Parte única
Un hombre avanza a paso lento a través de la hierba alta que nadie ha pisado en mucho tiempo. A pesar de que su espalda cruje, aún conserva el porte de alguien orgulloso y aclamado. Los rayos del sol del mediodía le acarician el rostro y crean sombras en las arrugas que atestiguan una vida de trabajo duro.
Han pasado muchos años, tantos que una misma vida ha podido nacer y morir, pero todavía se puede oler el humo. Si se presta atención aún se oyen los gritos y, por debajo de ellos, las risas de tiempos felices.
Todo es demasiado verde. El bosque ha engullido el mundo y los árboles han crecido tan altos como montañas protegiendo el castillo de los fisgones con malas intenciones. El anciano ni siquiera había tenido que pensar el camino: sus pies guiaban a su cuerpo a pesar de que el sendero empedrado ya no está. A medida que se acerca puede ver más claramente las torres altas que tocan las nubes, como si el mundo abriera un camino para él. Como si lo estuvieran esperando.
El hombre se detiene frente a la abertura en la piedra. Los bordes aún conservan el marco de madera, pero las puertas fueron reducidas a astillas y la tierra a su alrededor se las tragó. Contiene el aliento cuando lo azota la onda de recuerdos que creía olvidados; no ha pisado sus tierras en más de sesenta años y, aun así, si cierra los ojos, puede ver cómo la luz se desliza entre los vitrales de los grandes pasillos de roca pálida que cuentan historias de gloria. Levanta una mano temblorosa para tocar la pared media destruida y siente como le da la bienvenida. Contra toda adversidad, sonríe.
El primer escalón no se puede ver, pero él levanta el pie por encima del musgo que lo cubre. Todavía recuerda su hogar como si nunca se hubiera ido, como si alguien todavía supiera su nombre. Hubo un tiempo donde bajaba esos escalones como si se tratara de un campo de juegos, pero ahora parecen infinitos.
Tiene que tragar para bajar el nudo en su garganta cuando ve que todo sigue tal cual como lo fue el último día que pisó el suelo de mármol. Donde esperaba que hubiera destrozos, solo hay polvo y telarañas sobre los muebles de madera oscura con detalles en oro. Ni siquiera hay una mancha de dedos. Es cierto entonces: lo estaban esperando. La gran escalera de roble barnizado sigue intacta e imponente en el medio de la sala. Le gustaría subir a su antigua habitación y ver el río extendiéndose a través de su ventana mientras toca el hermoso piano negro que le habían regalado cuando cumplió ocho años, su último cumpleaños en el palacio, pero no cree que sus piernas marchitas y su corazón débil lo soporten, por lo que opta por girar a la izquierda y tomar la abertura que lo conduce al comedor formal.
La habitación parece esperar por sus comensales: la vajilla sigue sobre mantel blanco en la gran mesa de roble, ahora amarillento por la suciedad y el paso del tiempo. Le sorprende que nadie haya saqueado los tres pares de cubiertos de oro. Probablemente sea por los rumores que corren por los poblados cercanos, sobre los espíritus que yacen bajo las cenizas del palacio y no dejan que nadie se acerque. Él no se molestó en tomar precauciones, sabe que aquellas almas nunca le harían daño. Se acerca y pasa los dedos por el respaldo de una de las sillas de terciopelo rojo. Su silla, a la derecha de su padre, el hombre más noble que jamás haya existido. Nunca supo dónde los rebeldes habían dejado su cuerpo. O el de su madre. O su hermana. O el de todos los sirvientes.
Al levantar la vista, el cuadro de su madre le regala una sonrisa. El sol que entra como ríos de luz por los enormes ventanales y hace que las motas de polvo parezcan estrellas en los bordes del rostro de la mujer. Es tan hermosa que le quita el aliento. Todos estos años se había jurado a sí mismo que nunca los olvidaría, pero la vejez hizo su jugada y ya no puede recordar el color exacto de los ojos de su madre o el sonido de la risa de su padre. Cómo se sentían las manos de su mejor amiga, la niña que había sido su prometida, cuando ambos eran demasiado pequeños aún como para perder la inocencia de los juegos con espadas de madera a escondidas en el patio privado. El hombre le devuelve la sonrisa cálida a su madre.
Oye un sonido al final del pasillo adyacente, demasiado feliz para ese reino reducido a la nada, por lo que decide seguirlo. Los vitrales con escenas de guerras y victorias crean un arcoíris sobre las paredes y la alfombra tejida a mano. Poco a poco, los sonidos se hacen más fuertes: pisadas urgidas, conversaciones por lo bajo, típicas de la corte, y esa risa, esa hermosa risa de niña que es brillante como un diamante… El hombre se apresura tanto como puede, e incluso ignora la reverencia que le hace el sirviente cuando empuja las puertas con sus atrofiadas manos.
