24. Cecilia Lewis

Previamente en Coronavirus: La Mutación Zombie:

Mientras George estaba encerrado en la comisaria, escuchó a la oficial Jennifer hablando con Brown sobre su padre, DeAndre Brown. Al parecer había muerto en el transcurso del mes en que estuvieron buscando a Ryan. ¿Habrá tenido la oportunidad de contarle la verdadera historia sobre la muerte de su madre, Cecilia Lewis, antes de fallecer?

Ah, y por si lo olvidaron, la mamá de Ricky se llamaba Linda Jhonson y murió al dar a luz. 

Jijijijijijiji c:

Ya saben que estoy escribiendo esto a la maldita sea, así que perdónenme <3

Y una última cosita: creo que este capítulo será un poco fuerte y los hará sentirse mal (?)





—¡Tenemos que hacerlo! —exclamó la señora Lewis—. ¡Es la única forma!

—¡No! —contestó DeAndre—. Trabajaré doble turno, pero no le pediremos dinero a tus padres.

—¡Sabes que no alcanzará para la hipoteca, y mucho menos para los estudios de Michael!

—Baja la voz —susurró el señor Brown—, no quiero que nos escuche.

Cecilia asomó la cabeza fuera del cuarto. Por fortuna, su hijo no estaba escuchándolos. Después, habló:

—Está bien... —Suspiró derrotada—. Yo también tomaré un turno extra en el bar.

—Tienes que cuidar a Michael, no lo puedes dejar aquí solo.

—Ya tiene trece años, no es un niño. Puede protegerse a sí mismo. Lo estamos haciendo por él, ¿recuerdas?

DeAndre se acercó a su posición y acarició su mejilla.

—Lo sé... —Lágrimas empezaron a escurrirse por su rostro—. Es solo que aún lo veo como un niño. No quiero que le pase nada.

—Estará bien, mi amor. —Cecilia lo abrazó, también sollozando—. Lo único que importa ahora es su futuro.

—Prométeme que no les pedirás dinero —dijo mientras la apretaba con fuerza—. No te humilles ante ellos nunca más.

—Lo prometo —pronunció.

Cecilia Lewis había dejado su hogar para vivir con DeAndre Brown, el hombre de sus sueños. Su familia lo veía como un mal partido para ella y jamás aceptaron la relación. Siempre la humillaban y hacían lo posible por destruir su hogar. ¿Pero si no podía contar con ellos, a quién le pediría ayuda?

Su situación económica iba en picada. El señor Brown había quedado desempleado por un largo tiempo y apenas ahora había conseguido una nueva vacante como conserje en el colegio al que Michael asistía. Sin embargo, eso jamás sería suficiente para amortiguar todo lo que debían.

La casa tuvo que ser hipotecada para seguir pagando la educación de su hijo y no perder la cobertura, además de las deudas que habían adquirido con diferentes bancos. Cecilia Lewis sabía que la situación no iba a mejorar, y las opciones se acababan.

Incluso intentó contactar con una amiga bruja, Cleopatra, para realizar un ritual que le pudiera traer riquezas a su vida.

—Lo siento, Ceci, lo que me pides está fuera de mis capacidades —le dijo—. Aunque puedo hacerte un hechizo de protección.

—Bueno, solo espero que eso nos proteja del hambre...

Los días pasaron y las discusiones sobre el dinero se acrecentaron. En ese punto era evidente que Michael los había escuchado al menos una vez. Cecilia estaba desesperada, no hallaba una solución a su problema.

Fue una noche, mientras trabajaba en un nuevo bar llamado El Suplicio, que vislumbró lo que parecía ser la respuesta a sus desdichas. Cuando limpiaba el sótano de aquel lugar —en el cual almacenaban vinos y otras bebidas alcohólicas—, encontró una caja fuerte.

«¿Tendrá dinero adentro?»

