Capítulo XXXV: Un ataúd de piedra
No habían cabalgado mucho cuando notaron que las perseguían. Eran al menos cinco jinetes, los cuales acortaban cada vez más la distancia.
Una flecha silbó en el aire y pasó tan cerca del rostro de Andreia que sintió un leve ardor en la mejilla derecha. A esa primera siguieron otras más que caían como una lluvia sobre ellas.
Andreia y Lena hundieron los talones en los caballos, intentando no estrellarse contra los árboles debido a la oscuridad de la noche y el tupido follaje en ese tramo del bosque; no obstante, más adelante dejarían el paso de Ulfrvert y saldrían a un claro. En lugar de considerarlo un alivio, Andreia se preocupó. Sin el cobijo de los árboles serían presa fácil para las flechas de sus perseguidores.
—¡Lena, seguidme! —gritó para hacerse oír por encima del rugido del viento y el casco de los caballos.
La reina tiró de las riendas y giró a Negra hacia la derecha, de esa forma se internaría más adentro en la montaña en lugar de salir a claro.
Los soldados de Doromir tomaron el mismo camino detrás de ellas mientras lanzaban sus saetas. La distancia era cada vez menor y pronto las alcanzarían.
Lena se rezagó. Al voltear vio con horror como se inclinaba sobre su montura con una flecha atravesándole la espalda.
—¡Lena! —gritó deteniendo la yegua.
—¡Majestad! —respondió la comandante, enderezándose a duras penas—. Estoy bien. ¡Debéis huir!
Lena desenvainó la espada y le dio vuelta al caballo. Aterrada, Andreia observaba como pensaba enfrentarse a sus atacantes sin su ayuda.
La reina aupó la yegua al tiempo que desenvainaba a Susurro, no la dejaría sola. Con la hoja de la espada logró desviar una de las flechas, que, directa, iba a clavarse en su cuerpo.
—¡No me marcharé! —gritó Andreia.
Lena peleaba con una sola mano, mientras el brazo del hombro herido lo mantenía pegado al cuerpo sin poderlo levantar. Andreia empuñaba a Susurros con ambas manos y se enfrentaba a dos de los atacantes al mismo tiempo. En ese instante una flecha zumbó en el aire, rasgó la oscuridad nocturna y fue a clavarse en su pecho.
El intenso dolor la atravesó y la hizo bajar la guardia entre gemidos. Uno de los hombres aprovechó el momento y la golpeó en la cabeza con el pomo de la espada. Andreia se dobló sobre Negra y como si la yegua supiera el peligro que corría su jinete, emprendió la huida con ella semiconsciente.
Se bamboleaba sobre el lomo de Negra, vagamente consciente de que cabalgaba en la noche oscura y helada a través del bosque. La cabeza le martilleaba y otro dolor punzante en las costillas no la dejaba respirar bien. Como pudo se enderezó en la silla.
—Negra, tenemos que volver —susurró con dificultad, tensando las riendas—. Lena está en peligro.
No obstante, el dolor en su cabeza se incrementó, era como si se le partiera en dos. Cerró los ojos y cayó de la montura, otra vez inconsciente.
Abrió los ojos a un mundo negro, donde el olor de la tierra húmeda la saturaba. Poco a poco su visión fue acostumbrándose y distinguió sobre su cabeza las ramas de los árboles y la claridad de la nieve en el suelo a su alrededor. Intentó levantarse y un dolor lacerante le cortó la respiración. Exhaló y se sostuvo las costillas, la flecha sobresalía de su costado derecho.
También se dio cuenta de otra cosa, se encontraba apoyada en una superficie cálida y suave, que se movió en cuanto ella lo hizo. Unas enormes y peludas patas se enderezaron a su costado. Andreia, casi sin respirar, se deslizó a un lado para alejarse del gigantesco animal.
Era un lobo negro.
—Quieto, quieto —susurró, temiendo que en cualquier momento la fiera la atacara.
El lobo la miró con esos ojos amarillos y aterradores que brillaban en la negrura y luego aulló. Un escalofrío le tensó la piel, Andreia extendió la mano en el suelo buscando su espada, no la encontró. Cuando los aullidos se silenciaron, el lobo volvió a mirarla. No hizo amargo de acercarse, sino que dio la vuelta y con un trote suave se perdió en la oscuridad del bosque.
—¡Mierda! —se quejó poniéndose de rodillas.
Sujetó la flecha que sobresalía de su torso y la dobló hasta romperla en lugar de sacarla, pues sospechaba que si lo hacía, desencadenaría una hemorragia que luego no podría detener. Se llevó una mano a la cabeza, sangraba dónde el soldado la había golpeado.
Poco a poco se puso de pie.
—¡Mierda! —miró a su alrededor: árboles y nieve por doquier—. ¿A dónde me trajiste, Negra?
