EXILIO

EXILIO

(Principios de 2006)

Aterricé en Inglaterra un lunes de enero con casi todos mis ahorros en el bolsillo y la sensación de no estar muy convencido de lo que estaba haciendo. Después de verme obligado a confesar a mi mujercita que le había sido infiel y que, además, sospechaba que había contraído una enfermedad de transmisión sexual, la única manera de salvar nuestra relación consistió en que yo hiciese las maletas y me fuese a vivir con ella a Danetree. Durante muchos años había tenido la idea de que sería Farah la que vendría conmigo a Madrid, pero en ese momento las circunstancias dictaban lo opuesto, así que no tenía mucho sentido pensárselo demasiado. Los días previos a mi llegada, Farah y yo habíamos mantenido frecuentes conversaciones acerca de cómo sería nuestra vida en Reino Unido. A mis dudas iniciales ella respondió alegando que si los dos trabajábamos duro, pronto podríamos salir de Danetree y vivir en una ciudad más grande, con nuestra casa, nuestro coche y lo que era mejor, estando todo el tiempo juntos. Si echaba de menos España, siempre podía pillarme un vuelo barato y pasarme un fin de semana largo en Madrid y, además, con las nuevas tecnologías que iban apareciendo, cada vez era más fácil mantener contacto con familia y amigos aunque estuviesen a miles de kilómetros.

Con estos buenos propósitos llegué, como ya he dicho, a Danetree un frío lunes de enero y me alojé en la casa de mis suegros. Los primeros días allí, aparte de ponerme hasta arriba de curry, empecé a organizar mi nueva vida de inmigrante en Gran Bretaña. Estaba claro que la primera prioridad era salir del domicilio de los padres de mi esposa cuanto antes, pero como no tenía trabajo y los alquileres no bajaban de las seiscientas libras mensuales, unos novecientos euros, pues poco podía hacer sin gastarme todos mis ahorros en dos días. La familia de Farah, a la que siempre estaré agradecido por todo lo que me ayudaron, vino en mi auxilio con una solución. La hermana mayor de Farah, Nasira, acababa de tener un bebé con su marido Darko. Como el hombre trabajaba muchas horas y la mujer se veía sola y desbordada con el crío, al final acordaron que durante una temporada ella se iría a vivir con sus padres. Esto no fue un cambio drástico, porque las dos casas estaban a diez minutillos andando una de la otra, sino más bien que Nasira se empezó a quedar a dormir asiduamente con sus viejos, con los que ya pasaba casi todo el día. Todo esto significaba que Nasira tenía un piso de esos de protección oficial que el ayuntamiento arrendaba a los menos pudientes, en el que ella apenas estaba y su marido solo iba a dormir. En ese piso había una habitación libre, así que Darko y Nasira me ofrecieron la posibilidad de quedarme allí y escapar un poco de la vigilancia de los padres de Farah.

Yo, por supuesto, acepté, pero a condición de pagarles un pequeño alquiler, cuarenta libras a la semana, para que no me tomasen como una carga o un gorrón, sino como un inquilino que contribuía con su parte de los gastos. Ellos estuvieron encantados, porque el alquiler social que abonaban al council no era mucho más de cuarenta libras a la semana, así que en realidad les estaba subvencionando yo una buena parte de este. Arreglados los temas de dinero, me apresuré en abandonar la casa de los viejos de Farah e instalarme en la nueva habitación. No es que me cayesen mal Mr. y Mrs. Shah, pero con ellos delante no podía hacer casi nada, ni fumar, ni tocar a Farah ni estar a mi bola. Un hombre necesita también su espacio y, además, yo había entendido que Farah se quedaría a dormir conmigo en mi habitación, si no todos, al menos una gran mayoría de días.

El único problema era que la habitación no tenía nada. Pero nada de nada. Ni cama ni muebles, ni siquiera calefacción. Una puerta, un armario empotrado, cuatro paredes blancas, un suelo de moqueta gris y una ventana a la calle desde un primer piso era todo lo que había. Ah, y un enchufe de corriente eléctrica modelo británico. El primer paso fue conseguir un camastro, así que me gasté doscientas libras en un colchón de matrimonio y algo más en una funda nórdica. Las almohadas me las prestaron Darko y Nasira. Lo siguiente fue el tema de la calefacción, porque la habitación esa parecía una nevera de lo fría que estaba. Por cuarenta libras adquirí un pequeño radiador eléctrico, que enchufé inmediatamente, para no congelarme mientras deshacía mi equipaje. La caja de cartón en la que venía el radiador me sirvió de mesilla, donde colocar el ordenador portátil y alguna cosilla más. Como no había sillas, el suelo de moqueta o bien la cama harían las veces de asiento. A pesar de ser tremendamente austero, mi nuevo hogar estaba limpio y gracias a mis adquisiciones, colchón y calefactor, razonablemente cómodo y calentito.

