AÑO CERO

PARTE II 2002—2004

PECADOS KAPITALES

AÑO CERO

(Finales de 2001)

Me enteré de que mi novia era árabe, o al menos eso decía, poco tiempo antes del once de septiembre de 2001. Hasta entonces ella había mantenido la mentira que me contó el día que nos conocimos de que era judía, y yo me lo había creído. Los prejuicios suelen llevarnos a error algunas veces y Farah al conocerme me juzgó, según me reconocería más tarde, como un macarrilla de tres al cuarto con el cerebro en la entrepierna y sin cultura alguna. Por eso me dijo que ella y su familia venían de Israel, segura de que yo me lo tragaría. Por desgracia para ella, a pesar de estar acertada en lo de macarrilla salidorro, los temas geográfico-culturales siempre me habían gustado y su historia me empezó a sonar cuento chino casi desde el principio. Yo, por mi parte, como también tenía el prejuicio, heredado de mi educación católica, de que mentir está mal y que la gente que miente lo hace siempre obligada por una buena razón, no me cabía en la cabeza que hubiese alguien capaz de inventarse alegremente falacias sobre su propia vida. Así, me creí lo de que Farah era judía, simplemente porque no veía razón por la que ella tuviese que mentirme. Además, en casi todo el mundo, y sobre todo antes del 11S, los judíos estaban peor vistos que los árabes debido a las violaciones de los derechos humanos de las que se acusaba al estado de Israel. Por esta razón, también me parecía extraño que una persona dijese ser judía sin serlo y todavía más descabellado que un árabe se hiciese pasar por judío. Yo, hasta entonces, de los árabes que había conocido en mi vida, generalmente chicos marroquíes en el cole, me di cuenta de que una característica que compartían todos era su absoluta lealtad a su cultura y su feroz defensa de esta ante cualquier circunstancia. Por eso acepté que Farah era judía, si ella lo decía. La idea de un árabe haciéndose pasar por judío me parecía, inconscientemente, tan absurda, que nunca la tuve en consideración.

Cómo pudo mentir Farah sobre algo tan personal como es la procedencia étnica. Pues, no lo sé. Por una parte eso me daba que pensar que Farah o no era una tía muy lista o bien no andaba muy bien de la azotea, pero, claro, era tan guapa y estaba tan buena, además de ser mi novia, que se le perdonaba casi cualquier cosa. Por otra parte, esas «inexactitudes» que Farah me había ido colando a lo largo de los años, como que tenía varios hermanos varones, que su padre era abogado, que iba a la Universidad de Manchester Salford o que era judía, me parecía que eran más delirios fantasiosos suyos que mentiras encaminadas deliberadamente a engañarme a mí. Además, a poco de conocerme, se tenía que haber dado cuenta de que yo no era clasista en el sentido de que me importase si era universitaria o a qué se dedicaba su padre, y mucho menos tenía prejuicios contra ninguna cultura o religión. Ya, desde el principio de nuestra relación, cuando creía que ella era judía, mi postura oficial había sido que yo respetaba a todas las creencias religiosas y el derecho de las personas a practicarlas en libertad. Además, en este libro trataré de hablar más de culturas que de religiones, para no meterme en asuntos delicados ni berenjenales teológicos. Para resumir todo este rollo de las diferencias culturales entre Farah y yo, y poder seguir con la historia, las cosas quedaban así: yo, español y católico no practicante aunque respetuoso con todas las religiones. Farah, británica que decía ser árabe, aunque yo sospechaba que podía ser persa o india, y de religión desconocida para mí, aunque me imaginaba por dónde iban a ir los tiros.

Pues con este pequeño lío interétnico llegamos al que habría de ser considerado el verdadero comienzo del siglo XXI y el año cero de una nueva era, el martes 11 de septiembre de 2001. Recuerdo que ese día estábamos Farah y yo en la cocina de casa de mis padres cocinando unas hamburguesas, cuando entró mi hermano pequeño.

­—Tío, qué fuerte; se ha estrellado un avión contra las Torres Gemelas —nos comunicó.

—Las Torres Gemelas, no jodas. ¿Las de Plaza de Castilla?

—­dije yo, pensando que a las torres a las que se refería eran las Torres Kio, dos edificios que hay en Madrid al final de la Castellana.

—No, melón, las Torres Gemelas en Nueva York, que no te enteras. —Yo, hasta ese momento, no sabía que había unas torres gemelas en Manhattan.

—Hostia, ¿y hay muertos?

—Pues seguro que mogollón.

