DE MAL EN PEOR

DE MAL EN PEOR

(Otoño de 2007)

«Yo no soy mala persona. Por más que la gente intente hacerme creer que sí, eso no es verdad. Yo nunca le he hecho daño a nadie, siempre he intentado hacerlo todo lo mejor posible. ¿Y para qué ha servido? Para nada. Para que no me tomen en serio en el mejor de los casos y me ninguneen como si yo fuese un cualquiera. La psicóloga esta, por ejemplo. La tía ahí intentando hacerme sentir culpable por el hecho de que mi pareja, mi legítima esposa, me haya abandonado por las buenas. O sea, cuando las dejas tú es culpa tuya y cuando te dejan ellas, a ti también. Curiosa faceta de la psicología. Habría que haber visto a la pájara esta en mi situación, si la persona a la que más quieres te traiciona, te pone en ridículo y se ríe de ti en tu puta cara. Claro, hablar de respeto y libre albedrío es fácil cuando el traicionado es otro, pero cuando te pasa a ti, ya lo ves de otra manera, ¿o no? Cada día estoy más convencido de que todo el puto mundo está contra mí. ¿Por qué? Bueno, pues yo tengo una teoría. El ser humano, que de bueno no tiene nada, alberga un instinto ancestral que lo empuja a machacar al débil de la manada, algo así como para destruir a los blandos para purificar la raza. Por eso me machacan tanto, porque me ven débil. ¿Y por qué me ven débil?, porque voy de frente. De frente y con buenas intenciones. Si hubiese tratado a Farah como se merecía en realidad, si me hubiese hecho respetar en lugar de consentirla cómo un idiota, igual la tendría todavía a mi lado y comiendo de mi mano. Pero no, la muy traidora me ha abandonado de la peor manera posible, cuando yo lo he dado todo por ella. Pues el ser bueno se ha acabado. Ser amable, portarse bien, ayudar a los demás, rollos que te cuentan desde pequeño para convertirte en un pelele y aprovecharse de ti. Si lo piensas con lógica, en el fondo el bien y el mal no son más que construcciones que nos hemos inventado para describir situaciones, circunstancias que nos favorecen o que nos perjudican. Nada más».

Todo esto eran solo rollos metafísicos, comidas de tarro producto de muchas noches de insomnio y días de resaca farlopera, pero había algo que sí tenía claro. Que mi antaño queridísima Farah Shah me había hecho mucho daño y me había arruinado la vida, hasta el punto de plantearme incluso acabar con todo. Unas copas, pillar el coche e impactar a ciento cincuenta por hora contra un pilar la M40 con mi canción favorita a todo volumen. Un trágico accidente a las tantas de la mañana, una muerte gloriosa y el fin de todo el sufrimiento. Fue entonces cuando pensé: «¡Hey!, si ya estás pensando quitarte de en medio, ¿por qué no hacer justicia y llevarte por delante a la persona que te ha llevado a este estado?». Venganza y todo ese rollo, además de darle a toda esta historia el apoteósico final dramático que bien se merece.

Así fue como empecé a planear el tema del ajuste de cuentas con mi ex, la infame Farah Shah. Al principio solo como una especie de fantasía con la que matar el rato, con la que consolarme en los peores momentos, mientras intentaba poner mi vida al derecho. Durante 2007 traté de encontrar un trabajo para ocupar mi tiempo y también para hacer algo con mi vida. Los estudios ya los daba por perdidos, porque, además, ya no sabía ni dónde coño los había dejado. Mis padres se habían ido definitivamente a vivir a su casa de La Sierra y habían puesto nuestro piso en venta, con lo que era solo cuestión de tiempo que me tuviese que buscar una habitación o bien irme con ellos al pueblo ese, Navalzarzal se llamaba. De los amigos ni hablo, creo que no me quedaba ni uno, y la relación con mis hermanos era inexistente. También hice intentos de encontrar a alguna novia con la que olvidar a Farah, más que saliendo por la noche, apuntándome a webs de citas en Internet. No hubo suerte en este campo, porque a pesar de que logré quedar con algunas chicas, luego cuando nos conocíamos en persona, las tías huían de mí como de la peste, supongo que porque su instinto les advertía que algo no andaba bien en la cabeza del tío que tenía delante. Por eso y por ser un calvorota, todo hay que decirlo.