Los sonidos se detienen cuando pone un pie en la sala del trono. El silencio es ensordecedor y demasiado pesado, casi tangible. El salón está vacío, a excepción de la silla, dos pequeños sillones a cada lado y por detrás un enorme tapiz azul con lobo gris: el escudo familiar. El polvo no se ha atrevido a entrar, manteniendo una distancia respetuosa. Con pasos pequeños, camina con la mirada fija en el trono, agarrándose en el camino de las columnas blancas y lisas para no perder el equilibrio. La luz se desliza a través de la cúpula dorada como un manto de oro hasta el trono, como la bendición de algún dios olvidado. Por poco cae de rodillas ante los tres escalones donde se posa la silla con la solemne corona sobre el cojín morado. Había olvidado lo pequeño que lo hacía sentir, lo lejano que parecía el día en que todo aquello sería suyo. Allí es donde él debería haber sido coronado, donde su padre se sentaba con orgullo para dirigir el reino, tan vasto y próspero como ninguno en la historia. No se atreve a tocar la corona, no la merece.
Siente una mano sobre su hombro y cierra los ojos con fuerza. Él debería haber regresado hace años, cuando apenas tuvo la edad suficiente para sostener una espada y luchar, no ahora que sus manos marchitas no pueden sujetar un vaso de agua sin que se derrame. El agarre se intensifica, se vuelve más sólido, y no tiene que girar la cabeza para saber de quién es.
—Perdón —murmura él de forma casi imperceptible.
—Ve —responde la persona detrás de él con voz grave, pero de forma suave, paternal—. Ya sabes qué hacer.
Sí, él lo sabe. Le duele, pero tiene que ir.
Una de las múltiples puertas conecta a la sala de los cuadros. Hay retratos con los rostros de sus antepasados en tres de las paredes blancas, desde el suelo hasta el techo. Todos ellos lo observan y sus miradas se sienten acusatorias. Él quiere creer que lo culpan, así al menos tendría un sentimiento claro entre el revoltijo de emociones que hay en sus entrañas.
Él no aparece entre los cuadros. Era demasiado pequeño para ser retratado; se suponía que lo harían en su coronación. Sin embargo, su hermana ni siquiera es nombrada en el enorme árbol familiar pintado en la cuarta pared, ya que los rebeldes habían llegado con sus antorchas cuando su madre estaba dando a luz. Nunca podría olvidar las últimas palabras de su padre, quien lo había agarrado por los hombros, espada en mano, y lo había mirado con los ojos empapados de terror:
—Corre. Corre tan lejos como puedas. Nunca vuelvas, ¿me oíste? Ni se te ocurra volver.
Jamás había desobedecido a su padre, pero deseaba haberlo hecho en ese momento, o en los años posteriores cuando se ocultó en una granja del poblado más próximo y allí permaneció el resto de su vida. Noche tras noche había soñado con volver, y cuando se sentía desamparado solo miraba hacia el oeste, donde los árboles se apartaban solo para él y lo dejaban ver el castillo.
Apoya una mano en la pared para no tambalearse y repasa con los dedos su nombre, el de sus padres, sus primos, sus tíos… La calidez se extiende por la habitación. Con cuidado de no cortarse, saca la navaja del bolsillo de su pantalón raído y talla con la mayor delicadeza que puede el nombre de su hermana junto al suyo mientras lágrimas silenciosas se deslizan por sus ojos.
Al girarse, todos ellos están ahí, y le sonríen, incluida su madre con la bebé en brazos. Rostros tanto familiares como desconocidos lo miran con orgullo. El hombre pasa la mirada por cada uno de ellos hasta que las lágrimas le nublan la visión y tiene que apartárselas con el dorso de la mano.
—Está bien. Todo está bien, cariño —dice su madre con voz suave mientras mece a la niña. Está radiante—. No hay nada por que llorar ni por lo cual culparse.
Luego toda su familia dice al unísono:
—Ve.
Él ya sabe a dónde ir.
Sale del cuarto y atraviesa la sala del trono sin molestarse en cerrar las puertas. Los sonidos regresan y se hacen tan fuertes como el mar rompiendo en la costa. Los sirvientes apresurados se detienen a hacerle una reverencia y sonreírle. «Está en casa, señor» dicen, y él se los agradece a cada uno.
Empuja las puertas de vidrio y sale al extenso jardín. Lo reciben el perfume de las lavandas, los jazmines, los naranjos y las rosas. La maleza no se ha atrevido a tocar aquel lugar sagrado. Las fuentes siguen expulsando agua, aunque las raíces y el musgo han comenzado a destrozar la piedra: el único signo del paso del tiempo. Y en el centro un enorme roble, tan alto como el cielo, se alza orgulloso.
Esa inconfundible risa se deja oír de nuevo, y su mejor amiga, su prometida, la niña con la que había compartido interminables horas de juegos, le toma la mano y le sonríe.
Juntos caminan hacia el árbol, su árbol, el cual fue plantado el día que nació, al igual que lo hicieron generaciones anteriores en el bosque alrededor del castillo. Él también se convertirá en parte de esa arboleda y protegerá el reino de los intrusos junto con su familia; será su bendición y su maldición por no salvarlos cuando tuvo la oportunidad.
Trotan cada vez más rápido hasta que se encuentran corriendo. Las piernas del hombre se vuelven más ligeras y ágiles, su visión más aguda y su risa es más estridente. Corren y escalan el roble como lo habían hecho cientos de veces antes sin dejar de reír en ningún momento. Escalan hasta que el viento quiere tirarlos y se aferran con las fuerza el uno al otro, hasta que pasan las torres y pueden ver el río serpenteante en la llanura y las cenizas y el olor a humo se disipan en el aire. Escalan hasta que pueden tocar las nubes con los dedos y el mundo es de ellos.
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