14. Detectives III
Foto de Roxana (para los que vieron Riverdale, sí, es la de ahí).
Los detectives se acercaron al lugar, y vislumbraron algunos policías que vigilaban el perímetro y entrevistaban a personas que parecían pertenecer al bar. Sin embargo, una figura familiar se alzaba entre las demás; una imponente mujer de gran envergadura que se encontraba en aquel callejón; los casi dos metros que la sostenían la hacían sobresalir entre la multitud, una cualidad que le otorgaba cierto aire de superioridad, y que la bloqueaba de ser el blanco fácil de cualquier persona.
Su actitud, autoritaria y demandante, la rodeaba de un aura amenazante que a pocos les gustaría fastidiar. Ni siquiera su musculatura —exagerada para provenir de una mujer— era tan truculenta como el tono que manejaba para recitar órdenes; si había alguien que le hacía competencia al Asesino Infernal en provocar miedo, esa era ella.
La jefa de policía Jennifer se encontraba en el lugar; unas prominentes líneas se dibujaban en su cuello, y el detective Brown no se sorprendió al ver que representaban las indiscutibles venas que parecían salirse de su órbita cada vez que la oficial perdía los estribos —que, por lo general, era muy a menudo—. Incluso cuando la penumbra se escabullía por las calles, y la oscura piel de la magnate Jennifer a penas se podía distinguir, aquellas indiscutibles líneas eran difícilmente ignoradas por las personas alrededor; el fulgor del poste de luz que iluminaba aquel callejón las acentuaban.
Las malas lenguas decían que la jefa de policía nunca tuvo un padre. Pero su madre, que ocupó el lugar de ambos progenitores, fue un ejemplo a seguir en toda su vida; le había enseñado a ser una mujer fuerte, sin miedo a los golpes que la vida pudiese traer consigo, y sobre todo, con un profundo sentido de la justicia.
Jennifer había trabajado arduamente para conseguir el lugar que había obtenido. Su estatura siempre fue una ventaja a su favor, además de los esteroides que usaba para entrenar y la insondable motivación por querer ser la mejor en todo lo que hacía. Ninguna persona querría meterse con ella.
Con esfuerzo y dedicación, ser la oficial de policía de la ciudad de Zaphara era algo con lo que siempre había soñado. Algo con lo que hizo sentir orgullosa a su madre, que era lo único que le importaba.
—¡¿A dónde se fueron?! —vociferó Jennifer a una joven pelirroja que se encontraba en la puerta cerca del bar.
—Le juro que no lo s...
—¡¿Crees que soy estúpida?! —gritó de nuevo—. ¡Sé que me mientes, y si no me dices ya mismo a dónde se fueron, te retendré en la comisaria y llamaré a tus padres!
La pelirroja estaba al borde de estallar en lágrimas, encapsulada en el temor que le provocaba la policía. El detective Brown se había acercado lo suficiente a la escena, y veía con naturalidad cómo la agente se encargaba de interrogarla.
—Jennifer —interfirió Brown, llamando su atención.
La susodicha reconoció la voz y se giró hacia el detective. Sus hombros se relajaron notablemente y su imponente actitud cesó.
—Hola, Michael —pronunció, un poco nerviosa—. No sabía que estabas por aquí.
—Solo pasaba, en realidad me dirigía a la agencia pero vi una patrulla. —Observó los alrededores—. ¿Qué pasó en este lugar?
La oficial volvió a instalar su mirada en la pelirroja y dijo:
—Vete. —Su tono fingía calma, pero escondía ira reprimida—. No te quiero volver a ver en este bar. —La mirada asesina que le obsequió como advertencia había llegado con contundencia a su receptora.
Sin pensarlo dos veces, la pelirroja ya se encontraba corriendo hacia el otro lado de la calle.
—Escuchamos disparos —dijo Jennifer, volviendo a Brown—. Estábamos patrullando Las calles del infierno como de costumbre, pero no venían de allá los disparos, sino de este callejón. Pensamos que tenía algo que ver con el Asesino Infernal, y como nos encontrábamos cerca, decidimos acercarnos para investigar.
—¿Qué encontraron? —preguntó Brown.
—La pelirroja de ahora estaba con un grupo de drogadictos. —Jennifer levantó su brazo a la izquierda, señalando una pequeña mancha de sangre en el suelo—. Al parecer iban a drogarse en este callejón y alguien atacó a uno de sus amigos. Dijo que le había mordido el brazo y después saltó hacia aquel edificio. —Direccionó su mano ahora en el edificio de tres pisos que se encontraba en frente.
—¿Dices que alguien saltó desde aquí hasta allá? —Brown enarcó una ceja en desconcierto.
—Lo sé, tampoco lo creo —contestó la jefa de policía—. Estoy segura de que estaban drogados y comenzaron una pelea; probablemente una de esas riñas entre bandas criminales de la zona, lo usual. Después se dispararon y huyeron. Aunque no entiendo cómo es que no encontramos heridos. Supongo que solo hicieron disparos al aire para intimidar, pero definitivamente uno de esos cayó en el sujeto que dejó esa mancha de sangre en el suelo.
—¿Y no alcanzaron a distinguir a los integrantes de la banda?
—Escaparon —dijo esta—. Creo que se fueron por el otro lado del callejón, y la pelirroja nos montó una estúpida escena para distraernos diciendo que había visto un monstruo saltando en los edificios.
El detective se debatió entre si creerlo o no, pero al final lo descartó. Claramente aquel conjunto de individuos estaba subyugado bajo los efectos psicodélicos de alguna sustancia.
—Bueno, gracias por todo —concluyó Brown—. Pensé que se trataba del Asesino Infernal.
—Tranquilo —comentó Jennifer—. Te mantendré informado de cualquier eventualidad, no lo dudes.
—Gracias, Jenny, que tengas buena noche.
La oficial sonrió, sus ojos rebosaban brillantez.
—Igualmente —pronunció—. Por cierto, ¿a dónde vas?
—A la agencia.
El detective conocía bien a la jefa de policía; todos los años que llevaban trabajado juntos la hacían digna de su confianza.
—¿Conseguiste información en tu caso? —preguntó ella.
—Sí, justamente por eso voy a la agencia. Necesito revisar el banco de información.
—¿Al que solo tienen acceso los cargos superiores? —cuestionó, intrigada.
—Ese mismo.
—¿Pero por qué? ¿Acaso están defectuosas las bases de datos digitales?
—No —contestó Brown—. Pero creo que hay un espía entre nosotros, y quiero cerciorarme yo mismo.
—¿Un espía? —La oficial lo miró angustiada.
—Sí, tengo algunas sospechas para creerlo.
Jennifer sintió preocupación, no quería que Brown resultara traicionado, y menos por gente de su propia categoría.
—Buena suerte, Michael —finalizó con una sonrisa.
—Gracias, igual a ti.
Los detectives devolvieron sus pasos por la misma ruta que los había traído hasta ese oscuro callejón, y se incorporaron en el auto para retornar su trayecto.
—¡Qué día tan largo! —exclamó Joe.
—Y tengo el presentimiento de que apenas va a comenzar para nosotros.
El detective Brown encendió el motor y dio rienda suelta al vehículo por las calles de la metrópoli. Después de algunos minutos divagando en estas, Joe rompió el silencio:
—No sabía que tú y la oficial Jennifer tenían algo.
Brown volteó hacia su compañero, y un mohín de confusión se instaló en su rostro.
—¿De qué hablas? —preguntó.
—¿Qué acaso no son...? —Joe se detuvo a mitad de frase, pero sabía que Brown la completaría en su cabeza.
—No —contestó, extrañado—. ¿Qué te hace pensar eso?
—Pues no sé si te diste cuenta, pero está completamente enamorada de ti. —Aunque Joe no tenía experiencias románticas, era evidente a simple vista lo que irradiaba Jennifer por Brown—. ¿No viste cómo se calmó cuando le hablaste? Y no es la primera vez, siempre que está junto a ti, su humor —o más bien malhumor—, se apacigua.