Cecilia sabía que el establecimiento en el que trabajaba pertenecía a una banda delincuencial bautizada como Las Águilas Negras; un conjunto de ladrones, sicarios y personas de las peores calañas que había estado sometiendo la ciudad de Zaphara los últimos meses.

Había escuchado muchas cosas en los corredores y no le quedaba duda. Sin embargo, no le convenía acusarlos. Ellos tenían tanto dinero, que lograban sobornar a cualquier policía. Además, eran demasiado peligrosos y Cecilia no quería problemas.

La caja fuerte en el sótano estaba sellada. La señora Lewis no tendría un problema moral para llevar a cabo el robo, pues, a final de cuentas, le estaría haciendo un favor a la sociedad. O al menos así lo veía ella.

«¿Acaso me convertiría en una mala persona si decido robarle a un grupo de asesinos?».

El único inconveniente era la clave. Sin contraseña, era imposible abrirla. ¿Cómo podría conseguirla? 

De repente, oyó el taconeo de alguien que bajaba las escaleras. Cecilia vio la escena como una oportunidad y se escondió detrás de uno de los grandes barriles que contenían cerveza. Ahí esperó paciente, con la esperanza de poder obtener una pista.

Cuando la persona terminó de bajar los escalones, los pasos de sus tacones se dirigieron hasta la caja fuerte. Era Linda Jhonson, la dueña del bar, y por lo que había escuchado, la líder de Las Águilas Negras junto a su esposo.

Muchas cosas se decían de ella, entre ellas, que era una asesina a sangre fría. Nadie sabía a cuántas personas había matado. La señora Lewis sintió un escalofrío de tan solo estar en su presencia.

Desde su posición, Cecilia observó a Linda cargando una esmeralda en sus manos. Y mientras abría la caja, la señora Lewis prestó aguda atención en los movimientos que hacía para memorizar la combinación con precisión. 

Tras guardar su preciado tesoro, Linda Jhonson dio media vuelta y dejó el sótano atrás, ignorando que alguien la espiaba. Cecilia no dudo un segundo en saltar de su escondite hasta la caja y probar la combinación que había grabado en su mente antes de olvidarla.

El resultado dio frutos, el pequeño cofre se abrió y lo que sus ojos descubrieron era más de lo que pensaba. Había joyas de todo tipo; rubíes, zafiros, diamantes y más esmeraldas.

«Con esto podremos pagar las deudas...».

Cogió un puñado de piedras preciosas y las metió en su bolsillo. Después, cerró la caja, terminó de limpiar el sótano y continuó las actividades restantes hasta que su jornada laboral finalizó.

Al siguiente día, visitó una joyería con la intención de vender todo lo que había robado. Las gemas eran auténticas. Y aunque no le dieron la cifra que quería, fue suficiente para pagar la hipoteca de la casa. 

La ambición por tener más creció en su ser, y después del primer robo, vino el segundo. Linda Jhonson sospechaba de alguien y ya la había interrogado, pero Cecilia negó todo. Conocía muy bien cómo salirse con la suya, llevaba un buen tiempo trabajando en el bar y sabía en qué momentos escabullirse para hurtar más gemas preciosas.

Tras pagar la hipoteca, también compró un seguro de vida para toda su familia. Si algo malo le ocurría, al menos podría confiar en un futuro beneficioso para el pequeño Michael.

—¡¿Perdiste la cabeza, Cecilia?! —gritó su marido al enterarse.

—¡Lo hice por nosotros!

—¡¿Pero no te das cuenta de lo que hiciste?! ¡Las Águilas Negras no son cualquier cosa, son peligrosos!

—No te preocupes, tengo la situación bajo control —aseguró.

—¡¿Bajo control?! ¡Por Dios! ¿Enloqueciste?

DeAndre Brown estaba furioso, pero más que eso, preocupado. Cecilia intentó calmarlo, mas su esfuerzo fue en vano. 

—Renuncia, no trabajes más en ese lugar.

