ETS

ETS

(Verano de 2005)

A partir de aquí es donde empieza en mi vida la verdadera película de terror y los problemas serios. Como dije en el capítulo anterior, Farah Shah, la mujer de la que estaba profundamente enamorado, se había pirado a su tierra de repente y sin darme muchas explicaciones. «Bueno —pensé—, por lo menos tendré un verano tranquilo y saldré un poco por ahí de juerga». Eso fue lo que hice en julio, intentar salir algún día con los pocos amigos que me quedaban en Madrid, a la vez que terminaba la práctica con Jetovich. Por lo visto, al hombre le habían ofrecido un puesto de director general en la delegación de Ibiza de una importante multinacional logística. Como madrileño de pura cepa, mi amigo al principio no tenía muy claro eso de abandonar la capital, pero un sueldo de seis cifras al año, residencia de lujo y cochazo, todo pagado por la empresa, acabó de convencer a mi amigo Lewis de cerrar su empresilla madrileña y emigrar a las Islas Pitiusas.

—En cuanto jubile al estreñido de mi jefe y me convierta en el mandamás de toda la división de Baleares, te vienes conmigo a currar a Ibiza —me dijo—, pero de becario y sin cobrar un duro, ¿eh?, que luego te lo gastas en alcohol y guarrillas y tus padres me echan la bronca... — me vaciló como hacía siempre con todo el mundo.

—Gracias, tío, de verdad —le contesté, agradeciéndoselo en el alma. En el fondo sabía que un tonto como yo no iba a aprovechar esa oportunidad, por toda la mierda que tenía todavía que solucionar en mi vida, así que por el momento me despedí de él. Igual cuando acabase la carrera podría pensármelo, aunque dependiendo también de lo que le pareciese a mi chica. Esto significó que no solo me había quedado sin Farah, sino también sin trabajo. No me desanimé por ninguna de las dos cosas y decidí que emplearía el verano en estudiar para los exámenes de septiembre a la vez que buscaba un trabajo serio en Madrid. Esto no era mala idea porque, por culpa de la boda, la convivencia con Farah y el estéril viaje a Estambul, no había avanzado nada con mis estudios durante ese año.

Dicho y hecho. Me puse a la tarea de estudiar y buscar curro, mientras llamaba todos los días a Farah, para preguntarle cómo estaba y también que cuándo iba a venir para estar con su marido, como era su obligación. Julio no lo pasé mal. Agosto, regular, porque aunque tuve tiempo para estudiar, me daba mucha rabia tener la casa para mí solo, mis viejos y hermanos se habían ido de vacaciones, y que mi mujer no estuviese a mi lado. En septiembre ya me empecé a cabrear, porque ni encontraba trabajo ni Farah hacía amago de querer venir conmigo. A finales de octubre estaba ya muy enfadado con Farah, porque después de todo el rollo que me había hecho pasar, lo de la boda, el viaje de novios y demás historias, la tía se negaba a venir a Madrid conmigo, que era lo que habíamos acordado antes de casarnos. Esto unido a que no tenía empleo ni nada que hacer durante todo el día, los exámenes de las pocas asignaturas que me quedaban eran en febrero y junio, hizo que entrase en una peligrosa fase de decepción y abatimiento.

