2

Luego de huir por primera vez de su pueblo, Eris no se detuvo hasta salir del Reino Luz. Fue en el último pueblo del reino, uno de los que quedaba en la frontera, que ella llegó oculta bajo capas de piel y ropa, ocultando sus cabellos y rostro. No se atrevió a mirar a nadie al rostro cuando se adentró a una de las tabernas, donde olía fuertemente a alcohol y había risas que ocultaban la música.

Nadie la miró mientras se dirigía a la barra, donde una mujer solitaria limpiaba vasos, ni cuando se sentó frente a ella sin decir ni una palabra.

Eris dejó una moneda de oro ante la mujer y los ojos oscuros de esta le prestaron atención de inmediato.

—Vengo buscando información —dijo, la voz sin temblarle mientras miraba a la mujer.

Ella ladeó la cabeza.

—Si tengo las respuestas, son tuyas —dijo.

Eris jugó con la moneda entre sus dedos antes de preguntar.

—¿Qué es el Torneo de Eclipse?

La mujer entrecerró los ojos.

—Eres joven —reconoció—. ¿Qué hace una niña preguntando por el Torneo de los reyes?

Eris había entrenado por años con los soldados del pueblo. Su madre le había enseñado como ocultarse y como responder para ocultar información. Ella no necesitó evadir una respuesta que no iba a dar.

—Yo hago las preguntas —dijo simplemente.

La mujer sonrió con gracia, aceptando.

—Solían haber guerras entre las especies de los reinos antes, mucho antes de que tú y yo naciéramos. Guerras que alcanzaron a durar siglos y que causaron tanta muertes como la peste. Guerras entre quienes no tenían magia y quienes sí. Guerras por el poder. Los humanos se alzaron contra los descendientes de dioses en busca de magia y murieron por ella. Pronto, híbridos de magia menor buscaron lo mismo y luego, inmortales se unieron a la guerra contra los guardianes en busca de poder.

—Sé esa historia —Eris interrumpió con rudeza, negándose a perder más tiempo. La mujer no pareció amedrentarse ante su insolencia.

—Luego de siglos de guerras, los cinco reinos llegaron a una alianza con las especies enemigas entre sí. La mayor alianza que existe entre reinos: si las criaturas querían la magia de los cinco dioses, podrían tenerla mediante una sola forma: el Torneo de Eclipse.

Eris se tensó, escuchando aquello. Conocía la historia, sí, pero nunca había oído nada sobre aquel torneo. Su educación no tenía nada más de lo necesario para vivir; sabía leer y escribir, un poco de la historia de los reinos, de su diosa y nada más. Había interrumpido su educación para entrenar y aprender a sobrevivir.

Su madre siempre había sabido cual era su destino y la había preparado para ello.

—Se celebra cada veinte años, en el último eclipse de sol. Se dice que es el único momento en el que la diosa madre Fael se asoma a mirar su mundo. Cualquiera puede participar, aunque con el paso de las décadas ha empequeñecido la cantidad, como mismo la magia se ha ido perdiendo. Lo ha hecho porque ganar el torneo es casi imposible. Quienes lo ganan a veces enloquecen lo suficiente pronto como para no recibir la magia, o mueren de las heridas que le quedan a consecuencia. Pero quienes han sobrevivido, han sido tan poderosos como un guardián de reinos que no pertenece a ninguno.

Eris escuchó, la piel erizándose a cada palabra. ¿Por qué su madre quería que ella lo ganara? ¿Por magia?

—Cualquiera puede entrar al torneo. Cualquiera que gane la primera prueba es merecedor de la Corona de Fuego que otorgan los cinco reyes. Pero el verdadero campeón es quien pasa las cinco pruebas. Cada una por un dios. Solo hay un campeón. Un ganador que tendrá la magia de los cinco reinos... e inmunidad.

Los ojos de Eris se alzaron y la mujer la observaba, como si hubiera esperado aquel momento. Como si supiera que aquello era lo que Eris buscaba.

—Ninguno de los reinos tendrá derecho a tocarte mientras les jures lealtad —una sonrisa se extendió por los labios agrietados de la mujer—. ¿Por qué crees que tantos mueren por la Corona de Fuego, niña? Ya no es por la magia, ahora es por la vida.

