13

Limpió sin agua, lo que más pudo el cuchillo en la arenilla y se quitó con las manos la tierra pegada de la cara. En ese momento, si encontrara un lugar para asearse en el vasto campo sería el hombre más feliz del mundo, pues el olor penetrante a vómito y podredumbre lo tenía asqueado y lo seguía a donde fuera. Observó su entorno y se dirigió hacia el interior de dos montañas que divisaba en la oscuridad, bastante cercanas. Como hombre de campo sabía que era posible que allí hubiera algo de agua.

Hubiera querido sobremanera encender una linterna o prender una antorcha para adentrarse entre las sierras. Pero sabía que hacerlo atraería más demonios. En consecuencia, decidió afinar su vista y, con la poca luz que aún quedaba del ocaso divisó los bultos que serían montes y piedras. Buscaría agua, se asearía y huiría cuanto antes hacia el campo abierto, donde podía verlo y controlarlo todo con mayor facilidad.

Notó que la temperatura bajó de forma significativa a medida que se adentraba entre las montañas, lo que sólo podía significar una cosa: había una gran fuente de agua cerca. Sus sospechas se confirmaron al encontrarse un gran mallín, lleno de cortaderas y tierra húmeda. Buscó hasta encontrar un claro de agua y, tal lo previsto, sacó el jabón de la mochila y se aseo con ahínco: las manos primero, luego la cara y el cuello. Le dio la vuelta a la aguada hasta llegar al arroyito que la abastecía y hundió la botella en el agua, hasta que esta no recibió más líquido. Se paró, volvió a poner el jabón y la botella en la mochila morral y partió con el propósito de salir de esa boca de lobo lo antes posible.

Había matado a un hombre, sin embargo esta vez, no se sentía un asesino.

Después de todo no eran humanos, aunque lo parecían. Había concluido, antes de que todo lo del inglés sucediese, que no era Dumancia sino una copia de Delalia a quién había matado en la primera ocasión, pues al parecer aquellos demonios, eran dobles de humanos. El caso de don Ambrosio se lo había confirmado de forma definitiva.

«¿Y mi copia?», fue la pregunta inevitable que volaba entre sus pensamientos y atrapó en ese instante. Era evidente que debía haber uno. «Sí doña Delalia tenía uno, ¿por qué yo no?», decía. Y la primera respuesta que le vino a la cabeza fue que era probable que su copia estuviera con la cabeza apoyada en la pared de algún rancho, extraviado. O quizá en el suyo propio, ¿cómo saberlo? Si fuera ese el caso, entonces su huida le liberó de la carga de tener que acuchillarse a sí mismo.

Se dio cuenta, también, que sentía menos miedo que antes. Con tantos verdaderos miedos, reales y palpables, había perdido en gran medida el miedo a los mitos y leyendas, como las ánimas, las luces malas o el tué-tué. Hasta soltó una carcajadita cuando recordó al tué-tué. Al fin y al cabo, pensaba, no eran más que eso; leyendas. Nadie sabía si sucedían en realidad o eran fruto de la imaginación de gente ociosa reunida alrededor de un fogón contándose historias de dudosa procedencia. En cambio estos demonios andantes... ¡estos sí que eran reales!

Tan orgulloso se sentía de estar caminando, allí mismo entre las montañas, en medio de la oscuridad, temiéndole sólo a los verdaderos peligros que se le hinchó el pecho y comenzó a caminar erguido, con la autoestima repuesta.

La última vez que se había sentido así fue en la remota noche que se habían quedado solos con su madre de corazón, Antumalen. Él estaba muy acongojado por el miedo de encontrarse al tué-tué. Ella lo tomó de la mano y lo llevó a rodear el rancho en plena noche. Caminaban unos cinco pasos y se detenían. Entonces, Antumalen le decía:

―¿Pasa dalgo?

A lo que nuestro gazapo iba contestando que no.

Luego de la heroica tarea de Antumalen por evitar el dolor de su pequeño hijo, él se sintió más fuerte. Cada vez que advertía un miedo, aprovechaba que aún era incipiente y recordaba la lección de su madre. El temor se le pasaba en un santiamén. El talismán mental surtió efecto hasta la noche que nuestro pequeño gaucho despertó en medio de la oscuridad ante la presencia del coco. A partir de esa noche, cuando imaginaba a su madre diciéndole «¿Pasa dalgo?» el cerebro suyo era incapaz de decir que «no».

Poco le duró la autoestima lograda.

Y es que mientras iba absorto en sus recuerdos y pensamientos oyó unos ruidos que no le hicieron ninguna gracia. Miró a su gato y lejos este de tranquilizarlo, miraba hacia atrás, agazapado, con una marcada cara de preocupación y medio caminando de costado.

―Pss ―le vociferó aquello.

«No de nuevo, que si sigue así la cosa me voy morir prontito», pensó, con el corazón en la boca. Siguió caminando como si no hubiera oído nada, incluso a pesar de la actitud del gato, que caminaba pegado a su lado y al cual veía de reojo.

Ya no caminaba tan erguido. La voz insistía.

Sin pensarlo aceleró un poco su andar. «¿Correr o enfrentarlo?», esa era la cuestión. Si era lo que él creía, sería mejor enfrentarlo, pues, al juzgar por el refinado oído de nuestro gaucho, aquello iba montado a caballo. Si corría no tenía ni una oportunidad de salir bien parado.