Una de las cosas que más me enfadaba era que había contraído matrimonio hacía poco y llevaba casi cinco meses sin echar un polvo. «Vaya mierda —me repetía constantemente—, ¿para esto me he casado, para no follar?». Esto, unido a que casi no tenía colegas, mis mejores amigos estaban todos fuera, ni trabajo ni ocupación reconocida, me llevó a caer en errores del pasado. Fue una noche de viernes en la que tenía ciertas esperanzas de salir a beber y reírme un poco con los amiguetes madrileños, cuando el nivel de frustración y rabia tocó techo. Después de unas pocas llamadas en las que las respuestas fueron siempre las mismas: «No, tío, no puedo salir», «Es que estoy muy cansado», «Voy a cenar con mi novia», «Hoy no salgo», lo vi todo claro. Mi «mujer» pasaba de mí, mis supuestos amigos se aburrían conmigo, era incapaz de encontrar un trabajo y ni siquiera había acabado la puta carrera, esa que había empezado en 1999 y que no se terminaba nunca. Entonces tuve un momento de desesperación, en el que estuve a punto de hacer una locura. «Todo el mundo está contra mí», pensé, y me dieron ganas de estrellar el coche contra un pilar de la M30. Luego me calmé un poco y me dije a mí mismo que lo que necesitaba era echar un polvo, con Farah o con quien fuese.

Por desgracia, estaba demasiado enfadado con Farah para ceder e irme algunos días a Inglaterra, en los que además, por experiencia, sabía que allí en casa de sus padres, de mojar poco. Salir a ligar yo solo tampoco me pareció buena idea, dado el estado de odio por el mundo en el que me encontraba, así que al final solo me quedó una cosa. Al día siguiente me pasé por un cajero, a retirar doscientos cincuenta euros y esa misma noche me dirigí al club de putas ese donde había conocido a Sheila, la rusa que parecía una modelo sueca. La hubiese llamado, pero antes de casarme con Farah había borrado su teléfono de mi móvil con la firme determinación de no volver a pecar más, así que me tocó ir a buscarla in situ. Mientras entraba en el antro de perdición, no pude evitar sentirme culpable, porque estaba convirtiéndome deliberadamente en un adúltero, además de reincidir como putero. Al final, el enfado con Farah y las ganas de follar pudieron más, así que le eché la culpa de lo que iba a hacer a mi chica, por haberme abandonado de mala manera, y me metí en el puticlub.

Como era de esperar, de mi antigua amiga no había ni rastro. Pregunté a una que tenía cara de rusa, a ver si sabía algo de una chica que se llamaba Sheila y que era rubia y muy alta, pero nada. Según me contó otra, lo más probable era que estuviese en Barcelona, Marbella o Ibiza, lugares de moda a los que acudían las call girls de lujo en los meses estivales para perseguir al cliente adinerado. Como no me iba a hacer de nuevo todo el recorrido, encontrar a una profesional que me gustase y citarla en un discreto apartamento donde me sintiese más cómodo, al final acabé subiéndome a las habitaciones con una de las chicas. La operación fue bien, moderadamente satisfactoria, aunque a otro nivel que con mi amiga Sheila. Una mamada y un polvo en dos posturas básicas fueron suficientes para desfogarme por el momento. Después me despedí y me fui, triste porque acababa de ponerle los cuernos por primera vez a Farah siendo su marido, pero aún más triste porque a pesar de ser un recién casado, ese era mi primer polvo en muchos meses.

Al día siguiente, sería el seis o el siete de noviembre, fue cuando empezó una historieta de terror que se prolongará ya hasta el final del relato. Nubes negras en el cielo y un sentimiento de opresión y vaga amenaza en el ambiente no presagiaban nada bueno. Sabía que algo no iba bien, pero tampoco podía decir con claridad de qué se trataba. Lo primero que noté fue una breve punzada de ansiedad al recordar que la chica profesional con la que había fornicado (esa es la palabra justa) el día anterior me había hecho la felación sin preservativo. La verdad es que en ese momento no se me ocurrió ponerme uno y ella tampoco me lo pidió. No quise precipitarme, porque aunque en alguna parte había leído que eso era una práctica de relativo riesgo, en realidad el SIDA no se trasmitía así, ¿o sí? Entonces recordé que Sheila me lo había hecho siempre con condón y me quedé como preocupado. No pude más y me lancé de cabeza a los abismos de Internet para recabar información sobre lo grave que podía ser que una putilla te la comiese sin goma. Las buenas noticias fueron que en la mayoría de las páginas el consenso era que pillar el SIDA por sexo oral era casi imposible. Las malas, que había toda una retahíla de enfermedades que sí se trasmitían por hacer esa práctica sin protección. Entre ellas estaban la sífilis, la gonorrea y varias otras más, de las que me informé puntualmente en la red para poder reconocer sus primeros síntomas si aparecían en alguna parte de mi cuerpo serrano. Poca gracia me hizo saber que algunas eran incurables y otras te dejaban secuelas de por vida, además del riego de contagiarlas tú a otra persona cercana a ti o a tu pareja. «Por qué nadie te avisa de estas cosas», me pregunté a mí mismo, aunque, claro, debería de haber supuesto que la prostitución también tenía sus riesgos cuando me lancé de manera insensata a ese mundillo proscrito.