Era eso. Eso era por lo que su madre la había enviado al Reino Fuego.

Quería que Eris ganara. Que Eris fuera inmune.

Ella ocultó su expresión bajo la capa. Soltó la moneda de oro sobre la barra, poniéndose de pie. No tenía intención de despedirse ni de agradecer, lista para irse y no perder más tiempo: necesitaba un mapa, provisiones y flechas.

Pero la mujer la detuvo, agregando por último:

—La Corona de Fuego te da la magia —le dijo y Eris no volteó a mirarla, lista para irse—, pero no la inmortalidad.

Eris no necesitaba la inmortalidad.

Ella solo quería vivir.

Y si el Torneo de Eclipse era la única forma de alcanzarlo, si ella debía sangrar por ello, lo haría. Lo había prometido a su madre, que lo dio todo por ella.

Y cuando Eris finalmente logró llegar al Reino Fuego, al gran Castillo de Acero que había marcado en todos sus mapas... ella simplemente cayó.

Despertó en una habitación iluminada. Era de día, pero cuando Eris cayó en la inconsciencia estaba anocheciendo, por lo que no tardó en suponer que había estado dormida todo ese tiempo. Se sentó sobresaltada, dándose cuenta que aquella superficie blanda en la que estaba era, en realidad, una cama.

Y aquel sitio, de espacio reducido pero cómodo, de pisos de madera y paredes blancas, con una amplia ventana, era una alcoba.

Y había alguien ahí, además de ella.

Eris no tardó en buscar en su bota. Siempre escondía una daga ahí. Ni siquiera había mirado cuando escuchó una risita y en su bota no encontró nada. Le habían quitado las armas.

—No lo intentes —le dijo una vocecita suave y femenina. Eris volteó a ver de inmediato: una muchacha joven, de cabellos negros y ojos marrones, la observaba desde la puerta de la habitación. Llevaba una cesta entre sus brazos y vestía entera de blanco—. Tu llegada fue un caos. Los guardias no son tontos: antes de traerte dentro del castillo, te despojaron de tus armas. No les importó si estabas inconsciente o no.

—¿Quién eres? —preguntó Eris de inmediato, sin dejar de analizar lo que había escuchado. Antes de traerte dentro del castillo, había dicho ella. Lo que significaba que aquella alcoba pertenecía al castillo, y que Eris estaba dentro.

Trató de controlar sus nervios. Las manos querían temblarle y el corazón le latía rápido. Pero trató de permanecer reacia ante la muchacha que la miraba sonriente, animada incluso. La chica entró a la habitación, cerrado la puerta tras ella y Eris se puso en guardia.

—Mi nombre es Alei —le dijo tranquilamente, caminando hacia el centro de la habitación—. Pertenezco al servicio de castillo, y me han ordenado custodiarte y además, mirar por ti. Hiciste una llegada muy caótica, al parecer. Estoy encargada de guiarte y buscar que es lo que quieres.

—El Torneo de Eclipse —contestó Eris sin tener nada más en mente. Si ya estaba ahí, no debía engañar ni negociar con nadie. Ya no lo necesitaba. Mientras más pronto se introdujera al torneo, más pronto podría descubrir que era lo que le aguardaba.

—Si, lo sabemos. Fue lo único que anunciaste antes de desmayarte en la entrada del castillo —comentó la muchacha, Alei, deteniéndose a los pies de la cama y dejando la cesta—. Para eso estoy aquí, además.

—¿Qué?

Alei comenzó a vaciar la cesta sobre la cama. Ropa, jabón, peines. Ahí estaba su túnica, lavada y arreglada y fue cuando Eris se percató de que llevaba el rostro y el pelo expuesto. Se llevó las manos a la cabeza, sintiendo la alerta correr por su cuerpo; pero Alei ni siquiera se dio cuenta.

—Debes presentarte ante el recluta oficial del torneo, y no pensaras hacerlo sucia y desarreglada. ¿Cierto? —alzó los ojos y la miró, si se dio cuenta del estupor de Eris ante la ausencia de su capa y la forma en la que aquello la tensaba, no dijo nada—. Ahí está el baño. Dúchate y cámbiate. Esperaré aquí afuera por ti.