Brown nunca había sopesado aquella conducta; intuyó que solo hacía su trabajo como la mujer profesional que era. Pero ahora que lo meditaba mejor, en efecto, siempre se tranquilizaba en su presencia.
—No lo sé —pronunció Brown—. Y tampoco sé si estoy interesado en tener una relación.
¿Alguna vez Brown había estado en una relación? Se preguntaba Joe; ante sus ojos, el oficial Michael era un hombre algo serio y misterioso.
—Pues tú te lo pierdes —le dijo—. Creo que harían una bonita pareja. Además, ella parece ser muy... pasional.
La conversación concluyó, no sin dejar a Joe regocijándose con los pensamientos de su compañero junto a Jennifer. «No me imagino a esa mujer en la cama», pensó, mientras se reía por dentro.
Y Brown, con cierta incertidumbre, reflexionó sobre si debería tomar la iniciativa o no. «¿En serio le gusto?», se debatió.
Quince minutos después, se encontraban aparcando de nuevo en otra esquina, pero esta vez era la carretera del centro de la ciudad, donde el edificio de la agencia se asentaba con grandeza entre los colindantes; diez pisos formaban una robusta estructura que se expandía a lo largo del perímetro.
Ambos salieron del auto, saludaron al guarda de turno, y entraron al rascacielos con celeridad; no podían —o más bien no querían— malgastar ni un segundo. Sabían que cada minuto era oro. Si encontraban una prueba en contra del señor Miller, podrían apresarlo sin percances de una vez por todas. Y la posibilidad de salvar la vida de Joseph también pendía de ese pequeño hilo, si es que no era demasiado tarde.
Antes de adentrarse de lleno a la agencia, los detectives percibieron la silueta de un hombre en una de las primeras oficinas que se encontraban cerca de la entrada; las paredes de vidrio que la cubrían permitían una clara visión desde el exterior.
Se acercaron hasta el sujeto, arrastrados por la curiosidad, y se toparon con una cara familiar.
—¿Jhonny? —dijo Brown, dirigiéndose al hombre moreno que tenía en frente—. ¿Todavía estás aquí?
Su asistente parecía un poco estresado.
—Eh, sí —contestó. Sus pupilas se habían despegado de la pantalla del computador y se habían instalado ahora en el detective, revelando unas acentuadas ojeras que ornamentaban su rostro—. Estaba investigando acerca del sujeto que me pidió.
—¿Encontraste algo más sobre Ryan Memphis?
—No, nada. —El asistente se veía cansado, como si hubiese corrido una maratón laboral sin descanso.
—Ve a casa, Jhonny —ordenó Brown—. Mañana vuelves.
—Está bien —dijo este mientras extendía sus manos entre el reblujo de su escritorio, atrapando algunos papeles y llaves —probablemente de su auto—, para después marcharse.
Los detectives retornaron su caminata hacia el objetivo que los había traído. Salieron junto a Jhonny de aquella oficina y dirigieron sus pasos hacia la derecha; el banco de información se encontraba en el sótano de la agencia.
Brown intercambió algunas palabras con Marlon, el protector de las llaves, y este los acompañó hasta el sótano para abrir la puerta.
—Gracias, Marlon —dijo Michael.
La imponente puerta de tres metros se alzaba frente a ellos. El vigilante había quitado varios seguros; sin ellos, no había otra manera de traspasar una barrera tan gruesa como la de aquella capa de acero.
—Estaré aquí afuera por si necesita algo detective —comentó el guarda.
—Está bien, gracias.
Los agentes entraron, con un claro objetivo, en la inmensidad de las aglomeradas estanterías de cajones que se atiborraban como un cardumen por los estrechos pasillos del salón; era una habitación amplia, pero miles de gavetas formaban paredes que se explayaban como un laberinto sin fin.
—¿Qué es exactamente lo que guardan aquí? —preguntó Joe.
—Los registros de todas las personas que han sido ligadas a algún tipo de caso en proceso, o que ya haya sido archivado —explicó Brown.
Si no fuera por la familiaridad que el detective tenía con esta zona, se habría perdido en la maraña de cajones que adornaban la gigantesca habitación. Pero para su suerte —o mala suerte—, este banco era como su segundo hogar.
—No entiendo —dijo Joe—. De todas maneras encontraremos la misma información que nos dieron en la base digital, ¿no?
—Sí —afirmó Brown.
—¿Entonces... por qué estamos aquí? —cuestionó.
Michael suspiró, derrotado. Ni siquiera él sabía por qué había venido. Se supone que debía confiar en la base digital, después de todo, nunca había tenido problemas con ella. Pero algo en su interior le decía que no debía confiar en Jhonny. Empezaba a sospechar seriamente de él.
—No lo sé —contestó—. Supongo que es mi... ¿instinto?
Joe enarcó una ceja en confusión.
—Lo sé, es estúpido —respondió Brown—. Simplemente creo que hay algo que tengo que ver por mi propia cuenta. No necesitas quedarte si quieres.
El detective Williams cambió su semblante por uno más relajado.
—No, tranquilo. Está bien —dijo Joe—. Tal vez tu intuición tenga razón. Tienes más experiencia que yo, y hasta donde sé, nunca has fallado un caso. Así que no creo que sea estúpido.
Brown sonrió, pero aquella mueca poseía un tinte amargo en el fondo; su nuevo compañero lo veía como alguien experto que nunca fallaba en nada pero, ¿y si esta vez no lograba resolver el caso al igual que aquella vez...?
Empezaron a caminar de nuevo, y Brown detuvo sus pasos cuando concurrieron por una conocida sección de aquel lugar. Un particular cajón se encontraba justo frente al detective, y él sabía bien qué contenía su interior.
—¿Este es el cajón de Jack Miller? —Se escuchó decir a Joe.
—No, este no es —comentó Brown—. Sigamos.
De nuevo retornaron su marcha, dejando atrás los documentos de un viejo caso que se había archivado años atrás; el asesinato de Cecilia Lewis.
Los conjuntos de gavetas eran enumerados por letras y números, sin embargo, pocos conocían la verdadera manera en que estos eran dispuestos para guiarse entre el laberinto. Después de interpretar algunas direcciones, Brown encontró lo que estaban buscando; los archivos del caso de Joseph Smith.
Con cautela, introdujo una pequeña clave en el candado electrónico que el cajón ostentaba, y sacó la carpeta llena de documentos.
Habían varios sospechosos en el caso; Brenda Storm, su esposa, era uno de ellos; el señor Dawson, dueño de la pizzería, también se hallaba entre los archivos. Pero dos personas faltaban entre la multitud.
George Evans y Jack Miller.
—Alguien los sacó —dijo Brown.
—¿Cómo? —preguntó Joe.
—¿Ves la carpeta? —Brown acercó el portafolio a la vista de su compañero.
La carpeta estaba protegida con un seguro vertical que se encontraba a la izquierda, y que a su vez servía como sujetador para todos los papeles en el interior.
—¿Qué con ella?
—Este no es un simple sujetador —Indicó Brown—. Sí, es un seguro que no permite que las hojas se salgan, pero además, si alguien llegase a arrancar hojas, una parte quedaría atrapada dentro del seguro.
El detective desarticuló el seguro con una técnica desconocida a los ojos de Joe.
—Y solo una persona que haya estado aquí antes podría saber cómo quitar el seguro —pronunció Brown, mientras escrutaba el interior del sujetador en busca de vestigios que hubieran pertenecido a las hojas arrancadas.
Joe observó cómo Brown recogía tiras de papel que habían sido despojadas de una hoja más grande. Si el espía no sabía lo del sujetador, eso significaba que no podía ser alguien con un cargo importante.
—¿Entonces la persona que las robó era un novato? —cuestionó Williams.
—Sí —corroboró Brown al tiempo que atisbaba los retazos de papel, inquiriendo el motivo de su robo, y encontrando una particularidad en el camino—. La persona que lo hizo debió estar muy ansiosa, porque esta manera de arrancar los archivos fue rápida y sin tapujos. Se nota en el contorno del papel que todavía hay rasgaduras producto de alguien que lo hizo descuidadamente.
—¿Y cómo podremos saber quién lo hizo? —dijo Joe.