―Pss.

Aquello que lo estaba llamando tarde o temprano intentaría entablar una comunicación. Viendo el indefectible destino, se volteó cual perro rabioso y gritó con descaro, medio apoyándose la mano en el facón para dar más impresión:

―¿¡Quién danda ahí!?

―Aquí anda el dueño de este campo ―dijo la voz, con tono inglés.

La silueta oscura que observaba don Armando parecía llegar al cielo de lo alto que se veía en el caballo. De la oscura silueta salían dos caños pegados que don Armando reconoció enseguida. Le apuntaban directo al cuerpo.

―¿Qué hace aquí? ―preguntó el inglés, muy cortante.

Armando se quedó mudo. Desconocía si el inglés sabía sobre la situación de los demonios andantes o si esté sospechaba que él era uno. Armando necesitaba pensar bien lo que diría. Un error y lo finiquitaban.

Entonces, los caños pegados se movieron levemente hacia su izquierda y salió de la punta una fortísima luz y un estrepitoso sonido.

―¡Ay juna!, ¡no me mate, por favor! ―suplicó don Armando.

―Entonces dígame que anda haciendo en mi campo.

Era una obviedad que el propietario del campo creía que el hombre era un cuatrero que intentaba robarle ganado. O peor aún, quizá que era un bandolero que quería robar su casa, matarlo o abusar de su mujer.

Sin pensárselo demasiado, a sabiendas de los pensamientos del inglés y a causa del estupor que le producían esos caños apuntándole, soltó Armando:

―¿Está al tanto de los dimonios andantes?

―No se haga el vivo que disparo. Dígame su nombre.

―Armando Borondo.

El inglés se quedó en silencio por un momento y soltó:

―Armando Borondo... ¿El hombre del hablan en el pueblo?

―Bueno, no me deleita que así sea, pero sí ―dijo Armando con falsa humildad.

―Demuéstrelo.

―Si me permite...

Armando sacó el largo cuchillo de su funda con delicados movimientos lo tomó de la punta, de tal forma que el inglés pueda recibirlo del mango. Si le hubiera entregado el cuchillo al revés, hubiera parecido una amenaza y el inglés no hubiera dudado en usar un cartucho.

Un movimiento en falso y nuestro gaucho mordía la tierra.

El inglés tomó el arma sin dejar de apuntarle. La observó con detalle, como si tuviera en sus manos una obra de arte. Colocó el filo del arma a la altura de sus ojos, de tal manera que la poquísima luz que quedaba del ocaso revotara sobre su superficie. Así relució la grabación en bajo relieve sobre la superficie del cuchillo.


Armando B.


El inglés se relajó y bajó la escopeta.

―Así que usted es el legendario Armando Borondo ―dijo el inglés bajándose del caballo.

―El mesmo.

―Entonces permítame saludarle ―se acercó con su caballo y lo saludó con un fuerte apretón de manos.

La oportunidad era perfecta para que Armando pueda verlo de cerca, con más detalles. Sin dudas era el mismo inglés: mismos rasgos, mismos ademanes; mismo todo. Hasta tenía el bigote inglés. Había acuchillado a su doble hacía apenas un periquete, con el mismo cuchillo que el original empuñó para leer las iniciales.

Era una verdadera locura.

Le bastó un dejo de lucidez para entenderlo todo: la copia estaba buscando la casa del original y estuvo muy cerca de encontrarla. Le había salvado la vida a quién casi lo convierte, de un escopetazo, en un colador.

―¿Qué anda haciendo por estos pagos, don Armando? ―continuó el inglés.

―Huyo de los dimonios andantes, don.

En otro momento de su vida, cuando se creía un verdadero valiente, decir aquello con tanta aplomo se le hubiera hecho imposible.

―¿Qué cuentos son esos? No me va a decir que un hombre como usted le teme a esas patrañas, ¿tan rápido se me va a caer un líder, don Armando?

―No son patrañas, ¿ha escuchao lo que se cuenta?

―Son puras patrañas ―contestó el inglés.

―¡Ojalá lo jueran!

El inglés lo miro de pies a cabeza.

―A juzgar por su semblante debe de estar usted muy cansado. Mire, mejor lo invito a cenar. Es una buena ocasión para que conversemos un poco. Yo también estoy bastante agotado, estuve arreglando unos alambrados al otro lado del campo y estaba de vuelta. Mi casa queda allí ―le apuntó con la mano. Qué me dice, ¿viene a cenar?

―Güeno, ya que insiste...

Armando no se lo pensó dos veces. Era una buena oportunidad para recomponerse de la larga odisea. Días ya que se mantenía a pan casero. Esperaba que el buen hombre le ofreciera un asado, pero, por si no fuere así, le dijo:

―Tengo una tumba, podemos tirarla al fuego.

―Tumba...

―Carne.

―Ahm... comida... Tengo de todo, don Armando, no se preocupe por ello.

El inglés se bajó del caballo y comenzó a caminar junto este a paso firme en dirección hacia el claro, como saliendo de las montañas. Armando se limitó a caminar a su lado. Betún los seguía por detrás.

―Vaya gato que tiene ―soltó el inglés al percatarse de Betún―, ¿de cuándo son estos tan compinches que hasta le siguen a uno?

―Ni idea. Ta medio loco.

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