¿Acaso sabría Alei, o alguien más, quien era ella? ¿Acaso sabrían qué era?

Eris se puso de pie tomando la ropa y la capa tan pronto como pudo. Intentó ir hacia el baño, su cuerpo sintiéndose más ligero luego de descansar tanto; la voz de Alei la detuvo.

—¿Cuál es tu nombre?

Eris volteó. No la miró a los ojos, tensa, preocupada de si alguien descubría que era.

—Eris —respondió.

—Eris —repitió la muchacha, asintiendo. Y luego sonrió, tranquila y sin sorpresa—. No tienes que asustarte, Eris. Fui yo quien te quitó la capa. Nadie más ha visto ni tus ojos, ni tu piel, ni tus cabellos. Tu secreto está a salvo conmigo.

Eris sabía que no debía confiar y menos en una desconocida del Reino Fuego. Una desconocida que servía al Castillo de Acero.

Pero en aquel momento no pudo evitar suspirar, la tensión disipándose suavemente de sus músculos. Asintió, pestañeando.

—Gracias —dijo, y no obtuvo respuesta. Se adentró a la puerta que Alei le había dicho y tal como le indicó, era un baño.

Dioses. Eris no recordaba la última vez que había tomado una ducha en un lugar que no fuera una posada de paso, una laguna o aguas frías de un río. No recordaba la última vez que tomó una ducha en un lugar seguro. Dejó ir el aire mientras se adentraba, dejando la ropa en el esquinero que daba a un espejo y mirando todo con atención. Lo último que observó fue su reflejo.

Y ahí estaba ella.

Luego de haber huido tanto, de esconder su aspecto... casi no recordaba ni su propio rostro. Ni sus ojos ni su pelo, que tanto había tenido que esconder. Casi no se recordaba a sí misma.

Pero era el mismo rostro ovalado, la misma nariz y boca pequeña, las mismas mejillas, ahora sucias, la misma expresión, ahora más agotada. Era la misma, pero aún se veía tan distinta. Se sentía distinta, agotada. No había rastro de la Eris que hacía meses entrenaba su magia con un guerrero de luz.

Pero sus ojos seguían intactos. Aquellas pupilas doradas resplandecían como si de oro líquido se tratara y sus cabellos, que eran del rojo claro que había tenido su abuela, cada vez tenían más mechones blancos. Pronto el rojo desaparecería y su cabellera sería de un claro dorado, como el que tintaba su piel... ella entera se convertiría en luz.

Quitó sus ojos del espejo. No podía mirar más aquello por lo que tanto había tenido que huir. La sangre de Ilis corriendo en ella la había condenado.

Se bañó más rápido de lo que hubiera querido en un inicio, pero no había tiempo que perder. Alei estaba afuera cuando ella salió, esperándola. Tenía una bandeja ante ella y había abierto la gran ventana de la habitación y Eris se dio cuenta de que daba hacia el mar. Debían estar en una torre alta, pues lo veía a todo lo amplio, veía los dragones a los lejos, sus tierras, el mundo extendiéndose fuera de su ventana.

—Te traje comida —dijo, señalando la bandeja que había dejado en la mesa frente a la ventana. Eran frutas, pan y carne, agua y jugo. El estómago de Eris despertó ahí, extrañando el aspecto de una comida buena y deliciosa y cansado de sobras y escasas provisiones— Siéntate a comer y déjame peinarte el cabello. Parece que no lo haces hace siglos.

Eris no inmutó su expresión, aunque podría haber hecho una mueca: ¿Cómo iba a peinar su cabeza en la vida ahí fuera, durmiendo en bosques y huyendo de guerreros?

Pero no dijo nada y se sentó en la cama, frente a la mesa, dejando que Alei se acercara con el peine que la había visto entrar. Se tensó al instante, dándose cuenta que hacía mucho no tenía ningún otro ser cerca de ella, nunca —desde su madre y su abuela, que también solían peinarle los cabellos, acariciarle la cabeza y tomarle medidas para vestidos... antes de que todo sucediera— pero no tardó en aliviar su cuerpo y cerrar los ojos y luego comenzar a comer, devorando aquello como si hubiera comido en días. Alei no le dijo nada al respecto.