Lo peor era que la yegua no estaba por ninguna parte y no tenía idea de adónde la había arrastrado. Aunque sospechaba que en su frenética huida, Negra la había llevado muy lejos dentro de las montañas de Ulfrvert, pues la nieve, que no estaba presente en el paso, cubría el suelo y los abetos cercanos al campamento de Doromir, habían cambiaron por pinos, cuyas ramas se cubrían de blanco.
—¡Estoy jodida, me congelaré en estas montañas!
Se ciñó la capa de lana y piel y se puso en movimiento. Una vez que se acostumbró a la oscuridad no fue tan difícil ver, sin embargo, seguía siendo un problema orientarse con tantos árboles tapando las estrellas.
El bosque murmuraba plagado de sonidos: el ulular de los búhos, ramas que se quebraban bajo las pequeñas patas de algún roedor y el aullar lejano de los lobos. Se hubiera sentido más segura con Susurro en su diestra.
De un momento a otro, el viento aumentó la intensidad, azotaba las ramas de los árboles y traía consigo nieve y granizo. En un instante, a Andreia volvió a dificultársele la visión a causa del velo blanco que caía del cielo.
¡Una ventisca! Si no encontraba pronto un refugio, moriría congelada.
El metal de la armadura era como trozos de hielo sobre su cuerpo. Rápidamente, se quitó la coraza y los avambrazos y volvió a cubrirse con la capa. Dio varios pasos y casi se cae al toparse de frente con el enorme lobo negro de antes. La reina retrocedió lentamente, asustada.
—Quieto, quieto.
El lobo le dio la espalda y dio algunos pasos hacia adelante, luego volteó en su dirección sin avanzar y volvió a señalar al frente con el hocico mientras la ventisca continuaba cayendo sobre ellos. Andreia lo contempló confundida. ¿Quería que lo siguiera? De cualquier forma, de ser agresivo ya la hubiera atacado. Se ciñó la capa y se acercó al lobo, entonces, este volvió a avanzar.
De tanto en tanto, el lobo giraba a verla, como si se asegurara de que ella lo seguía a través de la tormenta.
Dando tumbos, el lobo la guio hasta una gran formación rocosa, no podía estar segura a causa de la oscuridad y la nieve, pero tal vez se trataba de una montaña. Temblando de frío, Bordeó la piedra, palpándola con las manos, rezándole al dios del cielo para que hallara una cueva donde pudiera guarecerse de la ventisca.
Dio un paso en falso y sus pies dejaron de tocar el suelo, este se abrió y Andreia cayó varias varas hacia una desconocida oscuridad subterránea.
—¿Dónde estoy?
Al parecer, se había desmayado quien sabía por cuanto tiempo. Se movió en la blanda superficie hecha de nieve en la que se encontraba acostada y miró hacia arriba, apenas una luz tenue iluminaba el hueco por donde había descendido. No se escuchaba el rugir del viento, ni caía nieve, asumió que la ventisca había terminado y debía estar próximo el amanecer.
¿Qué debía hacer? Esperar la claridad de la mañana para explorar el sitio parecía la mejor opción dada la oscuridad que la rodeaba. Había deseado un lugar donde refugiarse del frío. Bien, debía agradecer al dios de cielo por dárselo.
No obstante, recordó que Lena había quedado atrás, herida y sola, a merced de los enemigos.
Con esfuerzo se levantó. Necesitaba fuego con el cual hacer una antorcha. A su alrededor solo halló ramas húmedas debido a la reciente tormenta. Se adentró más en la cueva, poco a poco sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Encontró maderos secos y algunas piedras, con ellas no tardó en hacer una pequeña hoguera y una antorcha.
Se encontraba en una cueva subterránea. La luz de la antorcha proyectaba su sombra en la pared a medida que avanzaba por corredores de piedra que parecían no tener fin.
De pronto, otra sombra se dibujó en la pared, una enorme que se aproximaba rápidamente hacia ella.
Andreia retrocedió deprisa. Alguien o algo la perseguía. El dolor en el costado se agudizó en tanto su respiración aumentó debido al esfuerzo. A pesar de sus heridas, debia resistir, salir de allí y rescatar a Lena. De pronto algo le saltó encima y la derribó. Ella se defendió con la antorcha como arma. Era el lobo negro.
El maldito lobo que la había hecho caer en esa cueva, ahora volvía para atacarla. Blandió la antorcha en su dirección, pero el lobo no se amilanó, apenas si inclinó un poco la cabeza, mientras la observaba.
—¡¿Qué quieres de mí, maldita sea?! ¡¿Acaso no vez que tengo que salir de aquí?! —Un par de lágrimas de desesperación descendieron por sus mejillas—. Lena me necesita.
El lobo aulló.
