Capítulo I
En algún lugar de la estepa patagónica vivía no hace mucho un gaucho llamado don Armando Borondo. Uno de esos con bombacha holgada, pañuelo al cuello, alpargata de yute y gran cinturón gran en la cintura. Hombre de campo, rudo, alto, con bigote autoritario y que, según se decía, poseía el don de la valentía, pues no había nada en el mundo a lo que le temiera, ni nada a lo que no pudiera hacerle frente.
Llevaba, junto al gran cinturón gran, un cuchillo de medio metro, que casi nunca usaba en las riñas por considerarlo «demasiao» para la mayoría. Sobre ello hay una anécdota que solía contarse a viva voz en los poblados: Una vez, en la pulpería, nuestro gaucho se enfrentó a cinco borrachos que se creían superior a él en todo sentido. Para sorpresa de los presentes, decidió dejar enfundado su facón y salir a la calle para arrancar una rama de olmo y presentar con ella batalla a los cinco. Los borrachos se rieron de tal intrepidez e intentaron clavarle sus filosos cuchillos en varias ocasiones, pero nuestro ágil gaucho, riendo y garabateando en el aire con la rama, lograba con rápidos movimientos esquivar cada uno de los intentos. Los liquidó uno a uno, dejándolos tirados y magullándoles la cara con la rama pero sin generarles mayores daños.
Esta historia es sólo un ejemplo. Así de pomposas y grandilocuentes eran todas las que se contaban sobre él.
Pero no fue por su nobleza gauchesca ni por sus aventuras de hombre rudo ―como el de otros gauchos de las pampas― que don Armando Borondo llamó mi atención, sino más bien por lo contrario; sus excéntricos secretos y alguna otra peculiaridad que espero tener la oportunidad de plasmar con claridad en este relato. Su vida, llena de serendipias, extrañas circunstancias y momentos increíbles es digna de ser contada.
Para empezar, don Armando escondía detrás de toda aquella dureza algo que le avergonzaba y que, de haber sido descubierto en el pueblo, le habría hecho perder por completo toda la autoridad lograda. Y es que durante el día, el gaucho se paseaba con una máscara imaginaria. Era entonces como lo conocía el mundo en sus grandilocuentes relatos. Pero durante la noche... durante la noche le temía de manera pavorosa a las ánimas y a todas las cosas que deambulan en la oscuridad.
Tal era su temor, que cada vez que regresaba a su puesto, se persignaba y rezaba tres o cuatro padre nuestro y dos ave maría, para eludir las espantosas imágenes que pasaban por su mente, entre los que podríamos enumerar como los más frecuentes: a los extraños seres sombras paseándose frente al rancho, las voces en la oscuridad, las puertas de muebles que se abren solas, los gritos humanos en mitad del noche, las siniestras y mal agüeras apariciones de animales en la ventana y, por último pero no menos importante, las extrañas luces que marchaban hacia un destino incierto por el campo o el cielo.
Sus miedos tenían profundas raíces en la infancia.
Para ilustrar este punto, es menester hacer un escueto recorrido por aquellas lejanas épocas. Esta está llena de extrañas circunstancias que podría hacernos suponer que fueron la causa de sus malsanos miedos.
El primer recuerdo de don Armando es un tanto difuso y misterioso: se encontraba él y su conejo ojos de botón, frente a una gran toldería.
Los tolditos estaban prolijamente cerrados.
Escarchillaba copiosamente y no podía verse mucho más allá de cinco metros. Al oírse el llanto desgarrado del niño, se fueron abriendo los tolditos, poco a poco, hasta que de uno de ellos salió un indio con una gran manta, que lo llevó a resguardo.
Los indios lo observaban como si fuera un ser de otro planeta. El conejo les generaba gran curiosidad, algunos lo observaban con desconfianza. Hablaban entre ellos con susurros en una lengua desconocida. A juzgar por sus rostros la aparición los inquietaba y mucho. Y no era para menos. Un muchachito blanco aparecido de la nada durante un sombrío temporal de escarchilla y viento con un conejo de ojos de botón.
Entonces lo llevaron hasta un toldo mucho más grande, donde ya estaban congregados todos los indios, engalanados en sus más hermosos atuendos. En el medio había una gran fogata que daba luz y calor. El silencio reinaba dentro, y fuera podía sentirse el ulular del viento. El curandero de la tribu, el machi, se acercó un tanto desconfiado hasta el pequeño Armando y le pintó la cara con ungüento amarillo y rojo. Hizo lo mismo con el conejo. Encendió inciensos y fingió sacar de entre el cuerpito de nuestro gauchito y su peluche, restos de lagartijas y bichos muertos. Bailó alrededor con un pequeño tambor hecho con un cuenco de madera recubierto de cuero al que llamaban kultrún.
