FIN DE FIESTA

FIN DE FIESTA

(Junio de 2003)

No volví a ver a Maya después de esa noche, aunque nos intercambiamos algunos correos electrónicos de cortesía. También me pasé un par de veces a leer su blog personal, en el que hacía una detallada descripción de todos lo acontecimientos relevantes del viaje a Europa que según ella había cambiado su vida. Detallada descripción de todo menos de nuestros jueguecitos en la habitación, el viernes mientras sus amigas estaban de fiesta, claro está. A lo que sí hizo referencia fue al ambiente de antiamericanismo rampante que había encontrado en España, debido este a la guerra de Irak y el cateto desempeño de sus funciones de George Bush hijo. Durante su estancia en Madrid, parece que a ella y a sus amigas las insultaban por la calle, en garitos y en otros sitios, por el simple hecho de ser americanas, casi siempre jóvenes cabestros incapaces de entender la diferencia entre un Gobierno, el pueblo al que este representa y un individuo en particular. Que unos villanos fustigasen a una pobre turista yanqui por las decisiones que el complejo industrial-militar y varios otros grupos de poder imponían al ejecutivo estadounidense me pareció fatal, y eso que yo había estado ya en unas cuantas manifestaciones en contra de la guerra y otros desmanes perpetrados por los gobernantes que había en España durante aquellos años.

Ya con Maya en el recuerdo, volví a retomar mi vida de universitario exactamente donde la había dejado. Ir a la uni de lunes a jueves, salir todo lo posible los findes y resaca el domingo. Durante unos días había estado divertido tener una pseudonovia como Maya e ir conociéndola, en plan primeras citas y tal, pero había que empezar a espabilarse. Con tanta distracción, el tiempo había pasado muy rápido y ya se vislumbraban ciertos cambios inquietantes en el horizonte. El primero, el de todos los años, los horrorosos exámenes universitarios para los cuales no me había preparado lo suficiente durante el cuatrimestre, pero no solo esto. Después de los exámenes venía el fin de curso y decir adiós a una temporada que había estado muy divertida para salir y conocer gente. Una primavera en la que no solo me lo había pasado bien, sino que, además, había ligado bastante más de lo que lo hacía normalmente, que era casi nada. Por si fuera poco, la llegada del verano traía consigo la obligación de ir a Inglaterra y probablemente conocer a la familia de Farah, quién sabe con qué consecuencias.

Cómo afronté estos cambios. Bien, hice lo más inteligente que podía haber hecho. Como el curso se acababa y con él todo este ambiente cosmopolita de pisos Erasmus y discotecas de guiris en las que nos movíamos, decidí quemar los últimos cartuchos y aprovecharlo al máximo. Para que el estudiar no me molestase demasiado en esto, resolví abandonar para septiembre algunas asignaturas, porque estaba seguro de que iba a tener más oportunidades de pasarlo bien durante el final de curso que en el verano. Respecto al futuro encuentro con la familia de Farah, eso sí que iba a ser un desafío, pero poco podía hacer al respecto, aparte de haberme aprendido algunas frases de cortesía en árabe y algo de la cultura de Farah en la universidad.

Divertirse todo lo posible era la idea, pero divertirse empezó a ser cada vez más complicado cuanto más nos acercábamos a junio. Por una parte, los colegas madrileños tenían exámenes, y por otra, los guiris, como veían que su estancia en España se iba acabando, aprovechaban para hacer viajes y rollos turísticos en lugar de salir por la noche. El último jueves de mayo me di cuenta de que no habría muchas más visitas al Palacio Gaviria en mucho tiempo cuando me costó la vida conseguir convencer a alguien para que me acompañase. Los brasileños Pedro y Pepe se habían pirado y el canadiense palestino ese que iba con ellos también andaba perdido. De mis colegas madrileños, Manu, Luigi, el Gabi, el Diego, ninguno quería salir, porque según ellos estaban súper concentrados en los exámenes. Bueno, yo también estaba concentrado en los exámenes, pero salir un poco en jueves tampoco le iba a hacer daño a nadie. Por suerte, la suerte, valga la redundancia, estaba de mi lado. Unas amigas brasileñas de Diego, Fabiana y Viviana, Fabi y Vivi para nosotros, decidieron que les apetecía salir ese jueves e ir al Palacio Gaviria. Esto hizo que el Diego cambiase su «No sé, tío, exámenes y tal», por un «Sí, vamos de cabeza», para mi jolgorio y regocijo personal. Además, este peculiar «si dije digo, digo Diego» al revés tuvo el efecto de animar a un par más de coleguitas españoles, Nico y Luigi, a pasarse un rato por el Palacio.