No es de extrañar que con semejante panorama, toda la rabia, la frustración y el dolor acumulados durante los últimos tiempos se condensasen en un intenso sentimiento de odio contra la persona que me había llevado a este estado de locura transitoria, que no era otra que mi exesposa Farah Shah. Ganas de matarla me entraban, por traidora y liante, pero en el fondo sabía que un acojonado como yo no tenía agallas para hacer nada más que retorcerse de rabia en silencio. Eso era yo, un cobarde, un pringao que le daba muchas vueltas a todo en la cabeza, pero que a la hora de la verdad bajaba la mirada y se callaba. Con todo el tiempo libre que tenía entre manos, recordemos que estaba desempleado, se me ocurrieron mil y un planes de venganza, pero todos llegaban a un punto muerto, que no era otro que la certeza de saberme incapaz de hacer daño deliberadamente a otro ser humano por muy gordo que me cayese. Una noche, sin embargo, encontré una manera de sacar el instinto asesino que anidaba escondido dentro de mi ser.

Esto ocurrió un sábado en el que me fui a Kapital yo solo para ver si ligaba algo. Bueno, solo no, con mi amigo Perico. A las doce de la noche me tomé dos copazos en la que todavía era mi casa y me metí un par de tiros mientras escuchaba música en Internet. Sobre la una me bajé hasta Atocha y entré en la disco, para ver si dentro del mogollón conseguía ligar con alguna turista o en su defecto con alguna madrileña. Con alguna hablé, pero al final me volví solo y frustrado a casa. Mientras regresaba, observé que en mi camino, a la altura del Reina Sofía, había un grupillo de guiris, chicos y chicas, creo que eran como ingleses y australianos mezclados, o quizá canadienses, o qué sé yo, alrededor de un banco y ocupando parte de la acera.

Lo primero que pensé fue darme la vuelta y cruzar la calle, para no tener que caminar entre ellos. Por una parte no quería molestar a los chavales y chavalas, algunas bastante atractivas, por cierto, en su improvisado botellón y, además, que ellos me viesen como un perdedor patético que regresaba a su casa para cascársela en solitario. No lo hice, porque me pareció una tontería. Tan solo se trataba de pasar delante de unos jovenzuelos un segundo y luego seguir mi camino sin más. Cuando dejé atrás el último semáforo comprendí que ya no habría marcha atrás, porque la avenida no se podía cruzar por cualquier sitio, debido al tráfico y a que estaba vallada. Según me fui acercando a los chavales, me arrepentí de no haber cogido el otro camino, porque los mendas parecían bastante exaltados. «Espero que no me hagan nada —pensé algo nervioso—. No creo, por qué se iban a molestar en meterse conmigo», me pregunté tratando de conservar la calma. Es bien sabido que los anglosajones son bastante violentos y muchos de ellos buscan gresca cuando están mamados. Bueno, eso era un poco una exageración y además los turistas solían, casi siempre, ignorar a los nativos. Decidí seguir y no hacer caso a los chavales, siempre que no se metiesen conmigo, claro. Si se atrevían a decirme algo, o tan siquiera a mirarme mal, no me iba a quedar callado sin más. Además, ¿no estaba yo en mi país y tenía derecho a transitar por donde yo quisiese? Pues parecía que no, porque los invasores estos se habían adueñado de la calle y hasta daba la impresión de que había que pedirles permiso para pasar. La calle que pagábamos los españoles de bien con nuestros impuestos y que estos asquerosos turistas low cost mancillaban con sus miserables botellones cerveceros, en lugar de gastarse la pasta en los bares. Es ese momento me cabreé y me paré delante del primer guiri para decirle cuatro cosas.

