Capítulo LIII: La decisión del emperador
Eirian llevaba casi un cuarto de vela de Ormondú reunido con el alto mando de su ejército. Los contagiados entre las filas seguían aumentando a pesar de su decisión de abandonar a los enfermos en el paso de Ulfrvert.
Según el sanador principal, el número de muertos crecía cada día y los contagiados se contaban por docenas. Los síntomas incluían tos intensa, fiebre alta, mareos y debilidad. El alto mando y los sanadores presionaban al emperador tratando de convencerlo de que abandonara el campamento y de esa forma evitara un contagio. También querían que se separara de su prisionero, el cual llevaba varios días tosiendo y lucía cada vez más desmejorado.
—No haré eso. —Eirian les dedicó una fría mirada.
—Al menos trasladadlo a otra tienda, Majestad —propuso el general Gregorg.
—El príncipe Rowan está tomando la medicina —dijo con los dientes apretados, mirando al sanador—. Va a mejorar.
El aludido tragó y evitó la mirada enojada. Eirian frunció el ceño al verlo.
—¡¿Acaso no va a sanar?!
—La mortalidad es alta, Majestad —contestó en voz baja.
—No me importa si es alta —dijo en voz baja con los ojos azules convertidos en puñales de hielo, mientras observaba con desprecio a sus generales y al par de sanadores frente a él—. Rowan no puede morir, solo yo tendré el privilegio de asesinarlo cuando me dé la gana. —Entonces su voz dejó de ser un susurro cortante y gritó al primer sanador—: ¡Así que levanta tu escuálido culo de esa maldita silla y ponte a trabajar en una cura!
Eirian lo tomó de la túnica y lo alzó antes de que él pudiera levantarse. Salió de la tienda donde se reunían arrastrándolo, dando grandes zancadas por las calles del campamento, seguidos de cerca por los generales.
—¡Majestad, por favor! —suplicó el sanador que era un hombre mayor y algo enclenque—. Tengo huesos delicados.
—¡¿Y crees que me importan tus jodidos huesos?! —Eirian apenas volteó a verlo, continuó tirando de él por las calles entre las tiendas—. ¡Ahora vas a curar a Rowan y luego terminarás con esta maldita epidemia!
A medida que se acercaban al centro del campamento, donde se encontraba la tienda del emperador, los soldados caminaban de un lado a otro, agitados. El capitán Brand les daba órdenes a voz en grito, tanto o más alterado que ellos. Eirian arrugó las cejas con un mal presentimiento al ver el alboroto.
Soltó al sanador y observó la entrada de su tienda: los guardias no estaban. Miró al capitán a unos pasos de él.
—¡¿Qué ocurre?! —Apartó la lona y entró en la tienda, ansioso—. ¡¿Le pasó algo a Rowan?!
—Majestad... —Brand entró detrás de él.
Las cadenas en el suelo, Rowan no estaba por ninguna parte. La sangre pareció abandonar su cuerpo y el frío se extendió por sus extremidades junto con esa sensación de miedo a estar sin él que ya se había hecho tan frecuente. Eirian giró y miró al capitán.
—¡¿Dónde está?!
¿Acaso había empeorado y por eso lo sacaron de la tienda? Sí era así, castigaría al responsable por no avisarle. La idea de que hubiera muerto lo asaltó, pero la desechó casi de inmediato.
—Vine a preguntaros si se os ofrecía algo —empezó a explicar Brand—, no sabía que no os hallabais en vuestra tienda. Pero al llegar encontré a los guardias muertos. —Brand tomó del suelo la túnica verde que llevaba puesta Rowan—. Uno de ellos estaba desnudo. Pienso que el príncipe escapó disfrazado como uno de nosotros.
Eirian tragó y apretó los dientes con el miedo transformándose en rabia.
—¡Maldito sea! ¡Trae a tus mejores hombres, tenemos que encontrarlo, no debe estar lejos!
Eirian salió como un vendaval de la tienda, casi corría a través del campamento con la rabia nublándole la vista. De nuevo, el príncipe no cumplía su palabra. Y él, tan estúpido, preocupándose por su salud, mientras Rowan lo dejaba una vez más.
Llegó a la tienda de los prisioneros y apartó la lona de la entrada. Los cuatro hombres estaban allí, encadenados, y los guardias en sus puestos.
—¡¿Dónde está vuestro príncipe?!