Una vez organizado el fuerte, la segunda prioridad fue asegurarme de tener todos mis documentos legales en regla para empezar la búsqueda de empleo. Estos eran solo dos, la cuenta bancaria y la tarjeta de la seguridad social, los cuales conservaba de mis trabajos de verano en las fábricas y almacenes de Danetree. Con estas dos cosas en el bolsillo, no dejé pasar mucho el tiempo y me acerqué a un par de empresas de trabajo temporal para apuntarme y ver si de daban algún currillo. No quise hacerme muchas ilusiones y decidí contentarme con cualquier trabajo de fábrica que me diesen. Por el momento, la idea era ahorrar un pequeño colchoncillo de dinero y también irme aclimatando al país. En cuanto cogiese un poco más de confianza, trataría de encontrar algo con más prestigio que un simple curro de mozo de almacén.

Por mi parte, eso fue todo durante los primeros días. La cosa no fue mal por el momento, aunque no pude librarme tan fácilmente de la sensación de que estaba cambiando mi vida de señorito de clase media en Madrid por la de un inmigrante don nadie en el Reino Unido. Vale que en España tampoco era una celebridad, pero al menos tenía allí una familia, un entorno de personas conocidas y el reconocimiento de pertenecer a una clase social acomodada. Todo esto se esfumaba en Inglaterra, donde estaba solo y tendría que valérmelas por mí mismo. Bueno, no estabas tan solo, podría pensar alguno. Al menos tenías a tu novia y su familia, pero esto tampoco resultó ser una gran ventaja. La familia de Farah no es que estuviese demasiado bien integrada en la comunidad o el país. En realidad, ellos eran casi más extranjeros que yo y apenas salían de su círculo familiar. Farah, por su parte, esos primeros días, más que ayudar empezó a exigir. La primera decepción vino cuando descubrí que mi esposa no tenía ninguna intención de venirse a vivir conmigo a la casa de su hermana ni de aparecer por ella para mucho más que una breve visita. Pasaron unas dos o tres semanas y yo viví con consternación el hecho de darme cuenta de que en este tiempo no había echado ni un miserable polvo con mi enamorada. Más que porque ella siguiese todavía enfadada por mi infidelidad, tema que ya creía zanjado, fue que simplemente no tuvimos la oportunidad porque ella nunca venía a mi habitación y en su lugar prefería quedarse en casa de sus padres discutiendo con ellos. Esta actitud era una de las cosas que más me molestaban de Farah, su total falta de empatía y de capacidad de ponerse en mi lugar. Yo había dejado mi país, mi familia, mis estudios y mis amigos para estar con ella. Una situación dura, pero que podría ser mucho más tolerable con abundantes muestras de cariño, la sensación de tener alguien a tu lado y una vida sexual activa. En lugar de eso, Farah me ignoraba la mayoría del tiempo y cuando no lo hacía, era generalmente para exigirme cosas. El problema era que siendo la chica tan increíblemente atractiva y yo estando tan enamorado de ella, en lugar de enfadarme o plantearme seriamente las cosas, hacía lo mismo que llevaba haciendo desde que la conocí. Perseguirla todo el día e intentar agradarla en todos sus caprichos. Por si fuera poco, Farah de vez en cuando me daba una de cal y otra de arena, es decir, había momentos en los que le daban arrebatos de amor por mí y me ponía en un pedestal con halagos e interminables muestras de cariño. En esos momentos, todos los agravios anteriores se me olvidaban de un plumazo y mi compromiso con ella se reforzaba. Bueno, y si echábamos un polvo, entonces estaba ya perdido. Solo por tenerla desnuda y entre mis brazos, con ese pelo negro y ese cuerpo esbelto y moreno debajo o encima de mí, era capaz de hacer cualquier cosa.

El principal capricho de Farah esos días de enero fue que necesitábamos un coche.

—Look, I'm sick and tired of walking everywhere. We need a car —me dijo un día.

Yeah, but... Baby, how can we afford to buy one if we don't work at the moment?

—How much money do you have saved up?

—All I have is two grand, but they are all my savings.

—Jack, we need a car! I want a car.

—Yes but, shouldn't we be saving all that money for a flat or somewhere to live instead? —A mí no me hacía mucha gracia gastarme todos mis ahorros en un coche, el cual no estaba muy seguro que fuese algo de primera necesidad para nosotros en ese momento. Con paciencia y mucho tacto intenté hacerle comprender que todos los veranos anteriores habíamos vivido y trabajado en Danetree y no habíamos necesitado coche para nada. Otra cosa sería que cuando ya tuviésemos trabajos y algo ahorrado, después de solucionar el tema de la vivienda, lo siguiente fuese el coche. No hubo manera. Farah se emperró con que quería un buga para ir por ahí de compras y para que yo la llevase de casa de sus padres a la mía y viceversa, y no dejó de machacarme con la misma cantinela hasta que accedí a acompañarla a ella y a su padre a un concesionario de carros de segunda mano para echar un vistazo.

