4
El príncipe del Reino Fuego había escogido a Eris para tomarla bajo su ala en el Torneo de Reyes.
El príncipe.
Alei no dejaba de hablar, nerviosa, mientras le acomodaba los cabellos en una trenza y le tendía la cama, mientras le ordenaba ir a ducharse en el tiempo en el que ella corría por la torre en busca de ropa. Eris apenas podía lograr pensar en lo sucedido, en lo que aquella noticia con la que había despertado quería decir... pero no entendía. La cabeza comenzaba a dolerle de pensarlo.
—¿Cuál es el nombre del príncipe? —Preguntó, mirando su reflejo en el espejo, buscando encontrar la mirada de Alei. Se había acabado el tiempo de vestidos y cabellos sueltos, aquella mañana del primer entrenamiento Alei le había entregado unos pantalones y túnica oscuras, similares a las ropas que Eris había vestido la noche en la que se derrumbó frente al Castillo de Acero.
Alei la miró por el cristal.
—Antes de saber su nombre hay algo que debes conocer —le dijo.
—¿Qué?
—El príncipe es... relativamente joven. Lo suficiente para que sea considerado un peligro. Porque tener magia siendo joven e inmortal significa no saber controlarla, por lo que el príncipe ha pasado gran parte de su vida entrenando, oculto ante el mismo reino.
—¿Qué es relativamente joven para un inmortal? —preguntó Eris, comenzando a sentirse dudosa. Ella realmente nunca había conocido a ningún inmortal más que aquellos guerreros del pueblo Luz.
—Menos de un siglo —le respondió Alei, bajando la voz—. Pero al príncipe nadie lo conoce. En lo absoluto. Su magia es un misterio para el reino, pero he escuchado que podría ser incluso más poderosa que la del rey.
—¿Qué significa eso? —preguntó Eris y por primera vez, cierto temblor se coló en su voz.
Alei lució seria cuando contestó.
—Significa que si el príncipe te escogió, es porque supo algo de ti. Y no sé si es bueno, o malo. Cuando un lord acoge a alguien para apadrinarlo en el Torneo, es como si se volvieran uno solo ante ello. La victoria le pertenece a ambos, la derrota también.
Ninguna de las dos dijo algo luego de ello.
Eris ni siquiera mencionó que Alei, al final, no había dicho el nombre del príncipe.
♕⚔♕
La sala de entrenamientos quedaba lejos de la torre donde se quedaba Eris y el resto de los miembros del Torneo, como según había escuchado. Ella no había visto ninguno aún, pero se imaginó que ese primer día entrenado sería la carta de presentación de todos. El momento para conocer quiénes eran los que caerían primero y quienes eran los verdaderos rivales por la corona.
Lo que ella no esperó ver fue lo que era la sala de entrenamiento. Y es que no era una sala en sí, sino, un mausoleo. Entendió en ese momento por qué había sido tan largo el camino desde la torre hasta ahí.
A Alei, como mismo al salón de reclutamiento, tampoco se le permitía la entrada a la sala de entrenamiento. Eris estaría sola a partir de ahí, aunque eso no la amedrentaba. Sentía la tensión endureciéndole los músculos y la incertidumbre enfriándole la piel.
Sin embargo, cuando vio el gesto preocupado de Alei antes de despedirse, no pudo evitar romper su expresión fría para dedicarle un leve asentimiento a la chica.
—Estaré bien —le dijo antes de irse.
Alei apretó los labios.
—No digas ni hagas nada que te meta en problemas —fue lo último que le dijo y luego, se dio media vuelta. Los guardias no le permitirían otro paso.
Eris ni siquiera se preguntó a qué exactamente Alei se refería. Simplemente respiró suavemente, volteó y luego, cruzó la entrada del mausoleo.
Ella no esperó ver aquello. Imaginó que quienes irían por la corona de fuego serían muchos en los Cinco Reinos e incluso, cuando cruzó la sala de reclutamiento, ahí habían más de media centena dispuestos a probarse y entrar en el Torneo. Pero ahora ahí, en la sala oficial, no habían más de veinte personas.
Eris se sintió realmente afortunada de haber pasado contra aquello que tornó su magia contra sí misma. Si su prueba había sido así de fuerte contra su psiquis, se preguntó que habría sido del resto. Tal vez por eso habían tan pocos para el Torneo: la gran parte había enloquecido antes de la primera prueba.