Todos lo miraron extrañados, el rubio fue el único que se atrevió a responder:
—¿Se te escapó? —se burló—. Espero que pronto te corte el asqueroso cuello.
Eirian se acercó a él con una sonrisa maliciosa.
—Si yo fuera tú, no estaría tan feliz. —Le tiró del flequillo y le levantó el rostro para que lo mirara a los ojos—. Voy a picarlos en pedazos y los arrojaré en los caminos principales hasta que él regrese. Y adivina, ¡tú serás el primero!
En lugar de asustarse, el prisionero le escupió el rostro, Eirian lo abofeteó y salió de la tienda, pensativo. Algo no cuadraba.
Fue a ver a los prisioneros porque quería saber si habían huido con Rowan. Pero no fue así. Los cuatro soldados se hallaban encadenados y bajo custodia.
Caminó directo a la jaula donde mantenían a los sabuesos y se dirigió al soldado que los cuidaba.
—Traed a los mejores —ordenó Eirian.
El soldado asintió y abrió la jaula, escogió a tres de los cinco perros que había. Eirian se agachó frente a los canes y les dio a oler la túnica de Rowan que encontró en su tienda.
Una de las cualidades que caracterizaban al príncipe era la lealtad hacia sus hombres. Él jamás se hubiera ido dejándolos atrás. Algo sucedía detrás de esa huida
—Majestad —lo llamó Brand—, dadme a los perros. Iré por el príncipe, no es necesario que os molestéis. Antes del alba os lo traeré.
Eirian lo observó un instante. La mirada fue tan intensa que Brand bajó la suya. El capitán no volvió a hablar y solo se apartó de su camino.
Tenía que encontrarlo pronto. El miedo de que pudiera estar en peligro lo asaltaba por momentos, pero luego se alternaba con la rabia. Rowan lo había abandonado otra vez.
Montó su caballo, Brand y el resto hicieron lo mismo. Soltaron los perros y emprendieron el galope tras ellos, en pos del rastro de Rowan.
Era cerca de la media noche y no habían ido muy lejos cuando los sabuesos se detuvieron. Inquietos, empezaron a rasgar el suelo cerca de un gran roble donde las raíces sobresalían.
—¿Qué pasa? —preguntó Eirian, frenando el caballo.
—Sí, ¿por qué paramos? —Brand no se detuvo del todo y lucía un poco molesto—. Majestad, el príncipe escapará si nos detenemos. ¡Tenemos que seguir!
—Encontraron algo —contestó el entrenador de los perros acercándose a ellos, muy atento, con una lámpara de aceite en la mano.
—¡Algún animal muerto, seguramente! —exclamó Brand—. ¡Os digo que perdemos el tiempo, Majestad! ¡El príncipe se escapará!
Los perros no terminaban de encontrar lo que fuera que buscaban y Brand le hacía seña con la cabeza de que siguieran. Tal vez tenía razón y solo perdían el tiempo.
Iba a dar la orden de continuar, cuando los canes finalmente desenterraron un objeto alargado y brillante. El cuidador de los perros terminó de sacarlo, se trataba de una espada. Brand llegó al galope para tomarla, pero Eirian la agarró antes.
Observó la hoja con esas vetas más claras que parecían plata y la extraña inscripción. La reconoció al instante, era la espada que Rowan usó durante la batalla, aquella que tanto le interesaba.
Si se escapó con la espada, ¿por qué estaba enterrada? Primero dejaba a sus hombres y ahora la espada. Volteó y miró a Brand, inquieto sobre su montura. Fue él quien descubrió la ausencia de Rowan y quien dijo que había huido. El capitán también trató de hacerlo desistir de participar en la búsqueda y cuando los perros empezaron a escarbar, insistió en que no era nada importante. De pronto, todo tuvo sentido.
Eirian se inclinó hacia adelante en el caballo, hundió los talones en los ijares y este emprendió el galope directo hacia Brand. El emperador desenvainó y en menos de un parpadeo le apoyó la espada en el cuello.
—Solo lo preguntaré una vez —dijo entre dientes—, si contestas te dejaré vivir. ¿Qué hiciste con el príncipe Rowan?
—Majestad, yo no... —Su voz emergió temblorosa.
Eirian afincó la espada y una gota de sangre manchó la hoja.
—No mientas o será lo último que dirás en tu vida.
—Yo... Yo lo ayudé a escapar.