—¿Por qué no os quedáis en vuestro puto país, en lugar de venir a joder al nuestro? —le solté a un chavalete alto y rubiales que parecía el más exaltado del grupo.

—No, no, no —me dijo él sin entender lo que le estaba preguntando, simplemente para deshacerse de mí, mientras hacía el gesto de que me pirase con una mano.

—¡Ten un poco de educación, que te estoy hablando, hijo de la gran puta! —le grité en la cara. Yo iba solo y ellos eran bastantes, pero con el medio gramo de cocaína que llevaba circulando por mi sangre, me entró un ataque de furia homicida y me lancé contra ellos como si fuese un pitbull. Hostias, puñetazos, patadas e incluso mordiscos propiné a todo el que se me puso por delante, hombre o mujer, mientras gritaba soflamas a favor de Al Caeda y Saddam Hussein. A una pava le pegué un hostión en la oreja; a otro, un puñetazo en todos los morros, y cuando ya saqué la navaja que llevaba en el bolsillo, el grupito de guiris entró en pánico y salieron todos corriendo mientras ellos gritaban «Police, Police!», y yo «¡Viva el terrorismo!», y cosas así.

¡Lavapiés! Fue lo único que se me ocurrió cuando se me pasó un poco el estado de paranoia farlopera y entré en razón. Dicho y hecho, me metí por la primera callejuela que salía de la Ronda de Atocha y en cuanto doblé la esquina me quité la camisa oscura que tenía puesta y la tiré debajo de un coche. Era una camisa buena pero estaba ya vieja y, además, me la había roto en la pelea contra los guiris. Como siempre, llevaba una camiseta de algodón blanca debajo, así que si en esos momentos había una patrulla buscando a un tipo vestido con una camisa oscura, al menos tendría una oportunidad de despistarlos. El siguiente paso lógico hubiese sido llegar a mi casa lo más rápido posible y refugiarme allí, pero me daba pánico meterme en un piso a comer techo y que las paredes se me cayesen encima. Como no iba a conseguir dormir, lo que hice fue dar un gran rodeo a través de Lavapiés y Embajadores mientras me rechinaban los dientes y me repetía a mí mismo una y otra vez: «Putos extranjeros, al próximo que vea lo mato». Por suerte, para posibles transeúntes no me encontré con ninguno hasta pasado un buen rato. La primera persona que vi fue algo bastante raro, una mujer mayor china tirada en el suelo llorando. Incluso para un loco homicida como yo ver a esa pobre señora en tan lamentable estado hizo aflorar mi lado más humano y el buen samaritano sustituyó al energúmeno por unos instantes.

Cuando ya había ayudado a la mujer a levantarse y la estaba consolando, llegó un coche de la Policía nacional y de él salieron dos maderos con cara de muy mala hostia. No sabía si estaban buscando al loco que había fostiado a unos guirufos media hora antes, así que decidí hablar rápido antes de que empezasen a sospechar de mí. Por suerte, el encocao en esto tiene ventaja sobre el alcoholizado, así que puse mi mejor cara de inocente y le dije esto a los polis:

—Menos mal que han llegado, agentes. Oí unos gritos horribles y llamé a la Policía. Parece que han agredido a esta pobre mujer china, seguramente otros chinos, ya sabe, por ajustes de cuentas entre mafiosos y eso. Yo es que vivo por aquí, ¿sabe usted?, y he oído los gritos...

—¿Ha visto usted a los agresores?

—No, yo no. Yo llevo toda la noche en casa, ¿le he dicho que vivo por aquí? Al oír los gritos les he llamado, me he puesto unos pantalones y he bajado a ver qué pasaba. Mire, si todavía llevo hasta el pijama —les dije señalando mi camiseta de algodón blanca. Por suerte, el lenguaje corporal de la señora china, el cual no mostraba miedo hacia mí, sino más bien gratitud por haberla ayudado, terminó de convencer a los agentes de que yo no era más que un buen samaritano, un respetable vecino que había bajado a ayudar.