Entre padre e hija eligieron un pequeño Toyota rojo, que según el vendedor estaba casi nuevo. En quince minutos cerraron el trato. El buga lo recogeríamos en dos días y su precio serían cuatro mil libras esterlinas. De golpe y porrazo me quedé con apenas unas quinientas libras en mi cuenta bancaria y, además, la obligación de pagar seguro y gasolina, pero, bueno, cualquier cosa por contentar a mi enamorada Farah Shah. Ya que estaba ahí en Inglaterra por ella, no tenía ningún sentido estar a malas por no poder satisfacer sus demandas, así que me resigné a aprender a conducir por el lado contrario.

El tema de tener coche no resultó tan malo como yo había pensado. Con unas pocas prácticas aprendí rápido a desenvolverme conduciendo en sentido opuesto. Bueno, a veces cometía errores, como ese día que casi me lleva por delante un camión y ese otro que entré en una gasolinera por el lado contrario. La verdad es que toda la familia de Farah tenía miedo de montar en el coche conmigo, pero, por suerte, mi chica fue capaz de superar este miedo. Como ahora no tenía que andar, Farah empezó a animarse más a venir a «mi casa» y hasta echamos por fin algún polvete. También hicimos excursiones a ciudades cercanas, Coventry, Birmingham o Milton Keynes, generalmente a ver tiendas de ropa. Con coche, con una habitación donde vivir y manteniendo relaciones sexuales de vez en cuando, la vida en Danetree debería de haber empezado a mejorar para mí, si no hubiese sido por un pequeño detalle. El trabajo.

Después de mi llegada a Danetree, una de las primeras cosas que había hecho era apuntarme en un par de empresas de trabajo temporal con la esperanza, más bien con la seguridad, de que en un par de semanas, tres como mucho, tendría un pequeño curro como empaquetador, mozo de almacén o similar, con el que ganar algo de dinero. Sin embargo, había pasado ya un mes y los putos inútiles de la agencia no habían sido capaces de encontrarme nada. Cada vez que aparecía por allí, e iba como dos veces a la semana, los tíos siempre me respondían con la misma excusa: «No, nothing yet. Everything is going so slow at the moment». En esta tesitura no me quedó más remedio que empezar a vigilar mis gastos y hacerme un presupuesto, porque mis fondos empezaban ya a acercarse a las cuatrocientas libras y disminuyendo.

En una modesta hoja de papel me apunté todos los gastos, para calcular cuánto tiempo más podía subsistir sin currelar. Los gastos fijos eran el alquiler de todas las semanas, cuarenta pounds, mas unas veinte de gasolina para el carro, el cual, y por suerte, consumía bastante poco. En tabaco no me gastaba nada porque mis viejos me habían regalado un cartón de Fortuna, que tenía casi entero porque fumaba como muchísimo tres o cuatro cigarros al día. Ropa y artículos de higiene tenía por el momento y respecto a la comida, me propuse sobrevivir con diez libras a la semana. Esto no resultó difícil, porque iba muchas veces a comer a casa de mis suegros, así que comprando los artículos en oferta del Tesco, famoso supermercado local, tales como pasta, atún, pizzas congeladas, salchichillas, pan de molde y algo de fruta, pude cumplir el presupuesto. De alcohol, casi nada, salvo que me invitase Darko a alguna lata de cerveza o le echase algún trago ocasional a las dos botellas de ron Pampero que había traído de España. Como en los últimos tiempos parecía que el alcohol no me sentaba nada bien, con eso tuve más que suficiente. En total, cuarenta, más veinte, más diez, más otras diez libras para recargar un móvil prepago que tenía, hacían un total de ochenta pounds de dispendio semanero. Dividiendo mis ahorros de unos cuatrocientos y pico entre esta cantidad me daba la mágica cifra de seis semanas estirándolo mucho. En esas seis semanas tenía que encontrar una fuente de ingresos como fuese o bien solicitar ayuda a mis padres, lo cual no me hacía ninguna gracia.

La mayor calamidad que me sucedió esos días no fue el no encontrar trabajo yo, sino el hecho de que mi querida Farah tampoco fue capaz de conseguir uno. Dada la caprichosa naturaleza de mi esposa, la cual cuando quería algo lo quería «para ya», esta frustración por no tener ocupación ni dinero se tradujo en una actitud negativa según fueron pasando las semanas. La mayoría del tiempo, Farah empezó a pasarlo encerrada en casa de sus padres, peleándose con ellos y quejándose de lo injusto que era el mundo. Como era de esperar, esta situación no mejoró precisamente nuestra relación, porque la tía la tomaba conmigo, además de con su madre y hermanas. A tremendas rabietas y broncas con su familia, yo en esos casos simplemente me iba para no empeorar las cosas, le seguían periodos de tiempo en los que se sentaba en un sofá de casa de sus viejos con la mirada perdida y se negaba a hablar con nadie. Cuando yo o Mr. Shah, después de un tiempo prudencial, intentábamos animarla o algo, ella contestaba que estaba deprimida y que ya no le importaba nada ni nadie.

