26

Después de refrescarse en el agua, sentados, ya en las tibias arenas del mar patagónico y viendo el hermoso atardecer que les regalaba el mar, siguieron organizándolo todo. La experiencia no les hizo olvidar que aún tenían que salvaguardar al planeta de la tiranía y su eventual desenlace. ¿Entraría el pobre en una nueva guerra?, se preguntaba don Armando, un tanto incrédulo, mientras observaba un pequeño punto en el horizonte del mar, que crecía a cada momento.

―¿Usté cree que sea posible una nueva guerra, rusito?

―No sé, señor. Presiento que sí.

Armando creía íntima e ingenuamente que después de los horrores de la última guerra, la humanidad se habría quedado sin antojo de iniciar un nuevo enfrentamiento armado. Pero luego recordó lo que le había dicho Gilberto, lo del crecimiento exponencial de la maldad en la guerra, y se le pasó. Entonces pensó lo contrario; que era muy probable.

―Si no es la naturaleza con sus pestes, soimos nosotros con estas guerras hediondas quienes nos buscamos solitos los problemas ―dijo con sabiduría nuestro gaucho.

―Y esas guerras, a su vez, se tornan cada día más peligrosas ―agregó Jan.

―Hay que parar a ese zángano ―soltó don Armando decidido.

―Eso haremos, señor.

―¿En Güenos Aires? ¡Usté me está metiendo en un baile de aquellos, rusito!

―¿Yo?, ¡su clon! ―rió nerviosamente Jan.

Armando se quedó viéndole con cara de nada.

―Y güeno, ¿cómo vamo'a dir a Güenos Aires? ¿Tiene idea?

―Ve ese puntito que se divisa a lo lejos ―lo veía; lo había observado con suma atención hacía apenas unos segundos―, pues nos iremos en eso. Atraca, recarga y a las diez de la noche zarpa desde el puerto, bueno, el viejo puerto, que está a nuestra izquierda. Aún sirve para algunas operaciones.

Armando miró hacia la izquierda.

―Desde donde estamos no se ve ―le dijo Jan, como leyéndole la mente―. Hay que caminar un poco más por la costa.

―Ta bien...

―Es una fragata del ejército, solicité que nos reserven dos espacios, y como formo parte del ejército y de las fuerzas especiales, accedieron sin más... Pensé que a usted también le gustaría viajar por mar así que...

A Armando le latía el corazón con fuerza. Había creído siempre que lo más parecido a un barco que vería en su vida serían sus pequeñas piezas en botellas, las que coleccionaba en una de las paredes del racho. Habiendo pensado esto, recordó que llevaba en su morral el pequeño barquito en una botellita de whisky.

―¡Ma' vale que sí! ―dijo don Armando, aún revisando en el fondo del morral.

La encontró y se la acercó a Jan. La primera impresión que le dio fue que no era precisamente una maravilla. Al creador le habían faltado algunos detalles.

―¿Dónde la compró? ―preguntó Jan, que intentaba con todas sus fuerzas ser cortés.

―¿Comprar? La hice yo mesmo. De las primeras que hice. Siempre me engustó el mar. De niño me pasó una desgracia. Una vez, en una laguna, me picaron los piojo'e pato. Disde entonces le tomé recelo al asunto. ¡Ni yo sabía lo que me estaba perdiendo!

Al ver la indiferencia de Jan por su obra, medio enojado, se la quitó de la mano y la devolvió al morral, no sin antes mostrárselo, también, a Betún. El gato estiró la cabeza y le dio una olfateada indiferente. Luego volvió a su posición anterior. «¡Otro desinteresao!», pensó Armando en alusión al michifuz.

El muchacho se dio cuenta que había sido descortés e intentó arreglarlo.

―Lindo el barco, señor. Cuando pequeño ―improvisaba― pensé en hacer uno, pero al final nunca me puse manos a la obra...

Armando asintió con falsía, revoleando los ojos.

―¿Qué le parece si comemos algo antes de ir hasta el puerto? ―dijo Jan, intentando cambiar de tema.

Allí mismo comieron unos sándwiches de milanesa en la hora dorada, al son del sonido de las olas quebrando en la costa. Después de un largo rato de descanso, se incorporaron y partieron los tres hasta el puerto.

La fragata llegó y Armando estaba maravillado con ella. Esperaron un poco más en el muelle, hasta la hora de abordar, a las diez en punto de la noche. Jan sacó del bolsillo el telegrama que había retirado esa tarde en el pueblo.

Les costó meter a Betún.