—¿Pero no sospecharían? —cuestionó la señora Lewis.

—Es mejor que te alejes de ellos lo más pronto posible. Con el dinero que reuniste podremos mudarnos a otro lugar. Estar aquí nos traerá más problemas.

—Está bien, lo haré.

Cecilia no tenía opción. Tarde o temprano alguien se enteraría de lo que hizo. Linda Jhonson ya tenía muchas sospechas, lo mejor era renunciar y no volver a aquel lugar jamás.

Su último turno en el bar empezó temprano. Tenía la intención de culminar la jornada laboral y prescindir de su cargo. Sin embargo, cuando se encontraba limpiando el sótano por última vez, la caja fuerte había sido movida de lugar. En vez de estar escondida, ahora estaba dispuesta encima de una mesa que antes no existía en aquella habitación.

«¿Quién la habrá puesto aquí?».

Cecilia echó un rápido vistazo a los alrededores para cerciorarse de que no había nadie y abrió la caja. La combinación seguía siendo la misma. El interior reveló más joyas de las que pudo contar. Al parecer Linda Jhonson había comprado otras para reemplazar las robadas.

«¿Y si tan sólo cojo unas más? Hay demasiadas. No creo que se de cuenta».

Tomando ventaja de la situación, agarró un diamante y lo metió en su bolsillo. Posteriormente, cerró la caja y la dejó en su lugar para nunca más volver a abrirla.

Finalizando la jornada laboral, se dispuso a dar la noticia a su jefa sobre la renuncia. Linda Jhonson la esperaba paciente en una de las mesas del bar. El lugar estaba vacío, algo extraño. Siempre habían clientes.

—¿En serio nos dejarás? —preguntó Linda con un tono afable—. Es una lástima, no creo que podamos conseguir un reemplazo para alguien tan eficiente como tú.

—Perdón, en serio —contestó Cecilia, apenada—. Es solo que mi esposo consiguió empleo en otra ciudad y tendremos que mudarnos.

—Lo entiendo, no te preocupes. —Linda se levantó de la silla y la abrazo—. Estoy segura que les irá muy bien.

La señora Lewis escuchó una pequeña risilla proveniente de su jefa, que la estremeció un poco y la hizo recular, asustada. Pero no le prestó demasiada atención. Ahora lo único que tenía que hacer era irse tan rápido como pudiera.

—Bueno, hasta luego. Gracias por todo.

Al caminar a la puerta, vio dos imponentes guardaespaldas protegiendo la salida. Ambos con sonrisas en sus rostros que le produjeron un escalofrío. Rápidamente salió sin mirar atrás y comenzó a caminar con celeridad.

Su mente y cuerpo no estaban trabajando en coordinación. Tenía miedo de haber sido descubierta. Incluso tropezó una vez y cayó al suelo, raspándose las rodillas. Pero se levantó y siguió adelante.

Cuando llegó a la puerta de su casa, buscó desesperadamente las llaves entre sus bolsillos y la introdujo en la cerradura. Al abrirse, entró y cerró con seguro. Sin embargo, una fuerza al otro lado impidió que realizara su objetivo.

—Creo que dejamos un asunto pendiente —habló Linda al otro lado, mientras uno de sus guardaespaldas empujaba la puerta.

—¿U-un... asunto? —titubeó Cecilia.

—Sí, se me olvidó preguntarte algo —siguió su jefa, que ahora se encontraba dentro de la propiedad gracias a sus guardaespaldas—. ¿En dónde tienes mis joyas?

—¿Sus joyas? —Cecilia dio varios pasos atrás, introduciéndose lentamente hacia el pasillo de la cocina—. N-no, no sé de qué me habla, señora...

—¿Ah, no? —Uno de sus guardaespaldas le entregó un cuchillo—. Déjenme a solas con ella —ordenó.