A mediados de febrero se fue perfilando un poco como estaba la situación. Yo, joven urbanita de clase media, había dejado mi vida de universitario juerguista en Madrid para emigrar a una pequeña town en Inglaterra, donde no tenía familia, amigos, trabajo ni apenas posesiones y era considerado un inmigrante de mierda por la inmensa mayoría de sus habitantes. La única razón para hacer esto era no perder a la mujer de la que estaba enamorado, la bella aunque inestable Farah Shah. Ella, en lugar de dar excesivas muestras de agradecimiento, o al menos tratar de animarme y hacerme la vida más fácil, me castigaba con sus imprevisibles rabietas y su mala actitud. Yo aguantaba, por dos razones. La primera, porque estaba realmente enamorado y aunque ella a veces no se portaba bien, los días en los que estaba de buenas conmigo se me iluminaba el mundo. La segunda era porque había hecho una promesa, me había comprometido a algo, y no quería rendirme sin al menos luchar.

Dentro de esta situación, me monté mi rutina de la siguiente manera. Me levantaba por la mañana, no demasiado pronto, me aseaba y me dirigía en mi coche al centro, a dar la murga a las agencias de trabajo temporal. Si tenía que hacer alguna gestión, la hacía y luego, otra vez a casa. Comía cualquier cosa y luego me fumaba un cigarrito para coger fuerzas e ir a casa de los padres de Farah más relajado. Si había bronca en esa casa, cosa que pasaba algunos días, saludaba rápido y me piraba. Si no, me autoinvitaba a cenar, la única comida decente del día, y me quedaba un rato con Farah, para estar con ella y también para intentar convencerla de que se viniese a dormir conmigo. Los pocos días que ella aceptaba nos volvíamos en el coche y veíamos un poco la tele antes de acostarnos. Si había suerte, manteníamos relaciones y si no, pues a joderse. Mi compañero de piso y cuñado político, Darko, trabajaba en un turno de noche, por lo que la casa la teníamos enterita para nosotros cuando venía Farah. Cuando no, pues veía la tele o jugaba al ordenador hasta las tantas.

Todo esto ocurría día tras otro y solo se alteraba algunos fines de semana en los que salía con Farah de Danetree para visitar alguna ciudad cercana. De este periodo de mi vida, más que hechos o situaciones puntuales, lo que más recuerdo son sensaciones. La primera y más omnipresente era el frío. Un puto frío húmedo que no se me quitaba nunca, ni aunque estuviese en casa con la calefacción a todo gas. Al frío se unía la lluvia y la oscuridad propias del invierno norte-europeo, y el desarraigo producido por estar en un sitio extraño y rodeado de extranjeros. Dentro de estos extranjeros había gente agradable y simpática, pero también mucho elemento hostil hacia los inmigrantes en general y los europeos en particular. Cualquiera que lea los tabloides británicos de aquella época encontrará que estos alimentaban un gran odio hacia la Unión Europea y los muchos jóvenes del este que habían llegado recientemente a UK en busca de trabajo. Por desgracia, para mí, este odio ya había contaminado a gran parte de la población nativa. En esta tesitura no es de extrañar que muchas de las personas con las que traté esos días en Danetree me tomasen por un polaco o un rumano y no fuesen demasiado amables. Eso cuando estaba solo. Cuando estaba con Farah y familia, era un paki en lugar de un este europeo, lo cual no sé decir hasta qué punto era mejor o peor. Si por casualidad visitábamos Farah y yo una zona con alta población de origen asiático, en Birmingham, por ejemplo, entonces yo era un blanco robándoles una de sus mujeres, así que fuese donde fuese no me libraba de miradas desconfiadas y algún que otro comentario hostil. Al frío y al desarraigo se unía la soledad, por estar lejos de familia y amigos, pero sobre todo un gran sentimiento de nostalgia o «morriña» de mi vida en Madrid. Nunca imaginé que iba a echar tanto de menos mi ciudad, mi barrio, sus calles y todos sus rincones llenos de recuerdos. Muchas veces, por el día, me dedicaba a ver las fotos que tenía en el ordenador y por las noches, antes de dormir, me daba imaginarios paseos por Sol, Gran Vía, La Latina, Lavapiés y Malasaña. Podrá parecer exagerado, pero en mi foro interno empecé a sentir por el centro de Madrid, además de nostalgia, una especie de veneración cuasi religiosa, como la que sienten los católicos por Roma o los hebreos por Jerusalén.

No todos los sentimientos eran dolorosos. Además de desarraigo, soledad y morriña, seguía estando muy enamorado de Farah y obsesionado con ella en todos los sentidos. A veces mi chica me ponía de los nervios y la vida en Inglaterra me aberraba, pero solo por estar con ella, verla todos los días y acostarnos de vez en cuando, merecía la pena cualquier tipo de sufrimiento. Farah me volvía loco, cada día estaba más preciosa, cada día la deseaba más. Incluso los días en los que se ponía gilipollas a más no poder me daban ganas de poseerla violentamente, varias veces seguidas, y luego encerrarla en una habitación para que nadie la pudiese ver nunca, salvo yo. Cuando le contaba estas cosas, Farah se reía—: You must have some arab genes in you — lo cual venía a significar que era un poco «moro». Pues claro que era un poco moro. Cuando estamos enamorados hasta las trancas todos somos un poco moros, ya seamos hombres, mujeres, viejos, jóvenes, moros o cristianos, y el que diga que no es así miente como un bellaco. Por último, además del amor salvaje que sentía por mi chica y los previamente mencionados sentimientos de morriña y desarraigo, habría que mencionar también un extraña corazonada de optimismo y esperanza que me hacía pensar que todo iría mejorando poco a poco, que conseguiría un trabajo, enamorar de nuevo a Farah y visitar mi país muchos fines de semana gracias a los económicos vuelos de aerolíneas de bajo coste como Easyflight o Ryehair.