—Estamos buscando a un individuo joven, parece ser que árabe, vestido con una camisa oscura. Ha intentado robar a unos turistas. ¿No le habrá visto usted?

—No, yo no... Ah, bueno, sí. Un tío chalao que iba gritando. Se bajó corriendo hacia Santa María de la Cabeza. Estos árabes..., están locos los tíos.

—Vamos para allá. Señora, ¿está usted bien? —la china asintió con la cabeza.

—No se preocupe, yo me quedo con ella.

—Buenas noches y tenga cuidado.

Me despedí de los maderos y cuando se fueron, me volví hacia la china. —Bueno, coleguita Fumanchú, parece que esta vez nos hemos librado de...,—entonces la mujer me miró llorando y me dio las gracias mientras me hacía una especie de reverencia, como si yo hubiese hecho algo noble por ella. Tan mal me sentí, tan sucio y tan culpable, que hasta me dieron ganas de abrazarla y llorar a mí también. El bajón farlopero ya estaba en camino, así que me fui a mi casa sin tan siquiera despedirme de la mujer.

De esta noche movidita saqué, aparte de una buena historia para contar a los nietos que no iba a tener, algo provechoso para mis planes de venganza. Un buen boost de cocaína, mezclado con las cantidades apropiadas de cafeína, nicotina y alcohol podía convertir al más pacífico ciudadano en una bestia rabiosa y sedienta de sangre o, mejor, llevarlo al célebre estado de mente-reptil, en el que uno se desprende de cualquier tipo de empatía con otras personas. Saber esto me venía muy bien para mis planes de venganza y me daba confianza en que si bien yo solo no sería capaz, con la ayuda de Perico podría eliminar cualquier atisbo de compasión, raciocinio o sentido común de mi ya de por sí alterado cerebro.

Con todo el tiempo que tuve durante esos meses para planear barbaridades, se me ocurrieron varios planes descabellados para vengarme de Farah Shah. A saber, quemarle la casa, quemarle sus cosas, lanzarle un cóctel molotov a su casa, o a sus cosas, dispararle con una escopeta de balines... De estos, fui descartando los más estrafalarios y considerando los más realistas. En los nueve años en los que estuve con Farah, no solo me obsesioné con ella a muerte y me dejé la vida tratando de hacer llegar esta relación a buen puerto. Además, me fui infectando poco a poco de la ideología fundamentalista de su familia, una filosofía de extremos, de verdades absolutas, de «conmigo o contra mí» y de terribles castigos a los infieles, a los blasfemos, a los traidores y a los adúlteros. En toda esa tesitura, me di cuenta de que yo no podía vivir la vida sabiendo que la mujer que me juró amor y fidelidad eternas ante Dios y sus ancestros, pasaba su tiempo abriéndose de piernas para otros hombres mientras que a mí me despreciaba. Vale que no había sido el mejor esposo del mundo, pero ella me debía una segunda oportunidad, y yo la habría perdonado si ella hubiese entrado en razón y aceptado que su obligación era estar con su marido. Que se acostó con un tío, bueno, yo también fui un pecador. Eso se podía perdonar haciendo un esfuerzo. Un esfuerzo grande. Pero que mi legítima esposa bajo las leyes del Creador me hubiese puesto una orden de alejamiento mientras intentaba abiertamente embarazarse de otros hombres, después de años machacándome con las costumbres puritanas de su familia. Vamos, esa injusticia, esa aberración, esa falta de respeto no tenía perdón de Dios. Esa tía se merecía el infierno y más, hasta su propia religión lo decía. En el país de sus padres lapidaban a la gente por mucho menos. Hay cosas que no se perdonan.

