Capítulo VI

Luego de la gran caminata, habían llegado, por fin, al destino prefijado por don Armando al inicio de su huida: el mar. Eran las siete y media de la tarde y aún había mucho sol y hacía calor, bastante más húmedo de lo que el acostumbraba a percibir en la Estepa. Llevaba las axilas mojadas. No obstante, olía bien. Aminoró la marcha para ventilarse un poco antes de entrar al pueblo. Tenía pensado que, antes que nada, el próximo destino sería el correo, para levantar la contestación de doña Delalia.

Pasaron por una plaza del caluroso pueblo, donde había niños jugando al fútbol. Ninguno se percató del él en ningún momento. De esa forma se dio cuenta nuestro gaucho que su influencia había desaparecido con la estepa. Desde esa plaza miró para todos lados, buscando un edificio que se parezca al correo.

―Por allá ―le dijo Jan, que parecía leerle la mente. Supo que el muchacho se refería al correo. Pudo verlo en su mirada. Pero luego se dio cuenta que era bastante obvio qué era lo que estaba buscando.

Llegaron hasta el correo.

Para su fortuna aún estaba abierto. Preguntó por un «telegrama pa' don Armando Borondo». El jefe de correo buscó entre los papeles y le extendió la mano con un telegrama:


Estimado Armando:

Di de comer a los perros. A la vuelta los suelto.

Unos hombres rubios anduvieron por su rancho.

Uno de ellos pasó por el mío y preguntó por usté...

No se le veía muy contento.

Manda saludos la Dumancia.

Atte.: Delalia


Sus sospechas y la de Jan se confirmaron: rubios en el rancho. ¡Qué otra cosa podía ser si no nazis!

―¡Destos nazis pudridos! ―soltó a medio susurro. ¿Qué quieren hacer conmigo? ―le preguntó a Jan bajando aún más la voz. El interior del correo parecía una caja de resonancia.

―En el mejor de los casos lo buscarán para doble del clon que está poseído. En el peor, buscan su cabeza.

―¿Y cuál'e el caso ma' probaible?

―El peor de los casos, señor.

―¡Ah la pelota! ―se limitó a decir Armando.

Jan se acercó hasta el mostrador e intercambió unas palabras con el jefe de correo.

―Al menos ha logrado escapar del rancho ―continuó Jan, mientras esperaba―. Pero de seguro lo están buscando. ¿Dejó rastros en el suelo cuando partió?

―Ningún rastro. Me envolví las alpargatas con alpillera.

―Muy bien, señor ―le dijo Jan, recibiendo el papel.

Jan también tenía correspondencia.

A juzgar por lo que había visto de reojo don Armando, el muchacho había usado un nombre falso para aquel telegrama. En ningún lugar decía estaba escrito «Jan Brauer».

―Entonces ―continuó Jan, hablando bajo y metiéndose el telegrama en el bolsillo―, tenemos que irnos de aquí cuanto antes. Sabrán por el acuse de recibo que usted está aquí. Tienen una red de control de correos y telegramas muy amplios. La información es poder. Aunque es posible que lo estén buscando en el ejido de Valcheta ―dijo Jan, refiriéndose al pueblo verde―... pues, no he visto a nadie caminar con tanto ahínco y rapidez como usted, señor.

―Yo sí... ―contestó Armando., mientras abría la puerta del correo para salir.

―¿Ah, sí?, ¿a quién?

―¡A usté! ―y comenzó a reírse a carcajadas.

―¿Y qué hay del michifuz? ―preguntó Jan riendo.

―Betún no es humano, ¡no me venga con sandeces! ―contestó don Armando.

Ambos pensaron en la bruja buena, pero ninguno se atrevió a mencionarla.

―Y güeno, ¿cuál es el plan, rusito?

―Iremos a Buenos Aires, si está de acuerdo conmigo.

―¿A Güenos Aires? ¿No le parece mucho?

―El nuevo Führer ha sido enviado allí para comenzar sus prácticas, que duraran unos meses. Luego iniciará sus hazañas políticas y desplegará su elocuente persuasión y su gran inteligencia para escalar en el escalafón político y desbancarle el puesto a Perón. Después ya será imparable. Creo que nosotros tendríamos que...

―Acogotarlo ―interrumpió don Armando.

―Bueno, sí, neutralizarlo...

―Toy de acuerdo, day que darle un güen escarmiento al tilingo ese. Pero usté sabe que dantes tengo que hacer algo por estos lares...

