Capítulo XV: La visita del príncipe de Enframia
Dio un toque a la puerta, contó hasta tres en silencio; dos toques más, volvió a contar y tocó una última vez. Luego esperó lo que tarda en consumirse una brizna de paja en el fuego hasta que le abrieron. Adentro de esa habitación de la Flor de Fuego lo esperaban tres hombres sentados a una pequeña mesa de madera rústica, la cual debía servir como comedor en otras situaciones. Rowan se quitó la capucha y ocupó el único lugar vacío.
—¿Y bien? —preguntó.
—No hay rastros —respondió un hombre delgado, cuyo cabello rubio parecía un cúmulo de paja.
—¿Y las espadas?
Otro de los presentes, que tenía la cara picada por la fiebre escarlata, negó mirándolo a los ojos.
Los hombres frente a él parecían personas comunes: campesinos, panaderos o herreros, pero eran sus espías. Que pudieran mezclarse y pasar desapercibidos era una de las cosas que más le gustaba del pequeño grupo, eso y poder confiar en ellos. Le habían servido de espías en Osgarg y ahora que los necesitaba, no dudó en pedirles de nuevo que hicieran lo que mejor sabían.
—Muy bien. —Rowan asintió y sacó de uno de los bolsillos de su jubón una bolsa de piel que tintineó al ponerla sobre la mesa.
—Continúen con lo acordado, volveremos a vernos en una semana.
—Como ordene, Alteza.
Los hombres inclinaron las cabezas, Rowan salió de la habitación y bajó hasta el área de las mesas. Se sentó solo en la más alejada de uno de los rincones en penumbra y pidió una botella de hidromiel. No le apetecía hablar con nadie durante el tiempo que permaneciera en La Flor de Fuego y no era porque supiera que uno de los soldados de la guardia real de Eirian lo seguía. Quería beber y olvidar, aunque fuera por un momento, quién era, lo cual era difícil teniendo en cuenta que no dejaba de escuchar en su mente las palabras de su padre.
«Mi amado Rowan, debes quedarte en casa. La familia lo es todo».
Un tercio de vela de Ormondú después casi se había terminado toda la botella.
Eirian fue a buscarlo a sus aposentos entusiasmado, los ojos azules le brillaban y una sonrisa adornaba su rostro atractivo. Sin embargo, el trato entre ambos continuaba siendo distante, no habían vuelto a tener sexo desde la última y nefasta vez en Ulfrgarorg. Rowan no permitía el acercamiento, pero lo vio tan feliz que no quiso negarse cuando el emperador lo tomó de la mano y le suplicó que lo acompañara.
—¿A dónde vamos? —preguntó con los dedos entrelazados con los de Eirian, caminando rápido detrás de él por los corredores del palacio.
—Es una sorpresa —le contestó con voz jovial, conteniendo la emoción.
Bajaron las escalinatas y salieron del edificio principal. Eirian tiraba suave de su mano y lo llevaba hacia los linderos orientales, cerca de los cerezos. Rowan se vio arrastrado por sus memorias al pasado, cuando de adolescentes se escapaban de las clases de espada o Eirian evadía alguna aburrida reunión con los consejeros de su padre. Hubiera dado lo que fuera por volver a esos luminosos y apacibles días.
Ascendieron la pequeña colina coronada de cerezos en flor y, entonces, Rowan lo vio. Contra el atardecer había un hermoso caballo cuyo pelaje brillaba con los últimos rayos del sol, como si una gualdrapa de resplandeciente oro lo cubriera. El príncipe abrió la boca sorprendido, sin encontrar qué decir.
Rowan amaba los caballos. Adoraba a Anto, el suyo, un musculoso ejemplar de pelo zaino entrenado por él mismo para ser su fiel compañero en la guerra. Siempre ágil y valiente, juntos habían salido airosos en muchas batallas.
Sin embargo, el que tenía delante no era un caballo de guerra. Soltó a Eirian y caminó hechizado por la belleza del animal. Un palafrenero del castillo sostenía las riendas del caballo más hermoso que había contemplado jamás. Extendió la mano con cuidado y acarició el pelo dorado y sedoso.
—¿Te gusta? —preguntó Eirian, que lo había seguido hasta situarse a su lado.
—¿A quién no le gustaría? ¿Es un Kashtan?