—Tendremos que mirar las cámaras.
Los detectives salieron del cuarto y se encontraron con Marlon, que aún protegía la entrada.
—¿Ha entrado alguien hoy al banco? —preguntó Brown al guarda.
—No, señor —respondió.
—¿Nos puedes abrir el cuarto de las cámaras de seguridad? Necesitamos revisar la cinta.
—Claro, detective —contestó—. Iré por las llaves.
El vigilante se dirigió hasta su despacho, pero los detectives lo persiguieron; estaban ansiosos, no querían desperdiciar un solo segundo.
Cuando llegaron, el guarda se dirigió a la pared en la que reposaba un manojo de llaves. Sin embargo, se vio envuelto en desconcierto tras percatarse de que las llaves del cuarto de las cámaras había desaparecido.
—No entiendo —comentó Marlon, desesperado—. Se supone que las había dejado aquí.
—¿Y no hay alguien más que tenga las llaves? —preguntó Brown.
—Teresa las tiene —contestó—. Es la encargada de esa área en la jornada nocturna. Pero llamó para avisarnos que no podía venir porque estaba enferma.
«Perfecto», pensó Brown.
Un agudo sonido reverberó en los rincones de aquella habitación en ese momento, y Michael sabía que se trataba de su celular.
—Hola, Lindsay. —Tomó la llamada—. ¿Qué sucede? ¿Le pasó algo a mi papá?
—Sí —respondió la enfermera—. Está muy grave, no para de toser. Creo que deberías venir cuanto antes.
—Maldita sea... —musitó—. Está bien, voy para allá. —Colgó—. Tendremos que revisar las cámaras mañana, Joe. Mejor ve a descansar.
—Está bien.
—¿Te acerco a tu casa?
—No, tranquilo —replicó este—. Tomaré un taxi.
Brown se fue de la agencia en su auto, y Joe espero que un vehículo pasara a recogerlo. El día había sido largo, pero el detective Williams estaba feliz de que finalmente estaban avanzando. Sin embargo, la incertidumbre se instalaba en su mente y le hacía cuestionarse cosas que no sabía cómo responder.
¿Quién era el espía? ¿Por qué habían robado los archivos de George Evans y Jack Miller? ¿Y qué había realmente detrás de todo eso? Era su primer caso, y supuso que era normal tener tantas interrogantes. Desearía tener ese sexto sentido que el detective Brown parecía atesorar.
¿Cómo es que predijo que encontrarían algo en aquel banco de información? Se supone que la base digital era igual de eficiente, o puede que más. Así que revisar ese obsoleto laberinto de documentos archivados no parecía algo muy inteligente, y pese a eso, Michael Brown había logrado encontrar una pista que les permitiría pisarle los talones al supuesto espía.
Muchas interrogantes sin respuesta que prefería ignorar por el momento. Lo único que anhelaba ahora era una buena siesta para reponer sus energías; algo en su interior le decía que mañana sería un día mucho más ajetreado que el que estaba culminando. Tal vez era el «instinto» que su compañero tanto le mencionaba. Pero poco sabía él que, en efecto, el siguiente día traería consigo oleadas de adrenalina.
Bajó del taxi y le deseó una buena noche al conductor antes de abrir la puerta de su casa. Era bastante tarde, pero sabía que el ruido producido por un incesante tecleo en algún rincón de su hogar era provocado por su hermano menor, Malcolm; había entrado a la universidad, y a Joe se le hacía frecuente encontrarlo hasta largas horas de la noche preparando tareas y ensayos sin parar.
—¿Sigues despierto campeón? —Joe pasó su mano por el liso cabello de su hermano, desordenándolo aún más de lo que estaba.
—Déjame —dijo, mientras utilizaba su pálido brazo para despegar el de Joe de su cabeza.
Desde que su madre murió, el detective tuvo que hacerse cargo de él y sus otros dos hermanos; Jason y Lisa, quienes nunca lo contradecían, pues siempre lo habían visto como un modelo a seguir, y sobre todas las cosas, como el padre que nunca tuvieron. Aunque ahora tenía que desempeñar la función de ambos progenitores.
Joe nunca se dejaba invadir por el pesimismo, y apoyaba a sus hermanos brindándoles todas las buenas energías posibles. Ellos lo amaban empedernidamente, en especial su pequeña hermana de trece años Lisa, que, según él, era su princesita.
—Últimamente te la pasas hasta muy tarde en ese computador —comentó Joe—. ¿Tantos trabajos te ponen?
—Sí —respondió Malcolm, pero un ligero movimiento en sus ojos hicieron que el detective dudara de la veracidad de aquella afirmación.
—No te creo —dijo Williams—. Ni siquiera a mí me ponían tantos trabajos, y yo tenía que trabajar y estudiar al mismo tiempo.
Malcolm retorció sus ojos, una característica que producía cuando su hermano le leía la mente. Si no fuera por su entrenamiento como detective, y porque llevaba años conociendo a su hermano, aquello habría pasado desapercibido, pues Malcolm había adoptado habilidades para esconder sus emociones de Joe como mecanismo de defensa por las innumerables veces que adivinaba sus mentiras.
—Solo jugaba videojuegos...
Joe entrecerró sus párpados para escudriñar con atención a su hermano, y llegó a la conclusión de que también era otro de sus engaños. Malcolm sabía que su hermano insistiría hasta descubrir la verdad, siempre lo hacía cuando pensaba que sus hermanos estaban metidos en algún tipo de problema y los ayudaba a resolverlos.
—Estoy conociendo a un chico... —dijo Malcolm—. ¿Feliz?
Su hermano nunca le ocultaba información. La relación que habían construido se basaba en la confianza y el respeto. Los secretos no existían entre ambos, pero cuando se trataba de confesiones amorosas, Malcolm siempre era un poco reservado.
—Aww, ¿entonces es eso? ¡Mi hermanito tiene novio! —Joe se acercó con sus brazos abiertos en un abrazo fraternal, al tiempo que Malcolm se apartaba para rechazarlo.
—Aléjate de mí, idiota —decía mientras era estrujado con fuerza por su hermano—. Hueles horrible, ve a bañarte mejor.
El detective se regocijaba con su actitud. Le gustaba hostigar a su hermano, especialmente porque Malcolm siempre parecía revolcarse de disgusto cuando se trataba de demostraciones de amor.
—Si te parte el corazón, me dices —comentó Joe.
—Vete a dormir —declaró Malcolm, acompañado de una mirada asesina.
—Está bien, está bien —contestó entre risas—. Pero tú también tienes que dormir.
—Lo sé, ya lo iba a hacer. —Malcolm apagó el computador—. Por cierto, ¿cómo te fue en el trabajo? ¿Encontraron al secuestrador de repartidores de pizza?
—Aún estamos trabajando en ello, pero creo que pronto lo descubriremos.
—Espero que lo hagan —dijo Malcolm—. ¿Quién traerá la pizza cuando no estés si siguen secuestrando a los repartidores?
—Tendrás que aprender a cocinar.
—¡¿Qué?! Ni hablar —exclamó Malcolm—. Prefiero morir de sobredosis de colesterol.
—No entiendo cómo sigues tan flaco si comes como una ballena —comentó Joe—. Ah, y por cierto ¿cómo han estado Jason y Lisa?
—Bien —respondió—. Lisa empezó a subir vídeos extraños en una aplicación de internet. Dice que quiere volverse famosa.
—¿Ah, sí?
—Sí —afirmó—. Y cada vez creo que perdemos la esperanza de que se convierta en alguien decente. Esos vídeos me dan pena ajena. Los sube a una app llamada «TikTok», y lo peor es que no es la única que lo hace. Jason también le ayuda a veces. ¡Por Dios! Es horrible. Estoy a punto de negarlos como parte de mi familia.
Joe soltó una carcajada, pero se controló para no despertar a sus hermanos.
—Déjalos que se diviertan, hermanito. Es mejor eso a que salgan a la calle sin permiso.
—Lo sé, y si se atreven a salir, los golpearé como me dijiste.