Fue Eris quien hizo la pregunta, terminando de dar un mordisco a una manzana.

—¿Y ahora qué sigue?

Hubo silencio por segundos.

—¿No lo sabes tú, que vienes a por ello? —Alei le preguntó.

Eris negó, mirando por la ventana. Se sentía perdida por segundos.

—Mi única meta fue llegar al Castillo de Acero y entrar al torneo. Y sobrevivir para llegar.

Pudo sentir la forma en la que Alei se tensó, perdiendo rastro de la jovialidad con la que le había hablado, pero a Eris no le interesaba. No buscaba ni empatía ni lastima, solo respuestas.

—Pues ahora debes presentarte ante el recluta oficial del torneo y probar por qué eres digna de participar. Tuviste suerte y llegaste pronto: hoy es el último día antes de que acabe la primavera. La entrada al torneo culmina hoy, y es el día de presentar a los competidores. Ahí estarán duques y condes de los cinco reinos, tal vez incluso el príncipe se asome a mirar, si es que está aburrido. La elección no es un evento realmente importante, sino que, dentro de seis semanas, para el solsticio de verano, es que todos los cinco reinos vendrán a ver: es la primera prueba.

Eris meditó por segundos. Alei estaba desenredando su pelo y este ahora caía lacio y largo por su espalda, sin haberlo cortado en meses, ahora le quedaba por debajo del pecho.

—¿Qué debo hacer para que me elijan?

—No lo sé —musitó Alei—. Tal vez mostrarles tus cicatrices. No hay mayor prueba de supervivencia que esa.

Eris tenía muchas cicatrices. De los entrenamientos, de la primera vez que huyo, de caídas y carreras en el bosque. Cicatrices de una vez que le intentaron robar y tuvo que pelear para mantener su arco y flechas consigo. Cicatrices de cuando se intentó ocultar en la cima de un árbol por unos días y terminó desmayándose y cayéndose de la cima. Cicatrices de todas las veces que estuvo a punto de morir o ser cazada y sobrevivió.

Eris suspiró.

Prefería mostrar sus cicatrices que mostrar su magia.

—Cuando estés lista —sintió Alei murmurar.

Eris volteó a mirarla.

—Llevo esperando mucho para esto —dijo y arrancó sus ojos del mar que se extendía luego de su ventana. Miró a la joven muchacha, tal vez uno o dos años mayor que ella, con una seguridad y valentía que tal vez forzaba a tener—. Estoy lista.

Alei fue quien la guía hacia la sala donde se reclutaban.

Estaba en una torre, confirmó sus teorías mientras bajaban por largos pasillos que se conectaban entre sí mediante escaleras. El suelo negro de madera estaba recubierto en rojos y en las paredes blancas colgaban cuadros, armaduras y debajo de estas, había una vieja pintura que recorría y las paredes y contaba una historia. Eris se preguntó si alguien alguna vez había mirado detenidamente aquel mural, lo suficiente para lograr entender lo que fuera que estaban contando.

—Escúchame, Eris —dijo Alei de repente, tomándola del brazo. Pasaron junto a unos guardias que se posaban en las esquinas de los pasillos y escaleras y ni las miraron, como si ellos mismos fuesen de metal. La muchacha bajó considerablemente la voz—. Sé quien eres. Sé que eres —Eris se tensó y Alei pudo percibirlo, pues agregó luego en un susurro rápido y cauteloso—. No se lo diré a nadie. Tienes mi palabra. Pero debes saber que hay miembros del Reino Oscuro en el Torneo.

Eris se quedó quieta. Ella no lo había pensado. No había asumido el riesgo del torneo...

—No podrán tocarte mientras te acepte el recluta oficial —le dijo Alei mientras bajaban un último tramo de escaleras y luego doblaban, adentrándose en un pasillo más amplio e iluminado, más protegido por guardias—. Por eso debes lograr entrar. Y tú... si tienes magia, ocúltala. No es conveniente.

—¿Por qué?

—Es un torneo por magia —le recordó Alei lo que ya ella sabía, pero la chica parecía buscar otro punto, querer decir algo con ello—. Para ellos, ya tienes ventaja. No permitas que la conozcan.