Dejamos las hamburguesas a medio preparar y nos fuimos Farah yo al salón con mi hermano a ver lo que había pasado en las noticias. En ese momento mis padres no estaban y mi otra hermana tampoco, así que nos sentamos los tres a ver el especial informativo y la tragedia que este relataba en directo. Al principio, todo el mundo hablaba de accidente, pero cuando llegó el segundo avión y se estrelló en la otra torre, de accidente se pasó a hablar de atentado y a culpar de él ya inmediatamente a un tal Bin Laden. Poco a poco y de manera confusa las noticias fueron llegando. Otros dos aviones se estrellan no sé dónde, uno de ellos contra el Pentágono. Cobra fuerza la hipótesis de atentado terrorista. Se cree que se trata de unos árabes vinculados a una organización terrorista llamada Al Caeda. El Bin Laden ese ya ha hecho otros atentados contra Estados Unidos y ahora vive en Afganistán con los Talibanes... Así, como digo, las noticias nos fueron llegando, mientras veíamos en directo cómo las torres se desmoronaban y dentro de ellas morían miles de seres humanos. Entonces comprendí lo que había pasado. Unos tíos habían secuestrado los aviones para utilizarlos como misiles contra edificios, en ataques suicidas. Una idea que no se le había ocurrido a ningún terrorista antes y que era, por tanto, revolucionaria, además de absolutamente repugnante en el plano moral. —Hay que ser muy hijo de puta para secuestrar un avión lleno de gente inocente y estrellarlo contra un edificio lleno de más gente inocente— me sorprendí diciendo en voz alta mientras me retorcía de rabia. Una cosa era ser crítico con la política exterior del Gobierno estadounidense, como todo buen librepensador, y otra muy distinta disculpar en modo alguno semejante brutalidad y desprecio por la vida humana.

Tan asqueado estaba con la barbaridad que estábamos presenciando que no reparé en la cara de mi novia, y como esta había ido cambiando desde el asombro hasta la vergüenza y la indignación contenida cuando las palabras «árabe», «fundamentalista» y «terrorista» empezaron a ser pronunciadas por los presentadores del telediario. En esos momentos en los que yo solo podía sentirme horrorizado, los sentimientos de mi chica eran sin duda mucho más complejos y a la vez hasta contradictorios. Por una parte, imagino, ella estaría también afectada por el brutal sinsentido que estábamos presenciando, pero a esto se unía, sin duda, sentimientos de vergüenza, aprensión ante lo que se le venía encima, miedo a ser asociada a los cabestros que habían cometido el atentado y también en parte quien sabe si un extraño y ancestral sentimiento de lealtad hacia sus congéneres, estuviesen equivocados o no. Esto se tradujo al poco tiempo en una intensa rabieta que pasó por varias fases. Primero la negación. «Los que han hecho esto no pueden ser de los míos». Luego la fase de ira: «Siempre nos acusan de todo a nosotros». Más tarde la de justificación, recordándome lo mucho que sufría el pueblo palestino y lo poco que le importaba a nadie. A esta siguió una fase de confrontación directa conmigo en la que me amenazó con terminar con nuestra relación si seguía atacándola y, por último, la fase de lamentos y autocompasión, «Ahora me van a discriminar en todos lados por mi nombre», en la que se fue corriendo a llamar por teléfono a su familia.

Yo, por mi parte, en ningún momento la ataqué a ella, a ningún colectivo o a nadie que practicase sus creencias en paz. Yo solamente estaba horrorizado ante la magnitud y el sinsentido de un crimen tan atroz. Fue ella la que introdujo la retórica de «ellos contra nosotros» y se puso a la defensiva. A mí me parecía tan lógico que cuando una persona comete un acto criminal, el responsable es ese individuo y no su comunidad, familia, etnia o congregación religiosa, que no entendía muy bien los sentimientos de Farah. Después de que ella hablase con su familia por teléfono intenté hacerle comprender esto, que yo solo tenía problema con los individuos que cometían actos brutales, fuesen de la nacionalidad o religión que fuesen. No tuve mucho éxito y como ella parecía no querer desprenderse de su mentalidad sectaria, no le di más vueltas y juzgué que lo más práctico sería ignorar el tema en la medida de lo posible. No fue nada fácil, porque el atentado fue el peor de la historia según los medios de comunicación, los cuales hablaban de él a todas horas.

Al final optamos Farah y yo por no ver la tele ni leer la prensa, para estar más tranquilos. A pesar de estar un poco molesto con su reacción, más que nada estaba preocupado por ella y por las repercusiones que los nuevos tiempos podrían tener en nuestra relación. Fuese de la religión que fuese, yo todavía seguía muy enamorado de Farah y también obsesionado con poseerla en todo sentido y situación. Farah, con todos sus defectos y virtudes, era mía, era mi vida y yo no estaba dispuesto a dejar que nada ni nadie «me la hiciese daño», y, sobre todo, que nada ni nadie la separase de mí. Con esta precaución de no ver la tele ni leer la prensa, y gracias a que mis padres tuvieron bastante tacto esos días, pudimos pasar la última semana de Farah en España con relativa tranquilidad. Como de costumbre, al final llegó el día en el que me tocó acompañarla al aeropuerto y despedirme de ella en el control de acceso a la terminal. Según Farah, ese año la iban a machacar bastante en dicho control, con registros, interrogatorios y fustigaciones varias, debido a su nombre y apellido morunos. Nada más lejos de la realidad, en Barajas la dejaron pasar tranquilamente en cuanto enseñó su pasaporte británico y no hubo mayor problema durante todo el vuelo.