—¿Qué? —Joe lo miró desconcertado—. Solo te dije que no los dejaras salir, no que los golpearas.
Malcolm fue el que rio esta vez.
—Tranquilo, es broma. De todas formas no saldrían por su propia voluntad. Les conté cosas perturbadoras sobre el Asesino Infernal. En fin, me voy a dormir. Buena suerte.
—Descansa.
Joe se dirigió al baño y tomó una larga ducha, para después caer muerto en su habitación. El cansancio era parte habitual de su trabajo. Y dormir resultaba más placentero cuando sus fuerzas llegaban a ese punto.
La noche pasó volando, abriendo paso a una radiante mañana. El detective seguía tirado en la cama, y probablemente se habría quedado ahí todo el día, pero Lisa irrumpió en su habitación para despertarlo.
—Lo dejaste en el baño —dijo, mostrando el teléfono en su mano—. Una mujer te está llamando, dice que necesita hablar contigo.
—Gracias, linda —pronunció Joe con ronquera en su voz, aún sumergido entre las sábanas de su cama.
Lisa dejó la habitación.
—¿Hola? —contestó.
—Tengo información del sujeto Miller —pronunció una aguda voz al otro lado.
—¿Quién habla? —preguntó Joe.
—Soy Vicky, la del supermercado.
—Ah... —Recordó a la desagradable mujer—. Hola. ¿Qué pasó?
—Tengo información del tipejo ese Miller —repitió—. Pero necesito mi recompensa a cambio.
—¿Información? ¿De qué hablas?
—Primero veámonos y te lo mostraré en persona —indicó—. Dame una dirección.
—Iré de camino a mi agencia, podemos encontrarnos allá.
—Perfecto.
Joe le dio la dirección, y Vicky le dijo que no tardaría mucho en llegar. Al parecer ya estaba adentrándose en la ciudad al momento de su llamada.
¿Qué se supone que había encontrado esa mujer? Incluso ella misma había asegurado no conocer algo relevante acerca Jack Miller cuando se lo preguntó. La única persona que les dio información útil fue la señora Sanders, que, de hecho, fue la única que sabía un poco más que el resto en el pueblo.
Sin embargo, Vicky no se había referido a un simple dato confidencial en contra de Miller, sino más bien a una prueba física que tenía que mostrarle en persona.
¿Qué podría ser?
Joe se despidió de sus hermanos y salió invadido por la curiosidad hasta la agencia. Cuando llegó, saludó al guarda de turno y describió a una mujer con las características de Vicky para que la dejara pasar hasta su oficina.
Pocos minutos después, una mujer había sido anunciada en la agencia, y entraba por la puerta principal en dirección al despacho de Joe guiada por el vigilante de turno. Sus oscuras vestimentas, entre las que se apreciaban un jean azabache y una blusa de la mista tonalidad, contrastaban con su albina piel.
—Gracias, Ronnie —dijo Joe, dirigiéndose al guarda de turno—. Ya te puedes retirar.
El vigilante se fue, y la mujer se sentó en una de las sillas que separaban el escritorio de Joe, quedando justo frente a él. En sus manos llevaba un maletín, y de este sacó una carpeta con lo que parecían ser documentos.
—Tengo información del tipejo Miller —aseveró esta—. Pero primero necesito mi recompensa.
Joe la miró extrañado.
—¿Qué se supone que tienes? —preguntó.
—Encontré algunas cosas en su casa, y creo que son pruebas suficientes para obtener una recompensa.
—¿En su casa? —repitió Joe, enarcando una ceja.
—Sí.
—¿Y cómo es que entraste a su casa? ¿Lo visitaste? —Joe no confiaba en aquella mujer—. Hasta donde tengo entendido, Jack Miller no estaba en el pueblo ayer.
—Eso no es relevante, lo que importa es que tengo información útil para culparlo de lo que sea que se le acuse.
El detective aún no entendía qué había ocurrido con exactitud.
—¿Acaso entraste a robar a su casa? —cuestionó.
La mujer se vio sumida en un callejón sin salida, no tenía respuesta para aquella interrogante.
—Mira —pronunció ella—, me dijiste que consiguiera información, ¿no? Así que eso hice.
—A ver, te dije que si conseguías un dato sobre Miller, me lo hicieras saber. No te dije que te infiltraras en su casa para robarle.
La mujer retorció los ojos en frustración.
—Bueno, da igual. Lo importante es que tengo información. Además, yo no lo llamaría un robo, sino más bien un... préstamo amistoso.
Joe negó con la cabeza, no podía creer su cinismo.
—¿Sabes que es ilegal? Podría hacer que te arresten.
—Pues lo que encontré en su casa también es ilegal, así que no hice nada malo.
La curiosidad empezó a carcomer la cabeza del detective. Sin más rodeos al asunto, se dispuso a preguntar qué era lo que había encontrado.
—¿Qué conseguiste?
La mujer abrió la carpeta, y lo que se mostró ante el detective fue la prueba definitiva para ordenar la captura de Jack Miller... O más bien, de George Evans.
El agente Brown había llegado a su casa con presteza. Después de la llamada que recibió de la enfermera que cuidaba a su padre, la preocupación se instaló implacable en su mente.
¿Acaso había llegado su momento? Brown no lo quería pensar de ese modo, pero sabía perfectamente que a su padre no le quedaba mucho tiempo, aunque hubiera una ínfima esperanza de que se salvara.
Quitó el seguro de la entrada y se introdujo al interior de su hogar para indagar el verdadero motivo de la llamada. Su amiga Lindsay lo esperaba en el lobby, angustiada. Y en el fondo se apreciaban carraspeos provenientes de la habitación de su padre.
—¿Cómo está? —preguntó, mientras se dirigía al cuarto.
La enfermera lo tomó de la mano antes de que pudiese entrar.
—No solo tiene un ataque de tos —confesó—. El doctor llamó hoy. Me dijo que los resultados de su último examen habían salido mal.
Brown la miró afligido. El mensaje había entrado como una inesperada bala en su pecho, aunque se había preparado mentalmente en el camino.
—¿Y qué significa eso exactamente? —preguntó, consciente de la respuesta.
Su amiga, condescendiente, le regaló una mueca de empatía bañada en el mismo dolor que invadía a Brown.
—Ya no hay nada qué hacer —pronunció—. Le queda poco tiempo, algunas semanas si mucho.
Brown agachó su cabeza en derrota. De nuevo perdería a un ser querido, aunque esta vez no se tratara de un golpe inesperado del universo, sino de una sórdida tortura emocional que se incrementaría en el transcurso de los días; ver el sufrimiento en los ojos de su padre sería igual de terrible que vivirlo en carne propia.
Lindsay se acercó a su amigo y lo arropó con sus brazos. Brown correspondió el abrazo, aún sumido en la miseria. Aquel gesto lo consolaba un poco.
—Me tengo que ir —dijo ella, apartándose—. Volveré mañana temprano.
—Gracias —musitó el detective.
Después de acompañarla a la salida, Brown encaminó sus pasos hasta el epicentro de aquellos salvajes tosidos que reverberaban por todos los rincones del lugar.
—¿Papá? —habló Brown.
DeAndre Brown, su progenitor, lo observó desde la cama. El demacrado aspecto en su rostro denotaba los días que había pasado sin dormir bien, y el deterioro al que su enfermedad lo había sometido.
—Hijo... —pronunció, débil.
Brown quería preguntarle cómo estaba, pero sería estúpido. No solo porque era evidente, sino porque su padre le respondería con el mismo sermón sobre su óbito que de costumbre. Y escuchar esas palabras salir de su boca le inhibiría más el corazón.
—Quiero contarte algo acerca de tu madr... —violentos carraspeos interrumpieron la frase del señor Brown, acompañados de gotas carmesí que manchaban las sábanas de su lecho.
—¿Mi madre? —terminó el detective.
—Sí, ella no... —Otra fuerte avalancha de tosidos repercutió en el pecho de su padre, causándole más rupturas en algunos vasos sanguíneos colindantes a sus cuerdas vocales, y provocando una merecida afonía.