Los dioses del país no debían estar muy de acuerdo con esto último, porque me mandaron uno de esos días un presagio, o un augurio si lo prefieren, de lo más chungo. Una mañana me levanté y después de hacer mis cosas me dirigí a casa de los padres de mi chica. Como siempre, me apetecía mucho ver a Farah aunque eso significase tener que ir a esa terraced house llena de mujeres alteradas donde había lío cada dos por tres. Para coger fuerzas, o más bien para ir ya «sedado» por lo que me pudiese encontrar, me fumé un par de cigarritos. Después me tomé un chicle y me estuve un rato al aire, al lado del coche, para que se me fuese el pestazo de la ropa. En casa de Farah no fumaba nadie y siempre me estaban dando la vara con que fumar era malo y había que dejarlo. Como no estaba para muchos sermones, siempre que iba allí intentaba oler lo menos posible a tabaco. Me subí en el coche, arranqué y me puse en camino. Como estaba fresco y hacía viento, se me ocurrió abrir las dos ventanillas de delante del coche para ventilar los restos de olor que pudiese haber entre mis ropas. Entonces ocurrió un fenómeno paranormal.

En una larga recta entre dos glorietas me crucé con otro coche y me dieron una colleja. «¡Joder, que me han dado un collejón!», me quedé alucinado, pensado cómo eso había sido posible. Estaba solo en el coche, en los asientos de atrás no había ningún bromista escondido, lo cual incluso me paré un poco en el arcén para comprobar. Lo único que se me ocurría era que el tío del coche con el que me había cruzado me hubiese pegado a través de la ventanilla abierta, pero eso era también imposible. En la recta íbamos los dos a unas sesenta millas por hora y en sentido contrario, así que el cruce habría ocurrido en milésimas de segundo. En ese tiempo, tener la habilidad de sacar la mano por la ventana y arrearle un zurriagazo a un menda en otro coche era humanamente imposible. Sin embargo, yo estaba seguro de que me habían pegado un hostión, vamos, que todavía me dolía la almendra cuando aparqué el carro enfrente de la casa de los Shah.

Salí del coche y después de un rápido análisis se me heló la sangre al ver lo que había pasado. En el suelo de la parte de atrás del coche yacía un enorme cuervo muerto. No me habían pegado una colleja. El golpe que recibí había sido la colisión de esta ave contra mi cogote. Si en lugar de en la parte posterior de la cabeza me hubiese impactado en la cara, podría haber perdido fácilmente el control del coche y haber tenido un accidente serio, o incluso morir. Lo que sí que me llevé fue la repugnante tarea de limpiar la sangre y tener que recoger al pajarraco, me sorprendió lo poco que pesaba para ser tan grande, para tirarlo por ahí. Cuando entré en casa de Farah a contarles lo que me había pasado, me encontré que había pollo asado para cenar. No pude probarlo del asco que me dio recordar al bicho muerto en mi coche y me contenté con cenar unas patatuelas y una ensalada. No solo fue un suceso desagradable. Nunca me había considerado un tipo especialmente supersticioso, pero la historia del cuervo muerto me dio muy mala espina. A pesar de ser una tontería, no pude evitar pensar que se trataba de un mal presagio. Antes de que el cristianismo se asentase en esas tierras, los dioses ancestrales del país, Lugh, el de los celtas y Wotan (Odín), el de anglosajones y daneses, estaban asociados a la figura del cuervo, animal que utilizaban como mensajero. Incluso en España, el córvido se puede considerar como ave de mal agüero, si atendemos a lo que dicen muchos viejos en los pueblos. Pensar en estas cosas sería una chorrada, pero no me negarán que un cuervo se estrelle contra tu cabeza y muera es un suceso cuanto menos inquietante. Me sorprendí a mí mismo haciendo una señal de tipo religioso con mi mano derecha, el símbolo de la cruz tal y como me enseñaron mis abuelos, para conjurar un poco el mal fario.