Por dos motivos; primero por quién les recibió, fue a consultar con el capitán si se permitían embarcar gatos en la fragata. Armando estaba decidido a bajarse y volver para sus pagos si el michifuz no tenía pasaje. Se estaba armando revuelo. Nuestro gaucho, testarudo, se había puesto porfiado y no había quién le sacare de esos estados ―el descubrimiento de la flor negra le había quitado el miedo, mas no su porfiadez―. Así pues, por un momento, el destino del mundo estuvo a merced de Betún.

Una vez resuelto el primer asunto, tuvieron que resolver el segundo, que consistía en meter al muchi dentro del barco haciéndolo pasar por el pequeño espacio vacío entre el barco y el muelle. Este se aferraba a Jan, en el muelle él, de tal manera que le dejó varios rasguños cuando intentó traspasárselo a Armando, ya subido en la embarcación.

Al final, resolvieron el problema felino. A fuerza de rasguños pero lo resolvieron. Al cabo de unos minutos estaban, por fin, todos en el interior del barco.

Pensó Armando en la bruja buena. «¿Habrá subido?». Quizá por eso ―pensó― no quería subir el muchi; porque la bruja se estaba quedando en el muelle. Pero aquellas elucubraciones pertenecían al mundo de las especulaciones. Nadie podía saberlo. No al menos hasta que ella se dignase a aparecer en su mente, como lo acostumbrado en las anteriores ocasiones.

Una vez dentro les brindaron un camarote con dos camas y un pequeño baño. Era suficiente para ellos.

Después que don Armando se recostara en la cama cucheta ―la de abajo, pues Jan había elegido la de arriba―, en el barco no se supo más de los dos pasajeros durante toda esa noche. Estaban tan cansados, que nomás tocar la cama cayeron en un profundo letargo. ¡Y eran tan cómodas esas camas!, considerando, claro, que los días anteriores habían estado durmiendo a la intemperie, siempre con alguna que otra piedra clavándosele en el culo e incomodándole el sueño.

Al día siguiente, nuestro gaucho despertó con un suave rayo de luz que le alumbraba la cara de manera ocasional. Serían más o menos las nueve de la mañana. Michifuz dormía a su lado. Luego quiso comprobar desde la cama, si dormía Jan todavía. Como tenía modorra de levantarse a mirar por encima, aplicó presión entre los tirantes de la cama de arriba. La mano se metió entre los sostenes y levantó el fino colchón de lana, que aún conservaba algo de temperatura corporal. Jan se había levantado hacía apenas un rato.

Luego, de un golpe, se levantó él y fue directo hacia el pequeño tragaluz de su camarote.

Una vez se hubo pasado el encandilamiento inicial contempló, una vez más, la maravilla de ese mar. Se había hecho realidad ese sueño que había tenido de antaño, el de abordar en uno de sus pequeños barquitos. Aquella fantasía le hacía pasar el rato en más de una ocasión, en aquellas oscuras noches de invierno en el rancho. Como cosa misteriosa estaba ahora metido dentro de uno y flotando de verdad.

Mientras el sol le iluminaba y hacía de las suyas con la cara de don Armando, este tuvo una profunda reflexión. Pensó que, después de vivir mucho tiempo, unos sesenta años para ser más preciso ―diría Jan―, había logrado en el transcurso de unos pocos días descubrir las facetas más profundas de su alma y cumplir sus sueños postergados.

«¿Me estaré por morir?», se preguntó, algo consternado.

Hay quien dice que, cuando una persona se realiza como tal, es como una obra de teatro que se acaba y, por lo tanto, el telón se cierra y uno muere. Aunque hay casos en los que el protagonista sale airoso del desenlace.

Quizá ese era su caso, porque todavía seguía vivo...

Sacó la cabeza de la porta y salió del camarote para recorrer la fragata. Tenía una necesidad imperiosa de conocer su interior, de ver cómo era uno de verdad por dentro. Fue pasillo por pasillo, observándolo todo con gran detalle. Los marineros que pasaban junto a él lo observaban con curiosidad. Su extraño comportamiento y la vestimenta gauchesca no se ajustaban en nada a lo que uno pueda ver en una embarcación.

Uno de los caminos llevaba a una puerta prolijamente colocada al final de pasillo. La abrió y allí se encontró con un hombre de espalda, parado, leyendo unos papeles ―a juzgar por los garabatos, documentación técnica―, cerca del timón.

Había entrado al puente de mando de la fragata.

―Por fin conozco uno ―soltó de forma involuntaria nuestro gaucho.

El hombre, sorprendido al oír una voz desconocida se volteó bruscamente y observó a Armando de pies a cabeza. Al percatarse que no era ningún riesgo ―ya le habían hablado la noche anterior del gaucho que quería subir un gato a la fragata―, se ablandó y le contestó con tranquilidad, volviendo la vista a los papeles, como si nada:

―¿Se refiere al timón o al Capitán?