Trató de pronunciar algunas palabras, pero la ronquera persistía, y solo sonidos ininteligibles llegaban a los oídos de su hijo. El oficial Brown se acercó hasta su padre y puso la mano en su pecho.
—Está bien, padre, descansa —intentó reconfortarlo.
Los brillantez ojos de DeAndre Brown dejaban caer algunas lágrimas, y después de largos minutos entre carraspeos y sus fallidos intentos por producir fonación alguna, cayó abatido en un profundo sueño.
El detective lo acompañó en su accionar, no sin antes preguntarse cosas como, ¿qué era eso que le quería contar sobre su madre? ¿Por qué ahora? ¿Qué había escondido en el misterio de su muerte?
Pero las interrogantes cesaron cuando Brown cayó rendido, también por el cansancio de un largo día, en las tinieblas de un plano onírico.
Hasta que una familiar imagen irrumpió en su sueño. Una pesadilla que había dejado atrás, en algún punto remoto de su adolescencia; su madre, cubierta por un río escarlata, yacía acostada inerte en las baldosas de su antigua casa. Y entonces abrió los ojos, instalándolos en su hijo.
—¿Por qué aún no resuelves el caso? ¿Acaso no te enseñé cómo hacerlo?
—Lo intenté —dijo Brown—. Pero no me dejaron.
Un mohín de decepción se plasmó en el ensangrentado rostro de su madre. Pero después sonrió, desconcertando a su hijo.
—Confía en tus instintos —pronunció.
Y así como el manto rojizo que acobijaba a su madre se intensificaba, un blanco fulgor imbuyó a Brown hasta enceguecerlo, obligándolo a cerrar los ojos. Cuando los volvió a abrir, se encontró observando el tejado de su habitación en una mañana que como él, apenas había abierto sus ojos.
Por alguna razón aquel sueño lo había sosegado; generalmente siempre recibía recriminaciones y muecas de disgusto por parte de su madre, pero esta vez había sonreído. Como si lo perdonara por no haber encontrado a su verdugo, pero también dándole una extraña esperanza de que pronto lo conseguiría.
Se levantó de la cama y tomó una ducha. Después de ponerse ropa, escuchó la puerta de la casa abrirse; Lindsay volvía para custodiar a su padre. La saludó y le dio las gracias, pero antes de marcharse, asomó sus ojos en la habitación de su padre. Aún estaba dormido.
«Mejórate», decía en su mente, sabiendo perfectamente lo imposible que aquello sonaba.
Salió y se dirigió a su vehículo. Luego de entrar, lo encendió rumbo a la agencia. Pero a mitad de camino, su teléfono sonó.
—¿Qué pasa, Joe? —contestó.
—¡Ven rápido! —exclamó este—. ¡Tenemos pruebas para atrapar a George Evans!
—¿Qué? ¿De qué hablas?
—Solo ven rápido —repitió.
—Está bien. —Colgó.
El extraño sueño con su madre y la enfermedad de su padre lo habían distraído por completo de su objetivo actual. Se supone que había un espía al asecho, solo tenían que revisar las cámaras. ¿Y ahora también tenían pruebas contra George?
Pisó el acelerador y concentró su energía en tratar de no estrellarse mientras un fuego en su interior crecía con intensidad. Algo dentro de su ser despertaba de nuevo, era la misma pasión que sentía cada vez que estaba cerca de culminar un caso.
Llegó a la agencia y estacionó su auto afuera. Cuando entró, se encontró a Jhonny en los pasillos, como si estuviera esperando a alguien.
—Buenos días, detective.
—Buenos días, Jhonny. ¿Conseguiste hallar algo más acerca de Ryan? —preguntó.
—No, señor. Pero creo que escuché al detective Joe hablar acerca de unas pruebas en contra del tal George Evans. ¿Es verdad?
Michael sentía una inquietante desconfianza.
—¿Él te dijo algo? —inquirió.
—No exactamente, pero una mujer está en su oficina, y la escuché decir cuando entró que tenía pruebas en contra de George Evans.
—¿Una mujer?
—Sí, ¿acaso es una espía?
Brown podía oler algo extraño en el ambiente...
—Acompáñame, Jhonny, quiero que estés ahí por si descubrimos algo útil para atrapar a George. Me vendría bien tu ayuda.
—Claro —contestó el asistente, entusiasmado, mientras perseguía a Brown por los corredores.
El detective marchó, a holgados pasos, hasta el despacho de su compañero. Al llegar, la familiar silueta de una mujer se encontraba de espaldas sentada en la silla frente a Joe.
Cuando el agente Williams se percató de los invitados, acompañó a Vicky hasta la puerta.
—Espero mi recompensa. —Se escuchó decir a esta antes de salir.
—Pensé que lo de ayer había terminado mal —comentó Brown, observando a Joe, que había retornado a su asiento después de despedirse de la mujer.
—No es lo que parece —contestó—. Además, ni siquiera me gusta. Es una arpía ambiciosa.
Brown sonrió.
—¿Qué conseguiste? —preguntó.
Joe señaló la carpeta que reposaba encima de su escritorio, y su compañero se acercó a ella, al tiempo que Jhonny lo seguía detrás con curiosidad. El detective Brown abrió el portafolio, y se encontró con varias identificaciones falsas que diferían en nombres pero compartían un mismo rostro; el de George Evans.
—Interesante —dijo Michael.
—No es todo —instó Joe—. Mira esto.
Subyugado entre las identificaciones falsas, se escondían archivos que Joe desenterró. El perfil de Jack Miller, junto con algunos papeles de adopción y documentos de su fallecida familia se esclarecían a los ojos de Brown, quien tomó con sus manos los papeles para acercarlos y detallarlos con prolijidad.
—Esto no confirma que Jack Miller sea una persona inventada —señaló Brown—. De hecho, todo lo contrario. Solo corrobora que parece tratarse de alguien real.
—Te equivocas —dijo Joe—. Compara el perfil de Jack Miller con el perfil de Tony Miller, su hermano adoptivo.
Brown observó a Jhonny, que estaba sentado a su lado, y pudo notar que movía su pie ansiosamente. Pero antes de que pudiera continuar haciéndolo, se percató de ello y detuvo sus movimientos. Entonces instaló sus pupilas en los documentos que tenía entre manos, y enarcó una ceja al no encontrar lo que se supone que debía encontrar.
—Mira sus huellas dactilares —comentó Joe, a lo que Brown obedeció.
Y entonces lo vio; se dio cuenta de que ambos ostentaban las mismas huellas dactilares que el otro. Aquello no podía ser posible. Ni siquiera gemelos idénticos podrían tener características tan parecidas, y Jack Miller era un niño adoptado, hasta donde Brown tenía conocimiento.
—Son iguales —siguió Joe—. Las revisé en la base de datos digital, y también aparecen así.
Brown enarcó una ceja, y dirigió su mirada a Jhonny. Había miedo en sus ojos, un miedo reprimido que el detective podía percibir; el mismo que pudo asimilar cuando visitó a Jack Miller por primera vez.
—No puedo creer que no lo noté antes. —Su asistente estaba sorprendido.
—Está bien —dijo Brown—. Ni siquiera yo lo habría notado si Joe no me lo hubiera dicho. Y a todo esto... —Observó al agente Williams—. ¿Cómo te diste cuenta de eso?
—Habían algunas identificaciones falsas con el nombre de Tony Miller pero con fotos de George Evans, así que me dio curiosidad y reparé en ellas con detalle.
—Tenemos que ordenar su captura ahora mismo —indicó Jhonny.
—Sí —secundó Brown, mientras rebuscaba en los bolsillos de su pantalón en busca de algo—. Mierda, no traje mi celular y necesito llamar a Jennifer para avisarle. —Miró a su asistente—. ¿Me prestas tu celular, Jhonny?
—Claro —respondió este, cediendo a su petición.
Michael tecleó algunos números, y llamó a Jennifer, avisándole sobre lo sucedido. Después, sin que Jhonny se diera cuenta, presionó otras funciones y le devolvió su celular.
—Vámonos, Joe —ordenó—. Y avísanos de cualquier eventualidad, Jhonny.
