Capítulo IV
«Mi vida está dando un giro de trescientos sesenta grados», pensó mientras se alejaba de la casa amarilla y de la silueta difusa de Gilberto Effort.
«De ciento ochenta grados», se corrigió enseguida después de calcular bien y levantar la mano para saludar.
Lo que sucedía no dejaba de revolotearle en la cabeza y llamar su atención: los últimos días estaban cargados de una extraña e inusual energía, no solo mental sino también física, pues experimentaba una curiosa sensación que le recorría el cuerpo. Era como un cosquilleo. Vivía algo similar a un sueño. Cuando caminaba, por ejemplo, caía en profundos transes y transcurrían horas sin que se percatase del paso del tiempo.
Seguiría, tal lo previsto, rumbo al este, hasta llegar al mar.
Tanto así caminó que pasaron los días, las noches, los búhos, los sustos, y hasta le pareció que la estepa había pasado. Estaba saliendo de su zona de confort.
Su objetivo de salir de su vida y verla desde fuera se estaba logrando poco a poco. Ahora los montes eran más altos y tupidos y la geografía era más plana que en la estepa. No veía montañas en el horizonte. Eso podía significar sólo una cosa: estaba llegando al mar. ¡Por fin presenciaría tal maravilla! ¡Siempre le había parecido tan lejano e inalcanzable!
Orientándose con la vista vio un vergel a lo lejos. Era un poblado. Se puso a caminar hacia allí. Accedió por una cálida calle que tenía unos sobresalientes álamos a los lados y por debajo corría un pequeño hilo de agua prolijamente encanalado con ladrillos. Era evidente que en aquel pueblo sobraba el agua. No era como en sus pagos. La suave brisa de la siesta hacía ulular las hojas de los álamos y esto creaba un entorno especialmente soporífero y tranquilo, sobre todo porque el pueblo entero parecía estar durmiendo. La mayoría de las casas tenían sus postigos cerrados y no se divisaba un alma a la redonda.
Pero unas pocas cuadras más allá encontró una verdosa plaza, y en ella a unos niños jugando. Se acercó a uno de ellos. Era un gordito y vestía una remera a rayas, parecía como si recién saliera de la ducha. Su pelo estaba perfectamente peinado, pese a haber andado jugando y en bicicleta. Le preguntó don Armando:
―Güenas, ¿sabe ande está el correo acá?
El gordito se acercó un poco más en su bicicleta, con una mano en el manubrio y la otra sosteniendo un helado de agua y, sin apercibirse de la pregunta que nuestro gaucho le había hecho le retrucó:
―¿Es usted don Armando Borondo?
―El mesmo, ¿cómo supo?
―¡Yo sabía! Miren chicos, ¡es don Armando Borondo! ―gritó el gordito a los demás niños que estaban esparcidos por la plaza.
Entre los niños era una como una estrella de cine. Toda la gente de la zona, pero especialmente los niños, le conocían por sus extraordinarias aventuras. Esto le pareció una grata sorpresa puesto que no concebía en su mente que en los confines de su realidad hubiera gente hablando y sosteniendo sus increíbles historias. Ya le había sucedido con Gilberto, pero no se imaginaba que en un pueblo tan lejano se le acercaran y reconocieran como lo hicieron.
Pero hacer alardes de su persona no era precisamente lo que él necesitaba en este momento. Tanta caminata y reflexión le había hecho comprender que no era él sino su máscara cual se llevaba todos los méritos del grandioso Armando Borondo. Por otro lado, él, un simple miedoso, era tan solo el representante de aquella figura que había forjado durante años para ocultar que en verdad era.
―¡Pero cómo no le voy a conocer! ―dijo mirándolo fijo el gordito― Vengo escuchando de usted de hace mucho y en cuanto vi su paso y semblante bonachón me di cuenta enseguida que se trataba de usted. Creí que no lo conocería jamás. ¡Vengan! ―volvió a gritar con ahínco a los demás. Poco a poco fueron acercándose y rodeando a nuestro gaucho y generando un gran bullicio.
―Cuéntenos la historia de luz mala ―dijo entonces un niño.
―Larga historia y corto el tiempo que tengo pa' contarla ―dijo Armando.
―Cuéntenos, y nosotros le decimos dónde está el correo.
Los niños estaban dispuestos a no soltar prenda hasta que no les contase aquella anecdótica historia. Al ver que no le quedaba otra opción, el gaucho aceptó el intercambio.