Ya tenía claro lo que había que hacer, lo que era de justicia, pero ni puta idea de cómo conseguir hacerlo. Mi objetivo era acabar con Farah Shah. Sí, así como suena de tópico, la maté porque era mía, y así de terrible. No me molestaré en justificarlo porque no se puede. Junto con los pederastas, los asesinos de mujeres son los elementos más odiados por la sociedad, así que cualquier cosa que diga no servirá de nada. No espero que nadie lo comprenda. Esto es de esas cosas que ocurren, pero que no se pueden entender, que no se pueden explicar. Hay que vivirlo. Una vez tuve claro que había que lavar mi honor con una buena venganza, me dispuse a planear cómo llevarlo a cabo. Lo primero fue aceptar el hecho de que lo más probable era que ni siquiera tuviese la oportunidad de hacer lo que quería hacer. Si la oportunidad surgía, lo más seguro era que fallase y tanto si fallaba como si no, lo más probable era que me pillasen y me metiesen en la cárcel el resto de mis días. Aun así, decidí no darme por vencido e intenté planear un crimen perfecto. Otra cosa no tendría, pero sí tiempo, algo de dinerillo, una buena conexión a Internet y mucho conocimiento sobre el objetivo. Gracias a todos los correos que Farah había ido escribiéndose con sus amiguitos turcos, sabía varias cosas a ciencia cierta sobre ella, su dirección, donde trabajaba, y de investigar esto, sus horarios de trabajo y días libres. Farah se había mudado recientemente a una ciudad llamada Leicester, en la cual yo solo había estado una vez. Allí vivía en una calle que se llamaba Victoria Street, donde compartía el número siete con unos jóvenes inmigrantes del Este. Esta casa no le quedaba lejos de su trabajo como dependienta en una tienda llamaba Monsoon, en la que curraba de lunes a sábado, según los horarios de apertura, desde las nueve hasta las diecisiete horas, teniendo los domingos como uno de sus dos días libres, turnando el otro entre jueves y sábado según la semana.

Como ya he dicho, yo solo había estado una vez en Leicester, pero gracias a los mapas de Google, a las páginas web del centro comercial y del ayuntamiento, y a todas estas maravillas tecnológicas que nos traía el nuevo siglo, pronto tuve un conocimiento exhaustivo sobre esta ciudad. Revisando estos mapas llegué a calcular cuál era la ruta más probable de camino al curro de mi ex. Con toda esta información, el objetivo era encontrar un sitio apartado en el que yo pudiera lanzar mi ataque sobre Farah de manera discreta, como un paso subterráneo, un parque o un sendero. Respecto al ataque, una vez encontrase el mejor lugar y momento, este podía consistir en lo siguiente. Con una buena barba y una gorra de visera, para que no me reconociese a primera vista, y hasta arriba de cocaína, para no dudar en el momento crítico, la idea era acercarse, preguntar algo, o bien sin mediar palabra disparar una descarga de gas lacrimógeno de autodefensa, el clásico gas pimienta, en la cara de la ramera de Babilonia. Con la descarga, ella bajaría la cabeza y en ese momento, ostión en el cráneo con objeto pesado para dejarla seca. Entonces se podría rematar con un tajo en el cuello y dejarla ahí, desangrándose. Después de darle muchas vueltas a esto, resolví que el tema del arma blanca habría que desecharlo. Pensándolo bien, si llegaba a producirse el ataque, lo más probable era que me pillasen. Por esto, todo debería parecer fruto de un calentón, de un arrebato de celos después de una discusión, más que algo premeditado. El gas, podría decir, que lo sacó ella cuando yo la abordé para hablar, y al verme atacado me volví loco y la golpeé con un objeto pesado. Lo de rematarla, igual estrangularla con las manos, que es lo que podría parecer más espontáneo. La finalidad de todo esto es que en el probable caso de ser capturado, poder alegar homicidio bajo una enajenación transitoria y no asesinato.