Los detectives apresuraron el paso y se montaron en el auto. Brown maniobró con velocidad hasta la mansión Miller, y pocos minutos después de haber salido, una notificación hizo que su celular produjera un agudo sonido. Lo sacó de sus bolsillos y observó la pantalla.
—Interesante... —musitó.
—Pensé que no lo habías traído contigo —habló Joe, confundido.
—Mentí.
El detective Brown no se sorprendió al encontrar la mansión Miller vacía. Y por alguna extraña razón tuvo el presentimiento de que George Evans había escapado en el taxi que vio de camino en la carretera. Deseó haber tenido alguna habilidad para traspasar los vidrios de aquel auto y vislumbrar su interior.
Antes de que Jennifer y su escuadrón llegaran, Brown les advirtió sobre su fuga y les ahorró tiempo. Ahora el detective se dirigía a la agencia con un objetivo claro.
Estacionó el vehículo en la salida, y acompañado de dos policías junto a su compañero, se precipitó directamente a la oficina de su asistente después de revisar las cámaras de seguridad.
Jhonny, que se hallaba en su computador, presintió el peligro desde la lejanía. Pero aguardó sentado con desespero reprimido hasta que el detective Brown se posó estático frente a él.
—Jhonny Callisto, quedas detenido por espionaje y pertenecer al grupo delictivo Las águilas negras —pronunció Brown.
El mohín de desconcierto que articulaba la cara de su asistente no hizo que el agente Brown vacilara en su decisión; el detective ordenó su arresto después de leerle los derechos, acentuando el estupor del que Jhonny parecía no tener salida.
—P-pero, ¿qué hice? No entiendo —dijo, reculando preso del pánico.
—¿Creíste que no me daría cuenta? —contestó Brown—. Hice que interfirieran tu celular, y sé que llamaste a George para avisarle de nuestro encuentro. ¿En serio pensaste que distorsionando tu voz te librarías de nosotros?
Aunque el detective entendía que capturar al criminal era el objetivo principal, sopesó sus opciones, y llegó a la conclusión de que era mejor encontrar al espía. Así al menos no podría proporcionarle más información a sus enemigos, y al final solo sería cuestión de tiempo para que George diera un paso en falso hacia su propia perdición.
—¡No se acerquen! —vociferó Jhonny, al tiempo que rebuscaba entre los bolsillos de su pantalón, alcanzando un arma de fuego.
Un fuerte estruendo reverberó en los rincones de las oficinas colindantes; un disparo proveniente de la pistola del detective Brown impactó directo en la palma de su asistente.
—¡Aaaagghh! —gritó, ahogado en dolor, mientras el arma caía de sus manos y chocaba contra el duro suelo, al igual que las gotas de sangre que se escabullían de su herida.
—Y será mejor que no intentes algo más. —Brown destilaba severidad en su tono—. O el próximo disparo no será tan amistoso.
El asombrado semblante de Jhonny se transformó en uno asustadizo. Sabía que el detective hablaba en serio, y también sabía que su fin había llegado.
Los dos policías que acompañaban a los detectives se hicieron cargo del espía, arrastrándolo fuera de los corredores de la agencia, directo a una celda en la que le esperaría una ejemplar condena. Pero eso sólo representaba la punta del iceberg; George seguía suelto en las calles de la ciudad, probablemente asesinando personas o torturando a Joseph.
—Bueno, al menos ya no tenemos al espía, ¿pero qué haremos ahora? —dijo Joe.
—Solo nos queda confiar en que Jennifer y su equipo logren rastrearlo.
—Pero ya lo hemos intentado antes, ¿no? Tiene algún aparato que bloquea nuestra interferencia.
Brown suspiró. Sabía que si George tenía ese extraño artilugio inhibidor de hackeos, era como si trataran de encontrar vida en el infinito mar del universo. Pero algo en su interior le decía que por alguna razón, esta vez funcionaría. Y así lo confirmó Jennifer cuando le avisó escasos minutos después acerca de la ubicación de George en un hostal cercano a Las calles del infierno.
—¿Hotel Lujan se llama? —preguntó Brown.
—Sí —corroboró Jennifer—. Nosotros vamos en camino, llegaremos en unos minutos. Pero necesitaremos refuerzos por si más integrantes de Las águilas negras aparecen en el camino.
—Iré allá de inmediato, gracias.
—Gracias a ti por avisarnos.
Joe cada vez se sorprendía más del proceder de su maestro. Era como si la suerte estuviera de su lado, o simplemente la experiencia resolviendo casos había construido un fuerte sexto sentido que envidiaba.
—¿Crees que Jhonny es el espía? —preguntó en el camino mientras se dirigían a la mansión Miller, minutos antes de atrapar al asistente.
—No solo lo creo, estoy seguro —dijo Brown, acercando el celular al oído de su compañero y haciéndolo escuchar una grabación en la que se podía apreciar una voz distorsionada de fondo—. Le está avisando que vamos hacia allá. Pero para su mala suerte, interferí su teléfono sin que se diera cuenta.
Ahora entendía cómo es que siempre lograba resolver sus casos, y era consciente de los insignificantes ápices de tiempo que llevaban trabajando juntos. Estaba confiado en que aprendería muchas cosas más en el futuro si seguía a su lado.
—Vámonos —ordenó Brown después de la llamada de Jennifer.
Los detectives emprendieron su viaje hacia los barrios marginales de la metrópoli; de nuevo se adentrarían en las profundidades de las zonas más violentas y olvidadas de la urbe. Cuando pasaron por la avenida La primavera, el recuerdo de lo que pasó la noche anterior evocó pensamientos en la mente de Brown.
¿Un hombre que saltó desde aquel sucio callejón hasta la cima de un edificio? No era posible. Simplemente no lo era. Había escuchado historias de sus compañeros sobre espectros que saltaban desde la punta de un rascacielos a otro en Las calles del infierno, pero siempre le parecieron exageraciones. Sin embargo, cuando recordó esa inquietante sensación que irrumpió en su ser la primera noche que estuvo allá, algo en su mente le dijo que era real, y su instinto se lo confirmaba. Pero él no lo quería aceptar.
Cuando llegaron a su objetivo, algunas patrullas de policía se veían aparcadas en la entrada de un descuidado hotel cercano al bar que frecuentaron el día anterior, y Brown reconoció la silueta de Jennifer saliendo de aquella pocilga.
Salieron del auto y se acercaron a la oficial.
—Llegamos tarde —comunicó Jennifer—. El dueño del hotel dice que vio camionetas negras estacionándose aquí hace unos minutos, y varios malandros entraron sin permiso al edificio preguntando por un sujeto con la descripción de George Evans. Nos dijo que se había hospedado en el último piso, y que los delincuentes subieron hasta allá, pero después bajaron corriendo por órdenes de una mujer que esperaba en la entrada y se marcharon en sus camionetas.
—¿Entonces no está aquí? —cuestionó Brown.
—No; revisamos su habitación y no había nadie. Pero nos acaban de mandar un mensaje desde el centro de operaciones y dicen que el objetivo se está movilizando por la ciudad. ¡Tenemos que irnos ya mismo!
—¿Pero a dónde?
—Sigue mi auto —dijo ella—. ¡Tenemos que darnos prisa o los perderemos!
La oficial Jennifer no perdió más tiempo y se aproximó a la patrulla mientras los detectives la seguían de atrás. Manejaron algunos minutos por los corredores de la ciudad, y llegaron hasta una amplia carretera que se explayaba a lo largo de un camino sin fin.
Después de ansiosos minutos, la oficial Jennifer maniobró su auto hacia la izquierda y frenó abruptamente en un callejón sin salida, obligando a los detectives a replicar su acción.
—¿Qué pasó? —preguntó Brown al descender del vehículo.
¿Por qué se había detenido en un lugar como este? No tenía sentido.
—Hasta aquí llegaron las coordenadas —informó Jennifer.
Y entonces lo vieron; ambos detectives instalaron sus miradas en la camioneta plateada que reposaba al fondo de aquel callejón, y la reconocieron de inmediato como la de Ryan Memphis.