Era un movimiento inteligente, notó Eris, dándose cuenta que lo que Alei quería era ayudarla. Aquello la hizo tragar con dureza: nunca nadie la había ayudado en un buen tiempo. Estaba sola, luchando y protegiéndose a sí misma durante mucho tiempo y ahora esa chica, una humana que no conocía desde hacia unas horas, le ofrecía un consejo así, sin intenciones aparentes.

No debía confiar, se recordó sí misma. Pero no pudo evitar contarle a la chica:

—Mi magia es escasa. No sé su magnitud, ni que puedo hacer con ella, pero es poca —ocultó algunos detalles: había entrenado pocas veces con ella, lo suficiente para saber curar y a veces quemar con la luz, pero nada más. Pronto había tenido que entrenar como ocultar su magia, no como usarla.

—No confíes en nadie —le dijo Alei, ladeando levemente la cabeza. Pareció rebuscar en sus bolsillos, su amplia falda permitiéndole hurgar en ellos y luego, sacó la mano abierta, mostrándole un destello dorado—. Mira. Lo tomé ante de que los guardias te revisaran, porque no parecía peligroso. Toma, es tuyo.

Era el colgante de huevo de dragón que Eris había negociado en la ciudad. Lo tomó, colgándoselo en el cuello y dejando que la pequeña esfera dorada le quedara oculta bajo las capas de ropa. Se aseguró la capucha sobre la cabeza, mirando a Alei antes de decir:

—Gracias —y sonó sincera y agradecida.

Alei sonrió, suave y tranquila.

—Espero que te vaya bien, Eris —le dijo, deteniéndose. Eris alzó la mirada, conteniendo el aire por un segundo.

Ahí estaba una reja de hierro y guardias de acero a los costados. Y daba paso a un salón, un salón que parecía repleto, donde desfilaban y gritaban... y Eris sintió la magia, el olor a sangre y los gritos.

Era el salón de pruebas para el Torneo de Eclipse.

Los guardias de acero no dijeron una palabra cuando abrieron las puertas de hierro para ella.

Alei no podía pasar, supuso por lo que fue aquella despedida. Eris dirigió una última mirada hacia ella antes de asentir. No le detenía el quedarse sola: había estado sola la mayor parte de su tiempo. Nunca planeó encontrar ni tener alguien a su lado. Estaba lista para enfrentarse a lo que viniera y ganar.

Así que Eris entró al salón de reclutamiento.

Soltó el aire suavemente mientras sus ojos recorrían la sala. Controló su respiración y a cada movimiento a medida que se adentraba. La puerta de hierro conducía a un pasillo donde los guardias separaban a hombres y mujeres, obligándolos a observar al frente. Parecía una tribuna, pero de ahí se observaba el centro del salón: una mesa alta, curvada, coronando el centro donde en sillas altas habían tres hombres como si de jueces se tratara. Eris supuso que el del centro, vestido entero de negro con una capa ocultando su rostro y una espesa barba blanca siendo lo único visible, era el que daba la decisión.

Ante la mesa, un hombre luchaba cuerpo a cuerpo contra una pared de aire. Debía vencer esa escasa magia para probar que era digno del Torneo de reyes.

Eris miró hacia su lado, donde el resto de seres que iban a enfrentarse a ella se agrupaba. Todos observaban de forma impasible hacia la prueba del que sería tal vez uno de sus contrincantes. Eris olisqueó el aire, buscando pruebas de magia entre ellos, pero sus olores se mezclaban. Habían humanos, habían híbridos de magia pobre y había seres de los reinos mágicos. Eris se tensó ante un rastro leve de olor a madera, un olor recio y quemado que le había servido tanto de advertencia en los últimos meses: había un macho del Reino Oscuro ahí.

Eris se tensó. Se quedó quietísima, preguntando cuantas probabilidades habían de que él ya hubiese descubierto su olor, de donde venía ella.

No pueden tocarla mientras esté en el Torneo, ella recordó. Pero aún faltaba. Ella aún no estaba en el Torneo.