Los problemas empezaron al día siguiente, cuando creí notar un poco de irritación en cierta parte de mi anatomía. Con esa incómoda sensación atormentándome ahí, me conecté de nuevo a Internet para ver de qué enfermedad podrían ser esos síntomas. Por desgracia, lo de la irritación era típico de casi todas, así que no solo no saqué nada en claro, sino que además me acojoné de lo lindo. Eso fue un martes. El miércoles la sensación desapareció, pero el jueves me volvió otra vez, además, acompañada de una inflamación como del prepucio. Eso unido a que me había dado cuenta de que últimamente iba al baño a hacer pis mucho más a menudo que antes, y que creí sentir cómo este me escocía en la uretra, me confirmó la noticia más temida. Me habían pegado algo en ese puticlub al que fui para buscar a Sheila y acabé echando un polvo con otra furcia.

Es difícil describir con palabras la sensación que tuve en aquel instante. En cierta manera, era una mezcla de incredulidad, desesperación, horror y ganas de caerme muerto ahí mismo. «Déjalo mientras estés a tiempo», me había dicho a mí mismo muchas veces cuando estaba con Sheila, pero cómo no, tuve que seguir tentando a la suerte como un gilipollas y al final ocurrió mi mayor temor. En esos momentos, además de un profundo y demoledor sentimiento de culpa, vergüenza y miedo atroz a las nuevas mierdas que me deparaba el futuro, me encontré de bruces con la horrible sensación de no tener ni la más remota idea de cómo solucionar un problema así. Ya llevaba dos o tres días con sospechas, y a la vez deseando que los síntomas desaparecieran sin más y olvidarme, así que los nervios los tenía ya como destrozados. Por si fuera poco, la información que había en Internet era bastante confusa. Después de investigar durante un buen rato, no saqué nada en claro y me empecé a desesperar todavía más.

Mi gestión de esta crisis durante los dos días siguientes fue fumarme cajetilla y media al día y agobiarme leyendo cosas horrorosas en Internet. En una de las páginas encontré por fin un teléfono de un centro médico que había en el distrito centro, valga la redundancia. Llamé, como cuatro o cinco veces, hasta que me cogieron el puto teléfono. En él, una persona muy amable me informó de que debería de acudir al ambulatorio más cercano. Yo le respondí que no podía ir al médico de cabecera, quien conocía a mis padres de toda la vida, a contarle mi problema. Entonces el tipo al otro lado del teléfono me recomendó ir a un ambulatorio especializado en de enfermedades de transmisión sexual que había por la calle Sandoval, en pleno Chamberí. Cómo no, le pedí el número telefónico del sitio ese y llamé en cuanto finalicé la primera llamada. En el centro de Sandoval me dijeron que hasta el lunes estaba cerrado, así que pasé el peor fin de semana de mi vida esperando a que llegase el dichoso lunes, con los nervios destrozados y viéndolo ya todo muy negro.