De nuevo, solo en España, aunque con la promesa de mi chica de que vendría a visitarme en Semana Santa si yo la ayudaba a pagarse el vuelo, me dispuse a afrontar el crudo invierno lo mejor posible y sacarle provecho al curso. Lo primero que hice fue darme una sobredosis de informativos bestial, para enterarme de cómo iba todo el rollo ese de la guerra y la búsqueda de los Talibanes, y después a seguir con mi vida de universitario onanista. Ese año había decidido limpiar todas las asignaturas de primero y segundo, además de avanzar en los posible con el tercer curso de la carrera. Como también tenía que matricularme de unas asignaturas optativas en la universidad, aproveché la situación y me apunté a un cuatrimestre de Lengua Árabe y a otra asignatura de Historia del Medio Oriente. Esto lo hice porque como ya sabía la "supuesta" procedencia étnica de Farah, consideré que un mejor conocimiento de su cultura me sería beneficioso de cara a un futuro encuentro con sus padres, para caerles bien, o al menos para no meter la pata. Yo ya me imaginaba que el tema me iba a dar problemas en el futuro, y más por los tiempos convulsos que nos había tocado vivir, pero, bueno, por el momento no habíamos llegado a ese punto, así que para qué preocuparse.

Durante ese invierno me esforcé por aprender todo lo posible sobre la cultura y costumbres en las que había nacido mi novia y también por avanzar con una carrera, Empresariales, que se me estaba haciendo eterna. Ese era mi tercer año en esa facultad, el cuarto estudiando la licenciatura, y todavía no tenía ni el primer curso limpio. No es que no me aplicase, porque yo siempre iba a clase durante la semana y trataba de estudiar para los exámenes, pero el nivel de exigencia, la cantidad desesperante de asignaturas por año, creo que había unas dieciséis o así, y sobre todo la poca colaboración y muchas veces ineptitud de los profesores, hacía que avanzases a paso de tortuga. Yo, muchas veces, me desesperaba ante este hecho, pero tampoco hallaba consuelo en familiares y amigos, que me decían cosas como: «Tú tranquilo, poco a poco. Para qué tienes prisa, si la universidad son los mejores años». En el entorno en el que yo me movía, una clase media madrileña y universitaria, se veía normal que un joven o una joven se dedicasen exclusivamente a estudiar entre los dieciocho y los veinticinco. Yo tenía veintidós, lo que significaba que no iba mal. Por aquel entonces, la única presión que recibía de mis padres, también madrileños, profesionales y de formación universitaria, era que acabase la carrera. Si, además de esto, podía aprender idiomas, formarme en alguna otra cosa y también divertirme todo lo posible, ellos se daban por satisfechos y no me pedían dinero, que buscase trabajo ni nada parecido.

Qué problema había con esta situación, que a mucha gente le podría parecer idílica. Qué más querría un joven, que poder estudiar y divertirse sin problema de dinero. Pues, muy sencillo, que mi novia Farah no entendía nada de todo esto. En el ambiente en el que Farah se movía, Reino Unido, clase trabajadora, nadie iba a la universidad. La universidad en Inglaterra era cara y elitista y, por lo tanto, solo para ricos. Los chavales de clase trabajadora en su mayoría, ya con dieciocho años, solían estar trabajando e independizados, y muchos de ellos tenían incluso hijos. Farah, con veintidós años igual que yo, todavía seguía en casa de sus padres, cada vez más nerviosa y cada vez más impaciente por comenzar una nueva vida con su novio. Ante esto solo se interponía un escollo, que era la maldita universidad que nunca se acababa. Yo era consciente del malestar de mi chica a este respecto y sabía que era muy probable que ella un día se cansase y, como ya habíamos hablado, se viniese a vivir a España conmigo. El día que llegase ese día, valga la rebuznancia, no me quedaría más remedio que ponerme a currar y pagar un alquiler, pero mi esperanza era que mientras Farah se decidía a venir, me diese tiempo a tener la carrera tan avanzada, que ya currando solo me quedasen unas pocas asignaturas finales para compaginar con el trabajo.

Ese año, 2002, pude estudiar sin muchas distracciones, porque de la noche a la mañana me quedé sin amigos. Sí, así como suena. Mis amigos, por lo menos unos cuantos, que eran por casualidad o causalidad, aquellos que ejercían un poco de elemento cohesivo del grupo de colegas, es decir, los que proponían planes, llamaban y organizaban cosas, se fueron. Dónde se fueron, pues se fueron de Erasmus y becas parecidas. Uno, a Brasil; otro, a Estados Unidos, y varios más, por Europa. Yo no pude irme de manera similar porque tenía prisa por acabar, al contrario que ellos, que no tenían una novia metiéndole prisa y podían dejar los estudios un año en «stand by» y largarse de beca a conocer mundo y pasarlo bien, porque siendo realistas, en este tipo de cursos en el extranjero se hacía de todo menos sacar asignaturas adelante.