Pero aquel mausoleo era gigante. Amplio, de piso de piedra separado en secciones, paredes de mármol repletas de armas, de escudos, de secciones destinadas al tiro al arco. Y lo habían preparado para entrenar a los integrantes del Torneo, pues parecía estar dividido en partes. Pero aún así, el sitio era tan grande que nadie se percató cuando entró Eris. Parecía haber silencio, tan solo rompiéndose con la pequeña batalla de espadas que al parecer, dos competidores realizaban en el centro del mausoleo, la atención de la mayoría en ellos, el sonido del acerco y el hierro chocando perdiéndose hacia el techo abierto del mausoleo.
Eris se adentró a la sala, maldiciendo por una vez que la túnica no trajera una capa con la que cubrirse el rostro. Prefería la seguridad de nadie mirándola que el viento acariciándole el rostro. Ahí, miró todo con atención, intentando grabar las caras y murmullos en su cabeza. Había gran parte de hombres, tan solo tres mujeres de casi veinticinco concursantes; cuatro, contándose ella. Las otras tres observaban ocultas entre la multitud la lucha de espadas de dos hombres, sin parecer querer destacar y de hecho, Eris no podía observarlas bien. No podía distinguir si eran humanas o con rastro de magia.
Pero un ruido la distrajo tras ella. Las puertas de acero del mausoleo se abrían... y por ellas, entraron los lores y grandes poderosos que habían apadrinado a los competidores. La pelea de espadas se detuvo y el mausoleo quedó en silencio. Vestidos en trajes y ropas caras, los lores se adentraron. Altos, fuertes y anchos, como guerreros, con miradas avariciosas y astutas... no había una sola mujer entre ellos, notó Eris. Ni tampoco uno que luciera como un príncipe.
¿Quién, de hecho, era el príncipe? Eris ni siquiera había preguntado cuál era su aspecto.
Los lores se detuvieron en la parte más alta del mausoleo que parecía ser un palco para observar peleas. Eris se preguntó por un segundo que habría sido ese sitio antes de ser destinado a una sala de entrenamiento. Pero no dijo nada; el rostro de los lores parecía impasible, serio. No lucían como vividos entrenadores buscando animar, no: eran guerreros en busca de una poderosa corona y un fuerte aliado que la obtuviera.
—Bienvenidos, competidores —anunció uno de ellos, el que parecía guiarlos, dando un paso hacia frente. Era de estatura más baja y mirada más vieja, como si realmente envejeciera, sin magia en la sangre. Vestía de uniforme, medallas destacando en el lado izquierdo de su pecho—. Mi nombre es Linord y soy el Capitán de Armas del Rey. Seré también quien tome rumbo de los entrenamientos hacia el Torneo de Eclipse y parte de su jurado, junto los Cinco Reyes.
Su mirada denotaba astucia y marcas de años de guerra. Era el Capitán de Armas, pero ni todas las medillas ni títulos ocultaban cuando guerras había luchado en nombre del Rey para ocupar esa carga en los ojos.
—Los lores os han escogido —les dijo, alzado la voz ruda y ronca. Eris alzó la mirada—. Y debéis sentiros afortunados. Debéis mostrar vuestros más grandes respetos y entregar lo mejor de vuestras almas al Torneo. Debéis estar dispuestos a sacrificar cuerpo y alma por la corona. Solo así seréis dignos de la victoria.
Se escuchó el sonido suave del batir del aire, pero no hubo nada más. Ninguna respuesta, ninguna exclamación: aquel Torneo era el resultado de alianzas para poner fin a guerras y muertes. Quienes estaban ahí, junto a Eris, ya habían entregado lo suficiente como para renuncia ante una advertencia.
—Los lores levantarán su espada ante vosotros entregándoles su protección y a cambio, vosotros compartiréis vuestra derrota, o vuestra victoria.
Los lores dieron un paso al frente y luego otro, y otro. Atravesaron el camino que los separaba de ellos, saltando del palco con una sutil agilidad que demostraba cuan poderosos eran realmente. Un brillo plateado destacaba, colgando de sus caderas. Una espada.