Cecilia continuó retrocediendo, pero un mueble se cruzó en su camino y la hizo caer al suelo. Estaba perdida, iba a morir en su propia casa y no había nada que pudiera hacer.

—¿Algunas últimas palabras? —preguntó Linda con una sonrisa en su rostro.

La señora Lewis se paró con presteza y trató de defenderse propinándole un golpe, pero Linda fue mucho más rápida y clavó el puñal en su estómago. Cecilia dejó escapar un grito de dolor mientras expelía sangre por su boca. Linda sacó la navaja y la volvió a apuñalar, esta vez introduciéndolo más adentro.

—¿Te gusta eso, perra?

La señora Lewis vomitaba sangre. El dolor en su vientre era inconmensurable. Sabía que ya no tenía escapatoria, había llegado a la recta final de su existencia. Ahora se arrastraba hasta la cocina de su casa mientras Linda se reía de sus vanos esfuerzos por salvarse.

Una, otra y otra vez fue apuñalada. Cecilia ya ni siquiera podía gritar de dolor, no tenía fuerzas. A duras penas agonizaba, esperando sus últimos momentos. 

Linda Jhonson se detuvo cuando la señora Lewis dejó de reaccionar. Ya no le parecía divertido verla en ese estado. Disfrutaba más cuando sus víctimas tenían una expresión de angustia y miedo en sus rostros.

—Mira lo que provocaste, estúpida. —Linda buscó entre los bolsillos de Cecilia y encontró el diamante robado—. Esto es lo que le ocurre a las zorras que me roban.

Al dejarla a su suerte, Cecilia empezó a delirar mientras era besada por la muerte. Sabía que su asesinato quedaría impune. Las Águilas Negras gozaban de exuberantes sumas de dinero y sobornarían a todos los policías para que no investigaran su caso.

Moriría sola, dejando un niño pequeño con su padre. Lo único que la sosegaba en ese instante era el seguro de vida que había puesto a su nombre. Si su esposo lo reclamaba después del asesinato, al menos vivirían sin preocuparse por el dinero.

—Lo siento tanto, Michael... —musitó mientras lágrimas resbalaban por su rostro.







—Ellos la mataron —Fue lo último que el detective Brown escuchó decir a su padre.

Tras eso, sus ojos se cerraron para nunca más volver a abrirse. La culpabilidad que sentía por no haber evitado la muerte de su esposa lo había consumido poco a poco, desencadenando una gran depresión que era mitigada por su adicción al tabaco. El triste desenlace de su cáncer de pulmón había llegado a su fin.

El detective todavía recordaba esa escena mientras esperaba la llegada de sus compañeros afuera del bar. Tenía que concentrarse en la misión, pero el solo hecho de evocar los últimos segundos de su madre hacía que su sangre hirviera en furia. 

«Mataré a todos esos infelices de Las Águilas Negras».

La música en El Suplicio había subido de volumen. Eso era lo único que le había podido decir a Jennifer, quien se encontraba en el centro de operaciones junto al resto del grupo.

Jennifer... La única persona que estuvo ahí para él cuando su padre murió. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo que ella sentía por él? Siempre actuaba con nerviosismo en su presencia. Los imponentes gritos y órdenes que daba a sus subordinados se tornaban en una dulce voz sólo para el deleite del detective.

Estuvo tan cegado todos esos años intentando resolver el caso de su madre, que nunca se dio la oportunidad de conocer a alguien. Pero cuando Jennifer lo invitó a comer tras el óbito de su padre, pudo notar lo mucho que se estaba perdiendo. 

Ella era comprensiva, lo escuchaba y lo reconfortaba. Le prestaba demasiada atención, lo cual le parecía raro, pero lo hacía sentir especial.

—Michael —le habló desde el otro lado del micrófono—. ¿Estás ahí? ¿Hay una nueva noticia?

El detective no tenía nada nuevo para decir. Ya habían pasado muchas horas desde que sus compañeros entraron y sabía muy bien que algo les había ocurrido. 