―Güeno...
Se puso en posición de cuento, se levantó un poco la bombacha y continuó enseguida...
―Toido comenzó un día que volvía pa' mi rancho. Se me había rompido la camioneta en mitad del camino. Al ver que no tenía arreglo me jui caminando pal rancho a tranco lento. Resulta que en tanto dandar se hizo la noche y me quedaban, pa' llegar, varias legua. En deso empiezo a sentirme observao, ¡en el medio del campo! Así que empecé a mirar pa' todos lao y me percaté que por detrás había una luz, más o menos por allí ―indicó con el mentón―.
―¡Qué miedo! ―soltó un niño, los demás permanecieron callados.
―Era ―continuó don Armando― como una pelota de fulbo luminosa que flotaba y radiaba luz naranjada. Lejos de asustarme seguí caminando, pero la luz se acercaba peligrosamente. Así que me paré en seco, me di güelta, saqué el facón y grité: «Luz bastarda, ¿¡qué danda buscando de mí!?»
Los niños le escuchaban maravillados.
―Ante mi grito la luz pareció detenerse, pero al cabo de un rato volvió a seguirme. Entonces, volví a desvainar mi facón, e hice la señal de la cruz tres veces: «¡Por la Santa Trinidad!», grité.
»El opjepto voló a gran velocidad y desapareció en el cielo.
―¿Objeto?
―Tal cual, radia luz, pero quién tiene la suerte de verla de cerca sabrá que es, en realidad, un opjepto.
―¿La suerte? ―dijo el gordito― lo dirá por usted, ¡que yo si veo una me muero muerto!
Los demás niños se partieron a carcajadas al oír al gordito. Estaban complacidísimos con la historia que acababan de escuchar.
―Güeno, agora sí, díganme dónde está el correo, que dando con prisa ―dijo Armando.
―Nosotros le guiamos...
Y así fue que anduvo Armando rodeado de niños por las calles del fresco y verde pueblo. Y más pronto que tarde comenzaron a llamar la atención de los que dormían siesta, que por el bullicio y el ruido de bicicletas chocándose, se asomaban por la ventana a observar qué pasaba. En el camino don Armando les contó más anécdotas y los niños estaban deleitados con ellas.
Al llegar, los niños se detuvieron frente a la puerta del correo, como si la estampa de seriedad del edificio trazara una línea imaginaria que no les permitía, por nada en el mundo, acceder a él. Nuestro gaucho dio un paso más y se metió en el interior semioscuro y fresco. Lo delató una campanita en la puerta. No obstante, esperó bastante hasta que alguien se dignara en aparecer del otro lado del mostrador. Seguro el jefe de correo estaba durmiendo la siesta; era bastante obvio, siendo más o menos las tres de la tarde. Al cabo de un buen momento salió de atrás un hombre, con cara de sueño, desde una puerta del interior del salón, miró a los niños, que a su vez lo observaban a través de los vidrios de la puerta y dijo aclarándose la voz:
―Buenas tardes, ¿qué necesita?
―Telegrama ―contestó lacónico don Armando.
El jefe de correo movió unos papeles detrás del mostrador y luego le extendió un papel y un lápiz. Armando se apartó hasta otra mesita, unos metros más allá en el salón y se puso a escribir. Nunca había sido un escritor muy ducho, pero sabía escribir. Nada más necesitaba paciencia. Hacía tiempo que no redactaba un telegrama. La última vez fue, haría, unos diez años...
Querida Delalia:
Escribo p/ informarme s/ el estado de mi propiedad.
Suelte los perros y dele de comer.
Remita respuesta a correo de SAO.
Atte.: Armando.
El jefe de correo tomó el papel y se fue a otra habitación para transcribirlo y enviarlo. En tanto, don Armando se volteó para cerciorarse si los niños se habían ido ya. Después de todo, escribir aquello le había tomado bastante tiempo. Pero no, allí estaban. Un poco más distraídos que antes pero permanecían allí. Sólo uno aún miraba poniendo las dos manos en el vidrio y, cuando este se percató que don Armando le observaba le dedicó una sonrisa pícara aunque también un poco vergonzosa. Armando le devolvió el gesto con un movimiento de cabeza y una sonrisa.