No hicimos botellón ese día. En su lugar nos pasamos por un bar de viejos que había en la misma calle que la disco y nos tomamos allí unas birras y unas copas. Sobre las doce aparecieron las dos brasileñas, así que pagamos las consumiciones y nos encaminamos al palacio. Al llegar a la puerta pudimos comprobar la profesionalidad de los tipos del control de accesos, quienes nos hicieron esperar la cola y cobraron la entrada solo a los chicos y, sin embargo, dejaron pasar a las chicas gratis y sin esperar. El curioso mundo de la noche y sus reglas injustas nunca dejaba de sorprenderme. Un mundo donde los clientes normales pagábamos copas y entradas a precios desorbitados para mantener con nuestro dinero a todo un entramado de parásitos como eran los matones de la puerta, unos «relaciones públicas» mafiosos y todas las divas de tres al cuarto a las que unos dejaban pasar a las salas sin pagar y otros regalaban consumiciones mientras que a nosotros nos trataban a patadas. Decidí no mortificarme demasiado con este pensamiento y me consolé pensando que yo también había pasado buenos ratos en este tipo de garitos a pesar de ser un don nadie.

Una vez dentro de la discoteca nos pedimos unas copas y bailamos un rato. A pesar de parecer un grupo bien avenido de amigos, cada uno de nosotros tenía diferentes objetivos. Mi colega el Diego estaba deseando irse a casa, pero no solo, sino con una de las brasileñas, Viviana, y no a su propia casa, sino a la de ella. El problema era que donde iba Vivi iba Fabi, así que por eso, el Diego había quedado con nosotros, para que uno consiguiese ligarse a Fabi y llevársela por ahí o al menos hacerle la cobertura. Como no había uno sino varios candidatos, estos se iban sin duda a entorpecer los unos a los otros en la tarea encomendada y demorar el proceso. Yo, entonces, también me puse a ligar con Fabi disimuladamente, no porque me gustase, sino para joder a los otros. En cuanto el Diego tuviese la posibilidad de arrastrar a las chicas a casa con un mínimo de garantías de que Fabi no iba a dar la lata, se iría, y detrás de él todos los demás, dejándome solo. Mi intención esa noche era cerrar el garito y si era posible ligar con alguna de las muchas guiris que ya iban llegando. Pero eso no podría ser si nos íbamos de la disco a las dos y media como pretendían algunos.