Uno a uno, los lores se fueron deteniendo frente a los competidores. Eris contuvo la respiración ante el primero, justo frente a ella: había sacado su espada con un sonido fino frente a una mujer, una de las tres que habían y ella ni siquiera se había inmutado, observándolo a los ojos cuando el lord clavó la espada en el suelo de piedra frente ella. Una gema blanca destelló en la espada que sin quebrarse, se enterró en la dura piedra. La competidora le hizo una reverencia sutil con la cabeza. Distaba de ser hermosa, el rostro lleno de cicatrices, la boca cuarteada y los ojos negros, pero había algo en ella que demostraba la destreza y fuerza. Era una guerrera.
Así sucedió con cada uno de los rivales. Un lord se detuvo frente a ellos, sacó su espada, hizo una demostración de poder y luego, la clavó en el suelo de piedra. Eris observó a cada uno de ellos.
Nadie se detuvo frente a ella. Nadie la miró.
El Capitán de Armas anunció:
—Que inicie la competencia.
Y en ese momento el sexto sentido de Eris despertó, su instinto ronroneando con fuerzas, preparándose para rugir; y en aquel segundo Eris lo sintió. Lo sintió antes de suceder.
Un filo se posó en su cuello. Una daga.
Pero ella se había movido antes de que pudiera siquiera rozarle la piel.
Había volteado, sus ojos apenas percibiendo el movimiento a su alrededor y centrándose en ella, en su lucha: movió los brazos, se acuclilló un poco, solo alcanzando a doblar las rodillas antes de empujar su espalda hacia atrás, evitando el movimiento y luego, tomó la daga.
La sintió fría contra su mano y cuando miro hacia atrás, alzándola frente quien la había intentado tocar, lo vio.
Se quedó quietísima.
Un extraño encapuchado, de ojos rojos y boca estirada en una sonrisa, la observaba.
—No esperaba menos de ti —le dijo, la voz ronca y baja y luego, la sonrisa pequeña y ladeada, fría—, Eris.
Y, esa voz.
A Eris se le erizó cada vello del cuerpo.
Era él. Era el extraño de la noche anterior. El que la había detenido frente a la obra de fuego, el que había desaparecido de la nada luego de mirarla a los ojos.
Luces como alguien a quien ya he visto. El único retrato de la diosa Ilis.
Eris retrocedió un paso.
—Tú... —el extraño de ojos rojos hizo un movimiento, Eris se tensó. Pero lo que él hizo fue alzar sus manos y luego, retirar la capa que le cubría la cabeza. Y le mostró el rostro.
Eris enmudeció.
Aquel rostro bello, de piel blanca impoluta, de mandíbula fuerte y facciones talladas, de oscuros y profundos ojos rojos, con largos cabellos castaños rozándole los hombros, dándole un aspecto salvaje, fuerte, a aquel rostro que mostraba belleza, dureza y poder...
Ella no necesitó ver la espada de una poderosa piedra roja para saber quien era.
Aquel era el rostro del príncipe.
Él era el príncipe.
Sujetó la daga con fuerza. Las manos no le temblaban, no importaba con cuantas fuerzas le latiese el corazón contra el pecho.
La espalda de acero y magia destacaba, sujeta de un fino cinturón de piedras contra su cuerpo. Ella no le dirigió más de una mirada. Toda su atención estaba en él. Sus oídos habían silenciado cualquier sonido que no fuese aquel que ocurría entre ellos y su instinto gruñía, despacio bajo la piel, advirtiéndole.
Pero el príncipe sonríe pequeñamente. Ladeado, salvaje, y frío. Una sonrisa que anunciaba arrogancia y frialdad.
—¿Quién eres? —Eris preguntó. Era, de hecho, la segunda vez que se lo preguntaba a él.
Él hizo un movimiento pequeño, ladeándole la cabeza y agachándola apenas centímetros
Una leve reverencia con la que, como un parpadeo, la piedra de su espada centelleó.
—Nikolaus Odhientius —murmura él y sus ojos rojos centellan. Son como el fuego, el verdadero fuego corriendo líquido en las pupilas. Y lo es—. Príncipe y heredero del Trono de Fuego. Pero eso... eso ya lo sabes.
Lo sabía. Su instinto se lo había advertido desde que vio los ojos rojos.
Sintió la daga fría contra su mano.
—¿Qué intentabas hacer? —le dijo, apuntándolo apenas con la daga. Dioses. Estaba apuntando al príncipe con la daga... y nadie parecía verlo. Sino, los guardias ya se habrían lanzado contra ella. Miró a su alrededor, notándolo por primera vez. Frunció el ceño—. ¿Qué hiciste?