―No se preocupe, señor, recuerdo que aquí tiene una visita adeudada con el mar.

Armando apuntó hacia el mar, hacia el sur. Por fin cumpliría un sueño de toda la vida.

―Espere, don Armando, antes pasemos por aquel boliche ―estaba hacia el norte, pasando la plaza principal del pueblo.

Jan compró algo de pan y otros víveres necesarios. Luego, por fin, partieron hacia el mar.

―Hay algo que me gustaría saber ―dijo don Armando tan pronto como salió del boliche y comenzó a caminar.

―Pregunte, señor.

―¿Cómo jue que me encontró? Digo, al parecer usté no ha tenido muchos enconvenientes pa' encontrarme... y desde ande me sigue ―preguntó de paso.

A lo que Jan le contestó:

―¿Recuerda el día que Gilberto y Victoria intentaban por todos los medios hacer que pasara la noche en su campo?

―Sí.

―Con toda seguridad, en algún momento de la mañana, ha perdido de vista a Victoria... Pues bien, en cuanto amaneció y mientras usted desayunaba con Gilberto, ella fue al pueblo y me envió un telegrama cifrado informándome de su paradero.

Armando se sintió un poco ingenuo. Aquella mañana Gilberto le había dicho que Victoria cosechaba verduras en la huerta que tenían al otro lado de la montaña. Con una sonrisa en el rosto, se la había imaginado a ella, con el culo al norte tratando de sacar una zanahoria.

―Sí, por la mañana, estaba pensando en deso... Pero ¿por qué no me retuvieron entoinces ahí, hasta que llegara usté y hablara conmigo?

―¡Lo intentaron! Pero en la noche habrán concluido que era una jugada peligrosa, pues sabían que los nazis también estaban buscándolo, de tal modo que si lo retenían lo hubieran entregado sin querer, ¿entiende? Así que, al final, lo dejaron ir.

―¡Tiene razón, rusito, qué entelegente que es! Pero hay algo que todavía no entendo...

―Dígame.

―¿Por qué confiaron en usté, que era, en pinta, del bando contrario? ―preguntó con sapiencia nuestro gaucho.

―Sucedió que en cuanto salí de la isla me puse en contacto con un grupo cazadores de nazis y le informé mi caso. Creo que no me creyeron... o bien necesitaban tiempo para procesar lo que les había contado. De todas formas, me sugirieron que hablara con Gilberto. Lo llamarían lo antes posible para que se acerque a conversar el asunto. Unos días antes de que usted llegara a su casa, Gilberto había estado en Bariloche, conversando conmigo...

«¡Conque Gilberto un cazador de nazis!», pensó Armando.

Ahora comenzaba a comprender el profundo interés de Gilberto por el asunto nazi y el porqué de la militarización de la zona... había agentes encubiertos por todos lados.

―Nos reunimos en una confitería del centro de Bariloche. Le expliqué con todo detalle lo que estaba pasando y me creyó... Me contó que en Alemania había sucedido algo similar, años antes de la Segunda Guerra Mundial. Pensé que él podía ayudarme a dar con su paradero, ya que estaba a cargo de la zona esteparia y la mesetaria.

―¡Conque así jue!

―Y mire cómo son las cosas que fue usted el que terminó apareciendo en el campo de Gilberto, unos días después de haber mantenido nuestra reunión. A veces el mundo es demasiado chico... o raro, no sé. Usted en su afán de buscar el mar, por serendipia, terminó cayendo justo en el lugar dónde lo estaban buscando. Es un hombre afortunado, señor. A su suerte que cayó en las manos adecuadas y no en otras.

―¡Afortunao! ¡Ja, ja! ¿Cómo cuando casi me come una nazi pudrida? A veices no son serenatas, ma' bien son causa de cosas que a uno le ensuceden.

Ambos se quedaron en silencio.

―Por cierto ―continuó Jan, como si lo hubiera estado pensando―, la meseta de Somuncurá también es un buen lugar para esconder nazis. Siquiera hay caminos transitables y está cerca del Océano Atlántico. Con comodidad podrían haber llegado en submarino y adentrarse en su bastedad. Dicen que hay túneles naturales que conectan el mar con la base de la Meseta. ¿Nunca escuchó hablar de esos hoyos que hay allí y que ventean, a veces chupando, otras expulsando aire, al son de la marea oceánica? Pues bien, son conexiones muy antiguas entre el mar y el Somuncurá. Algunos dicen que Hitler se adentró por uno de esos conductos hasta la meseta y, desde allí, partió secretamente por la despobladísima zona que la une a Bariloche. A mí se me viene un poco agarrado de los pelos. Pero puede ser... Hay cazadores de nazis montando guardia allí también.