Después de un fin de semana en el que no salí casi de mi habitación, me fumé como tres cajetillas y disimulé como pude frente a mis padres, llegó el momento de ir al médico a enfrentarme con mi destino. Para joder todavía más, el horario de atención era de nueve a una, pero había que estar allí a las siete y media de la mañana para coger número. Mi primera cita en el centro de Sandoval fue horrorosa. Al principio no empezó mal, bueno, con un madrugón para estar allí a pillar el número. Luego, después, ya con el número, tocaba esperar en la calle hasta que empezasen a llamar a las nueve y media. Si empezaban por el número uno, como es lógico, yo ya tenía el setenta y tantos, por lo que la esperanza de que me atendiesen rápida y discretamente se esfumó ya casi antes de entrar a la sala de espera.

Si tener que esperar cuatro o cinco horas a que un médico te vea si tienes una enfermedad de transmisión sexual es poco edificante, mucho peor fue el hecho de tener que hacerlo en una sala enana donde había casi cien personas. A lo humillante de que todo el mundo que estaba allí estuviese por lo mismo, se unía la incomodidad de estar rodeado de personas, muchas de las cuales no eran de los miembros más afortunados de la sociedad. Prostitutas, vagabundos, toxicómanos y peña que no andaba bien de la cabeza, se mezclaban con heterosexuales putañeros y gays promiscuos de la zona de Chueca. Todos estábamos allí por causas similares, supongo que yo podría ser considerado como integrante de la tribu de los puteros, y todos queríamos ser atendidos cuanto antes, por lo que la situación era muy tensa y pequeñas trifulcas estallaban casi continuamente entre los pacientes.

Hubo momentos a lo largo de la mañana en los que me apeteció largarme de allí corriendo, pero se trataba de algo tan grave que no me quedó más remedio que aguantar e intentar aislarme de todos mis compañeros de ETS, detrás de un periódico y con los auriculares puestos. Por fin, a las doce de la mañana llegó mi turno y me metí en la consulta a que me viese el médico. Allí dentro me atendió un doctor que fumaba como un carretero y respondía al nombre de Dr. Ballester, y una asistente jovencita. A esta última incluso la hubiese considerado atractiva en otras circunstancias, pero dado que andaba cerca del ataque de ansiedad y la crisis nerviosa, no estaba como para irme fijando en las enfermeras. Me senté en una silla y le comenté a Ballester y a la otra los síntomas de la supuesta enfermedad que tenía, escozor, hinchazón, muchas ganas de mear constantemente, además de las circunstancias en las que creía haberla contraído. Después de la conversación introductoria llegó el momento más importante de todos, el examen médico. Nunca en la vida imaginé que llegaría el día en el que le enseñaría gustoso mi pene a otro hombre ni que estaría agradecido de que él me lo tocase, con guantes de látex, claro. Después de un breve examen, Ballester me dio dos noticias, una buena y otra mala. La buena noticia, la cual recibí con un alivio rotundo, fue que no notaba nada fuera de lo normal en mi pito. Cómo no, tuvo que joderlo dándome la mala. —Mira, chaval —me dijo—, estas cosas tienen un periodo ventana, quiere decirse que hay que esperarse unos días a partir del contacto, para ver si se desarrollan síntomas, y para hacer las pruebas, claro.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando?

—Pues de entre tres semanas y un mes. Durante este tiempo debes abstenerte de tener relaciones sexuales; ah, y si notas que te pasa algo raro, pues te vienes otra vez.

—Algo raro, ¿cómo qué?

—Si lo tienes, lo sabrás.