Kashtan era una raza de caballos pura sangre muy raros, oriundos de Holmgard, tan raros que se creían extintos. Solo personas afortunadas, bendecidas por los dioses, poseían uno.
Eirian asintió y acarició al caballo muy cerca de donde Rowan tenía su mano.
—Es tuyo —le dijo el emperador.
Rowan tragó sobrecogido por la sorpresa. Volvió a admirar el pelaje dorado y las brillantes crines blancas, le acarició el cuello y se abrazó a él. No podía ni siquiera imaginar que había tenido que hacer Eirian para conseguir un caballo como ese o cuánto había tenido que pagar por él. ¿Existía algo que el emperador del Norte no consiguiera? Se dio la vuelta y se encontró con su mirada anhelante.
—Ya tengo un caballo —contestó.
—Y yo quiero regalarte otro.
—No. Tú quieres comprarme.
Rowan dio una palmadita al cuello del animal y se alejó unos pasos.
—Quiero que hagamos las paces de verdad. No soporto más tu frialdad.
El viento otoñal sopló y algunos pétalos rosados cayeron de los cerezos como una lluvia fragante y delicada. Rowan sonrió un poco burlón.
—Lo que quieres es que te deje regresar a mi alcoba.
—¿Por qué tienes que simplificarlo todo? ¿Piensas que es el sexo lo que echo de menos? —se quejó Eirian—. Te extraño, Rowan, a ti, a la persona que eres. Extraño como éramos.
—Después de que un jarrón se rompe, aunque vuelvas a unir los pedazos, ya no volverá a ser el mismo. Debiste pensar en eso antes.
Rowan dio unos pasos, iba a regresar al castillo, pero Eirian lo jaló de la muñeca, obligándolo a girarse.
—Dijiste que me amabas. Decidiste quedarte conmigo.
—Y así es, pero todavía no estoy listo para perdonarte, Eirian.
—Me cuesta entenderte —dijo el emperador con una trágica sonrisa—. Dices que me amas y, sin embargo, no quieres estar a mi lado. Empiezo a creer que realmente no lo haces.
—No forcemos esto más, por favor —suplicó Rowan mirándolo a los ojos—. Dejemos que pase lo que tenga que pasar.
Eirian se acercó más a él, tomó sus manos y las unió en su pecho. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su aliento acariciarle los labios.
—No dejaré que te apartes. —Eirian bajó los ojos hasta su boca y le acarició el labio inferior con el pulgar. A Rowan el corazón comenzó a latirle como el aleteo incesante de un pájaro enjaulado. Si él lo besaba, tal vez no podría seguir resistiendo—. Volveré a conquistarte. Eres mío, Rowan, al igual que yo te pertenezco. Es algo que ni tú ni yo podemos cambiar. Inexorable como la luz del día o la muerte.
Una de las manos de Eirian fue a dar a su mejilla, los ojos azules no se apartaban de sus labios. El emperador se inclinó sobre él, pero Rowan interpuso su propia mano.
—Tenemos que volver —dijo con voz trémula—. Mira, están aquí.
Desde la colina podían divisarse las puertas de las murallas. Una comitiva de carruajes, caballos, soldados y estandartes arribaban al palacio del Amanecer. Días atrás, Eirian había invitado al príncipe de Enframia, con quien pensaba casar a Andreia, a Doromir y finalmente, este había llegado.
Rowan veía su reflejo en el gran espejo de bronce bruñido mientras uno de los sirvientes le colocaba la levita negra con los botones y los orillos bordados con hilos de plata. Del cuello, visible, colgaba el medallón con la cabeza del lobo, emblema de su reino, y por dentro del jubón usaba el de madera rústica, símbolo de otra promesa, una que tal vez era tiempo de romper.
Se colocó los anillos con gemas engarzadas y salió al salón donde se llevaría a cabo el banquete de bienvenida.
La delicada melodía del arpa y el laúd flotaba en el aire, mientras los sirvientes deambulaban entre los señores, ofreciendo canapés y copas rellenas de vino de cereza. En el salón ya se encontraban el príncipe Eribel, los consejeros reales y algunas damas de la corte, pero el invitado principal todavía no hacía acto de presencia, tampoco Eirian ni la emperatriz.