—No, nada nuevo —reportó.

De repente, la música en el bar dejó de sonar.

—Espera... —habló—. La música se detuvo.

—¿Se detuvo? —cuestionó Jennifer.

—Sí —corroboró—. Y no solo eso, nadie ha dejado el bar desde que Joe y Vicky entraron.

¿Acaso los habían descubierto? ¿Los tenían secuestrados? Si algo les sucedía, no se lo perdonaría. No permitiría que alguien muriera si tenía la posibilidad de impedirlo. Ya no era un niño pequeño, ahora era un imponente oficial y su tarea era proteger a los inocentes de la injusticia. Especialmente si esa injusticia era provocada por los asesinos de su madre, Las Águilas Negras.

—Voy a entrar —avisó por el micrófono.

—¡¿Qué?! —exclamó Jennifer—. ¡Espéranos!

—Trataré de hacerlo —respondió, pero sabía que no podría aguantar hasta que llegaran.

—¡No entres solo, Michael! —Le imploró su amada.

Y aunque quería hacerle caso, el odio que sentía por esos malhechores sobrepasaba los límites de su racionalidad. Sin darle tiempo a Jennifer para que lograra convencerlo, prefirió bajar del auto y cerrar la puerta.

Pronto amanecería, los rayos del sol empezaban a asomarse tímidos en la lejanía. El detective Brown estaba decidido, más que nunca. Sea lo que fuere que encontrara adentro, no vacilaría en tomar acciones.

Caminó hasta la entrada del bar y, una vez puso la mano en el picaporte, intentó abrir la puerta, pero estaba sellada. 

«Esto es extraño...».

Su objetivo era entrar con sutileza, pero no le quedaba alternativa. Tensó los músculos de su pierna y propinó varias patadas hasta que la puerta cedió a los golpes y reveló el interior.

Cuando entró, lo primero que observó fue una laguna de sangre en el corredor que conectaba con el interior del establecimiento. Inmediatamente adquirió una posición defensiva y desenfundó su arma.

«¿Qué mierda pasó aquí?».

No habían cadáveres, pero sí un gran rastro de líquido escarlata que se perdía más allá del pasadizo, evidenciando cómo alguien había sido arrastrado al intentar escapar. El detective escudriñó la sangre por encima y se dio cuenta de que no estaba fresca. Todo indicaba que llevaba varias horas en ese estado.

«¿Cómo es que no escuché gritos o alguna señal?».

Mientras se introducía por aquel corredor de la muerte, sentía una extraña presencia perturbando su mente. Al igual que aquella vez en Las Calles del Infierno, sentía que estaba siendo asechado por una entidad desconocida.

«Espera... ¿Acaso fue por eso que subieron el volumen de la música? ¿Para que nadie escuchara lo que pasaba...?».

Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por la espantosa escena que se presentaba ante sus ojos. Cuando llegó al interior del bar, una mixtura de confusión, intriga y terror se instaló en su ser, abrumándolo.

«¿Pero qué mierda...?».

Cuerpos sin vida, algunos desmembrados, era lo que había en el interior del establecimiento. Sangre en las paredes, en las mesas e incluso en el techo dejaban claro que una masacre había acontecido en aquel lugar.




****




Nota: yay, otro capítulo

Este me tomó más tiempo que el anterior, pero bueno, por fin lo terminé. En el cuestionario que hice hace tiempo me dijeron que les gustaría leer lo que le pasó a la mamá de Brown, así que aquí se los traje (igual lo iba a escribir así no me lo pidieran v:).

Gracias por los 1k de votos, lo aprecio mucho <3

Y perdón si el capítulo quedó feo, no tengo la energía para editarlos. Sólo quiero terminar esto rápido xD

Este capítulo me succionó toda la inspiración D:  Ojalá pueda escribir más pronto c:

La próxima actualización será... No sé sabe, bye v:

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