Luego le dio de beber una poción. Sabía a hierbas. Era bastante suave, posiblemente tuviera boldo.
En tanto esto sucedía, llegaba, mandado a llamar por el cacique, un hombre blanco, con cara de bonachón y buena persona, envuelto en un montón de mantas. Al entrar al toldo y sacarse parte de la abrigada ropa que llevaba se asomó una cruz. Se arrodilló ante nuestro gaucho, le persignó la frente y enseguida le preguntó cómo se llamaba él y su conejo. Le preguntó también qué había pasado con sus padres. Armando le dío los nombres pero no supo contestar a lo segundo; era demasiado pequeño para comunicarle tanto.
El hombre con cara de bonachón puso en sus manos un trozo plano de madera, circular, con unos extraños signos azules impresos en bajo relieve. Luego se paró y comunicó a viva voz el nombre del niño. Seguidamente se acercó al cacique y le habló susurrando. Este negó con la cabeza en varias oportunidades. El hombre bonachón le había comunicado lo siguiente: algunas instituciones católicas podían hacerse cargo del niño. Pero los indios habían tomado una decisión. Algo tenía Armando y su extraño peluche que los había cautivado.
No supo qué hasta muchos años después.
Los más viejos de la tribu discutían; hacían señas, ademanes y hablaban en entre ellos en la extraña lengua. El cacique se levantó y dijo dos palabras señalando entre la multitud. Las voces se silenciaron en todo el gran toldo y salieron de entre los presentes dos tímidos jóvenes, un varón y una mujer. El cacique de la tribu le confió al niño. Le tocó la hermosa Antumalen y el fornido pero aún adolescente Galvarino.
Conservaba don Armando en su memoria aquellos escasos dos años de gran dicha en la toldería, cuando jugaba con gran libertad. Con el paso del tiempo aprendió todo lo que concernía a su tribu y su idioma. Con otros niños solían salir a recorrer el campo abierto y aprendió junto a los demás a cazar, hacer flechas y fuego. La primera vez que logro encender uno quedó tan maravillado que lo alimentó durante días enteros. Era como un dios que ardía en mitad del campo, día y noche, y él lo protegía.
También por aquellos años, nuestro pequeño gaucho se había hecho fama, no solo entre sus coetáneos, sino en toda la toldería, de liberarse de cualquier atadura que le realizaren.
Al principio eran los niños quienes, jugando, ataban de pies y manos a Armando, como si fuera un cautivo. Él, con espléndida prolijidad, lograba desatarse las tiras de lonja curtida y salir airoso de la cueva donde había sido dejado por los otros. A los niños les encantaba verlo salir muy campante cada vez.
El rumor de su extraordinario talento se esparció como un rayo entre los indios y más temprano que tarde también los más longevos de la tribu le realizaban gruesas ataduras para comprobar la veracidad de lo dicho por los niños. Armando se desataba en cada uno de los intentos. Por un buen tiempo fue esta una afición para él, que perfeccionaba día a día, con nudos cada vez más enrevesados y ajustados.
Pasado el tiempo, cuando Armando tenía unos cinco años, su padre Galvarino se encaminó hacia nuevos horizontes. Se fue de la toldería. Como era de esperar, se llevó a su familia a vivir con él. Consiguió trabajo en el ferrocarril y luego, habiendo aprendido los usos y lengua criolla, logró conseguir trabajo como puestero en una de las estancias más grandes de la zona. La paga era demasiado buena.
Lejos había quedado en el tiempo y el espacio, la toldería.
En el ínterin, Armando perdió a su conejo con ojos de botón pero tuvo muchos hermanos de corazón: ocho, para ser exactos. Él era el mayor de todos. Los había visto nacer uno a uno.
Doña Antumalen, estaba encargada de los niños y del pequeño ranchito que les habían asignado en uno de los cuadros del gigantesco campo que lindaba con el de don Felipacio y doña Betustia, con los que, no obstante su cercanía geográfica, no sostenían un vínculo muy estrecho. El lugar era muy acogedor. Había agua por doquier y tenía una frondosa arboleda de tamariscos y muchas cortaderas. Se emplazaba a unos kilómetros del casco de la estancia, en donde había una hermosa casa y estaban la mayoría de los galpones y corrales preparados para las labores con ovejas y caballos. También allí se radicaba la mayoría del personal de la estancia, que en aquel entonces rebosaba de vida, de gente yendo y viniendo con camionetas llenas de pasto y lana. Vivían, estas tierras, su máximo esplendor.