Miró de nuevo hacia la sala, donde el hombre ya parecía rendirse contra aquella batalla contra la magia. Y es que estaba golpeando mal; los guerreros de luz que la habían entrenado en su pueblo le habían dicho como derrotar cada elemento y la única forma de vencer el aire era con fuego. Fuego que lo consumiese. Aquel hombre lo único que debía hacer era tomar uno de los candelabros que había en las mesas y acercarlo al muro de aire y este se rompería ante la primera llama.

Aquel hombre ya había perdido, pero eso no era lo que Eris estaba observando. Ella observaba la mesa que reposaba a un lado de los jueces de reclutamiento: eran armas. Entendió que les daban la opción de tomar una y enfrentarse a cual sea el tipo de prueba que les ponían.

Ella exhaló cuando vio ahí un arco. Y cinco flechas a los costados.

Ya tenía un camino.

—Se ha rendido —murmuró alguien en la fila y Eris observó. El hombre había caído sobre sus rodillas, rendido. Había perdido. Uno de los tres jueces negó y al instante, un soldado de acero se acercó y tiró del brazo del hombre. Le quitó la espada y se lo llevó.

Tras ella, uno de los hombres que los custodiaban dio un paso. Todos se callaron mientras él miraba a través de ellos.

—Tú —le dijo y su mirada se detuvo en ella. Eris no se inmutó—. Ve. Ahora.

Un guardia dio un paso hacia ella y Eris supo que era para escoltarla. Le abrieron paso en la pequeña tribuna, que estaba repleta. Eris no se permitió contar cuantos aspiraban a entrar al Torneo... ni cuantos realmente lo harían. Ella pasó a través de ellos y bajó las escaleras que conducían hacia el centro del gran salón.

Habían palcos a los costados de la sala, notó. Y ahí había una pequeña muchedumbre, algunos observando con curiosidad, otros simplemente evaluando. Como si se trata de obra de entretenimiento para ellos. Eris apretó los dientes y siguió caminando hasta el centro de la sala. Cuando se detuvo, no escuchaba más que su propia respiración. Todo era silencio.

—Tu nombre —le exigió saber uno de los jueces, todos encapuchados. Eris no supo cuál fue el que habló.

—Eris —respondió, controlando que la voz no le temblara. Había detestado la forma en la que el sonido salió, suave y frágil, como si ella fuera una niña. Inhaló con fuerzas.

—¿Apellido?

Eris sabía que venía con ello. Si sabían su apellido, sabían de donde venía y que era.

—No tengo —dijo entre dientes.

—Déjanos mirarte —dijo uno de ellos. La respuesta de Eris fue alzar la cabeza, pero apenas se veía su rostro. Aquello no era suficiente—. Quítate la capa —le ordenó.

No, no. Eris no hizo el menor movimiento de sorpresa, ni respondió. No se movió para acatar la orden y eso provocó que otro de los jueces hablara.

—Quítate la capa —le ordenó. Eris no lo hizo. Otro de los jueces hizo un movimiento minúsculo con la mano, como si fuera una orden.

Entonces, uno de los guardias que la habían escoltado dio un paso hacia ella y, de un movimiento, le quitó la capa que le cubría la cabeza.

Se hizo el silencio absoluto en la sala.

Eris sintió un breve aire que le acariciaba el rostro, ahora descubierto. Sus cabellos rojos con mechones blancos, sus ojos dorados y su piel impoluta quedaban a la vista.

—Una hija del Reino Luz —musitó uno de los jueces, una voz indiferente, pero que la reconocía.

Eris asintió.

—¿Cuál es la prueba? —preguntó sin amedrentarse, directa y sin escrúpulos. Y pudo jurar que el juez del centro hizo un movimiento bajo la capa, una sonrisa.

—Eres una híbrida —le dijo uno de los jueces; Eris se preguntó por un instante quienes eran ellos, que eran, que los ponían a elegir con tanto poder. Que eran capaces de reconocer y juzgar la mirada. Ante aquello, Eris respondió con un asentimiento—. Si quieres luchar por tu sangre mágica, puedes tomar una prueba contra uno de los elementos. Si luchas por tu sangre humana, te probarás como uno de ellos.