Rowan intercambió algunas palabras con el consejero Erickson, cuando el heraldo en la entrada anunció la llegada de su Alteza Real, el príncipe Manfred Oberseth, heredero del trono de Enframia. Todos los presentes se volvieron hacia el recién llegado. El príncipe ingresó al salón con porte altivo, rodeado por un par de hombres que Rowan asumió serían sus consejeros y dos guardias personales. Para su sorpresa, se detuvo frente a él.
—¿Sois el príncipe Rowan Belford de Ulfrgarorg? —preguntó.
—Bienvenido a Doromir, Alteza Real. —Rowan hizo una ligera reverencia.
El príncipe Manfred era mucho más joven de lo que imaginó, tal vez un poco mayor que él; rubio, con la piel tan blanca como la leche, parecía un lirio en primavera. Tenía ojos de un gris verdoso que sonreían mientras su dueño hablaba, sin embargo, conservaba la típica altivez de la nobleza.
—Es fácil reconoceros —dijo con una pequeña sonrisa juguetona bailando en los labios delgados y luego señaló con un largo y pálido dedo hacia su cabeza—, vuestro cabello, negro como plumas de cuervo. Os parecéis mucho a vuestra hermana.
—¿Os conocéis? —preguntó Rowan, sorprendido por el comentario.
—¡Oh, sí! —contestó risueño el príncipe Manfred—. El año pasado tuve el honor de asistir como invitado especial a los Juegos del Rey. Vuestra hermana sobresalió en cada disciplina en la que participó. Una gran jinete, excelente espadachín y muy hábil con el arco y la flecha.
Rowan sonrió ligeramente. Por un instante la imaginó en cada actividad que Manfred mencionó y un inesperado orgullo calentó su pecho.
—No sabía que se frecuentaban —contestó Rowan.
Había creído que el príncipe Manfred sería un personaje odioso, un hombre prepotente con ansias de incrementar el poder de su reino a través de las alianzas políticas, sin embargo, no parecía ser así.
—Tanto como frecuentarnos, no, pero sí nos conocemos. Os parecéis bastante —contestó el príncipe y sus ojos verdosos adquirieron una mirada intensa al mirarlo—. Vuestra gemela es muy hermosa, una belleza exótica.
El heraldo en la entrada del salón anunció la llegada del emperador y la emperatriz. Rowan disimuló la perplejidad que le produjo el comentario del príncipe y ambos giraron para ver entrar a los soberanos.
Vestían galas: seda y terciopelo con el color verde del imperio; bordados y ribetes de oro; capa roja y armiño. Resplandecían y sus solas presencias anunciaban quienes eran los amos. Eirian, tomado del brazo de Brenda, avanzó hasta los príncipes y cuando estuvieron frente a frente hicieron las debidas reverencias.
—Majestades, un honor ser vuestro invitado —dijo el príncipe Manfred.
—Lamento la tardanza —dijo la emperatriz con su dulce y melódica voz—. Espero que no os hayáis aburrido.
—Para nada. El príncipe Rowan ha sido un magnífico anfitrión. Conversábamos sobre el gran parecido que tiene con la bella princesa Andreia.
La expresión de Eirian de inmediato se oscureció, sus ojos azules relampaguearon y pasaron de mirar a Manfred a observarlo a él.
—Será un honor para mí desposarla —continuó el príncipe Manfred en un tono jovial.
—Imagino que sí —contestó Eirian un poco cortante—. Me gustaría que el matrimonio fuera la próxima lunación.
—Estoy más que honrado, aunque no he hablado con Andreia. ¿Ella está de acuerdo?
—Por supuesto. —Eirian sonrió—, también se siente honrada de este matrimonio. De cualquier forma, podremos hablar de los detalles mañana por la mañana, he organizado un paseo por los jardines del palacio. Esta noche disfrutad de mi hospitalidad, Alteza Real. Ahora vayamos a la mesa, el banquete está servido.
—Sois muy amable, Majestad.
Comieron en medio de conversaciones que giraban en torno a las costumbres de Enframia y Doromir. Rowan no prestó atención, su pensamiento giraba en torno al hecho de que Andreia y Manfred ya se conocían. ¿Cómo era posible que hubiese pasado por alto ese detalle? Al terminar la cena, los invitados se acomodaron en los sillones a disfrutar de las canciones de los trovadores y los juglares. Los emperadores ocuparon sus lugares de honor y Rowan un amplio sillón forrado en seda con cojines suaves de colores.
—La comida de Doromir tiene un sabor bastante particular.
