno. Yo a todos estos ataques me defendía con sentido del humor e ironía, no porque me molestase lo que decían, sino por prolongar más una conversación que me estaba resultando sumamente estimulante. El hecho de ser cuestionado de manera inflexible por aquellas dos bellas fräuleins me estaba poniendo verraco a más no poder. Ellas parecía que disfrutaban llamándome vago e inútil español, aunque no me conociesen de nada, y yo a su vez me metí en el papel de pícaro mediterráneo y las hice de rabiar todo lo que pude, mientras me las imaginaba a las dos, vestidas de cuero y fusta en mano, aplicándome un severo correctivo en privado.

La diversión tuvo un paréntesis cuando trajeron la tarta, olvidé mencionar que se trataba del cumpleaños de Pascal, una enorme tarta selva negra de nata, cerezas y chocolate, para los que no sepan mucho de repostería centroeuropea, sobre la cual las austriacas se abalanzaron. Como dos harpías hambrientas, las tías empezaron a arrancar trozos de la tarta y llevárselos a la boca, chupándose los dedos de manera lujuriosa mientras emitían discretos gemidos de placer y murmuraban cosas en su idioma. —Das ist besser als sex —me dijo una mirándome a los ojos mientras la otra se reía, lo que yo interpreté como «Esto es mejor que el sexo». Como os podéis imaginar, mi excitación y deseo goloso por aquellas dos mujeres, y esa tarta, estaba por las nubes en esos momentos, hasta el punto de casi hacer una locura. Luego me recompuse y me dije a mí mismo con cierta amargura, «Dónde vas, ¿no ves que no tienes ni una oportunidad? Anda, no te hagas ilusiones que son mucha mujer para ti». Después de este momento de clímax con la tarta, algunas personas se empezaron a ir y entonces comprendí que mi prioridad habría de ser tratar la de convencer a la peña para ir todos juntos a mi bienamado Kapital, para continuar la noche con cierto estilo y alguna posibilidad de ligar.

A continuación vivimos un Kapital clásico, esto es, salimos de la casa a la una y media con un cubata en la mano y lo apuramos mientras llegaba el taxi. Después de unos veinte minutos nos plantamos en Atocha y a esperar otro tanto en la cola hasta que llegase nuestro turno de acceder al recinto. El momento crítico de ser examinado por los porteros para ver si nos dejaban entrar en la discoteca pasó sin graves consecuencias. Una vez dentro pagamos, dejamos el abrigo en el ropero y nos subimos a la tercera planta, la planta en la que ponían R&B, Soul y Hip Hop y donde estaban todos los guiris. En ese momento pedimos las consumiciones que venían con la entrada y siguiendo con el guión de una noche de Kapital al uso, nos metimos en la pista de baile, Ulrich, Pascal y yo, para ver si ligábamos un poco. Allí la gente bailaba al son de la música R&B y grupitos de chicas guiris eran acosadas de mala manera por chicos españoles y, sobre todo, africanos.

No conocimos a ninguna chica porque todas estaban bastante reticentes, debido al ambiente de acoso infernal que se había montado, aunque nos hicimos amiguetes de dos chavales africanos, Tom y Klem, que se quejaban amargamente de que el garito «se les había llenado de negros» y así era imposible ligar. Yo, mirándoles a ellos, no pude sino quedarme asombrado por tan curiosa afirmación, pero luego recordé que también nosotros nos quejábamos muchas veces de que este o aquel sitio, Londres, París, etc., se habían llenado de españoles y así era un coñazo todo. Bueno, en Londres o en París, o aquella misma noche yo mismo en el piso de Pascal. «En fin, seguro que hay un refrán para describir esta curiosa situación de "endofobia"», «Nadie es profeta en su tierra», o algo parecido, me fui cavilando mientras buscaba pastos más verdes donde asentarme. Ya iba absorto en mis pensamientos cuando me encontré de bruces con Johanna, la austriaca rubia, que venía de no sé dónde. Me paré un momentillo a hablar con ella, por educación y también por disfrutar un poco más de su compañía. —¿Dónde anda tu colega la morena? —o algo parecido le dije, aunque no te creas que me debió entender muy bien. Con tanto ruido, tanta gente alrededor y tanto alcohol ingerido, la situación era muy confusa, tanto que Johanna y yo nos empezamos a besar así sin venir a cuento. Yo, vamos, encantado de la vida, pero varias cosas vinieron a mi mente en ese momento. La primera fue ponerme un poco de puntillas para disimular que ella era más alta que yo. La segunda, la indescriptible sensación que supone para el hombre común y corriente el triunfar con una mujer con la que al principio de la noche no se creía tener ni la más remota posibilidad. Por último también, el darme cuenta del aterrador poder del «momento justo en el lugar indicado», cuyo caprichoso devenir podía cambiarte la vida, para bien o para mal, en un segundo y sin haber hecho tú nada para merecerlo.

Madre mía, cómo disfruté ese momento de tener a Johanna entre mis brazos y poder sobarla a conciencia. Cuanto duró, no sé, a mí se me pasó muy rápido y además me lamenté no haber estado más sobrio para disfrutarlo plenamente. Luego Johanna como vino se fue, así de repente y sin avisar. Si hubiese estado más hábil podría haber intentado pedirle su teléfono para quedar otro día, pero no pensaba que tuviese muchas posibilidades y, además, prefería mantener mi política de no quedar una segunda vez con ninguna chica para no levantar sospechas en mi todavía novia, y futura esposa, Farah Shah. Al rato, cuando ya Johanna se había desvanecido en el recuerdo, me reencontré con mis amiguetes Ulrich y Pascal, aunque decidí no contar nada de lo que me había pasado para no crear cotilleos absurdos sobre cosas que no le importaban a nadie. En el ambiente donde yo me movía, entre mis amigos y conocidos, había mucha gente del tipo «si no lo cuentan revientan», y yo ya había metido la pata una vez diciéndole a unos colegas que me iba a casar con Farah en el verano. Poco habían tardado mis amigos en publicar la noticia a los cuatro vientos, así que ahora no iba a ir contando cosas sobre mis infidelidades prenupciales, para encima añadir leña al fuego.

—¿Qué tal, todo bien? —me preguntaron mis colegas.

—Psé, como siempre —les dije yo y actué como si nada hubiese ocurrido.

La noche siguió su curso y no lo pasamos mal del todo.Cubatas, risas, miraditas a las chicas, mucho posicionamiento estratégico cercade ellas y algún intento de entablar conversación se fueron sucediendo. Todomuy divertido, aunque sin grandes sorpresas ni para bien ni para mal. Sobre lascinco y media, la pista de baile y alrededores comenzaban a estar saturados detíos borrachos buscando a las chicas que ya se habían ido hacía horas a sucasa, lo que siempre es una señal de que la fiesta se ha acabado y es inútiltratar de prolongarla. En un minuto apuramos la copa, más bien dejamos en labarra nuestros respectivos garrafones, pillamos el abrigo del ropero yescapamos del garito contentos de que todavía era de noche. Había que reconocerque esos días me lo estaba pasando de puta madre, pero también era conscientede ser rehén de una promesa. La promesa de casarme que había hecho de maneravoluntaria ante Mr., Mrs. y Miss Shah, y que me iba a tocar empezar a cumplir muypronto. Al día siguiente, sin ir más lejos.


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