Salí de la consulta en cierta manera aliviado, porque el médico no me había confirmado que tenía nada. Ese día no lo pasé mal del todo, pero el martes otra vez empecé a notar las molestias que me venían jodiendo durante todos esos días. Entonces, de nuevo, me vine abajo, porque si ya esperar tres o cuatro días para que el médico me dijese algo me había destrozado los nervios, pues la misma historia durante tres o cuatro semanas me podía llevar ya directamente a la tumba. Los días que siguieron a mi visita a la calle Sandoval fueron los más duros de mi vida. Ansiedad, depresión, ganas de no salir de casa y hasta de morirme, y la demoledora sensación de haberme jodido la vida por imbécil. Cada hora me miraba la zona genital por lo menos unas veinte veces, para observar si aparecían nuevos síntomas y todo me parecía sospechoso de ser uno de ellos. Por si fuera poco, esos días Farah me llamó para decirme que se venía a Madrid unos días, justo en el peor puto momento de la historia. Si hubiese estado un poco, solo un poco más tranquilo, igual podía haber reaccionado con más sangre fría. Con un poco de autocontrol por mi parte, si me hubiese parado a pensar, igual me podía haber sacado de la manga una excusa convincente para tenerla alejada de mí hasta que la situación se aclarase un poco. No fue así. Al borde de la crisis nerviosa e inmerso en la visión esa de túnel que te hace verlo todo muy negro, me derrumbé y acabé contándoselo todo. No era solo porque sabía que mi chica me pillaría de todas maneras, ni tampoco porque no quería ponerla en riesgo a ella también. Además, tenía la necesidad incontrolable, apabullante e irresistible de contarle mi situación a alguien. Como a mi familia no podía confiarle algo tan horroroso, al final y aunque parezca paradójico, la única persona a la que me vi con fuerzas de confesarle que sospechaba que había contraído una enfermedad de transmisión sexual fue a mi pareja Farah Shah.

—Look Farah, there's something I have to tell you —le dije por teléfono casi conteniendo el llanto. Algo en mi tono de voz debió de indicarle que lo que tenía que decir era grave, así que primero se quedó callada, en silencio y luego me dijo.

—Ok, what is it? You sound so serious.

—Look I don't know how to tell you this. I'm really sorry. Ok I've cheated on you. The other day I went with another woman. Sorry, there's no excuse. If you wanna leave me, I will understand...

—You did what? Why? Who with? Is this a horrible joke or something?

—No babes, it's true. I'm really sorry.

—Ok, tell me how it happened. Do I know the bitch, or it was a random slag that you found there in that shitty country where you live?

—I'm sorry babes, I went out one night and I got drunk I guess... Then I met this dodgy girl and everything happened. It was a mistake. I'm really sorry. I wanted to confess because I feel so guilty.

—I bet you fucking feel guilty; you cheated on your wife you bastard. Why did you break your vows, they were meant to... Look I don't even know why I'm talking with you. I hate you. Fuck off! —En ese momento Farah me colgó el teléfono muy enfadada, pero no me dio la sensación de que todo había acabado. Estaba en lo cierto, porque al rato me volvió a llamar. Después de unos cuantos insultos, reanudamos la conversación y tuve que contarle la segunda parte de la historia, el tema de la enfermedad que posiblemente había contraído.

—You've really disappointed me. I should leave you right now —eso, de «debería dejarte» no sonó mal, porque significaba que no lo iba a hacer. Luego, además, hizo un poco de examen de conciencia: It was also my fault. I shouldn't have left you on your own for so long... men, why are you so stupid?

—Look, if you want to leave me, that is your right, but there is something else that I must tell you.

—Oh no. Now what? She isn't pregnant, is she?

—Awright, I think that this girl... This girl I went with might have passed me a disease. A sexually transmitted one, you know.

—You are pathetic! Read my lips pa-the-tic. Serves you right for being such a fucking dickhead. You won't go near me until you been to the clinic and done all your tests, do you hear me?

—I'm sorry, I'm really sorry. I've ruined everything, haven't I?

—I'm going now. I don't want to talk to you any more. Idiot.

Así acabó nuestra primera conversación sobre el tema. Había confesado todo y ella, por el momento, no me había dejado, aunque estaba seguro de que este tema estaba muy lejos de estar acabado.