Cómo me adapté yo a esta situación. Bueno, hice lo que pude. Como sabía que pronto necesitaría un trabajo, me apunté durante ese año a un curso de informática durante los sábados por la mañana, que me financiaron mis viejos. En la escuela esta donde se impartía el curso te lo vendían como un máster, pero al final se quedaba en poco más que cursillo cutre de academia trapera. Con este curso ya tenía jodido el salir los viernes por la noche, y tampoco te creas que los sábados hacía mucho más. Como los amigos que se me fueron de Erasmus, no solo eran de los mejores, sino que además eran los que ejercían un poco más de vínculo entre todos, me encontré bastante solo durante todo ese año. Aun así conseguí permanecer fiel a la verdadera religión de todo joven, y no tan joven, español, que es salir todos los fines de semana de fiesta. Por suerte, siempre me las arreglaba para descubrir algún plan de algunos de mis antiguos compañeros de colegio, o bien acoplarme a algún tipo de sarao que organizase algún coleguita, amiguete o conocido. Durante esos días, el único amigo cercano del colegio que me quedaba era el Alex, al que se unió también el Gabi, después de cortar con una novia suya que le tenía abducido. Con estos dos colegas, o con cualquier otro con el que se pudiese salir un rato el finde, siempre me las arreglé para organizar algo o, más comúnmente, para acoplarme a algo. A veces, un botellón por Chamberí; a veces, alguna fiesta universitaria, y otras, de bares canallas por Alonso Martínez.

Durante estas salidas nocturnas en 2002 nos ocurrieron cosas buenas, malas y regulares, aunque la mayoría de los días no hicimos mucho más que beber como cosacos, fumar como carreteros y bailar como posesos en los baretos locales con la ilusión de acercarnos a alguna chica que anduviese por ahí. Como cosas malas que me ocurrieron, recuerdo que un fin de semana me robaron el móvil, uno de esos ladrillacos de finales de los noventa, que había dejado en el bolsillo de una cazadora Schott que tenía, y que a su vez había dejado en los clásicos revoltillos de ropa que se montan en los garitos madrileños donde no hay ropero. Otro día me robaron también la chupa Schott, que era chulísima, de la misma manera, sustrayéndola de los improvisados roperos que se formaban en los bares, y como no hay dos sin tres, otro día me robaron directamente a mí. Es curioso lo que es la suerte y las malas rachas, porque no me habían robado en la vida y, de repente, me ocurre tres veces seguidas. El último incidente fue el más peligroso, sin duda, porque pudo haber tenido graves consecuencias. La historia ocurrió una noche en la que volvía a casa después de haber estado bebiendo con el Gabi y el Alex. Fiel a mi estrategia británica de evitar las calles más concurridas para no encontrarme con borrachos pendencieros, se me ocurrió atajar desde Gran Vía hasta Ópera por una callejuela. Allí me crucé con dos chavales marroquíes. Uno pasó de largo y otro se encaró conmigo y empezó a darme puñetazos. El otro, que entonces estaba detrás de mí, me agarró por el cuello y entre los dos me redujeron. Yo, como estaba bebido y no sabía lo que querían, imaginé que sería una pelea de borrachos sin más e intenté defenderme sin mucho éxito. Cuando los chavales sacaron cada uno un navajón y me indicaron que me callase, comprendí que no eran camorristas, sino atracadores, y me calmé un poco. «Toma, es todo lo que tengo», les dije mientras les daba los últimos diez euros que me quedaban. Desde principios de año ya no teníamos pesetas, sino euros, aunque, por suerte, yo ya me había fundido todos los míos en alcohol y, además, tampoco tenía ni móvil ni chupa guapa, porque ambos me los habían robado hace poco. No voy a decir que me reí, porque me estaban amenazando con navajas dos «meninos da rua» marroquíes, de esos que últimamente estaban dando tanto por culo en el centro de Madrid, pero me alegré de que solo me pudiesen quitar diez euros. No se dieron por contentos con tan poco los muy hijos de puta y empezaron a registrarme. Me sacaron la cartera y para horror mío descubrieron en ella una tarjeta de débito de Cajamandril, que yo ni siquiera me acordaba que tenía. —Vale, que se la queden —pensé—, no creo ni que tenga nada de dinero en esa cuenta. —Entonces me dijeron que me iban a llevar a un cajero a sacar dinero, con tal chulería y prepotencia por su parte, que en un momento me entró un ataque de rabia tan grande, que hice una de las mayores estupideces que recuerdo haber hecho en mi vida.

—No voy a ir a ningún cajero.

¿Ki?

—Que no voy a ir a ningún puto cajero.

¡Ki dicis, amiku!