Bueno, pues esa era la idea. Técnicamente viable, difícil, arriesgado pero viable. Moralmente repugnante, ya lo sé, pero no espero que se me comprenda. Cuando has querido a una persona hasta el borde de la locura, y ella te lo paga traicionándote de la manera más vil posible, sientes tanto odio que solo ves una salida, condenarte a los ojos de la sociedad cometiendo el crimen más infame. A partir de esos días empecé a planificarlo todo y a intentar sortear todos los obstáculos que tenía mi plan, que no eran pocos. La gorra y la barba las conseguí fácilmente, y el gas lacrimógeno de autodefensa también, en una armería del barrio de Salamanca. De todas las marcas que había, elegí la más internacional, una importada, para poder alegar si me pillaban que era de Farah y que ella inició el fatal altercado gaseándome con él al sentirse amenazada. El objeto pesado fue más difícil, porque había que encontrar algo de uso cotidiano, que alguien pudiese llevar normalmente en la mano, pero que también pudiese ser utilizado como arma homicida. Después de darle muchas vueltas, las únicas cosas que se me ocurrieron fueron o bien una botella de cristal o bien una linterna grande. Claro, más fácil sería atizarle con un bate de béisbol, pero haber ido a hablar con mi ex portando uno parecía difícil de justificar. Al final me decanté por la botella, y me dediqué a buscar una lo suficientemente robusta por los supermercados de España. Si al final lograba ejecutar la acción y me pillaba la poli, siempre podría intentar alegar que había matado a mi ex de un botellazo, todo puesto de alcohol y cocaína, cuando ella intentó gasearme.

Aunque sabía que me iban a pillar si llegaba a hacerlo, me tomé como un reto personal intentar evitar que lo hicieran. Esto no era nada fácil, porque a ver cómo conseguía ir hasta Inglaterra sin dejar rastro y luego volver. Para empezar, ya tenía una orden de alejamiento, por lo que me iban a interceptar en cuanto llegase, pero es que, además, si no lo hacían y yo conseguía llegar hasta Farah, cumplir mi plan y escapar, la Policía, los investigadores o quien fuese no tardarían en descubrir que el exnovio de la chica asesinada, agredida o simplemente asustada había volado a Inglaterra los días en los que había ocurrido el ataque. En resumidas cuentas, tendría que ir a Inglaterra de incógnito, pero cómo. Durante unos días miré si era posible ir a UK en coche y pasar por el túnel, o en barco, pero al no ser este un país Schengen, siempre te iban a pedir la documentación para entrar en él.

Ya estaba por dejar mi plan por imposible, cuando después de mucho investigar se me ocurrió una ingeniosa manera de burlar los controles. Todo lo que necesitaba era encontrar a alguien que me pudiese proporcionar un DNI falso, o uno auténtico robado y que coincidiese un poco en la foto con mis facciones, para comprar con él un vuelo a UK. De nuevo me puse a investigar como loco, por Internet y a través de algún conocido de entre los hooligans con los que a veces iba a montar jaleo al Bernabeu. Uno de estos tíos me dio el contacto de otro menda que conocía a unos tipos que se dedicaban al tema de la falsificación de documentos. Fui tirando del hilo poco a poco hasta que pude llegar a hablar con alguien en serio sobre este tema. Quinientos euros acordamos en que le daría si me conseguía un DNI español falso o robado de garantía. Con todas las carteras que se hurtan en Madrid al cabo del año, no tardé en tener uno en mi poder a nombre de un tal David G. R.

—Oye, jefe, ¿no será peligroso usarlo? Lo digo porque que el David este habrá denunciado su robo —le pregunté al mafioso, el cual seguro que tendría más experiencia en estos temas que yo.

—Hombre, depende de para qué. Si es eso que me cuentas del avión y tu novia, no creo. Ya, si te metes en fraudes gordos y cosas así... No te preocupes, si los maderos no saben ni dónde tienen la cabeza, se van a preocupar por un notas que pierde el carnet. No veas qué descontrol hay...

—Espero que sea así...

—Que sí, joder. Tienes los talegos, ¿no? Ah, y si te he visto... ¿Estamos?