Luché, luché todo lo que pude para retener a mis colegas en el garito, o por lo menos que aguantasen un poco, hasta que la gente empezase a desmadrarse y yo estuviese borracho. No tuve mucho éxito y a las dos y media el Diego consiguió convencer a las cariocas para pirarse a casa. Cómo no, el resto de chavales las siguió como buenos pagafantas falderos. «Chavales, voy al baño», les dije en un momento de lucidez, pero en lugar de ir a mear me dirigí hacia las escaleras de salida, las bajé y me acerqué a donde estaban los porteros. «Perdone usted, su excelencia, voy un momento a llamar fuera porque la cobertura dentro es insatisfactoria. ¿Me podría poner un sello para que luego pueda entrar? », le pregunté al portero que tenía menos cara de asesino. Un gruñido como respuesta me sirvió para saber que me daban permiso, así que extendí la mano y otro puerta me pintó el logotipo de la discoteca en el dorso, con un sello de tinta azul. Luego salí un segundo, hice que llamaba y me metí dentro de la discoteca otra vez. Cuando llegué, mis amigos ya se estaban marchando y yo les seguí otra vez fuera. Supongo que no hubiese pasado nada si les hubiese dicho que yo me quedaba en la discoteca, aunque fuera solo, para seguir emborrachándome e intentar ligar, pero no lo hice. En aquellos años de la veintena, ser parte de un grupo es lo más importante que hay en la vida, y esto hace que los lobos solitarios no sean bien considerados. Ya tenía suficiente fama de tío raro, de colgao y de horterilla de discoteca, así que para qué andar dando explicaciones o inventándome excusas. Cuando todos salimos a la calle, ellos se fueron por un lado y yo, después de despedirme educadamente, por el otro. En la calle me encontré a uno de los chinos esos que vendían botes de cerveza y le compré uno. Me bebí la birra tranquilamente mientras perdía de vista a mis colegas. Cuando hubieron desaparecido, tiré la lata y me metí de nuevo en el Palacio Gaviria, gracias al sello que me habían puesto hacía unos minutillos.

Una de las cosas más incómodas del mundo es estar solo en una fiesta o evento social mientras el resto de la gente disfruta bien arropada por sus amigos y conocidos. En esta situación, incluso una persona extrovertida y carismática puede encontrar dificultades, no digamos ya un tipo hosco y antipático como yo. La pregunta entonces sería «Si se pasa mal, ¿por qué te quedas?». Pues, muy sencillo, me quedaba porque todavía tenía ganas de fiesta, porque me daba pena despedirme de manera tan triste del Palacio Gaviria y también por el firme convencimiento de que esa noche había oportunidad de ligar. Como he dicho antes, toda la discoteca se había llenado de jóvenes erasmus y chicas guiris, que aunque a las dos y media todavía estaban un poco parados, estaba seguro que con un poco más de tiempo y alcohol, la locura y las interacciones no tardarían en llegar.

Me pedí una copa más, para desinhibirme y no sentir demasiada vergüenza por el hecho patético de estar solo en una discoteca. El siguiente paso fue encontrar un sitio estratégico en el que poder disimular un poco mi estado de soledad coleguil. Lo encontré en la pista de baile, pero no dentro del todo, sino en las afueras. En ese lugar había una especie de zona neutra donde se concentraba un gran número de tíos observando el panorama. Me uní a los mirones y traté de disimular lo más posible. En cuanto me sentía juzgado por algún grupo, que la gente juzga mucho en los garitos, me iba a dar una vuelta haciéndome un poco el sueco. La idea era no estar mucho rato en el mismo lugar y, además, otear el percal para ver si había algún conocido que me pudiese dar un poco de cuartel. Cuando ya me estaba empezando a venir abajo, «qué coño hago yo aquí solo», y esas cosas, la suerte me sonrió y me encontré con Santiago el mejicano, que estaba con una piba. Como la chica a la que acompañaba no parecía novia sino solo amiga, no se estaban enrollando ni nada, me acerqué a ellos. En medio de la tempestad cualquier puerto es bueno, así que inicié la conversación y ellos estuvieron bastante amables conmigo. Con mis dos nuevos amigos la situación mejoró y ya no me sentí tan cohibido como antes. Entonces, al contemplar indicios de que la fiesta empezaba a despegar, me fui metiendo más y más en la pista de baile y arrimándome discretamente a los objetivos que consideré más factibles.