—Que vais a secuestrar a vuestra puta madre —grité, mientras empujaba con fuerza al que estaba más cerca de mí y empezaba a patalear y a dar manotazos presa de un pánico histérico y alcohólico. Por un momento, creí que me iban a apuñalar, pero en lugar de eso nos empezamos a liar a hostias, aunque yo fui el que más recibí. Los hijos de puta estos, calculé que deberían ser un poco más jóvenes que yo, sin embargo, eran bastante más altos y con más cuerpo, por lo que yo llevé la peor parte de la lucha. Uno de ellos me encajó una buena patada lateral en todo el costado, que casi me hizo caer, aunque la conseguí bloquear con los brazos y el hombro. «Socorro, ayuda», empecé a gritar, con tal suerte de que mis gritos, más que mis golpes, fue lo que finalmente consiguió espantarles. Los dos atracadores salieron corriendo calle abajo, y yo en dirección contraria, todavía gritando y pidiendo auxilio. Por fin vi un grupo de gente, unos diez chavales y chavalas así como treintañeros pijillos. Me acerqué a ellos pidiendo ayuda y diciéndoles que me habían robado, pero su reacción fue bastante curiosa. Primero se quedaron mirándome como tontos, sin decir nada, y luego pasaron de largo directamente con una sonrisilla incómoda en los caretos. En ese instante pasé de sentirme asustado y alterado a sentirme un poco idiota. «Por lo visto, aquí en Madrid ya te puede pasar lo que sea, que a la gente le da totalmente igual», pensé mientras trataba de decidirme en cuáles me daban más asco, si los atracadores moros o los pijos madrileños.

Los días después del ataque me volví bastante paranoico y mis prejuicios contra los marroquíes aumentaron bastante. Bien es verdad que los chavales fueron magnánimos, porque me podían haber rajado y no lo hicieron, pero por otra parte también era cierto que ya llevaba contados unos cuantos encuentros, míos, de amigos, o de conocidos con chavales marroquíes, de esos que andaban jodiendo y esnifando pegamento por Lavapiés y Malasaña, y todos habían sido robos, agresiones, insultos y pedradas, y siempre sin provocación. Si por estar harto de estas agresiones, siempre perpetradas por el mismo grupo de personas, había quien me considerase racista, pues no sé, igual los racistas eran los chavales marroquíes y los payasos que disculpaban sus desmanes solo por ser extranjeros. Mi filosofía en este sentido era clara. Al igual que con la procedencia étnica de mí también moruna novia Farah, yo no tenía problema con nadie por ser algo, español, extranjero, cristiano o de otro credo. Mi problema era con las personas cuyos actos me perjudicaban. —No me importa lo que son, sino lo que hacen, pero en fin —pensé—; siempre hay gente que lo entiende todo al revés, y como no puedo cambiar el mundo, pues a joderse toca.

Después del incidente moruno estuve saliendo unos cuantos días con una navaja en el bolsillo yo también e incluso haciendo gala de una gran estupidez, volví a pasar por el lugar del crimen, borracho y a la misma hora que este ocurrió, en un absurdo ejercicio de revanchismo y autoafirmación. Al poco tiempo fui con el Gabi a una fiesta universitaria, en la que conocimos a una chicas, unas pavas un poco locas, todo hay que decirlo, que nos llevaron a un after. En este after, donde se juntaba lo peor de cada casa, te registraban a la entrada y a mi estuvieron a punto de pillarme la navaja, que además no era precisamente pequeña. Aparte de ese pequeño incidente, esa juerga estuvo bastante bien, siendo casi de lo mejor que ocurrió en 2002 en tema de cachondeo. Ese día había una fiesta universitaria en la facultad del Gabi, es decir, un sarao por la noche en el propio edificio de la facultad, al cual yo me autoinvité, digamos, y me acoplé a los amiguetes de mi colega. Como era una fiesta organizada por los alumnos, los camaretas eran los propios estudiantes, incluido Gabi, pero no sé qué pasó que al final me pidieron el favor de que les ayudase sirviendo copas yo también detrás de la barra.

Mientras ponía cubatas al personal, pude darme cuenta de un fenómeno curioso. Un determinado tipo de Chica, que normalmente ignoraba a los tipos corrientes como yo, empezó a acercarse a mí y darme palique con más o menos disimulo y siempre la intención de que le sirviese copas gratis. Al principio me negué por orgullo, pero, claro, ellas me fueron seduciendo y como tampoco queda elegante ponerse borde con una señorita, al final me acogotaron y me sacaron todas las copas que quisieron. Ocurrió que me hice amigo de una de esas chicas, una extremeña bastante macarra, y acabamos ella, su amiga, mi amigo el Gabino y yo saliendo de la universidad y recalando en una discoteca de la zona de Argüelles. Entre tanto alcohol, música pachanguera y baile pegados, hubo un momento en el que estuve a punto, o más bien tuve la clarísima oportunidad, de liarme con la extremeña mientras bailábamos una canción lenta y ella me empezó a besar en el cuello. En ese momento me vino la imagen de Farah a la mente como un fogonazo y rechacé a la chavala, por no ponerle los cuernos a mi novia y también porque la chica, aunque guapita, me daba un poco de mala espina. En cierta manera era como si intuyese que si me liaba con ella me iba a costar mucho perderla de vista después. Este rechazo por mi parte no fue brusco ni embarazoso, y seguimos todos como si nada hubiese pasado. El problema fue que después de tantas horas de fiesta, como su amiga estaba tan acaramelada con mi amigo y la extremeña no quería ser la que no ligase esta noche, empezó a ponerse pesada. Cuando llegaron las seis de la mañana, yo ya quería marcharme a casa a dormir, pero las chicas todavía tenían ganas de fiesta y la extremeña no me dejaba irme. Después de varias vueltas, un viaje en metro y una botella de sidra comprada en una gasolinera, acabamos en el antes mencionado club after hours, donde me registraron y casi me pillan el bardeillo ese que llevaba. Aguantamos poco en el after, donde solo había tíos drogados, y nos dirigimos a continuar la fiesta en casa de la extremeña, que estaba a unas cuantas paradas de metro. Yo en un momento que hicimos un trasbordo me escapé, poniéndoles una excusa y me pillé la línea verde hasta mi barrio. Llegué a mi casa cuando ya había amanecido, caí en la cama justo antes de que mis viejos empezasen a levantarse y no quise saber más.