Rowan respingó al oír la voz grave proveniente muy cerca de él. El príncipe Manfred se había sentado en el sillón a su lado.
—Espero que haya sido de vuestro agrado.
—Para mí era desconocida. Exótica. Me llamó la atención su aspecto y pensé si al probarla me sorprendería. —explicó Manfred mirándolo con ojos risueños, pero intensos.
—¿Y fue así, os gustó su sabor?
Los labios delgados le sonrieron.
—Aún no pruebo todo lo que quiero, pero fue mejor de lo que esperaba, no me decepcionó. —Los ojos grises brillaron intensos—. Deseo saborear otros platillos de aspecto agradable.
Rowan observó al príncipe. Tal vez pudiera serle útil más adelante y decidió seguirle el juego así que también sonrió.
—Veré que podáis degustar esos platillos si tanto os llaman la atención.
Los trovadores cantaban una popular canción alusiva a la batalla del Crepúsculo, ocurrida cientos de años atrás, y dónde Enframia venció a la Llanura de Rixs que se había adjudicado una porción de territorio. Sin embargo, de pronto se hizo el silencio en el salón, los músicos dejaron de tocar. Rowan giró y se encontró con Eirian que caminaba hacia donde él se sentaba. Con un movimiento de la mano y una tensa sonrisa en los labios, el emperador les indicó a los músicos que continuaran.
—Disculpad, Alteza Real —le dijo Eirian a Manfred—, pero debo hablar algo importante con el príncipe Rowan.
Y sin esperar respuesta de ninguno de los dos, el emperador lo tomó de la mano y lo guio fuera del salón.
—¿Qué mierdas estás haciendo, Eirian? —preguntó entre dientes.
Pero Eirian no le contestó, apretó más fuerte su mano y continuaron por el corredor hasta doblar un recodo, allí lo empujó dentro de un nicho vacío. La espalda de Rowan dio contra la piedra de la pared y sin previo aviso, Eirian se pegó contra él y lo besó.
Los labios de Eirian se movían sobre los suyos hambrientos y posesivos, una de las manos de él le acarició el cuello y desató un escalofrío. Rowan, que no se esperaba el comportamiento de Eirian, gimió en medio del beso. Eirian abandonó su boca y pasó a besarle la mejilla, luego le acarició con la lengua la oreja y jaló levemente el lóbulo de esta. Una corriente placentera lo recorrió desde la cabeza, se concentró en su vientre e hizo que el vello del cuerpo se le erizara. Rowan cerró los ojos y se mordió el labio inferior cuando sintió los besos húmedos y las lamidas en su cuello. La cabeza empezaba a darle vueltas. Las manos, que mantenía a los lados de su cuerpo, aferraron al emperador por la espalda y lo pegaron más contra sí, como si quedara espacio entre ambos y debiera ser eliminado.
—¿Qué estás haciendo, Eirian? —preguntó entre suspiros—. Nos verán.
—Mejor así. —Eirian le mordisqueó suavemente el lóbulo de la oreja y otro escalofrío lo hizo temblar—. Que esos malditos extranjeros se enteren de que eres mío.
—Eirian...
—Mataré a ese bastardo si vuelve a mirarte como ha venido haciéndolo toda la noche.
—Ese el príncipe de Enframia —dijo Rowan estremeciéndose cuando la erección de Eirian rozó la suya—, ¿desatarías una guerra solo por una mirada?
—Desataría mil guerras por ti. Retaría a todos los ejércitos del mundo por ti.
No, no, no. No debía escuchar sus palabras apasionadas. Su cuerpo no debía estremecerse como lo estaba haciendo, ni la cabeza darle vueltas. Mucho menos la sangre calentársele en las venas como si fuera fuego líquido.
¡Dios del cielo, cuánto lo deseaba!
Como pudo lo empujó.
Los ojos de Eirian brillaban iguales a llamas azules mientras lo miraba, la respiración desacompasada de ambos se entremezclaba en el poco espacio que quedaba entre sus bocas.
—Basta —dijo Rowan sin aliento—, tenemos que volver.
—Siéntate a mi lado en el trono, por favor.
—No hay otro asiento a tu lado, solo el que ocupa Brenda —replicó con una media sonrisa.
—Entonces me sentaré junto a ti.
—¿Tan celoso estás? —Rowan acarició su mejilla con ternura.