Hasta ese momento no le temía a nada. En el rancho de don Galvarino estaba prohibido hablar de fantasmas y demás historias de terror para así evitar los ánimos asustadizos y que todo termine yéndose al garete en un frenesí de miedo y cobardía. Es menester aclarar que en el campo, sobre todo durante las oscuras noches y cuando se tiene muchos hijos dispuestos a crear un efecto dominó, es buena la presencia de una autoridad como la que imponía don Galvarino.
Cuando nuestro gazapo tenía más o menos siete años, comenzó a acudir todos los días al casco de la estancia para que una joven criada le enseñara a leer y escribir y, si el tiempo ―y el alumno― lo permitía, aprender también algo de matemáticas; sumar, restar y multiplicar.
A veces acudía al casco de la estancia caminando pero la mayoría de las veces lo hacía en camioneta, cuando en alguna de las tantas idas un gaucho lo pasaba a buscar. Le encantaba ir en la batea, sobre todo cuando había algún que otro fardo de arpillera con lana donde poder ir recostado, viendo el paisaje, si era posible comiendo alguna que otra galleta. Era como ir a la estancia en paraíso, recostado en una nube.
Para sorpresa de todos, Armando aprendió a leer en un corto período de tiempo, y la criada, que estaba muy contenta por los avances que había conseguido, le regaló un librito de poesía sacra llamado Flores Exóticas para que leyera y no pierda el hábito.
Fue en una de esas idas, durante un invierno lluvioso, cuando Armando tenía unos nueve años, que tuvo lugar el primer acercamiento a lo desconocido. Esperaba, en el interior de la casona que llegara del pueblo la criada que le educaba. La tardanza se hizo larga, así que decidió recorrer la hermosa y gigantesca casa. Se metió en los rebuscados pasillos de la casona principal. Hurgó habitación por habitación, de manera sistemática, mirando todo cuanto podía. Entró a un dormitorio y luego a dos más. Los baños que revisó emanaban un estupendo aroma a jabón. Las habitaciones un penetrante, pero aún así agradable olor a humedad.
Al final del pasillo había una puerta entreabierta.
Se acercó para ver en su interior. Era el estudio del dueño. Sobre el escritorio había algunos papeles amontonados y unas plumas, pero lo que más sobresalía era una pila de revistas. Tomó una del montón y leyó las letras más grandes:
Premoniciones
Así se llamaba la revista. Era pesada, de lomo cuadrado, gigantesca. El patrón las pedía mensualmente y le llegaban por tren. Al parecer, estaba interesado en la temática sobrenatural.
Armando abrió aquella publicación y el rostro con su insípido pero prometedor bigotín de leche parecían iluminarse ante lo que estaba viendo. En el interior de aquella revista había horóscopos, hechizos, magia y adivinación, usos del péndulo, predicciones del fin del mundo, espíritus, historias de monstruos y cuantas otras cosas pueda uno imaginar. Se quedó tan maravillado que no podía dejar de hojearla, y, aunque le costaba horrores leer con sus temblorosas manos, intentó calmarse para continuar leyendo. Estaba fascinado.
Había creado en su mente, al mismo tiempo, un plan: se la ingeniaría para contrabandearla entre la ropa, para poder leerla con más detenimiento en su casa. Luego la devolvería. «Después de todo, 'tomar prestada' la revista no sería algo tan grave», pensó. En su afán le favorecía el invierno; pese al gran volumen de la revista, se la metió entre las gruesas capas de la campera y apenas podía vérsele desde fuera.
Le tomó un mes y medio leerla.
Pese al estupor que le causaba, no podía parar de repasarla una y otra vez. Fue por aquel entonces que lo miedos comenzaron a aflorar poco a poco y la vida se fue convirtiendo en un tormento para nuestro pequeño gaucho. Su imaginación lo fue nutriendo de profundos terrores, que al final terminaron por enraizarse en la mente cual raíces de un olmo que tiene a su disposición ingentes cantidades de agua.
Así fue que un día, durante la noche, se encendieron las Antillas en el rancho de Galvarino. Su retoño despertó gritando en mitad de la oscuridad. Más tarde, durante esa misma noche, les contó que había visto un coco parado al pie de su catre. Don Galvarino estaba muerto de miedo; el mal de los terrores nocturnos, que tanto había intentado evitar, se presentaba en su pequeña morada.