Qué objetivos eran esos. Bien, el fin era conocer a alguna chica, pero con una posibilidad de éxito razonable. Divas, tías buenas oficiales, grupos mixtos y grupos grandes de chicas no eran buenas opciones para nada, fracaso seguro. Lo ideal eran dos chicas, como mucho tres, que pareciesen simpáticas y estuviesen animadas bailando. Pibas gorditas en general, era la apuesta más segura, porque al no estar acostumbradas a que tipos desconocidos les diesen la lata, estaban más receptivas. Una vez seleccionado el objetivo, mi técnica, dentro del «mamarse y que sea lo que tenga que ser», era acercarme y bailar junto a ella o ellas. Nunca hablaba si no me hablaban antes, porque no quería ser un pesado clásico, aunque si había miraditas, sonrisas o cierta interacción podía replantearme esta regla. La finalidad de todo esto, como siempre, era conocer gente interesante y pasar un rato agradable. No estaba buscando novia ni un polvo y mi máxima era siempre ser todo lo educado y respetuoso que las circunstancias permitiesen.

Hablé con dos americanas que, de manera un tanto irónica, vinieron a charlar conmigo para librarse de un tipo pesado y borracho que las estaba acosando. Yo, al principio, estuve muy fino, pero luego empezamos a bailar los tres y ahí se me fue un poco la mano, sobándolas más de lo la situación aconsejaba. Ellas no se enfadaron y deberían haberlo hecho porque entre tanto bailé, a una le toqué una teta y a las dos el culo, además de mucho arrime, pero decidieron que ya habían tenido bastante y me dijeron que se iban. Entonces yo me sentí un poco avergonzado, la verdad es que un bofetón igual sí me hubiese merecido, así que las acompañé hasta la puerta y me despedí de ellas con suma amabilidad, corrección y grandes halagos. «Muchas gracias, chicas, lo he pasado muy bien, bienvenidas a España, un placer», y cosas así. Ellas no me tomaron a mal nada de lo que hice y hasta me llamaron «caballero» Por esa vez había salvado los muebles, pero habría que tener cuidado en el futuro.

De cuidado nada. Al rato conocía a una alemana, una chica bajita y gordita, nada especial (según mi percepción) salvo que era rubia y con unos ojos azules muy bonitos. Nos pusimos a hablar y al poco nos empezamos a besar. Las alemanas no se andan con tonterías, aunque hay que reconocer que ya entonces los dos llevábamos una buena borrachera encima. En un momento que me acerqué a decirle al oído algo, el chicle que estaba mascando se me escapó de la boca y se le pegó en el pelo. Ella no se dio cuenta y seguimos bailando, hasta que le dije: «Oye, que tiés un chicle ahí pegao». Ella se lo quitó sin inmutarse y seguimos la fiesta como antes. No es necesario dar muchos detalles de las dos horas siguientes. A las cinco y algo cerraron el garito y salimos los dos juntos, y borrachísimos a la calle. La chica parecía maja, aunque algo distante, era de Stuttgart y hablábamos en inglés. «Bueno, ahora, ¿dónde vas?», le dije en este idioma, como preguntándole que dónde vivía. «¿Yo?, voy a tu casa, ¿no?».

Bueno, cosas que se hacen cuando estás borracho. Me desperté a las diez de la mañana en mi habitación, con una chica alemana gordita roncando desnuda a mi lado. Fuera en la cocina, mis padres y mis hermanos hablaban a gritos y discutían sobre temas cotidianos, como ir a hacer la compra, los estudios y cosas así. Cómo había llegado a esa situación. Bien, recordaba que a las seis de la mañana habíamos llegado a mi casa y nos habíamos metido en la habitación. Borrachos como íbamos, nos quedamos dormidos inmediatamente, pero sobre las ocho o nueve nos habíamos medio despertado ahí en la cama los dos desnudos, resacosos y excitados, y habíamos mantenido relaciones sexuales. Después nos dormimos otro rato y cuando nos quisimos dar cuenta, mis padres ya estaban levantado, y nosotros atrapados dentro de la habitación. Ni de coña podía dejar que mis viejos descubriesen que me había traído a la chavala de Stuttgart a dormir a casa, sobre todo porque oficialmente yo tenía novia. Si me pillaban poniéndole los cuernos a Farah, seguramente se iban a enfadar conmigo y reprocharme que no me tomase la relación en serio, además de retirarme todo su apoyo económico y logístico, y llamarme golfo hasta el fin de los días.