Me alegré de perder de vista al tipo ese, que no te creas tú que me daba nada de buena espina. «Vaya escoria con la que tiene uno que juntarse para llevar a cabo sus maquiavélicos planes», pensé, aunque luego me di cuenta de que seguramente a los ojos de cualquiera, yo sería la escoria más grande del universo. Bueno, «nadie puede comprenderme, yo contra el puto mundo y tal», me disculpé y seguí a lo mío. Por fin tenía un DNI con una foto a la cual yo me parecía bastante. Ahora alguno pensará, «Anda, flipao, ande vas con carnetitos falsos, que te van a pillar a la primera de cambio, so infeliz». Pues igual, no. Después de muchos años haciendo el mismo viaje a UK, me conocía bien el trámite y había descubierto un punto débil. Mi idea era comprar por Internet en un locutorio un vuelo a nombre de David G. R. Una vez comprado el vuelo, sacaría la tarjeta de embarque por Internet o en el mostrador. El control del DNI y la tarjeta de embarque a la vez lo hacía siempre el personal de la aerolínea, no la Policía, limitándose estos a ver solo el documento, pasaporte o lo que fuese en el control de seguridad. Siendo español y saliendo de España, la Policía nunca se fijaba demasiado ni apuntaba nada, por lo que a ellos sí les enseñaría mi pasaporte verdadero. El DNI falso solo engañaría a los currelas de tierra de Easyflight, los cuales no eran ni mucho menos personal cualificado, sino simples pringaos que cobraban el salario mínimo. Esto en España, en Inglaterra sabía que el DNI español era válido y que con él tampoco te ponían excesivas pegas, porque era de la UE y porque tampoco lo conocían muy bien como para ponerse a hacer excesivas averiguaciones.

Un pequeño fallo a mi plan era que para pagar el vuelo y el alojamiento en UK necesitaría una tarjeta de débito como mínimo. Pensé en arriesgarme y llevar solo efectivo, pero era muy probable que me pusiesen pegas. Otra idea era abrir una cuenta en el banco con el DNI falso, pero esto me daba un poco de miedo por si comprobaban cosas. La solución vino un día por la calle cuando una chica latinoamericana me preguntó si era español, para ofrecerme una nueva tarjeta de crédito que habían sacado para inmigrantes indocumentados. «Soy español, pero me interesa». Con esta tarjeta no era necesario abrir cuenta bancaria, puesto que se recargaba en locutorios, bancos y sitios así. Genial, ya tenía un DNI y una tarjeta de débito a nombre de David G. R. Ahora podía sacar los vuelos y el hotel en Leicester con esta identidad y colarme en UK, a poco que actuase con calma y naturalidad en el aeropuerto. Factible, sí. Difícil, no mucho. Arriesgado, un montón, porque eso que iba a hacer era falsedad en documento público, delito penado incluso con cárcel. Si me pillaban se me iba a caer el poco pelo que me quedaba, pero, ¡hey!, si estás loco, con pensamientos suicidas, obsesionado con asesinar a tu ex, consumes cocaína a diario y te dan ataques de paranoia y exabruptos violentos cada dos por tres, tampoco te vas a asustar por otro delito más. Bueno, mejor no pensarlo demasiado. Mejor no pensar en absoluto.

Jehová, Dios de las venganzas,

Dios de las venganzas, muéstrate.

Levántate, oh Juez de la tierra;

Da a los soberbios su merecido.