Mera coincidencia o augurio de futuros desastres, lo cierto fue que desde el día del cuervo muerto la situación empezó a empeorar. Farah seguía sin encontrar trabajo y su familia me daba la lata periódicamente, con temas religiosos sobre todo. Para ellos, la respuesta para todo tipo de problemas se hallaba en la religión, pero no en cualquiera, sino en la suya propia, que era la única verdadera. Así, todos los días que me veían me atacaban con las mismas monsergas: «Come to our faith», «Follow the straight path», e historias parecidas. No era mala gente la familia Shah, pero sí totalmente incapaz de entender eso de que las creencias espirituales son, o deberían ser, algo perteneciente al libre albedrío de cada persona. Sobre todo porque en el fondo la religión habla de cosas que nadie conoce a ciencia cierta. Por extraño que parezca, su insistencia me hizo interesarme por primera vez en mi vida por la religión, pero por la mía propia para llevar la contraria, así que empecé a hojear por curiosidad una Biblia que había por la biblioteca pública cada vez que me pasaba por ahí a matar el tiempo. Todas las historias que leía en ella me resultaban vagamente familiares, cosa nada extraña con todas las horas de catequesis que me había tragado de pequeño. La novedad fue que algunas de ellas, no sé si porque antes era demasiado joven para entenderlas, o porque el lavado de cerebro durante mi infancia comenzaba a dar sus frutos, empezaron a cobrar sentido. En esos momentos me pareció ver a los antiguos israelitas con cierta simpatía, pues ellos, al igual que yo, andaban dando tumbos por tierras extranjeras, desde la esclavitud en Egipto hasta el cautiverio en Babilonia, pasando por desiertos hostiles, plagas de langosta y todo tipo de masacres. Sin embargo, los tíos ahí seguían, alabando al Señor contra viento y marea. Cuando los pobres pecaban demasiado y ofendían a Yahvé, este les enviaba un buen castigo, que aceptaban con resignación, y luego un profeta para meterles en vereda. Yo en ese sentido también había tenido mi ración de castigo por pecador, primero con la ETS, luego con la humillación de tener que confesar mi infidelidad y por último con un exilio lejos de mi bienamado Mandril. Castigo merecido, por otra parte, porque una cosa había sido ponerle los cuernos a mi novia de chavalete y otra muy distinta convertirme en un adúltero de manera deliberada, aun sabiendo que estaba ya casado ante la ley de Dios. Con una paciencia digna del buen Job, aguanté el tirón lo mejor que pude, mientras esperaba que el castigo acabase pronto, que mi esposa entrase en razón y que las aguas volviesen a su cauce en un futuro no demasiado lejano.

Además de ser el blanco de las ansias proselitistas de mi familia política y víctima de mis propias crisis existenciales, a finales de febrero sufrí otras dos desgracias, bueno, incidentes poco agradables, que me desanimaron si cabe un poco más. Un día dejé el coche enfrente de la casa de Farah durante toda la noche. A la mañana siguiente cuando fui a recogerlo me encontré con un faro de atrás roto y las ruedas de delante pinchadas. Me jodió bastante por tres razones. La primera, no tenía ni idea de cómo reparar el desaguisado. La segunda, porque alimentó un poco más mi paranoia sobre si había sido algún ataque xenófobo contra nosotros, pero lo peor, sin duda, iba a ser la reacción de Farah. Hacía algunas semanas ya había montado en cólera porque le hice un pequeño rayazo en la pintura, así que su respuesta no iba a ser precisamente conciliadora.

Y no lo fue. Farah me montó un escándalo del demonio cuando vino a ver conmigo a ver que le pasaba a «su» coche. —You're such a fucking disaster —me dijo—. All bad things happen to you!

—It's not my fault. I just left it here. How was I gonna know that some chavs would damage it?

—You should have parked it somewhere safer!

—Somewhere safer? Where?

—Ahhgg shut up, will you!

Corriendo nos fuimos a la Policía local a denunciar que nos habían dañado el coche, no sin antes llamar a la puerta de todos los vecinos para preguntar si habían visto algo. Nadie vio nada, nos respondieron con mucha frialdad todos a los que preguntamos. La Policía fue amable, vinieron a hacer un atestado, pero nos dijeron que tampoco iba a ser fácil pillar al gamberro que había hecho eso a nuestro pobre Toyota.

Decir que Farah pasó esa mañana enfadada es poco decir. Mi chica hubo momentos en los que estuvo cerca de tener una crisis nerviosa del mosqueo que se pilló. Cuando por fin me libré de ella, se fue a su casa a deprimirse encerrada en su habitación, su padre y yo empezamos a ver cómo podríamos arreglar el tema. Lo peor eran las ruedas, que estaban pinchadas, así que a ver cómo lo movíamos. Al rato llegó Darko en su coche, se puso a examinar el desastre y llegó a la conclusión de que el causante había sido otro coche y no unos gamberros.

—This isn't a kid's thing, you know. Some other car hit it from behind.

—What?

—Yeah, look at it. The other car crashed right here —me dijo señalando la luz de atrás.

—What about the flat tyres?

—They hit hard on the kerb, that's why they're flat.