El príncipe dio un paso cerca de ella.
—Un escudo a nuestro alrededor. Ahora mismo, nadie nos ve. Estoy bastante seguro que alguien te contó el pequeño secreto de nuestra corte —ronroneó—. Y es que nadie, nadie, conoce ni mi rostro, ni mi magia. Tan solo mi apellido, ¿Cierto? Ni siquiera saben mi nombre. Y no voy a permitir que lo sepan hasta que, por supuesto, tomes esa corona de fuego.
Eris pudo entenderlo a duras penas. El príncipe se estaba ocultando, los estaba ocultando. Pudo sentirse familiarizada con aquello y eso la hizo apretar los dientes, afilando su expresión.
Tal vez eso había sido lo que había llamado la atención del príncipe: ambos vivían tras las sombras, ocultos.
Pero lo que el príncipe quería realmente de ella; eso no lo sabía.
—¿Por qué me escogiste? —preguntó, firme y directa, agudizando su mirada hacia aquel rostro hermoso.
El príncipe humedeció los labios. Lo miró, sin lucir sorprendido ante su pregunta directa.
—Pudiste haber engañado a tus rivales y a los jueces con tu magia floja, escogiendo tu lado humano. Pero puedo verlo en ti, Eris: vas a ganar. Superaste esa prueba en minutos y a algunos les tomó horas. Horas que les quebraron la mente. Tú... tú despertaste mi curiosidad por primera vez en décadas.
Eris frunció el ceño. Apretó la daga, que permanecía apuntando hacia el frente, tensa ante cualquier movimiento, lista para actuar en su defensa aunque sabía, más que todo, que el príncipe era tan poderoso y estaba lo suficiente entrenado para reducirla en un parpadeo.
—¿Y esto? —preguntó, mirando la daga. El príncipe sabía a que se refería. A la forma en la que había intentado atacarla por detrás, pero también como dejó que ella le arrebatara la daga.
Él hizo un movimiento pequeño, ladeando la cabeza.
—Un obsequio —le dijo simplemente—. Puedes bajarla, no necesitarás usarla. No piensa hacerte daño ni actuar contra ti. Solo quería que tomaras la daga por ti misma. Seremos aliados, Eris.
Eris dudó, pero había sinceridad oculta bajo el tono ronco de sus palabras. Miró el objeto plateado y filoso en su mano por primera vez y por un segundo, se maravilló: aquella daga era hermosa. Plateada enteramente, afilada tan finamente que bastaba un roce para cortar la piel y en el mango e plata, tallado cuidadosamente, había una rosa que, en centro, tenía una fina piedra roja.
Justo como la que centellaba en la espada del príncipe.
—¿Cómo sé si esto no es solo simple palabrería? —ella preguntó, desafiante, enarcando ambas cejas.
Nikolaus se encogió de hombros, como si hubiera esperado aquella pregunta.
Así mismo, dejo ir con simpleza, en un murmullo:
—Con un pacto de sangre.
Eris se quedó quieta.
Un pacto de sangre.
Ella había escuchado pocas veces hablar de ello. En los últimos siglos, los pactos de sangre habían ido desapareciendo pues, a medida que la magia se iba, lazos hechos con esta desaparecían también. Porque un pacto de sangre era una unión entre dos seres mágicos tan fuerte que de romperse, la magia de uno de los dos podría quebrarse por un tiempo indefinido. Por ello, eran respetados. Un enlace de magia y sangre era una promesa eterna.
Eris retrocedió un paso cuando entendió lo que el príncipe sugería.
—¿A tanto estas dispuesto? —ella preguntó, intentando ocultar la impresión de su voz.
—Creo que aún no has entendido, Eris —él dijo, su voz ronca y baja pronunciando su nombre en un murmullo—, lo que realmente quiero de ti. Quiero que ganes. Quiero ser tu aliado en el camino de la victoria. Sin mi, no lo lograrás. Soy el guerrero más fuerte de este reino.
—No lo eres —Eris lo interrumpió—. Eres joven. Menos de un siglo y medio.
Nikolaus no se inmutó. En realidad, cierto brillo cubrió sus ojos. Además de advertirle a Eris, aquello le dijo algo más: estaba pisando un terreno desconocido para ella.
—Has escuchado rumores. Rumores que intentan proteger un secreto.
—¿Qué secreto?