(Salm. 94:1-2)

Recitando mi salmo favorito, un poema compuesto hace casi tres mil años en la tierra de Canaán y sacado de contexto por mi propia locura, fui preparando mi terrible viaje a Leicester. Puestos a leer la Biblia, ya me podía haber dado por repasar el Nuevo Testamento, los libros en los que Jesucristo nos exhorta a perdonar y a tratar a otras personas como nos gustaría que nos tratasen a nosotros; y recapacitar un poco. Por desgracia, no fue así. Ciego de rabia, estaba a punto de embarcarme en una excursión macabra en la que, si todo iba bien y los astros nos eran propicios, iba a entrar en el infame club de los agresores machistas. Un club odiado, no sin razón, por todas las personas de bien de nuestra sociedad. Antes, durante el antiguo régimen, y también en sociedades menos avanzadas, el asesinato conyugal era visto con cierta condescendencia por las fuerzas vivas de la comunidad. Si un tío mataba a su mujer, bueno, sería por algo, y si había sospechas de infidelidad por medio, entonces el acto estaba más que justificado. Hoy en día las cosas son bien distintas, pero, claro, los seres humanos seguimos siendo bien iguales, y a algunos hombres nos cuesta tanto que nos quiten lo que más queremos, lo que es legítimamente nuestro, que preferimos destruirlo antes de que acabe en manos de otro. No espero que nadie lo comprenda. No se puede razonar, no se puede entender. Hay que vivirlo. Hay cosas que no se perdonan.

Organicé mi viaje a Leicester de manera que coincidiese con un seminario que tenía que hacer en la universidad. Una mierda de la que me había matriculado en el último momento para contentar a mis padres y darles la falsa impresión de que todavía tenía intenciones de acabar la carrera mientras buscaba trabajo. En realidad, no tenía intenciones ni de lo uno ni de lo otro. Solo venganza. Solo matar, primero a Farah Shah y luego probablemente a mí mismo. Si conseguía reunir los arrestos para hacerlo, claro. Bueno, el caso es que contacté con un chaval, un pieza de cuidado, y lo convencí para que fuese a hacer un seminario en la universidad por mí, con mi carnet y pagándole algo de pasta. Para no despertar sospechas, le conté al sujeto que tenía un viaje a la nieve esos días, pero que mi asistencia al seminario era imprescindible para que me diesen una beca de no sé qué. En realidad, la finalidad era que si llegaba a delinquir en Inglaterra y tenía la tremenda suerte de lograr escapar, contar con una especie de coartada para cuando los maderos ingleses preguntase por el exnovio de la asesinada. «No, si yo estaba en España, aquí está la prueba», podría decir. Es posible que no sirviese de nada, pero sin duda molestaría y les obligaría a demostrar que no era verdad, dándoles más trabajo y añadiendo más confusión al asunto.

Después de mucho planear, y también de muchas dudas y remordimientos por adelantado, llegó el día en el que compré los billetes de avión y reservé el alojamiento en Leicester a nombre de David G. R. Casi no me creía lo que estaba a punto de hacer, pero una fuerza misteriosa dentro de mí, un demonio resentido y rabioso, me obligaba a seguir adelante. Ya tenía el gas, ya tenía mi gorra de visera y ya me había crecido la barba. En el súper había fichado una botella, de whisky, lo suficientemente robusta como para matar a una vaca de un botellazo, la compraría en el duty free, y había visto mogollón de videos de Jiu Jitsu en Internet donde te enseñaban la mejor técnica para estrangular a una persona en diez segundos. Ya lo tenía todo para llevar a cabo mi plan, incluido un gramo de la mejor farlopa, alita de mosca y alguna que otra anfeta para hacer buena la mezcla. Un viernes de noviembre de 2007, Farah saldría de su trabajo a las cinco. Unos minutillos más tarde pasaría por un parquecillo, o un sendero, o una calle poco transitada, y entonces un loco desesperado la atacaría. Primero, un gasazo en la jeta; luego, botellazo en el cráneo, y para acabar, unos quince segundos de estrangulamiento. El juicio de Dios. Si Jezabel sobrevivía a esto, sería que estaba equivocado y ella no merecía morir de una manera tan terrible. Lo que sí estaba claro era que yo, a no ser que reuniese el valor suficiente para acabar con todo antes de que me cazasen, me iba a pasar una buena temporada sin ver el sol. Probablemente, el resto de mis días.


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