Los hermanitos de Armando continuaron con el frenesí. Habiendo escuchado la descripción de aquella espantosa figura, decían haber visto también, con el horror impreso en sus rostritos, al coco; qué este los había tocado, o que lo habían visto en alguna parte de la habitación, o había gritado debajo de una cama.
Y así fue durante toda la noche. Cuando Antumalen y Galvarino lograban calmar a uno, entonces empezaba el otro.
Nadie pudo dormir esa noche. Con todas las velas encendidas y distribuidas en el interior del rancho, Galvarino apartó a Armando de sus hermanitos y le preguntó qué había visto exactamente y cómo sabía que aquello no era, por ejemplo, una sombra. Armando le dijo que aquella cosa era oscurísima, alargada y se desplazaba suavemente de un lado a otro al pie del catre. Al parecer, también tenía pelos. Don Galvarino, que no sabía leer y, por lo tanto, estaba imposibilitado de comprobarlo por sí mismo, le preguntó al niño si lo había leído en algún lugar. Armando contestó con un rotundo NO: que la figura estaba allí y eso era todo.
La verdad era que lo había leído en la revista Premoniciones, pero haberlo dicho le hubiera costado un castigo y, posiblemente, el decomiso indiscriminado de cualquier cosa que tuviera un texto impreso en su superficie.
Poseer la revista era como poseer una bomba, una que su padre y su patrón estaban buscando. No podía devolverla, pues no había tenido oportunidad de pasearse de nuevo por la casona. Entonces, una tarde, cuando nadie lo veía, se fue lejos del rancho, cavó un pozo y la enterró para que nadie pudiera hallarla nunca jamás, siquiera él mismo. Luego se abocó a la lectura minuciosa de Flores Exóticas, que le ayudaba a olvidar ―un poco― las espantosas pesadillas que sufría durante las noches después del fatídico evento del coco.
Fue así que nuestro gaucho contrajo el espantoso miedo, que desde aquel entonces lo persiguió a donde fuere. Era una cuestión peliaguda.
La adolescencia, lejos de quitárselo, se lo reforzó: parecía como si el miedo que acobijaba desde la infancia creciera al mismo ritmo que él. Sus temores estaban desbocados; ya no eran sólo a los cocos a lo que temía, sino ya a cualquier cosa que fuera más o menos misteriosa. Pensaba ―aunque no estaba seguro― que la sugestión era la causante de todos sus miedos, pues al recordar al coco reparó que pudo ser la sombra producida por la luz de la luna pasando por la cortina que se movía producto del gélido y ululante viento de aquella noche, la verdad del coco. No obstante, sus dilucidación sobre la sugestión no le daban el sosiego que necesitaba, pues algunas cosas que le pasaban parecían, de verdad, cosas de Mandinga.
Cuando comenzó a trabajar a la par de su padre, ayudándole con las obligaciones, el asunto cambió ligeramente. Las larguísimas y agotadoras jornadas de trabajo sumadas a las oraciones a san Benito y los consejos de la bruja buena ―a quién había conocido en el pueblo cuando iba a catequesis―, apaciguaron lo suficiente su mente para que pudiera tener un descanso más o menos decente durante la noche.
Pero sus ansias fueron calmadas de manera más o menos definitiva por otra cosa.
Cuando Armando tenía catorce años, hizo un gran descubrimiento: al llevar su cuchillo facón en la cintura los fenómenos paranormales dejaban de suceder, sobre todo los que se sucedían en el casco de la estancia.
En cuanto se sentía acorralado, sacaba el cuchillo y lo movía en cruz por el aire mientras balbuceaba algunas que otras palabras sacras. Al muchachón todo aquello le pareció tomar sentido; desde que llevaba facón las cosas habían cambiado en un santiamén. Parecía mentira que los espíritus y todos esos seres que deambulan por la noche le tuvieran tanto pavor a un pedazo de hierro.
Lo que en verdad sucedía es que, hacía ya bastante tiempo, los hijos del dueño de la estancia habían descubierto el pavoroso miedo que este le tenía a las ánimas. Lejos de solidarizarse, le hicieron todas las bromas habidas y por haber, algunas demasiado elaboradas y crueles. Cuasi criminales. Pensarlas y organizarlas era el divertimento de los muchachos durante los largos días de campo. Pero desde que Armando comenzó a llevar su largo facón, aquellas bromas se habían vuelto peligrosas para ellos.
Una tarde, entrada ya la penumbra y antes de conocer que nuestro gaucho andaba con facón, uno de los hermanos se escondió en una esquina oscura del «galpón raro», como solían decirle, pues no era un rectángulo sino que tenía varias alas y era enorme. La luz allí apenas llegaba a sus recovecos.