Es increíble lo despacio que pasa el tiempo cuando necesitas que pase rápido. Las dos semanas posteriores a mi visita a Sandoval fueron, como ya he dicho, las más horrorosas de mi vida hasta aquel momento. A la incertidumbre de no saber si había pillado una enfermedad grave y los ataques de hipocondría galopantes cada vez que me notaba algo raro, se unían las difíciles conversaciones con Farah para intentar que me perdonase. A cada dolorcillo, cada picor o cada vez que iba mear y el pis salía más claro o más oscuro de lo habitual, me entraba tal ataque de pánico que me fumaba dos o tres cigarrillos seguidos. A finales de la primera semana ya estaba que no podía más, pero por una vez Internet me dio una buena idea. Por lo visto, la calle Sandoval no era la única opción, puesto que también existían clínicas privadas donde tratar este tipo de asuntos escabrosos de manera más cómoda y anónima. Si lo hubiese sabido antes, igual me hubiese ahorrado el mal trago de la mañana en Sandoval, pero, aun así, decidí acercarme a una de estas clínicas para ver si me podían ir dando una segunda opinión. Mis buenos euros me cobraron, casi unos cien, pero me atendieron rápido y el médico me dijo, para mi alivio, que tampoco él veía nada que indicase de manera definitiva que había contraído la sífilis o la gonorrea, como yo pensaba. Cuando hablamos de las pruebas, el tío me dijo que si quería me las podía hacer, pero que eran ochenta euros cada una. A esto yo repliqué que en Sandoval me habían dicho que tenía que esperar, y él me contestó que esto lo hacían para quitarse trabajo, porque muchos de los que iban eran hipocondríacos como yo. Las pruebas según él se podían hacer en apenas diez días desde el contacto, y los resultados estaban en cuarenta y ocho horas, así que le dije que adelante con ellas. La prueba que hice me dolió mogollón, porque consistía en meterte un bastoncillo de algodón por la uretra, el cual luego analizarían en el laboratorio. Tras esperar dos días, y pagar más dinero por otra consulta, por fin llegaron los primeros resultados y una sensación de alivio monumental. Por el momento, los análisis daban negativos en todo, lo que significaba que no tenía nada. Me recomendaron volver en un mes para hacerme otros análisis, pero como yo ya tenía a los de la calle Sandoval, que me salían gratis, me despedí de la clínica privada deseando no volver a verles nunca más.

Mi segunda visita a Sandoval fue menos horrorosa que la primera. Allí Ballester, médico locuaz, campechano y fumador empedernido, me reconoció por segunda vez y me dijo que no tenía nada. —Bueno, sí, un poco de irritación —añadió, pero según él, podía ser una reacción alérgica, estrés o cualquier otra cosa. Después hice dos pruebas con otra doctora. La primera consistió en entrujarme el pene para ver si salía algo de pus o alguna otra secreción, además de la metida del bastoncillo por la uretra. La segunda fue un análisis de sangre normal. Ambas me resultaron incómodas y desagradables, pero merecieron la pena. A principios de diciembre, y para gran alivio mío, me dieron los resultados definitivos. No tenía ningún tipo de enfermedad de transmisión sexual ni nunca la había tenido. Todo había sido fruto de mi imaginación y quizá de un oculto sentimiento de culpa por haber engañado a mi esposa, que me incitó subconscientemente a desear sufrir y ser castigado. El problema fue que mis temores y remordimientos me hicieron somatizar los síntomas de una enfermedad, la cual estaba solo en mi cabeza, y acabé creyendo que estaba enfermo de verdad.

Las consecuencias de este episodio fueron terribles. Por una parte, acabé con los nervios destrozados, después de un mes pensando que mi vida se había acabado. Los momentos de soledad, desesperación y ganas de morirme que viví en el aciago mes de noviembre de 2005 no se los deseo ni a mi peor enemigo, pero esto no fue lo único. Farah no me perdonó sin más. Para no dejarme, mi chica me exigió el cumplimiento de dos condiciones. La primera que le trajese el informe médico que asegurase que yo estaba limpio de toda enfermedad. La segunda, que yo debía abandonarlo todo en Madrid e irme a vivir con ella en el Reino Unido para siempre. Un mes me daba para arreglarlo todo y marcharme. Hasta el uno de enero de 2006.