De qué manera terminaron la noche el Gabi, la extremeña y la otra. Pues, a ciencia cierta, no lo sé, pero mi colega, clásica persona que se muere si no lo cuenta todo, me dijo que acabaron los tres en la casa de la extremeña. Como las dos pibas estas de inocentes no tenían nada, y dada las circunstancias de que uno de los dos chavales con los que se iban a casa a acostarse se rajó en el último momento, al final la situación llegó a ser la siguiente: siete y media de la mañana. Apartamento de una habitación, en Aluche. Dos mujeres jóvenes: una, frustrada porque el chico que se traía a casa se había escapado, y la otra, también frustrada porque su amiga sujetavelas no le permitiría enrollarse tranquilamente con el otro muchacho. A todo esto, el único chico que quedaba, sopesaba expectante la situación sin descartar ningún posible desenlace, y también, como no, con cierta aprensión por lo que podría venírsele encima. Cómo solucionaron el conflicto las dos mujeres jóvenes, la extremeña y la otra, a la que el Gabi había estado toda la noche llamando Carapato. Pues, muy sencillo, en lugar de pelearse o competir por la presa, acabaron liándose las dos a la vez con el afortunado truhán, que estaba, todo sea dicho, que ni se lo creía. Esto no sucedió de repente, sino poco a poco y con mucho disimulo. Al principio, un masajito, una de las dos era fisioterapeuta, unas risas, unos besitos, más alcohol, y al final, los tres metidos en el catre entregados al magreo y el Gabi con ración doble de trabajo. —Tío, me puse las botas —me dijo con esas mismas palabras otro día que me lo contó—, aunque tan putas no eran, porque ninguna se despelotó del todo.

De esto yo entendí que si bien hubo un ménage á trois, no llegó mi compadre a realizar el acto sexual propiamente dicho con ninguna de las dos, contentándose con caricias, tocamientos y otros actos libidinosos. Esto me pareció bien, porque si se las hubiese follado a las dos me hubiese muerto de la envidia, pero en el fondo me alegré de la decisión tomada, porque la extremeña y su amiga Carapato no me parecieron trigo limpio desde el principio. No me equivoqué, y las dos pavas estuvieron una temporada llamando y acosando de mala manera a mi colega el Gabi, con exigencias y chantajes psicológicos, de esos que hacen algunas personas. Yo, por suerte, de eso me libré, por suerte y por hacer caso a mi intuición, y no fue tontería, porque con Farah a punto de venir a visitarme en Semana Santa, lo último que necesitaba era una pava pesada llamándome y enviándome mensajitos.

Pues más o menos esas fueron las incidencias más relevantes de 2002. Hubo más, como un día que conocimos a unas chicas coreanas el Alex, el Gabi y yo en un bareto de los bajos y casi nos pegamos con sus acompañantes masculinos cuando intentamos llevarnos a las nenas por ahí. También tuvieron lugar varios botellones monstruosos en Suchil, algún porrete inusualmente jamaroso y diversos encuentros con la Fea y la Enana, dos conocidas de Alonso Martínez de las que nos reíamos y a las que vacilábamos, mientras ellas hacían lo mismo con nosotros.

El año fue pasando así, lentamente. Chuzo monumental y tres días de resaca en año nuevo. Exámenes de febrero. Viene Farah en Semana Santa. Farah se vuelve. Universidad, clases, pornografía, salidas nocturnas y curso de informática los sabadetes per la matina, algunas veces de resaca y outras non. Llegan los exámenes, estudias mogollón, se acaban los exámenes. Gran borrachera y otra vez a preparar el verano. Desde que empecé la uni en 1998, todos los años vinieron a ser una cosa parecida, así que tampoco hay que dar muchos más detalles. Una vez terminado el curso y aprobadas unas cuantas asignaturas, menos de las que me hubiese gustado, volví a pillarme un vuelo a Inglaterra para pasar con Farah el verano.