Ya sabíamos cómo había ocurrido el desastre y al poco tiempo nos enteramos también de quién había sido el causante. Una anciana vecina, amiga de Mr. Shah, le comentó que un Land Rover que habitualmente aparcaba por allí había salido muy temprano con un golpe en la parte de delante, seguramente al taller. La señora, además, nos comentó que el tipo, un individuo huraño y borrachín, venía muchas veces a visitar a su madre, quien vivía en el vecindario. Una vez descubierto el culpable, del cual nos encargaríamos más tarde, lo principal era arreglar el desperfecto antes de que a Farah le diese otro berrinche. A sugerencia de Darko, inflamos las dos ruedas para ver si estaban pinchadas o solo deshinchadas. Estaban pinchadas las muy putas, pero la buena noticia fue el comprobar que tardaban en perder el aire como una media hora. Nada de grúas entonces, lo que hicimos fue hinchar de nuevo las ruedas e ir rápido a un taller de neumáticos que había cerca, donde nos las cambiaron en una hora y por cuarenta pounds. Con esto, el coche estaba al menos operativo, aunque había que cambiar la luz cuanto antes. A pesar de que teníamos seguro, Darko me aconsejó que no lo llevase al taller. En su lugar nos fuimos al concesionario y encargamos una luz nueva, para instalarla nosotros, cosa que según Darko no era difícil. Así lo hicimos, y aunque me gasté algo de pasta, según mi cuñado, recurrir al seguro solo significaba ahorrar en el momento y pagarlo todo con creces después. «Muy apañado el Darko este», pensé entendiendo entonces por qué Farah le tenía tanta admiración. No sería un intelectual ni un aristócrata, pero sí un tipo fiable que sabía encargarse de los problemas prácticos de la vida. Todo lo contrario que yo.

Dos consecuencias malas tuvo este incidente. Bueno, dos, además del disgusto que nos pillamos Farah y yo y el consiguiente deterioro de nuestra relación. La primera, que perdí un dinero que casi no tenía, por lo que la necesidad de encontrar un trabajo se volvió acuciante. La segunda consecuencia fue que no me pude resistir a entrar en el mundillo criminal de Danetree y le pinché las dos ruedas al Land Rover causante del accidente. Como Farah y familia me aconsejaron no denunciar, para no meternos en más líos, me quedé con las ganas de vengarme. Una noche que sabía que estaba el todo terreno aparcado en el barrio, me acerqué sigilosamente y le rajé los neumáticos. También venía dispuesto a romperle el faro de atrás, pero no lo hice por miedo a que tuviese alarma. A partir de ese día no volví a aparcar enfrente de casa de los padres Farah, por si las moscas, sino en un parking que había algo más alejado.

Este incidente se sumó a otro que protagonizamos Farah y yo a finales de febrero. Esos días me encontraron en la agencia un empleo en una fábrica de embarcaciones que había en un pueblo cercano. De lunes a jueves me desplacé a ese pueblo en el coche y trabajé en aquella fábrica de nueve a cinco. Una de esas tardes le debí de comentar a Farah que el trabajo era muy duro y que me dolía un poco una rodilla, pero, vamos, como parte de una conversación normal en una pareja. Cansado y dolorido pero contento de tener por fin una ocupación remunerada, me dirigí el viernes a mi curro cuando en recepción me dijeron que no me necesitaban, que ya tenían sustituto. «¿Por qué?», les pregunté yo, y ellos me informaron de que mi «novia» había llamado a la agencia para decirles que yo ya no iba a ir más a trabajar a ese sitio.

Me quedé como loco, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, y llamé a Farah. No me lo cogía, así que me fui a la agencia a decirles que yo sí quería el trabajo. Cuando llegué me confirmaron que como mi pareja había llamado para notificarles que yo no iba a venir más, habían enviado al curro a otro tío. Indignado les dije que eso no era así y que necesitaba el trabajo. Ellos me animaron primero a arreglar las cosas entre mi pareja y yo, y una vez que nos aclarásemos, igual podían darme el puesto otra vez a condición de que me comprometiese al cien por cien, y por escrito, de no dejarles tirados de nuevo. Hablé con Farah por teléfono para pedirle explicaciones y ella me contestó que lo hizo porque pensaba que a mí no me gustaba el trabajo. El resultado fue que yo quedé fatal delante de la agencia, como un niñato que no sabe lo que quiere, y no me atreví a pedir otra vez el curro a la agencia para no empeorar las cosas con ellos.

Ese día, aunque el empleo ya lo di por perdido, intenté averiguar por qué Farah había saboteado mi primer sueldo fijo en Danetree. Según ella, el trabajo era muy duro y como entendió que no me gustaba, pues llamó para evitarme ese trago. Cierto es que yo me quejé delante de ella de la dureza del curro y de mi dolor en la rodilla, pero tampoco me dio la impresión de haberme quejado tanto como para que ella hiciese lo que hizo. Más tarde, y yo solo, empecé a darle vueltas y se me ocurrió que igual Farah estaba celosa de que yo tuviese un empleo y ella no, que no le hacía gracia que usase su coche para ir hasta tan lejos o que simplemente pensase que el curro de mozo de almacén no era lo suficientemente bueno para su marido.