—¡Mierda! ¡Mi Dios del cielo, ayúdame!
Como antes, el lobo volvió a indicarle que lo siguiera. Andreia suspiró, sin otra opción se puso de pie y caminó detrás del animal. Adelante, la cueva se bifurcaba. El lobo parecía seguro de que el camino a seguir era el de la derecha. Solo por probar que sucedería, Andreia tomó el de la izquierda. El lobo regresó con ella y aulló, señalándole el camino de la derecha.
—Bien, bien —dijo yendo detrás del lobo otra vez—, me guía un lobo de la montaña. Esto es bastante raro.
El dolor en el costado regresó más fuerte, Andreia se dobló sobre la cintura y respiró de manera superficial para aligerar la intensa molestia. Al mirar hacia adelante vio al lobo negro esperándola.
—Oye —dijo con dificultad—, tenme paciencia. Esta mierda de caminar con una flecha en el costado es muy doloroso.
El lobo resopló y echó a andar con Andreia detrás.
La cueva, que hasta ese momento era larga y estrecha como una galería, se abrió en una especie de sala. En el medio había un sarcófago de piedra.
—¿Qué es esto? ¿Me has traído a ver a un muerto, lobito? —Andreia hablaba con un hilo de voz debido al dolor en su costado—. Te agradezco porque gracias a ti pude ponerme a salvo del frío, pero de verdad, necesito salir de aquí.
El lobo gimió y señaló con el hocico el sarcófago. Andreia sospechaba que si no hacía lo que el animal deseaba no la dejaría en paz, así que con una mano en el costado se acercó al sarcófago.
Deslizó la mano por la tapa, en esta se hallaban símbolos tallados que no reconocía, los cuales se mancharon con su sangre. Se decía que los primeros hombres habían llegado miles de años atrás desde Northsevia, la tierra congelada más allá del río Dorm. Pero antes de que ellos llegaran a Olhoinnalia, ya existían criaturas pensantes en el continente, que además poseían magia: las hadas y otros seres del bosque. Quizá ese fuera su idioma.
Y quizás ese extraño lobo que parecía dotado de inteligencia perteneciera a alguna de esas misteriosas razas.
—Mira, no entiendo lo que quieres, ni porque me has traído aquí, pero debo marcharme. —Andreia se apoyó en el sarcófago, mareada, la vista se le oscurecía—. Mi amiga está en peligro.
Perdía fuerza y recostó su peso del ataúd. De pronto, la tapa se movió a un lado. Andreia sacudió la cabeza tratando de mantenerse consciente y miró la tapa de piedra. Era casi imposible que hubiera logrado rodarla con tan poco esfuerzo. Sin embargo, cuando la empujó de nuevo, esta se deslizó más.
Los símbolos extraños cubiertos de sangre brillaron en la penumbra de la cueva. Era imposible no sentir curiosidad porque era lo que había dentro del sarcófago. Andreia terminó de rodar la piedra. Se asomó al interior del féretro de piedra. Adentro había un esqueleto cubierto de ropas raídas y polvorientas, pero lo que le llamó la atención era que en las manos del cadáver había una espada.
Se inclinó dentro y tomó el arma. Era una espada grande, tal vez de dos varas de largo, cubierta de herrumbre. Al parecer esa cueva era la tumba de algún rey o guerrero de antaño. Andreia examinó la pesada espada, apenas un trozo de acero oxidado y sin filo. Tal vez no sirviera para cortar, pero era más que nada, con ella podría regresar por Lena. Se giró hacia el lobo y observó al extraño animal que la había estado guiando durante esa noche.
—El Gran Lobo del Norte —susurró.
Nu-Irsh era el dios que nunca la abandonaba, durante esa noche funesta había enviado a su emisario para ayudarla a sobrevivir. Si regresaba con vida a Dos Lunas, le erigirá un templo en medio de la ciudad, uno enorme al cual cada norteño peregrinara para agradecer al dios bueno que vivía en el cielo.
—Gracias otra vez.
Se colocó la espada oxidada en el cinto, tomó la antorcha y siguió el camino que el lobo le mostraba. Pronto estuvo frente a un agujero en la piedra: la salida. El dolor en su costado se había vuelto palpitante, le ardía como si tuviera fuego ahí dentro, le costaba caminar, sin embargo, hizo un esfuerzo y salió fuera de la caverna.
Era de día y ya no había ventisca. Andreia dio varios pasos con la vista nublada, el intenso dolor casi no le permitía respirar, no pudo más y se desmayó en medio de la nieve.
***Hola, mis amores. ¿Qué les pareció el capítulo? Me encantaría leer sus teorías, sobre este lobo, la espada y el ataud que encontró Andreia.
¿Qué les parece la novela en general, les gusta? y por último ¿quién es su personaje favorito?
Nos leemos el próximo viernes, besitos.
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