Ese verano era Farah la trabajadora, porque desde hacía algún tiempo tenía un curro de dependienta en una tienda de los famosos almacenes británicos Mikes&Spender, todos los días, incluido sábado, de nueve a cinco. Como todos los años, yo me instalé en casa de los Stevenson y empecé a buscar trabajo con bastante poco entusiasmo. No encontré nada y, además, me di cuenta de una historia. Los días iban pasando y como Farah trabajaba toda la jornada de dependienta, y además la tienda no estaba en el propio Danetree, sino en otra ciudad mayor, tampoco tenía oportunidad de verla. Cuando ella salía de currar, simplemente se cogía el bus y llegaba a su casa a las seis de la tarde y de ahí ya no salía hasta las ocho del día siguiente. Antes de venir a Inglaterra no me había parado a pensar en eso, pero cuando llegué allí y vi el percal, empecé a preguntarme si había sido buena idea ir a ese país, porque ver a Farah, lo que se dice verla, no la iba a ver mucho con ese horario de trabajo que tenía. Para mí, estar en Danetree sin poder ver a mi piba no tenía sentido, porque estar con ella era la única razón para estar allí. Como Farah parecía bastante contenta con su trabajo y el dinero que estaba ganando, tampoco le podía pedir que lo abandonase para estar conmigo, y marcharme a España así a las bravas no me parecía una buena idea. Además de estar allí para ver a mi novia, mi otro objetivo era intentar convencerla para venirse de vacaciones a Madrid conmigo en agosto o septiembre, como hacíamos todos los años.

Esta situación la solucioné así. Un día, como no tenía nada que hacer, decidí acompañar a Farah a Northampton, la ciudad donde estaba la tienda, y pasar la jornada allí. Mi intención era echar un vistazo a la biblioteca local, sus instalaciones y horarios, y de paso al resto de la ciudad. Como no me disgustó lo que vi, a partir de este día comencé a organizarme la rutina de la siguiente manera. Por la mañana recogía a Farah en «The Limit» y nos íbamos a la estación de autobuses de Danetree a pillar el de las ocho a Northampton. Una vez allí, ella se iba a currar y yo me metía en la biblioteca pública. Por suerte me había traído los apuntes de tres asignaturas, de todas las que me habían quedado para septiembre, así que hasta la hora de comer me dedicaba a empollar como un loco. A mediodía iba a ver a Farah y si tenía tiempo, comíamos juntos. Por la tarde, de dos a cinco, me dedicaba a repasar, o más comúnmente a leer algo, dar un paseo, hacer algún recadillo o incluso alguna visita a Farah en la tienda. A las cinco la recogía y nos pillábamos el autobús hasta Danetree, donde llegábamos sobre las seis. Entonces ella se iba a su casa, aunque a veces también visitaba a su hermana Nasira, la que estaba recién casada, y entonces yo me autoinvitaba, para estar con Farah un poco más. Bueno, pues esta fue mi rutina en julio y parte de agosto. No es que fuese la hostia, sobre todo para el verano de un veinteañero, pero, al menos, de no ver a Farah en todo el día pasé a verla todos los días unas cuantas horas, entre el bus, la hora de comer y las visitas a la tienda. Esta rutina no me permitía trabajar, pero sí estudiar, así que tampoco perdí el verano completamente.

De hecho, el verano podría haber estado de puta madre si Farah hubiese tenido un poco más de consideración y generosidad conmigo. Veamos, yo había ido hasta Danetree a pasar el verano con ella y, además, la acompañaba al trabajo todos los días, un trabajo que estaba en otra ciudad, con el consiguiente madrugón y el gasto diario en billetes de autobús. Yo esto lo hacía encantado, porque Farah era tan guapa y yo estaba tan enamorado de ella que hacía lo que fuese para estar a su lado, pero no podía evitar sentirme un poco resentido porque Farah no parecía apreciar ni reconocer el esfuerzo que yo estaba haciendo para estar con ella. Si en lugar de irse corriendo a su casa o a dar la murga a su hermana sin casi despedirse a ella se le hubiese ocurrido pensar «este chico hace un esfuerzo, voy a estar un poco con él» y se hubiese quedado un rato conmigo, para dar un paseo, o de vez en cuando nos hubiésemos ido a mi habitación a darnos un achuchón, como hacen las parejas normales, pues igual me habría dado por satisfecho. Pero no; a pesar del esfuerzo que yo hacía, Farah estaba muchas veces de malas y otras, me ignoraba. Farah no tenía tiempo para mí porque o bien se metía directamente en su casa con sus padres o se iba a casa de su hermana a meter las narices en el matrimonio de esta.