Tardaría bastante en llegarle aquel telegrama a doña Delalia, pensaba don Armando. Luego se dio cuenta que quizá no tanto. Recordó que era más o menos fecha en que ella se acercaba al pueblo. Sí había pasado por su rancho, como solía hacerlo cada vez que se dirigía al pueblo, se habría dado cuenta enseguida que los perros estaban sedientos y chupados por la falta de comida. Así, con toda probabilidad, ella se encargaría de darles de comer antes de recibir el pedido de su parte. De ser así, le bastaría a Delalia para contestar la misiva el tiempo él tardare en llegar hasta San Antonio.
―Está enviado, don Armando ―dijo el jefe de correo.
Una vez hubo de despedirse, salió. Los niños, obnubilados con la presencia de la leyenda en persona, lo acompañaron cuanto pudieron hasta las afueras del pueblo. En principio decidió nuestro gaucho ir por el borde de la ruta, por la banquina. Cuando el pueblo se veía como un puntito, los chicos se despidieron solemnemente de don Armando, quién seguiría su camino en soledad.
Los niños volvían satisfechos, con la sensación de que no olvidarían jamás aquella tarde.
Armando, por su lado, se metió entre los montes y procuró seguir desde lejos la ruta que lo llevaría hasta San Antonio Oeste. No quería ser visto, mucho menos aventado. No huía de nada que fuera material, estaba libre de delito, pero aún huía de su propio ser, con quién quería, a través de aquella odisea, lograr una reconciliación. Por eso quería aprovechar la abstracción del campo abierto para meditar y pensar sobre su vida.
Pero antes de meterse vio algo en la ruta que lo dejó maravillado. A lo lejos divisaba un camión colorido repleto de lonas y hierros que sobresalían del ancho del vehículo. Detrás venían tres más, igual de coloridos, en caravana. Cuando se acercaron lo suficiente, se dio cuenta que se trataba de un circo ambulante. Los camiones mantuvieron el ritmo pero los pasajeros saludaron amablemente a don Armando tocando la bocina. Él también levantó la mano con energía para saludarlos. Iban muy alegres. «Alegres, como los niños, cuando les vean», pensó y se metió enseguida entre los montes.
Al cabo de unos cinco minutos nuestro gaucho comenzaba a entrar en un profundo transe, de esos que solía tener, reflexionando sobre todos sus penares. Pero antes tuvo un repentino pensamiento que surgió de sus entrañas y lo sacó temporalmente de un principio de hipnosis: no veía a Betún desde el pueblo verde. «¿Ande andará?», se preguntó y miró para todos lados. Se detuvo. «Güe, los gatos tienen siete vidas, que pierda una no le va ni le viene», se dijo a sí mismo pese a la inquietud que le producía. Nunca se destacó como dueño de mascotas, pero hacía lo que podía.
Siguió caminando.
Ahora, el pensamiento que le penetraba el cerebro, como un cuchillo filoso, era el asunto de sus miedos. De nuevo. Recurrente y persistente. Y cada día parecía que le llevaba a un nuevo puerto. Don Armando no sabía muy bien en qué resultaría todo aquello, pero sentía que se acercaba más y más al quid de la cuestión. Sus pensamientos tomaban forma con el caminar. Había una extraña conexión entre las caminatas y el pensamiento.
En el poco tiempo que llevaba andando tenía una perspectiva de la vida completamente diferente a la que tenía antes. Las cosas eran ahora muy diferentes a cuando, recordaba, estaba preparándose un cigarrillo en el interior de su camioneta, o incluso antes, cuando tomaba el sol en la aguada que estaba a unos tres kilómetros de su rancho.
Había cambiado mucho desde entonces.
A veces ―a veces muy pocas veces―, la vida da giros inesperados y apremia a tomar las cosas de manera diferente. Armando había vivido unos cuarenta y cinco años navegando en sus miedos. Lo que sucedía con los demonios andantes fue tomado por el gaucho como una invitación formal y una oportunidad única ―pero quizá un poco forzosa― para cambiar y tomar las riendas de su vida.
Se dio cuenta que desde que había reconocido sus temores más profundos, tanto con el gaucho Ambrosio como con Gilberto y Victoria, sentía una profunda sensación de paz consigo mismo. La sensación experimentada por alguien que libera un secreto que le carcomía su tranquilidad. En el caso de nuestro gaucho era su máscara, al parecer, autónoma de él mismo, la que le impedía exteriorizar dichos miedos.
Esta era fuerte, curtida y autoritaria, y le amenazaba desde las sombras con las peores cosas si se proponía andar por ahí, ventilando temores. En definitiva, nuestro pobre gaucho siquiera era dueño de su propia vida.