Stuttgart todavía dormía, así que salí un segundo a dar los buenos días y me volví inmediatamente. «¿A qué hora llegaste ayer?», me dijo alguien con retintín, y yo contesté con una excusa y haciéndome el loco. Al rato, Stuttgart empezó a despertarse, y yo no tuve más remedio que explicarle la situación y decirle que por el momento no podíamos salir de la habitación.

—My parents are already up. We can't come out now. They're very religious... Catholic you know. If they found out that I brought a girl home, they would kill me.

La chica me miró con cara de terror y se empezó a agitar un poco. No creo que resulte muy elegante dar detalles sobre lo que tuve que hacer para calmarla, pero parece que surtió efecto. Mientras tranquilizaba a mi amiga y sufría la resaca mañanera, no perdía atención de lo que ocurría fuera de mi habitación, sobre todo para ver si el personal empezaba a despejar y se iban a tomar por culo a la calle de una maldita vez.

—Don't worry blue eyes. They will be out soon. They always do. Did I tell you that you are absolutely gorgeous?

Bueno, o eso esperaba.

El primero en pirarse fue mi viejo, para gran alivio por mi parte. Después de una interminable media hora, mis hermanos también salieron, lo que nos dejaba a solas con mamá.

Let's get up. Now we've got an opportunity to go. Put your clothes on and be ready please.

Le pedí que se vistiese y que estuviese preparada para salir en cuanto yo le dijese. Por suerte, los alemanes son un pueblo serio y obediente, así que me hizo caso. Entonces salí de la habitación y me metí en el cuarto de baño. Busqué en un armario que había y encontré un recipiente de plástico, una especie de caja o algo así. Lo llené de agua y la derramé en la base del inodoro. Repetí la operación tres o cuatro veces y luego grité:

—Mamá, el baño se está inundando.

—No me digas. —Mi madre vino con la fregona en una mano, el cubo en la otra y gran cara de preocupación.

—Creo que es la cisterna, que pierde agua.

—Ay, no, ya estamos otra vez.

—Voy a buscar el teléfono de un fontanero.

Dejé a mi madre limpiando el agua del baño. Cuando salía cerré la puerta de este «para que no se inunde la casa», le dije y corrí a mi habitación.

—We can go now, the coast is clear. Hurry up! Le dije a Stuttgart y ambos desfilamos hacia la puerta. Salimos de casa y bajamos las escaleras rápido. —You didn't forget anything, did you? —le dije a la piba para asegurarme. —Nein —me contestó la teutona (vocablo graciosillo empleado hasta la saciedad para designar a las mujeres alemanas, pero con una gran base histórica). Cuando alcanzamos el portal le pedí que se quedase allí disimulando y me subí a ayudar a mi madre.

—Qué raro, ya no sale agua —me dijo ella cuando llegué.

—A saber... Bueno, yo me piro. ¡Nos vemos! —le contesté, y me fui a arreglar definitivamente el lío ese de Stuttgart la alemana.

—Sorry about that. My parents you know.

—Can I go now? err... You — Increíble, la tía no se acordaba ni de mi nombre.

—If you want, I can take you home in my car. It's an Audi. German car, German like you.

—Ok then.

Durante el trayecto de vuelta fuimos hablando y ella estuvo correcta en todo momento. Cuando llegamos a su destino, cerca de la glorieta de Quevedo, nos bajamos y le di dos besos.

—Me he olvidado del móvil —le dije en inglés—, así que no te puedo dar mi teléfono, pero seguro que nos encontramos por ahí otro día.

No problemo —me contestó ella—, que tampoco te lo iba a pedir. —Y se piró tranquilamente a su casa a pasar la resaca. Quien dijo que las alemanas eran frías no andaba muy descaminado.


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