Eris había entrenado con magia contra los elementos. Sabía que hacer ante cada uno de ellos. Como vencerlos... pero Alei le había dicho que lo ocultara. Que ocultara su magia y que la usara como una ventaja. Y lo había dicho como un consejo, lo había dicho para ayudarla... Eris iba a confiar en alguien después de mucho tiempo.

Por lo que su voz fue firme cuando dijo:

—Lucharé como una humana.

El juez asintió. Con un ademán en la cabeza, le señaló hacia la armas, indicándole que tomara una. Ella lo hizo. Eligió el arco y las flechas.

Nadie le avisó cuando la lucha comenzaría. Ni que sería, ni cómo.

Eris solo sintió la magia cosquillear y rodearla... y estaba cegándola, de repente. Pero cuando abrió los ojos, ya no estaba más en el salón de magia. No. Ahora ante ella se extendía un bosque. Y estaba sola, rodeada de árboles callados y viento dormido. Dio un paso sobre la tierra, mirando hacia su alrededor, buscando con sorpresa algo...

Le habían provocado esa visión con magia, Eris entendió. Y al humano que ella había visto luchar en el salón no estaba peleando contra aire, sino contra lo que fuera a lo que lo habían inducido en su visión. Eris se preguntó cómo. Qué truco, qué magia manejaban quienes lo habían hecho.

De pronto, ella percibió un movimiento a su izquierda. Volteó el rostro de inmediato, buscando. Y ahí, de entre los árboles, un venado caminaba, sin percatarse de ella. Buscando entre la tierra dura y las cortezas algo.

Eris se tensó y sujetó el arco entre sus manos con fuerza.

¿Cuál era la prueba? Ella se preguntó. Un bosque, un venado y un arco con flechas. No apuntaba a nada concreto, solo a recordarle todas las tardes en las que estando demasiado lejos de un pueblo tuvo que cazar para poder comer. Y que cazó aves y conejos, pero nunca venados. Los venados eran los animales consagrados a la diosa Ilis. Los venados, las flores blancas, el agua cristalina y la luz del sol. El amanecer, el primer día del año y el sol. Aquello era lo consagrado a la diosa del Reino Luz.

Eris lo entendió.

Ellos querían poner a prueba que tan humana era. Que tanto obedecía aquella parte de su sangre.

Querían que cazara un venado.

Eris se tensó. Controló su respiración, la forma en la que el aire entraba y abandonaba su cuerpo, cada minúsculo movimiento inconsciente o no que hacía. Estaba en un punto alto, enterrada entre árboles altos que le permitían ocultarse tras ellos y acomodar su posición, colocar una postura donde su puntería no fallara.

El venado tenía una piel casi dorada y blanca. Caminaba lento, buscando entre árboles y tierras, sin siquiera notarla. Era todo una visión, se recordó Eris. Todo lo que estaba observando no era real. Era una prueba.

Ella cayó sobre una rodilla, apoyando su peso sobre ello. Tomó el arco y una flecha. De madera oscura y de punta metálica afilada, larga y perfecta. Era una flecha que de un solo tiro podría atravesarle el cuello, o lo que fuera que Eris apuntara. Era una flecha que había sido creada para matar.

Eris la colocó, tensó el hilo, apuntando. Fueron tan solo segundos. Segundos de silencio y manos firmes. Cada práctica que tuvo en su pueblo reproduciéndose como un recuerdo en su mente y por un segundo, entre imagines de entrenamientos y batallas, Eris pudo recordar el altar a Ilis que había en la gran plaza del pueblo. Ese a donde su madre la había llevado una vez y había orado a su diosa que la protegiera. Que mirara en su dirección, que extendiera ese dulce manto de su magia y la protegiera.

Eris lo entendió en aquel instante

Aquel venado era su magia. Pura, dorada y blanca, corriendo por sus venas y condenándola.

Eris disparó.

La flecha se clavó en aquel venado y luego, todo desapareció a su alrededor.

Uno de los jueces sostenía la flecha en su mano. Y parecía sonreír. Era el juez del centro.

Fue él quien dijo:

—Bienvenida al Torneo de Eclipse, hija de Ilis.

Y alguien en la cima de los palcos observaba con poderosos ojos rojos la victoria de Eris.

Y sonreía.

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