—Si quieres saber algo de mi, tendrás que decir algo de ti —le dijo él. Luego la miró con cierto brillo en los ojos—. Soy poderoso, Eris. Mira mis ojos. Dime que ves.
Eris lo hizo.
Y todo lo que vio fue... fuego. El más puro y abrasador fuego.
Ella comprendió, entonces.
—Eres un descendiente de Olin —Olin, la diosa del fuego. La madre y creadora del reino.
La sonrisa de Nikolaus creció.
Él lo era. Tenía el verdadero fuego, la magia que mantenía aquel reino con vida, en sus venas. Eris había subestimado su poder. Si alguno del reino creía que conocía la más mínima parte del poder del príncipe, estaba equivocado.
—Como descendiente de un dios, he entrenado toda mi vida para controlarlo. Puede que sea joven, o que no haya peleado en guerras, pero soy tan o más poderoso como cualquiera en esta sala. Y me necesitas. Me necesitas para entrenarte, como aliado y protector, soy el único que puede hace que llegues a tomar la corona del Torneo.
—¿Y qué es lo que necesitas tú de mí? —le preguntó Eris, la pregunta saliendo sin ella pensarla. Pero ahí estaba. Ahí estaba aquello que sembraba la incertidumbre bajo su piel.
La seriedad se posó por primera vez en los ojos del príncipe.
—Ya te lo he dicho. Quiero que seas mi aliada.
—No. Hay algo más ahí —ella contestó, negando. El dorado de ojos contra el fuego de los del príncipe—. Hay algo más que quieres de mi. Dímelo.
La mirada de Nikolaus se endureció, cualquier rastro de diversión extinguiéndose bajo las llamas de sus iris.
—He cedido mucho de mi hoy, Eris —él le dijo—. Es hora de que tú también lo hagas.
—¿Con un pacto de sangre?
Nikolaus dio un duro asentimiento.
—Un lazo que nos impedirá traicionarnos. Eso es lo único que quiero de ti.
Eris entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabes que, cuando salga de aquí, no lo haré? Ya sé lo suficiente del príncipe de este reino como para obtener un precio por esta información.
Algo jugó en la expresión de Nikolaus. Algo que le hizo sentir a Eris como si para el príncipe aquello se hubiera tornado de repente un juego. Un juego de guerra.
—Sé que no lo harás —contestó él en voz baja, como si el sonido siquiera pudiera escaparse del escudo. Y la miró a los ojos cuando dijo—: porque sabemos lo que somos. Los descendientes de dioses sabemos cuando protegernos... y tú eres una, Eris.
Él lo sabía, Eris se percató.
Él sabía lo que ella era. Sabía sobre la sangre poderosa de Ilis corriendo en sus venas. Sabía sobre ella.
Y aún así no la había delatado.
Los descendientes de dioses sabemos cuando protegernos; Nikolaus había dicho.
—Necesito tiempo para pensarlo —Eris dijo, rompiendo el tenso silencio—. Necesito pensarlo.
Nikolaus asintió.
—Lo entiendo —le dijo—. Pero hasta que no me des una respuesta, no clavaré mi espada en la piedra por ti.
—¿Qué quieres decir?
—Tienes que ceder por mi, Eris. Ya yo lo he hecho por ti. Si no lo haces, te abandonaré en el Torneo de Eclipse.
Eris dio un paso hacia atrás. Entendió lo que él le quería decir y lo demostró con un asentimiento.
Nikolaus le sonrió, pequeña y fríamente. Todos sus gestos estaban llenos de una astucia y arrogancia poderosas, que intentaban ocultar lo calculado de sus movimientos. Eris lo analizó lo suficiente como para notarlo.
El príncipe era un desconocido, pero él había sido la única persona que había demostrado realmente confianza en que Eris tomaría la corona.
—Espero tu respuesta —él le dijo—. Cuando quieras buscarme, di mi nombre. Nadie en el castillo lo conoce, por lo que sabré que eres tú e iré.
Eris no respondió nada. Nikolaus dio un paso hacia atrás, levantándose la capucha y cubriendo su rostro. Sus ojos centellaron una vez, por un segundo, Eris sintió una suave oleada de magia: el escudo que los rodeaba desapareció.
Los lores que habían comenzado su entrenamiento con los competidores se detuvieron. Y voltearon hacia ahí, siguiendo la magia, pero no encontraron nada.
El príncipe de fuego ya se había ido.
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