Armando intentó dar una contestación, pero estaba en otra cosa.

Después de todo era más prioritario salvaguardarse para salvar al mundo de un Cuarto Reich que saber si Hitler entró por tierra o por avión. Sus pensamientos se remontaban al principio de la conversación, cuando le preguntó a Jan cómo lo había encontrado.

―¿Por qué numás no me jue a buscar a mí rancho desde el principio?

―No sabía dónde vivía usted. Eso era alto secreto, que conservaba Ritcher bajo siete llaves. Un dato así en manos enemigas podría echarlo todo a perder. Ya se va a dar cuenta por qué era tan valiosa esa información...

»Sólo sabía, por las referencias que me habían proporcionado mis compañeros de laboratorio, que las muestras eran de gente de la estepa para así no levantar sospechas en los pueblos y ciudades. Imagínese, por ejemplo, una horda de caminantes en el centro de Bariloche, apoyando sus cabezas en la pared del Centro Cívico. ¡Sin duda serían noticia! En cambio, fíjese lo que pasó en la Estepa, siquiera una noticia en los diarios. Nada.

Tenía sentido.

Y allí estaba Armando, por fin, ante el mar. Había pasado en un segundo. De no ser por la inmensidad azul que tenía por delante podría haber creído que estaba en un campo abierto común y corriente. No había a la redonda un alma más que ellos tres ―¿o cuatro?―.

Se detuvo justo antes de llegar a la playa y observó con detalle todas las texturas que se formaban en su superficie. Era diferente a como se lo había imaginado toda su vida.

Era masivo. No tenía límites. El horizonte era el límite.

―¡A la pelota, que charco más grande! ―se dignó a decir, por fin don Armando.

―Allí lo tiene ―le contestó Jan.

―Sí usté me perdona... ―dijo Armando, sacándose las alpargatas y arremangándose la bombacha.

―Vaya nomás, señor ―le replicó Jan, sonriendo― pero eso sí, ¡tenga cuidado con las olas!, que si no sabe nadar el mar se lo puede llevar adentro.

Armando soltó el morral y se puso a correr hacia el mar como un niño. Sentía, mientras avanzaba, cómo la arena seca se iba poniendo poco a poco más húmeda y fría. Se detuvo a poco del agua.

Una ola con espuma cubrió sus pies.

Armando vio el desarrollo con los ojos grandotes. Luego el agua se retiró y sintió un leve mareo. Levantó la mirada para restablecer el equilibrio. Faltaba nomás hacer un número hilarante para Jan, que lo veía de lejos con cara de querer que eso pasase.

Al lado de Jan estaba Betún, que por fin había llegado hasta donde ellos.

―Venga, rusito, ta linda la agua ―gritó Armando desde el mar.

Después de semejante caminata venía bien un chapuzón. Además, hacía mucho calor. Así pues, Jan se decidió; se sacó la remera y el calzado, se arremangó todo lo que pudo el pantalón, de modo que se parezca a uno corto, y corrió hacia el mar.

Se bañaron un buen rato, sin contar las veces que el mar se llevó a Armando e hizo dar este algún que otro susto al pobre Jan, que tenía que devolverlo a la costa. Lo demás transcurrió en una agradable calma.

Bueno, algo así como una «agradable» calma...

Pues a sugerencia de Jan, que le dijo a nuestro gaucho que cuando se conocía el mar por primera vez había que tomar de su agua, Armando succionó una cantidad ingente de agua. Ni que hiciera falta tanta. El sabor del agua salada y de las algas le dio arcadas. Pronto empezó a toser y se le pusieron brillosos los ojos. Jan no podía para de reír. Nuestro gaucho lo observó con un dejo bronca pero al cabo de un rato comenzó a reírse él también.

De un momento para el otro se olvidó del trago amargo y siguió disfrutando del mar junto a su inesperado compañero, a cientos de kilómetros de su rancho.

―¡Betún, venga usté también! ―le gritó Armando.

El gato los miraba sentado, con superioridad, desde lejos, inmutable.

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