El escuadrón de policías, junto a los detectives, se acercaron con cautela hasta su ubicación. Todos armados y alertas de cualquier peligro que pudieran encontrar al interior.
¿Y si era una bomba? Parecía la trampa perfecta para que cayeran en sus redes. Pero Brown presentía algo diferente, e ignorando las advertencias de Jennifer, se aproximó con rapidez hacia la puerta del auto y la abrió, revelando unos muebles vacíos.
—¡Brown! —gritó Jennifer—. ¡No te acerques así!
Volvió a ignorar sus advertencias, y examinó con detenimiento su contenido. Encontró una mochila en una de las sillas delanteras, y la abrió para revelar lo que escondía; identificaciones falsas, tarjetas de crédito y dinero era lo que abundaba dentro de esta. Sin embargo, en el fondo de aquel revoltijo, un celular alumbraba su pantalla.
Brown lo tomó con su mano y lo acercó a Jennifer.
—Este es su teléfono, ¿no?
—Sí —respondió ella—. Supongo que todo fue en vano. Terminamos en el mismo callejón sin salida.
—No —contestó Brown—. Este auto pertenece a Ryan Memphis. Dile a tu equipo que rastree su celular, probablemente se encuentra con él.
Jennifer enarcó una ceja. No conocía al hombre mencionado, pero le hizo caso a su compañero. Y después de unos minutos, la respuesta del comando se hizo presente.
—Se dirigen a la zona industrial de la ciudad —comunicó Jennifer—. Tenemos que darnos prisa. Más refuerzos están en camino.
Con presteza emprendieron su marcha de nuevo, esta vez más decididos que nunca por atrapar al delincuente. Después de varios minutos recorriendo la metrópoli, algunas patrullas de policía se unieron a la caravana al tiempo que se adentraban por las fábricas que adornaban la zona industrial de la ciudad.
—Seremos precavidos —dijo Jennifer al otro lado del teléfono, dirigiéndose a Brown, mientras se acercaban al objetivo—. El GPS de su celular indica que se detuvieron en un edificio según me informaron desde el centro de operaciones. Pero perdieron su rastro, aunque alcanzaron a proporcionarnos una ubicación. Y al parecer nos adentraremos en la guarida de Las águilas negras.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Brown.
—Nuestros informantes nos habían hablado de su base secreta; nos dijeron que no sabían con exactitud su ubicación porque les cubrían los ojos cuando se infiltraban, pero que definitivamente estaba en algún lugar de la zona industrial. Sin embargo, no habíamos podido dar con la ubicación exacta porque tenían artilugios que bloqueaban nuestra interferencia.
—Está bien, tendremos cuidado —dijo el detective.
—Mantente cerca de mí cuando lleguemos, formaremos una línea ofensiva para contrarrestar cualquier amenaza.
—Perfecto. —Colgó.
El vehículo de la oficial Jennifer frenó frente a una fábrica un poco vieja y abandonada. Inmediatamente formó una barricada con su auto, y se empezaron a escuchar disparos provenientes del interior del edificio; justo como lo había profetizado, aquella fábrica era la guarida de algún grupo ilícito que debía ser detenido.
Brown dirigió su carro hacia la ubicación de la oficial, uniendo ambos vehículos en una barricada más grande, y se bajó de este para empezar a disparar y contener al enemigo.
—No parecen ser más de cinco en la entrada, pero puede que hayan muchos más al interior —teorizó Jennifer—. Ese tipo de fábricas no son de producción, sino de almacenamiento. Tienen mucho espacio adentro, y estoy segura de que deben tener un arsenal de armas guardadas.
—¿Cómo entraremos? —cuestionó Brown, apuntándole a un sujeto que se asomaba en una de las dos puertas gigantes que daban paso al interior de la fábrica.
—Ya di la orden para que rodearan el perímetro, dudo mucho que esta sea la única entrada, y lo más probable es que intenten salir por otro lugar para escapar.
Brown disparó, e hirió al sujeto que se asomaba segundos antes. Acto seguido, una mujer salió con rapidez para hacerse cargo del hombre tendido en el suelo, pero la oficial Jennifer, con una puntería envidiable, le dio en el pecho, haciéndola sucumbir junto a su compañero.
El detective Williams también apuntaba a diestra y siniestra, pero su inexperiencia le dificultaba asestar en el blanco.
La oficial Jennifer acercó su radio policial al oído para escuchar el reporte de las otras patrullas. Y al finalizar, volteó hacia Michael.
—Me informaron que antes de rodear la fábrica, un auto escapó por la salida de atrás —dijo esta—. Pero ya no tienen manera de escapar. Los que estén adentro no tienen por dónde fugarse.
—Bien —pronunció Brown.
Sin embargo, la batalla no había terminado. Cuando menos se lo esperaban, uno de los bandidos dejó entrever un lanzacohetes en sus manos, apuntando directo a la patrulla de los detectives. Por suerte, Jennifer fue lo suficientemente rápida como para detenerlo, disparándole en la cabeza, y provocando que cayera de espaldas mientras el arma lanzaba un cohete al cielo.
—Eso estuvo cerca —habló Joe.
—Lo sabía —comentó la oficial—. Quién sabe qué otras armas puedan tener adentro. Tenemos que guardar una distancia prudente hasta controlar la zona.
—Sí —secundó Brown.
Después de otro intercambio de disparos, la lluvia de balas cesó, y una inquietante calma inundó el panorama. La oficial Jennifer miró alrededor, compartiendo miradas con todo el equipo, y terminando el recorrido de sus ojos en la silueta de Brown.
—Esto no es normal —pronunció ella—. Están tramando algo.
El detective respondió afirmando con la cabeza; algo pasaba ahí dentro, y la quietud en la atmósfera solo potenciaba la perturbadora sensación de que un macabro plan se estaba llevando a cabo.
De repente, varios gritos del interior de la fábrica irrumpieron el sosiego del ambiente; hombres y mujeres, todos parecían ser parte de una escandalosa película de terror. Como si una posesión demoníaca los obligara a desplegar exagerados guturales, aquellas personas parecían encapsuladas en una burbuja de pánico imposible de romper.
—¿Qué coño está pasando ahí dentro? —preguntó Brown.
—No lo sé, tal ve... —Las palabras de la oficial fueron interrumpidas tras escuchar cómo se abría una de las puertas principales de la fábrica.
Un vehículo blindado salió a gran velocidad por esta, escapando de lo que sea que estuviera adentro. Pero la barricada de autos policiales detuvieron su paso, y algunos disparos en sus llantas provocaron agujeros que frenaron con contundencia su movimiento.
Del auto descendió un hombre y dos chicas, aterrorizados, pero con ánimos para enfrentarse contra los agentes. Los policías no vacilaron y neutralizaron a los delincuentes.
Los aullidos despavoridos persistían en el interior del edificio, y de un momento a otro, el cuerpo de un hombre fue expulsado por la puerta, volando por los aires y aterrizando en el rugoso pavimento. El sujeto reposó inerte en el suelo mientras un líquido escarlata destilaba de su cuerpo, anegando el asfalto con un charco de sangre que se escurría por ambos de sus costados.
—¡¿Qué mierda fue eso?! —exclamó Joe.
La oficial compartió la misma mueca de desconcierto que sus compañeros detectives. ¿Qué se supone que había acabado de pasar? ¿Cómo alguien puede ser arrojado en el aire con tal ímpetu?
No solo eran gritos desesperados los que se apreciaban en el interior de aquella fábrica, sino también disparos, como si se estuvieran asesinando entre ellos mismos.
El desgarrador bullicio se iba apaciguando con cada segundo que transcurría, hasta que culminó de nuevo, sumergiendo el ambiente en esa misma escalofriante atmósfera de hace un rato.
La oficial Jennifer dio un paso al frente, haciéndole señas a su escuadrón para que la siguieran, pero conservando una posición ofensiva.
Lentamente se acercó hasta el cadáver del hombre que había sido lanzado por los aires segundos antes, y se percató de una gran herida que se dibujaba en su pecho, como si una lanza lo hubiera atravesado.
—Por Dios... —musitó.