—Quiero matarlo —contestó con una sonrisa culpable.
—No pasará nada entre el príncipe y yo, Eirian. Te lo prometo. Ahora regresemos.
—¿Así? —Eirian miró hacia abajo, a las obvias erecciones de ambos—. Dejemos el banquete, escapémonos.
Rowan sonrió, luego negó con la cabeza.
—Ya no somos adolescentes, eso sería un agravio para el príncipe. Fatal para la alianza que deseas con Enframia. —Rowan miró sus labios rosados, delgados, húmedos... Apetitosos. Tragó sintiendo las llamas desatadas en todo su cuerpo—. Ven a mi habitación esta noche después del banquete.
Eirian sonrió triunfante. Fue a abrazarlo, pero Rowan lo detuvo, negó con la cabeza y miró su entrepierna. El emperador asintió de mala gana.
—Hasta más tarde, mi amor —dijo Eirian con los ojos brillantes como zafiros.
De regreso en el salón, Eirian ocupó su lugar en el trono y él volvió junto al príncipe de Enframia.
—¿Alteza, os encontráis bien? —preguntó Manfred inclinándose peligrosamente sobre él para hablarle al oído—. Parece que tenéis fiebre.
—Nada de eso —contestó Rowan alejándose—, solo me duele un poco la cabeza.
El príncipe siguió acercándose a él cada vez que quería comentarle cualquier tontería, mientras los músicos continuaban con las canciones. Rowan sentía la pesada mirada de Eirian sobre sí. Para él era una situación complicada, por un lado, no deseaba desairar al príncipe, quien tal vez pudiera servirle más adelante, y por el otro no quería fomentar la ira de Eirian. Por fortuna, la canción terminó y Rowan se retiró a sus aposentos con la excusa del dolor de cabeza.
Una vez en su habitación, no pasó mucho tiempo antes de que tocaran a la puerta.
Eirian en el umbral lo miró a los ojos con el deseo en ellos. Se había quitado las ropas elegantes y sobre la camisa de seda y el pantalón solo usaba una sobrebata. Lentamente, se acercó hasta que su aliento le acarició los labios.
—Estaba impaciente por dejarlos a todos y venir hasta ti —dijo contra su boca—. ¿Me has perdonado?
—No —susurró Rowan—, pero te deseo.
Rowan, con delicadeza, le succionó el labio inferior. Eirian, de inmediato, lo abrazó por la cintura y profundizó el beso. Las llamas que se habían atenuado, volvieron a levantarse con la amenaza de no dejar de ellos más que cenizas. Rowan cerró los ojos y llevado por el deseo, lo abrazó por la espalda. Los labios sedosos buscaron su cuello descubierto. Cada beso en esa sensible área lo hacía temblar. Eirian sabía lo que sus besos producían en él y lo aprovechaba. Tenía que ser así si fueron los suyos los que probó por primera vez, si fue con él con quien descubrió lo que era el placer.
—Jamás podré librarme de ti. Estoy encadenado a ti —se lamentó Rowan.
El príncipe cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y le ofreció la garganta, la cual Eirian no demoró en devorar.
—Me vuelves loco —susurró el emperador mordisqueando su manzana de Adán—. Dime qué tienes que por ti pierdo la cabeza. ¿Es tu olor, tu sabor? ¿O es tu alma? También yo estoy encadenado a ti. Siento que sin ti me muero.
—Moriremos entonces.
Rowan lo abrazó y lo llevó hacia la cama y sin dejar de besarle la boca, lo tumbó de espaldas en el colchón, luego se subió a horcajadas sobre él. ¿Por qué tenía que gustarle tanto? Era una hermosa vista el rostro pálido y delicado de Eirian, ruborizado y rodeado por los mechones rojos desparramados sobre la almohada, semejante a una rosa de pétalos encarnados.
Se inclinó sobre él y lo besó profundamente en los labios, le quitó la bata y luego la camisa de seda mientras lo hacía. El torso desnudo quedó a su disposición, Rowan se separó de su boca y lo acarició con las palmas abiertas sin dejar de mirarlo a los ojos, provocador. Los azules relampaguearon y en un movimiento brusco lo sujetó por la cintura y lo tendió de espaldas en la cama; después se subió sobre él, tomó sus muñecas, las llevó por encima de la cabeza y volvió a besarlo.