—Listen, I am so disappointed... But I am also fed up with waiting for you. I forgive you, Ok? But now I want you to leave your dodgy life there in Madrid and come with me for real. I've waited for too long, and now I want you here. I want results. I want you to get a job, a house, a car and live here with me, like a proper couple.

—Yeah awright, I'll go there with you babes. I'm so ashamed of what I did. Thanks for giving me a second chance. I promise everything will be fine.

—You better not let me down again. One more shit and it's over.

Cómo me tomé yo este ultimátum. Bueno, las dos primeras semanas de diciembre, cuando todavía estaba cercano el susto de la ETS, muy agradecido de que Farah me hubiese perdonado y me diese una segunda oportunidad. Según fueron pasando los días y fui viendo acercarse el momento de pillar el avión e irme a vivir para siempre a Inglaterra, me fui dando cuenta de que la había cagado, o al menos había hecho algo que iba a cambiar el curso de mi vida para siempre. Durante todos estos años me había hecho la ilusión de que Farah se vendría a vivir conmigo a Madrid, pero debido a mi metedura de pata, al final el que emigraba iba a ser yo. Por una parte me sentía un poco como estafado, como si Farah hubiese aprovechado un momento mío de crisis para salirse con la suya, pero, por otra, estaba también deseoso de empezar una nueva vida, probar suerte y estar todo el tiempo con mi amada Farah Shah.

Cómo se tomaron esta decisión en mi entorno más cercano, pues bien, viendo la reacción de familia y amigos, casi me dieron ganas de pirarme sin despedirme. Salvo a mis padres, que me objetaron un poco el tema con la excusa de que no había acabado los estudios, a nadie pareció importarle demasiado que me fuese a vivir a otro país para siempre. Viendo que tampoco el arraigo que tenía en Madrid era tan importante, fui preparando mis cosas y resolviendo mis asuntos antes de emigrar. Todavía me quedaban exámenes que hacer, pero igual en septiembre me podía pillar unos días de vacaciones en el trabajo en el que estuviese para presentarme y acabar la carrera. La última semana en Madrid tuve la oportunidad de ir a Kapital, con algunos de mis amigos retornados por Navidad, y despedirme también de esa discoteca. Cómo no, esa noche acabé ligando, con una portuguesa mulata que conocí en la pista de baile de la tercera planta y que me recordó un poco a Sandra Bullock. Para mayor escarnio, la tía me propuso alegremente que abandonásemos la sala y nos dirigiésemos a su apartamento, que no estaba lejos, para tomar un café o dos. Lo que no me había ocurrido nunca en muchos años de soltería, me acontecía entonces, casado, acusado de infiel y con la espada de Damocles pendiendo sobre mi calva. No me dejé vencer por la tentación y decliné la oferta con gran pesar. Lejos de ofenderse, la tía tomó mi respuesta como un signo de integridad por mi parte y no se separó de mí en toda la noche.

La portuguesa resultó ser una tía muy simpática y también parecía buena chica. No era tan atractiva como Farah, y apenas sabía nada de ella, pero me dieron ganas de echarme atrás en mi aventura británica y quedarme en Madrid, para conocerla. Cuando la chavala me preguntó que cuándo volveríamos a vernos, le dije que sería difícil, porque yo vivía en el Reino Unido y solo estaba en Madrid de vacaciones. Cuando me despedí de aquella extraña, tuve la sensación de que había dejado pasar la última oportunidad para recapacitar, quedarme tranquilito en mi ciudad y evitar un montón de problemas.


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