Así acabó febrero. Ya no era solo un inmigrante de mierda en un país frío y antipático. Además, había tenido dos accidentes con el coche, gastado casi todo mi dinero, desperdiciado mi única oportunidad de trabajar y cometido mi primer delito. Eso sin contar con que mi novia, mi mujer, estaba deprimida y habíamos hecho muy poco el amor desde que llegué. En marzo no me quedó más remedio que pedir dinero a mis viejos, unos trescientos pavillos o así, para salir del paso. Me enviaron mil, lo cual les agradecí en el alma. Con ese dinero lo primero que hice fue comprarme una gorra de béisbol y dos sudaderas con capucha en el H&M de Coventry. Me había dado cuenta de que mis ropas de galán mediterráneo, zapato puntiagudo, camisas bisbaleras y mi chupa de cuero elegante, llamaban mucho la atención entre los chavs de la zona. A partir de esos días empecé a mimetizarme más con el ambiente, vistiendo con prendas deportivas, gorra y capucha, para no desentonar y buscarme problemas con los barriobajeros locales, también conocidos como chavs, yobs, yobbos, thugs, townies, neds, scallies y otros muchos apelativos que no merece la pena ni mencionar. Una vez vestido de chav, o incluso se podría decir que convertido en un chav, pues no tenía trabajo ni perspectivas de conseguirlo, vivía en un council state y ya había cometido un delito, me dispuse a continuar con mi vida de inmigrante de mierda.

Dentro de la sociedad británica había varias clases sociales: clase alta, la cual no he visto nunca porque no se mezclan, clase media, que son los universitarios y los profesionales, y la clase trabajadora. Por debajo de la clase trabajadora están el lumpen, ingleses que viven del crimen o los subsidios del Gobierno y por último, los inmigrantes pobres, que son lo más bajo de lo más bajo. Pues bien, eso era en lo que me había convertido yo, en un inmigrante sin trabajo ni dinero. Atrás quedaban los días en los que iba a la universidad en el Audi A3 de mamá y tomaba copas en Kapital pagando con tarjeta. Con esta realidad tan dura sobre mis espaldas, no es de extrañar que estuviese desanimado. Poco había durado el sueño de llegar a Gran Bretaña y triunfar en la vida. Bueno, cierto era que todavía llevaba poco tiempo en el país, pero, tal y como iban las cosas, no parecía que el tema fuese a mejorar. Las razones del fracaso se podría decir que fueron mi propia estupidez al pensar, como tantos otros inmigrantes incautos, que el nuevo país iba a ser la tierra prometida que mana leche y miel. Cuando me pongo a analizar mi historia y la comparo con otros casos de personas que sí han triunfado en otro lugar, veo claramente dónde estuvieron mis fallos. El primero fue que iba poco motivado para currar, pero el más grave fue ir sin un plan, sin nada buscado ya desde España, sin un contacto, un trabajo o aunque fuese un curso ya asegurado. Llegar con lo puesto y esperar tener un golpe de suerte que lo solucione todo es la mejor receta para convertirse en un fracasetti. Si a esto sumamos la conflictiva naturaleza de mi pareja y su familia, mi propia inutilidad en cuestiones prácticas, y lo más importante, la absurda idea de querer empezar desde abajo en lugar de solicitar una ayuda «seria» a mis padres, pues el resultado fue un desastre completo.

Con este panorama poco pude hacer. No volví a encontrar trabajo y cada vez estaba más deprimido. Darko tenía una Playstation, así que me pasé la mayoría de días jugando a ratos, leyendo historias de los israelitas en la Biblia King James que sustraje de la biblioteca, fumando cigarrillos, y metiéndome en varios problemas con los chavs locales. Este aspecto de mi vida en Inglaterra también fue bastante molesto. Muchas veces salías de casa y te encontrabas con un grupito de adolescentes ingleses que te pedían dinero, el famoso «got ten p? », te insultaban o directamente te amenazaban cuando te negabas a darles pasta o comprarles alcohol. Con estos chavales tuve bastantes líos, desde una vez que tuve que defender mi coche, navaja en mano, ante un grupo de borrachos que querían destrozármelo, hasta ser acosado de manera sexual por niñas de catorce años.

Mi política en esos días frente a todos estos problemas fue dejar pasar el tiempo y que Farah entrase en razón y se diese cuenta de que nuestro futuro tendría más sentido en Madrid, aunque no contaba mucho con ello. En realidad, me encontraba como atrapado en un agujero del que no sabía cómo iba a escapar. Cuando ya creía que la cosa no podía ir peor, Farah salió momentáneamente de su estado de depresión y odio por el mundo, para ofrecerme una salida a nuestra difícil situación.

—Hey Jack, why don't we have a baby?

Tener un hijo era ya lo que me faltaba, pero llevarle la contraria a Farah era complicado cuando se le metía una cosa en la cabeza, así que accedí a que lo hablásemos. En mi inocencia pensaba que no sería difícil disuadirla de lo absurdo que sería traer un bebé al mundo cuando no teníamos ni donde caernos muertos. Si hubiese tenido un mínimo de carácter, nunca me hubiese dejado arrastrar a algo así, pero estaba tan enamorado de Farah y quería tanto hacerla feliz que al final acabé siendo yo el convencido. Un nuevo desastre asomaba la patita a través de la puerta y una vez más fui incapaz de verlo hasta que ya fue demasiado tarde.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top