El calor de su lengua lo quemaba, el sabor agridulce de sus labios era una especie de veneno que le nublaba la mente. Rowan se sentía igual a un madero devorado por las llamas. Eirian comenzó a dejar besos que descendían por su pecho y hasta el abdomen. Al llegar al pantalón, desató la lazada y se lo quitó dejando libre su erección. Una vez completamente desnudo, lo tomó de las caderas y se introdujo el pene en la boca. Al principio la succión fue suave y delicada, apenas lo acariciaba con la lengua, pero poco a poco fue incrementando el ritmo. Rowan cerró los ojos y se remojó los labios, sus dedos estrujaron las sábanas, estaba a punto de venirse. Entonces, Eirian se detuvo y él volvió a recordar cómo se respiraba.
El emperador se estiró y alcanzó el frasquito con el aceite que descansaba en la mesa junto a la cama. Se aplicó una generosa cantidad en los dedos y empezó a dilatar su entrada. Cuando sintió la intrusión, Rowan jadeó. De inmediato, Eirian acudió en su auxilio y lo besó en los labios, aligerando la incomodidad, impregnándolo con su olor y su sabor a cerezas y a licor, dulce, ácido y un poco amargo.
Sintió la punta húmeda, caliente y resbalosa rozar entre sus nalgas antes de deslizarse en su interior. Rowan se introdujo el puño en la boca mientras Eirian, sin apartar los ojos de él, entraba poco a poco.
—¡Mierda! ¡Estás apretándome demasiado! —exclamó y se inclinó para besarlo en los labios.
Mientras lo besaba, Eirian dejó de moverse, esperando a que él se acostumbrara a su tamaño. Rowan le rodeó la cintura con las piernas, lo había extrañado tanto que casi no podía aguantar para sentirlo cavando en su interior, llenándolo por completo. Si tan solo todo entre ellos fuera como en el sexo, si se entendieran y compenetraran igual de bien siempre, serían enteramente felices. Pero al amanecer el hechizo se rompería y todo lo que estaba mal entre ellos volvería a hacer estragos. No obstante, pensaba disfrutar el tiempo que durara el dulce encantamiento. Esa noche lo deseaba más que nunca.
Rowan tomaba aire por la nariz y lo dejaba salir por la boca mientras Eirian lo embestía a un ritmo constante, hasta que aumentó la velocidad y profundidad de las arremetidas. El emperador se hundía y salía casi por completo de su cuerpo, dando, certero, en ese punto que tan bien conocía y que lo hacía contemplar las estrellas. Entonces el príncipe perdió la compostura, su respiración se volvió rápida y errática, el corazón se le aceleró, Rowan gemía con los ojos cerrados, sudaba con las hebras negras pegadas a la frente, sintiendo que en cualquier instante se derretiría.
Eirian salió de su interior y lo volteó, dejándolo de rodillas y de espaldas a él. Suavemente le giró el rostro para poder besarlo mientras se deslizaba de nuevo dentro de su cuerpo. Soltó sus labios y retomó las embestidas.
—Estás hirviendo. —susurró en su oído. El aliento cálido contra su oreja lo estremeció, y más cuando empezó a masturbarlo. Rowan iba a venirse pronto—. También muy duro.
Eirian lo embestía sujetándolo de la cadera con una mano y con la otra lo masturbaba. Los deliciosos calambres incrementaban su intensidad, concentrándose en su vientre. El emperador se inclinó sobre su espalda y le mordió la parte posterior del cuello, desatando el clímax. Rowan no pudo soportarlo más y se vino con un gruñido. El líquido caliente y espeso de su orgasmo se derramó entre los dedos pálidos de Eirian.
El intenso placer lo hizo ascender a una cima blanca donde lo dejó flotando, solitario en ella. Era vagamente consciente de que Eirian continuaba empujando, desenfrenado en su interior, hasta que sintió el pecho húmedo y caliente pegado de su espalda. Eirian lo abrazó y lo tumbó en la cama. Tal vez le acarició el pelo y depositó besos dulces en su espalda. Quizás le dijo al oído que lo amaba o que lo odiaba, no podía estar seguro porque el sueño acudió a reclamarlo.
*** Jelou, ¿qué les pareció el capítulo? y ¿el príncipe de Enframia? ¿Llegará Andreia a casarse?
Nos leemos el próximo viernes, besitos.
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