Pero aprovechó esta ocasión para sublevarse ante la máscara. Y encontró paz.
Pese a volver público sus miedos, nuestro ingenioso gaucho se percató que estos seguían allí, igual de fuertes cual raíces profundas en el seso. Supo enseguida que no bastaba sólo con ventilarlos para hacer que desaparecieran. Necesitaba algo más. Necesitaba comprenderlos, conocer sus orígenes más profundos; entender que muchos de esos temores eran sólo un producto de su mente.
Entonces, en un giro la mar de inteligente, Armando elucubró lo siguiente: existían dos tipo de miedos; los reales y los irreales. Entre los reales se encontraban los caminantes, por ejemplo. Estaba bien tenerles miedo. Era un miedo que le ayudaría, eventualmente, a huir de uno o tomar cartas en el asunto lo más rápido que se pueda.
Pero los irreales, a decir por ejemplo, el miedo a la luz mala... ¿por qué «mala» si nunca le había hecho daño? Incluso, la última vez, en la casa del inglés y su esposa, esta ni le había rasguñado. Fue en realidad su miedo lo que le dio un puñal en las tripas e hizo que se echara para atrás. El traidor estaba dentro, no fuera.
«Raíces profundas», rumió en voz alta.
Raíces profundas.
«Sin raíces no hay molle», pensó luego. No fue una gran cavilación, pero...
Un viento caluroso y rasante danzó entre sus piernas. La luz del sol se opacó con una nube densa. El ambiente se volvió difuso y tenue. Cayó de rodillas junto a un coirón que se zarandeaba. Comenzó a cavar en la tierra que circundaba a la planta; quería ver sus raíces pero se detuvo en seco. Dejó las manos metidas en los pequeños hoyuelos que había cavado. El coirón le hacía caricias en la cara.
¿Qué era aquello que estaba sintiendo?
Comenzaba a comprender la semilla negra de sus miedos. Había crecido desde muy debajo, en su mente. Germinó oculta durante la infancia. No fue hasta su adolescencia que emergió a la superficie y se hizo presente en la consciencia.
Cuando una de estas flores negras crece en la mente, se proyectan hacia fuera. Una persona afectada por flor negra no sabe que sus «miedos irracionales» tienen origen en algo real vivido durante la infancia. La flor negra es una versión retorcida, irreal, de aquello que se ha vivido.
Durante la adolescencia luchó por mantener su flor negra a raya, porque esta le colmaba la vida de miedos. Lo logró a través de su máscara, que apareció como una salvadora. Luego esta, como es de esperar de cualquier cosa que ostenta el poder por mucho tiempo, se convirtió en una dictadora tirana que le prometía prestigio a cambio de ocultar sus miedos.
Pero con el tiempo, incluso la máscara fue perdiendo su efectividad.
Entonces esta convenció a Armando de que necesitaba más. Fue así que nuestro gaucho comenzó a mentir para mantener su condición de hombre fuerte. Las leyendas sobre su persona tuvieron origen de esta manera. Pero más temprano que tarde, esto también perdió su efecto con el paso de los años. Era la máscara como una droga.
La bruja buena se había puesto rara aquella vez. Le clavó la mirada y le dijo:
«Cuando una flor negra crece en el corazón de una persona esta se proyecta hacia afuera y produce el miedo. Cuando sienta miedo, Armandito, mire aquel ser o aquella cosa que la produjo y sepa que es una materialización de la flor negra, la que lleva dentro de sus entrañas. Sepa que no es más que una proyección de una simple flor que yace en su corazón. Esta es la única manera de salir impoluto de su poderoso influjo».
El problema era que por aquel entonces, el pequeño Armando no entendía muy bien lo que era una flor negra y lo que había querido decir la bruja buena. Aún era chico para comprender tal concepto. Pero de grande lo entendió como nunca antes. Y esto le daba la facultad para ponerlo en práctica.
El coirón le rozaba la cara.
Luego apareció por completo en su mente. Había logrado llegar a su consciencia. Afluía de a poco, a cuentagotas. Era un recuerdo. Pertenecía a un momento de su primera infancia, cuando tenía tres años de edad, quizá menos. Él pensaba que ya no existían en su memoria recuerdos tan viejos. Los más antiguos hasta entonces se remontaban a la época de los indios. Antes, nada. El período previo era como un vacío. Había intentado varias veces recordar, pero sin ningún resultado.
Pero ahora sí.
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