27
La fragata seguía su viaje hacia Buenos Aires, pasando por algunos otros puertos costeros. Por aquellos días, Jan comenzó los preparativos necesarios para infiltrar a don Armando dentro la incipiente organización nazi que se situaba en la ya mencionada ciudad. A su suerte, no le constaba que existiera en la organización, aún, un escuadrón de seguridad como los antiguos escuadrones de defensa de Hitler, las SA. Nada que debiera ser tomado en serio. Pero en breve el nuevo Führer las organizaría, de eso no cabía dudas.
Pese a esto, Jan era precavido.
Era un hecho que contaban con algún tipo de guardia, que aunque rudimentaria, sea capaz de procurar una protección efectiva. No pasarían los nazis por alto tan importante cosa. Así pues, cimentó su estrategia teniendo especial cuidado en ese punto.
Lo demás para Jan era pan comido: había vivido toda la vida cerca de la simbología nazi y del idioma alemán. Si en algún momento debía usar alguna de sus estratagemas, entonces no tendría dificultad para pasar desapercibido entre los enemigos.
El verdadero problema era don Armando.
No conocía palabra alguna en alemán. Mucho menos la idiosincrasia germana. Pero si el plan se desarrollaba tal lo previsto, entonces no sería necesaria mucha instrucción. Jan tendría que enseñarle sólo un par de palabras y gestos... muy importantes estos últimos.
Del resto se encargaría él mismo.
―A ver, don Armando, venga ―le dijo Jan, desde el centro del camarote. Haga esto ―y levantó en alto la mano derecha.
Don Armando se acercó hasta el muchacho e intentó simular el movimiento.
―Un poco más arriba.
―¿Así?
―Mmm, el brazo estirado por completo.
―¿Así está bien?
―Sí. Ahora haga esto ―dijo Jan, y dobló la muñeca hacia atrás, pasándola encima del hombro.
Armando lo intentó varias veces. Jan negaba con la cabeza, como si fuera un crítico de arte. De repente hizo un gesto de aprobación.
―¡Perfecto! Estos son el Hitlergruß y el Führergruß.
Armando se le quedó mirando con ojos achinados.
―Quiero decir, señor, el saludo a Hitler y el saludo que él mismo hacía... el Führergruß lo hacía, por lo general, solo él ―refiriéndose a Hitler― porque no podía estirar el brazo, como se hace en el hitlergruß, puesto que tenía problemas de articulación. Supongo que el nuevo debe extender la mano, pero le enseñó las dos maneras, por las dudas. Puede que le haya quedado la costumbre.
―Ta bien ―soltó don Armando.
Luego empezaron la titánica tarea del idioma alemán...
No solo alemán, sino también el suyo propio, el español. Por nada en el mundo debían sospechar los guardias que se trataba del humano original, el gaucho de la Estepa Patagónica.
Si aparecía don Armando en el cuartel general diciendo cosas como ¡Ay juna! o ¡qué lo tiró! o ta bien, los guardias y cualquiera le escuchara se darían cuenta en seguida que algo andaba mal con el Führer y, considerando que habían perdido de vista al original, todo le encajaría en un instante.
Así que Jan se empeñó en hacerle decir correctamente todo ―en vez de toido―, o bueno ―en vez de güeno― o está bien ―en vez de ta bien―, por dar algunos ejemplos.
De lleno en el alemán, Don Armando ya había tenido algunas experiencias con idiomas extranjeros y antiguos. Recordó el Vade Retro Satana que solía recitar por las noches cuando era niño, la que le había enseñado la bruja buena. Al principio, había pensado él que sería una tarea sencilla, pero, ¡este idioma!, el que Jan intentaba con ahínco que domine de manera básica, le parecía lo más complicado de vocalizar que existía. Algunas frases le parecían, lisa y llanamente, un trabalenguas. Por fortuna para ambos, lo único que necesitaba saber el gaucho era un par de saludos y algunos que otros dichos.
Pero estuvo preparándose arduamente durante todos esos días en alta mar.
Tanto fue así que al tocar el puerto de Buenos Aires, Armando manejaba de maravillas el idioma alemán... Bueno, las principales palabras, como Sieg Heil ―Viva la Victoria (no la de Gilberto...)― o Deutschland ―Alemania, en alemán...― y algunos que otros conectores y pronombres.
Jan le había dicho que mezcle su español con algunas palabras en alemán, por ejemplo que dijera; «en Deutschland esto no pasaba» y cosas por el estilo.
Para su satisfacción, Armando tenía una dote natural para la actuación y eso le tranquilizó sobremanera. Este había adquirido la actitud perfecta de un Führer, al punto que daba miedo e imponía respeto. Había adquirido esos dotes actorales de sus épocas de falso héroe, cuando manejaba máscaras e interpretaciones. Ahora, todo aquella pantomima del pasado venía a servirle a fines prácticos...
«¡Cómo son las cosas, que ahora heme aquí hablando con perfecta pronunciación!», soltó don Armando con una locución impecable, delante del espejo del lobby, en el hotel donde se alojaban en Buenos Aires.