Los detectives la seguían de atrás con cautela, preparados para cualquier eventualidad. La oficial retomó su camino hacia la entrada del edificio, y cuando llegó, se posó estática en la puerta, esperando a que su grupo se incorporara en posición para entrar.
Los agentes que faltaban rodearon la puerta, y con una señal dictada por ella, el gran escuadrón se adentró en los aposentos de aquella fábrica.
Lo primero que notaron fueron varios vehículos azabache esparcidos en la inmensidad del gran corredor; todas parecían camionetas blindadas, las mismas que había descrito el dueño del hotel. Jennifer y los detectives sabían que este tenía que ser el lugar; la guarida de Las águilas negras.
Inmediatamente se detuvieron en sus instintos cuando vislumbraron el mar de sangre que se acentuaba en cada rincón del lugar; en las paredes, en los suelos, e incluso en las ventanas de las camionetas blindadas.
Con más cautela que nunca, la oficial Jennifer prosiguió la caminata, esperando lo peor; jamás en su vida había presenciado una escena como la que sus ojos apreciaban; cuerpos de mujeres y hombres yacían inanimados en el piso, bañados con su propia sangre en formas que superarían cualquier ritual satánico.
¿Qué clase de psicópata había hecho eso? Y lo más intrigante, ¿cómo? No parecían haber rastros de disparos en los cuerpos de las víctimas. La mayoría, por lo que se podía inferir, parecían haber chocado violentamente contra las paredes y las ventanas de los vehículos. Al igual que el sujeto que salió volando fuera del edificio, las personas adentro repetían un patrón similar, como si una fuerza implacable los hubiera empujado a su fin sin piedad alguna.
—¿Pero qué mierda...? —susurró Joe.
Los demás hicieron el mismo comentario en sus mentes, pero para el aprendiz de detective fue mucho más impactante que el resto; el poco tiempo que llevaba trabajando en casos así, a comparación de los otros, acentuaba el estupor que esbozaba su rostro.
Después de revisar los cuartos laterales provistos de armas de todo tipo en los que no encontraron rastro alguno de vida, el escuadrón policíaco surcó con tímidos pasos los primeros vehículos blindados, ignorando que se acercaban cada vez más a las fauces del monstruo que había desatado aquella masacre.
Más cadáveres se explayaron en el camino mientras se acercaban. Y entonces, al final del pasillo, poco antes de la salida posterior custodiada aún por agentes que protegían el perímetro desde afuera, atisbaron marcas rojizas en el suelo que se perdían en un pasadizo hacia otro cuarto más oscuro.
La oficial dio la orden, y uno a uno empezaron a infiltrarse por los lúgubres túneles de aquel serpenteante pasadizo. De izquierda a derecha, los detectives junto a Jennifer se escabullían por los corredores persiguiendo con sumo cuidado las marcas ensangrentadas que parecían guiarlos hasta su destino; huellas de pisadas que una persona, o una criatura humanoide sacada de un libro terrorífico, habían dejado a su paso tras una horripilante matanza.
El final de aquellas huellas culminó en una puerta negruzca bordeada de un marco carmesí, y los oficiales que la apreciaban no se habrían sorprendido si se trataba de la mismísima puerta al inframundo; la muerte y putrefacción que emanaba cada esquina de la fábrica era prueba suficiente para llegar a tal conclusión.
Una voz masculina se escuchó al interior del cuarto entreabierto, y todos se pusieron en posición defensiva, esperando una inminente tragedia. Con sigilosos movimientos, los agentes se atiborraron en la pared listos para entrar en cualquier momento. La oficial y los detectives se encontraban en la primera línea, y con una señal que hizo esta, entraron a la inquietante habitación con sus armas en mano, preparados para accionarlas de ser necesario.
El tétrico panorama que visualizaron gracias a una pequeña bombilla que iluminaba la habitación les hizo helar la sangre. Un hombre, o lo que parecía ser uno, se encontraba agachado frente a los cadáveres de otros dos hombres, comiendo de sus entrañas con gran deleite. Cuando aquel esperpento se dio cuenta de que estaba siendo observado, alzó su mirada y la posó en los detectives.
Brown reconoció el rostro de inmediato; Joseph Smith, o sus vestigios, lo atisbaban con suma quietud, como si no le inmutara el hecho de haber sido descubierto comiéndose las vísceras de aquellos hombres.
Y más atrás, en una esquina del macabro cuarto, otro hombre se encontraba dándoles la espalda, mientras que con su mano sostenía el cuello de un anciano, levantándolo del suelo cual muñeco de trapo, como si ostentara una fuerza sobrenatural.
—A-ayuda —pronunció el anciano a duras penas. El agarre del que era sopesado del piso le dificultaba articular palabra alguna.
Jennifer sabía quién era el susodicho; Aaron Gibson.
Llevaba años investigando la banda de delincuentes que se hacían llamar Las águilas negras, y había descubierto la identidad del jefe que la formó gracias a sus informantes. Pero nunca había logrado dar con su paradero, al menos no hasta ahora.
—Suéltalo —ordenó la oficial al sujeto que lo sostenía.
El hombre giró su rostro levemente, pero la capucha negra de su suéter aún cubría parte de su cara. Sus vestiduras estaban manchadas por parches de una sustancia roja oscura, en especial sus pantalones. Y al mirar con atención, se podía apreciar que aquel rastro de pisadas provenían de sus pies, pues sus zapatillas se encontraban empapadas del líquido escarlata, como si hubieran sido sumergidas en un pantano de sangre.
Haciendo caso a la oficial, el hombre soltó al anciano, que cayó de manera súbita al suelo mientras inhalaba desesperadamente varias bocanadas de aire. Y entonces se volteó en dirección a los detectives con suma paciencia.
El agente Brown se encontraba expectante. Aunque había reconocido el suéter desde la distancia, su mente aún estaba estancada intentando procesar con claridad lo que pudo haber ocurrido.
¿Y si eran verídicas todas las historias que decían sus compañeros? ¿Y si era cierto el relato que les contó aquel adolescente la primera vez que fueron a Las calles del infierno? ¿Y si...?
Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando aquel hombre giró por completo su cuerpo, quedando a libre contemplación de todos los espectadores. Pero antes de que el detective pudiera confirmar de quién se trataba, tuvo una epifanía; una precipitada conclusión a la que llegó producto de todo lo que había elucubrado en los últimos días, pero que no se atrevió a tomar en cuenta, o al menos no hasta ese momento; ¿y si todo ese desastre había sido provocado por un zombie?
Sus ojos observaron con minuciosidad al hombre que tenía en frente, y no le costó mucho tiempo asimilarlo; un pálido rostro, con maxilares acentuados y cejas pobladas que se dibujaban en una cara algo cuadrada, brindaban un sentimiento de familiaridad en la mente de Brown.
No era nada más ni nada menos que la persona que tanto anhelaba atrapar.
George Evans.
****
Nota del autor: Hola v:
Una vez más les traigo un capítulo jodidamente largo (10k de palabras), así que no los voy a culpar si se aburrieron xD
Quería profundizar en los personajes secundarios; Joe y Brown (también un poquito en Jennifer), así que por eso me extendí tanto. Aunque les juro que traté de resumir todo, pero simplemente terminó así v:
En realidad este capítulo está dividido en tres, así que se podría decir que son tres en uno (?
Y bueno, la verdad es que sólo escribo esta historia para ganar experiencia. Aunque debo admitir que este capítulo apenas lo edité dos veces porque me dio pereza (O sea, no mames, son 10k de palabras D:). Hay muchas incongruencias y cosas horribles que es mejor ignorarlas para disfrutar de la historia, así que no se la tomen muy en serio xD
En el próximo capítulo volverá la perspectiva de George, así que tranquilos v:
¿Cuándo vuelvo a actualizar? Buena pregunta, bye v:
No mentiras, trataré de hacerlo la otra semana, aunque lo dudo, pero no creo que me tarde más de dos semanas.
Ah, y para dejarlos con un poco de intriga v: ¿Qué creen que el señor Brown le quería contar a su hijo sobre su madre? c:
Muchas gracias por leer c:
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