El otro hermano, que estaba con Armando arreglando un alambrado le pidió, a sabiendas, que fuera a buscar una tira de alambre al galpón elegido con antelación. Armando, con el cuchillo en la cintura, entró al galpón y entonces una voz horrible pronunciaba su nombre desde la oscuridad; «¡Armando, Armando! te veré en sueños esta noche...», decía y luego lanzaba una risita espantosa, como si quién la producía tuviera la garganta tomada. Nuestro gaucho sacó el cuchillo y de manera inesperada, se abalanzó contra lo que fuese que emitía esa voz, haciendo cruces en el aire con su facón. El bromista recibió tres tajos en la cara. Se quedó acurrucado, muerto de dolor y miedo por lo que pudiera hacer Armando con semejante cuchillo, había quedado a merced de nuestro gaucho.
Permaneció en total silencio. Al ver la sangre en el facón, Armando rectificó el poder de su cuchillo. Por primera vez, la suerte se invertía para ponerse a su favor. Esta vez fueron los bromistas quienes pasaron susto.
Así forjó, por prueba y error, su condición de hombre rudo y fornido.
Con el tiempo fue fortaleciendo aún más su condición al punto de convertirse, externamente, en un hombre admirable y corajudo que no le temía a nada ni nadie. Fue por aquel entonces que nuestro gaucho aprendió a usar la máscara. Una muy poderosa; una que le dotaba de respeto y compensaba y maquillaba, durante el día, su temerosa personalidad nocturna.
Y así fueron pasando los años. Quince años.
Sus hermanos, ya grandes, fueron uno a uno ausentándose hacia futuros más prometedores. Él fue el único que permaneció en el puesto con sus padres, ayudándole con las labores. Un día don Galvarino murió y al poco tiempo, como obra de un demonio, se iría también doña Antumalen. Nuestro gaucho se quedaba solo.
La estancia tampoco era lo que había sido hace un quincenio; ahora estaba triste y desolada. El dueño se había puesto viejo y, naturalmente, sus hijos ―los mismos que le hacían bromas pesadas a nuestro gaucho― se hicieron cargo de todo. Por fortuna, esto no le afectaba en nada, pues unos años atrás, cuando el viejo aún mantenía la cordura, don Armando compró con sus ahorros de toda la vida el puesto donde se crió y las dos leguas de campo circundante. Sería este, finalmente, el lugar donde se asentaría y viviría.
Su vida transcurrió así, sin contrariedades, contratiempos o eventos destacables, por un larguísimo periodo de su vida. Unos treinta años, digamos. De este largo período sólo puede decirse que fue el tiempo en que se dispuso a desparramar las rimbombantes historias que lo convirtieron en un falso héroe. No perdía oportunidad en sus idas a la pulpería para contar alguna de sus supuestas historias, que todo el mundo escuchaba gustoso, rodeándole. Por algún motivo, toda aquella atención que recibía, lo llenaba de placer y al mismo tiempo sentía que su máscara se reforzaba.
Pero su vida en general era, por decirlo de alguna manera, bastante más simple que la que uno pueda figurarse de un héroe:
Se dedicaba de lunes a sábado al cuidado de sus ovejas, de ello sacaba sus ganancias. Les sacaba la lana y la vendía una vez al año. Los domingos ―durante el día― los dedicaba a su rancho: sacaba yuyos de alrededores, limpiaba el pozo, lavaba la camioneta y repasaba con adobe las partes de la pared que estuvieran medio flojas. Su rancho era el más prolijo de la zona. Nadie sabía cómo don Armando podía mantener semejante orden. La verdad es que lo había aprendido todo de doña Antumalen. Se ponía un delantal, prendía la radio y comenzaba con el fregoteo del piso y el desempolvado de ventanas y muebles. Luego seguía con la parte de afuera. Cuando eran más o menos las cuatro de la tarde, terminada la limpieza y se marchaba al pueblo a socializar.
Pero en el pueblo todo el mundo le tenía respeto al ya don Armando Borondo. Era una figura digna de apreciar, pues siempre se presentaba erguido, impoluto y fresco. Sus grandilocuentes mentiras trabajaban por él desde hacía ya mucho tiempo. En cuanto se bajaba de su reluciente camioneta verde oliva, algunos niños, que sabían los puntuales horarios del gaucho, lo esperaban ansiosos, pues, se apersonaba a las cinco en punto frente a la pulpería y repartía caramelos entre los pequeños curiosos.
Así de excéntrico era don Armando Borondo.
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