―Usted ―dijo don Armando con decoro, como probando su locución, yendo hacia la habitación de hotel tres estrellas que Jan había reservado con antelación―, ¿cómo consigue todos estos favores que le hacen a fin de lograr su cometido?
―No soy un lobo solitario, mi Führer.
―Entiendo, entiendo ―dijo Armando y luego fijó su atención en otra cosa―... Y dígame, ¿qué es eso que lleva en la mano?
Jan llevaba un portatrajes, que llegaba casi hasta el suelo. Se lo había dado la recepcionista del hotel cuando este se lo pidió.
―Es su nuevo traje ―le contestó Jan―, ahora veremos si es el talle justo.
Una vez hubieron entrado a la habitación, Jan dejó su mochila sobre la cama e invitó con un gesto a nuestro gaucho a que hiciera lo mismo con su morral. Luego se sentó sobre la cama y le extendió el traje al gaucho. Armando lo aceptó y enseguida se fue al baño a probárselo.
Dentro, se tomó un buen tiempo para observar maravillado aquel cuarto de baño. Ni en sueños había imaginado tener uno así en el rancho. Bueno... para ser francos, en su rancho siquiera tenía uno. Un excusado, retirado del rancho, no cuenta como baño. Para bañarse usaba una palangana y una pava de cinco litros, que calentaba en la cocina a leña.
Al presenciar ese lujo, Armando pensó enseguida en instalarse uno en su rancho.
―Führer ―dijo Jan desde afuera, llamando a la puerta con suavidad y sacando del ensueño a nuestro gaucho―, no olvide esto ―le extendió por el reborde de la puerta una navaja para afeitar y una fotografía.
Armando las recibió y cerró la puerta.
Antes de bañarse y ponerse el traje, se afeitó. Ese es el orden correcto de hacer las cosas. Mientras pasaba la navaja por el cuello, alternaba la vista entre la fotografía y el reflejo de sí mismo en el espejo. No podía creer el enorme parecido.
El nuevo Führer se había inclinado por el bigote autoritario de Armando y no el típico bigotín de Hitler, lo que le pareció un tanto curioso. Un tanto, solamente, porque en definitiva era su clon y conservaría este ciertos gustos originales.
«Es decir, los gustos de don Armando Borondo», se dijo.
Detuvo su afeitada por un momento para observar en detalle la fotografía que reposaba sobre un pequeño estante debajo del espejo. El clon aparentaba menos edad. Estaba, por decirlo de alguna manera, más conservado. Y es que este no tenía sobre la piel los años, ni el sol, ni los maltratos del viento y el frio patagónico. Era como una versión más rejuvenecida de él mismo.
Se le erizó la piel. Mal momento para que pasare.
Al salir del baño, el muchacho, que estaba sentado en una de las camas, se quedó paralizado. Estaba fascinado ante la presencia de don Armando. Llevaba el traje, y la barba prolijamente afeitada.
―Podría en este momento decir que es usted el verdadero Führer, señor ―soltó por fin Jan. No podía quitarle la vista de encima.
Y haciendo grandilocuentes movimientos y llevando un papel higiénico en la pera ―se había puesto nervioso con la fotografía― dijo:
―Lo soy. Soy el verdadero Führer.
―Qué duda cabe, ¡Mi Führer! ―gritó Jan con rapidez, haciendo el hitlergruß.
Armando se incomodó un poco con la reacción que había provocado en Jan. Era como si este se hubiera comido un nazi mientras él se estaba aseando.
―Güeno... ―dijo Armando, sentándose a su lado en la cama, ya en tono pacífico y familiar― usté bien sabe que lo que yo haigo es una actuación, quiero imaginar...
―¡Y qué bien lo hace, señor! Nunca me hubiera imaginado que podía actuar tan bien. ¿Ha tenido alguna vez algún tipo de preparación en ese sentido? ―dicho esto, Jan se dio cuenta que fue tonto preguntar algo así.
Armando le dedicó una sonrisita observando un zócalo de la habitación.
―Sí usté supiera... ―dijo y luego agregó un suspiro. Si supiera el muchacho que durante años él había formado parte de un personaje que, ahora, estaba decidido a erradicar para siempre...
―La vida jue la preparación, rusito ―soltó al final.
Ambos se quedaron en silencio, hasta que por fin Jan decidió articular unas palabras y a modo de cambiar de tema le dijo:
―Además, el traje le queda maravilloso, señor.
Y no mentía. Era a su medida. Simple, con blancos y negros, muy parecido a los clásicos trajes que usaba Hitler cuando no llevaba uniformes militares.
Jan no podía creer cómo, una cosa tan simple como una barba bien afeitada y una vestimenta correcta podía hacer que una persona luzca, de golpe, tan diferente. Y Armando, además, tenía la particularidad de mutar con mucha facilidad, puesto que su tez, sus ojos y hasta su altura podían ajustarse con tranquilidad a un estándar como a otro.
Era como un hombre orquesta.
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