Yo, a casa de sus padres, lógicamente, no podía ir, pero sí a la de su hermana. Fue ese verano cuando conocí al marido de la hermana, el tal Darko este de Montenegro. A primera vista parecía un tipo legal, y él y Nasira no hacían mala pareja. Ella era simpática y amable, aunque algo simple, y él un poco el prototipo de persona del este de Europa, callado, rudo y un poco distante. Poco a poco y de manera gradual, Darko y yo nos hicimos casi amigos, y aunque él siempre me trató con respeto, nunca pudimos superar cierta desconfianza y hasta se podría decir rivalidad. A mí, lo único que no me gustaba de Darko era la supuesta admiración por él que sentía Farah, y que a mí me molestaba bastante. Darko era un tipo de hombre algo distinto a como era yo, aunque físicamente éramos bastante parecidos. Darko era moreno como yo, y de mi misma estatura, y al igual que yo también tenía rasgos mediterráneos, aunque era de complexión un poco más fuerte al ser unos años más viejo. La diferencia entre nosotros radicaba en que yo era un pijo universitario que vivía con sus padres y él, un tipo duro hecho a sí mismo. Según la historia que me contó de su vida, el tío se crió en una granja en plenos Balcanes y siendo un niño ya sabía ordeñar cabras, conducir un tractor, liarse cigarrillos y disparar con el AK47 de su padre a los serbios que de vez en cuando se infiltraban en las tierras familiares. Posteriormente, con diecisiete años se fue de casa de sus padres y emigró a Alemania, donde trabajó de albañil. No contento con esto, pasado un tiempo y de manera ilegal, volvió a emigrar, esta vez a Inglaterra, y se estableció en Coventry, no sin superar enormes dificultades y pasar mogollón de penurias. En fin, unas historias bastante dramáticas sobre un tipo callado y hecho a sí mismo, que a Farah le encantaban y a mí me ponían un poco nervioso. A ver, a mí no me caían mal, ni Darko ni la hermana de Farah, e incluso lo pasaba bien visitándoles de vez en cuando. Lo que a mí me molestaba era la obsesión que tenía Farah de perseguirles en todo momento y meterse en su vida. Hubo incluso días en los que al pasarnos por su casa y ellos no estar, Farah salió a buscarlos al centro para ver qué estaban haciendo, y yo detrás protestando, claro, sin entender por qué teníamos que estar a la vera en todo momento.

Cómo aguanté todo el verano, no ya sin mantener relaciones sexuales, sino que además sin que mi novia me hiciese ni puñetero caso. Bueno, hay varias explicaciones, pero resumiendo un poco, ella estaba buena y me tenía cogido por los cojones, así que al final tragué casi con cualquier cosa. A mediados de agosto empecé a hablar con Farah acerca de cuando nos iríamos a Madrid y por cuánto tiempo, aunque esto tampoco me lo puso fácil. Por lo visto, la visita a mi ciudad ya le empezaba a parecer poca cosa, así que después de negociar un poco conseguí convencerla para venirse conmigo prometiéndole que haríamos un breve viaje de fin de Semana a Barcelona. El día que por fin dejamos Danetree para volvernos, yo a mi país y Farah conmigo de vacaciones, respiré doblemente aliviado. Por una parte, había sido uno de los veranos más aburridos que recordaba en Inglaterra, con Farah todo el rato oliéndoles el culo, perdónenme la expresión, a su hermana y cuñado. Por otra, también me alegraba de no tener que haber conocido a los padres de Farah, los cuales parecía que con un extranjero en la familia ya habían tenido bastante disgusto y a los que Farah optó por no soliviantar más.

Una vez en España, cómo no, las cosas mejoraron y las relaciones sexuales fueron llegando. Con su familia bien lejos, toda la casa para nosotros solos y casi sin dejar a Farah salir de ella, fue todo mucho más fácil para mí. Durante este tiempo, se puede decir que estuvimos de puta madre, al menos yo, y todo fue bien. El carácter de mi novia, a veces era difícil, como siempre, pero mucho más manejable en Madrid que en Danetree, cuando estaba con su tribu. Cómo no, tuvimos que hacer la excursión esa a Barcelona, la cual me acabó saliendo un poco cara. Para empezar, fuimos en avión, para no perder mucho tiempo; pero luego, además, a Farah no le gustó el apartahotel que había reservado, porque según ella era muy cutre. Tanto protestó y me dio la vara que al final lo abandonamos y pasamos las otras dos noches que nos quedaban en un hotel de cuatro estrellas que me salió por un pico. Eso sin mencionar todos los restaurantes a los que fuimos y demás. En uno de estos restaurantes me quedé flipado cuando Farah va y pide una pizza de pepperoni. —Ehh, pepperoni, pork you know? —le dije yo y va la tía y me contesta que Darko lo come y que le ha aconsejado dejarse de tonterías y probarlo. Vamos, el acabose. Años y años aguantando sus manías de no comer carne y sus exigencias y viene el Darko ese y la convence de comer cerdo como si nada. Mira, no quise saber más y di el verano por bueno. «He estudiado, he hablado inglés, he hecho el amor con Farah y ella sigue conmigo», pensé cuando mi chica se piró por las puertas de seguridad de Barajas para coger su vuelo. Habían sido unas vacaciones de lo más chuscas y ahora se me venían encima primero, los exámenes, y luego, las clases del nuevo curso. «Tronco, si es que un poco pringao sí que soy», me dije a mí mismo mientras conducía el coche de mamá desde el aeropuerto hasta el garaje de casa de mis viejos.


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