―Al timón. Y al Capitán también, pero yo no hago capitanes ni timoneles.

El Capitán se echó a reír. Luego dijo:

―No me diga más; usted es un apasionado por la construcción de barcos en miniatura.

―Así des ―le contestó Armando―, dejé una fragata a medio hacer.

El capitán y don Armando se llevaron bien y se pusieron a charlar largo y tendido hasta pasadas las once de la mañana. Hacía un hermoso día y se sentía de estupendo humor. Echaba de menos momentos así. El gaucho auspiciaba de servidor de mate, e iban y venían bollitos dulces ―que traía un cadete que llevaba la ropa y la gorra fuera de lugar―. Desde allí tenía él una vista excepcional del mar, quizá la mejor vista.

Se encontraba en la gloria.

El Capitán le contó historias sobre monstruos marinos y otras historias interesantes del mar, que nuestro gaucho escuchó encantado. Él, para no ser menos, le contó historias de monstruos y ánimas terrestres. ¡Una vida de pasar miedos con esos guachos! Era todo un especialista en ese área.

Pasadas las once del mediodía, entró al puente de mando el timonel, que comenzó a hablar con el Capitán en lenguaje técnico, tal que nuestro gaucho se sintió excluido de manera indefectible. Pero, supuso, por la preocupación que podía notarse en el rostro del Capitán, era algo de importancia. Cuando se estaba por ir, el Capitán interrumpió la conversación que mantenía con el timonel para dirigirse un segundo a él y decirle que volviera por la noche. Armando levantó la mano en signo de asentir y se fue por la puerta de la cubierta.

Quería conocer fuera.

Y allí observó con detenimiento cada uno de los tres palos y sus respectivas velas, que en aquel momento se encontraban desplegadas. Le dedicó un largo rato al palo mayor. Este había captado la totalidad de su atención. Trataba de registrar en la memoria, como si fuera un archivador viviente, la mayor cantidad de detalles. Así, cuando volviera ―si volvía, claro―, se dispondría a agregar a su pequeña fragata los detalles que había visto en la fragata verídica.

Bajó la mirada y dirigió la vista hacia el horizonte. Casi en la proa, vio a Jan, que se encontraba de espaldas, con una palangana y con unas ropas puestas que, por la holgura de sus telas, no eran las suyas. Estaba arremangado, culo al norte, sacudiendo con las manos algo dentro del cacharro. Armando se acercó de manera que Jan no le viera. Estaba justo detrás de él.

―¿¡Qué! ... anda haciendo en la proa? ―le gritó a sus espaldas don Armando, para darle un susto.

Jan dio un salto de muerte. Por un momento pensó que era el Capitán regañándolo por estar lavando ropa en la proa. Pero al voltearse se encontró con el jocoso y sonriente rostro de don Armando, mirándole, como esperando una respuesta. ¡Años de preparación para mantener el control y viene un gaucho a pegarle el julepe del año!

―...Al parecer nuestro gaucho está hoy de un excelente humor ―le dijo Jan, con los nervios de punta por el susto― Me hubiera encantado verlo así en otras situaciones dispares... ―remató el muchacho de manera sutil, mientras que volvió al ruedo con la ropa, intentando aparentar que no sucedía nada.

―¿A qué situación se refie...

Armando pensó un poco y se dio cuenta que Jan se refería al payaso comerostros. Aquello le daba vergüenza y le traía malos recuerdos. Al respecto, decidió no contestarle nada. En cambio le dijo, mirando hacia el horizonte:

―Cómo no voy a estar feliz ¡si mire! ―dijo, haciendo un gesto con la mano― ¿no es maravilloso?

―Lo es, pero es cuestión de que todos podamos gozar por igual de la vista... ―A Jan le costaba salir de sus sustos.

―No se indigne, Jancito ―le dijo, sobándole la espalda al muchacho―. Mire, le prometo que no se lo hago ma'.

Jan se volteó para entregarle una mirada penetrante, intimidante, pero al comprobar la sonriente cara del gaucho, no pudo más que soltar una carcajadita.

―¿Vio? ―interrogó don Armando, al ver la actitud de Jan― ¡no era pa' tanto!

―Hágase el chistoso, le voy a hacer lo mismo por la noche, de manera más elaborada... ―y lanzó una risita al aire, mientras refregaba, como imaginándose lo gracioso que sería aquello.

Armando lo observó con cara de indiferencia.

―Y güeno, ¿me va a encontar cuál es su plan? ―soltó de golpe, cambiando de tema.

Jan se apaciguó, dio un respiro y observó para los lados. La proa parecía un buen lugar para comunicarle su plan a don Armando.

―Cómo no ―dijo luego.

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