—¡La verdad, maldita sea! —Eirian quitó la espada de su cuello y de un solo tajo le cortó la oreja derecha.
El capitán aulló de dolor y se llevó las manos al hueco que había quedado a un lado de su cabeza. Sus ojos se inyectaron en sangre mientras miraba incrédulo al emperador.
—¡Ah! ¡Ah!
—He sido bueno, no te maté —dijo Eirian suavemente—, pero sigo esperando tu respuesta, así que no tientes tu suerte.
—¡Se lo di a los mercaderes de esclavos! —gritó entre lágrimas y quejidos de dolor—. ¡Estáis obsesionado con él, no os hace bien! ¡El príncipe os está volviendo loco! ¡¿Por qué no os dais cuenta?!
Eirian lo miró, el odio hervía en su pecho como una caldera.
—¡De lo que me doy cuenta es de quién eres realmente!
Brand se irguió sobre su caballo, la sangre chorreaba por un lado de su cara, sin embargo, sus ojos se llenaron de determinación.
—Solo quiero lo mejor para Doromir. ¡Esta guerra y tantas muertes solo por él! ¡Por un hombre que os traicionó, nos traicionó a todos!
No lo pensó. Un solo movimiento y la cabeza de Brand rodó hasta el árido suelo invernal. El caballo debió asustarse, porque salió al galope con el cuerpo decapitado en su lomo, dejando un rastro de sangre tras de sí, hasta que unas varas más adelante cayó al suelo.
—¡Vámanos!
Eirian dio la vuelta a su caballo en pos de los perros, tenía que encontrar a los malditos mercaderes de esclavos que tenían a Rowan.
Avanzada la madrugada por fin hallaron el rastro de los traficantes . Tres hombres se calentaban alrededor de una fogata y la carreta con los prisioneros estaba a unas varas de distancia. En cuanto los avistaron, los mercaderes se levantaron.
—¡Estáis ante el emperador del Norte, arrodillaos! —exclamó uno de los soldados de Eirian.
Los tres hombres abrieron muy grande los ojos antes de hacer lo que se les pedía. Eirian los observó desde su caballo y luego a la jaula en la carreta, adentro había un par de personas acurrucadas bajo mantas sucias.
—Os habéis llevado a alguien que me pertenece —dijo él en voz alta y clara.
—No... Nosotros, Majestad —titubeó uno de ellos, temblando—. Nosotros no nos hemos llevado nada de vuestra excelencia. Seríamos incapaces de hacer algo tan horrible.
Eirian iba a seguir interrogándolos, pero se dio cuenta de que los perros continuaban inquietos, querían correr al interior del bosque.
—Hay algo más allá. Tú y tú —señaló a un par de soldados—, quedaos con estos y averiguad si saben algo del príncipe.
Dada la orden se internó en el bosque junto con los perros y otro par de soldados. A varias varas y en medio de una pequeña arboleda, dos hombres peleaban con otro. La luz era muy escasa, apenas la que venía de una lámpara de aceite abandonada en el suelo, pero Eirian reconoció a Rowan, era el príncipe quien peleaba con los otros dos.
Aumentó el galope y casi al instante vio como, primero uno y luego el otro, hundían las espadas en el cuerpo de Rowan, que difícilmente se mantenía de pie.
Cuando Rowan cayó de rodillas, Eirian gritó y su voz se escuchó en lo más alto de la montaña. El mundo se volvió oscuro, el frío invernal que lo rodeaba se tornó insoportable. Fue como si un agujero negro se lo tragara, se ahogaba.
—¡Nooo!
De nuevo, con la hoja tan afilada de esa extraña espada, cortó otro cuello. El hombre que se atrevió a herirlo ya no existía. Eirian desmontó y corrió hacia Rowan.
El príncipe continuaba arrodillado y con la cabeza gacha como si le rezara al Gran Lobo del Norte en el que creía. Solo la sangre que escurría de su cuerpo y se acumulaba a su alrededor daba cuenta de la terrible verdad.
Lo tomó en sus brazos y sintió su cuerpo tembloroso, sus ojos dorados lo miraron.
—Eirian. —Una pequeña nube de vapor escapó de sus labios, mientras una mano trémula se deslizó por su mejilla—. Sabía que eras tú.
—Sí, yo, mi amor. No voy a dejarte. —Eirian observó el cuerpo en sus brazos, la sangre brotaba sin parar y ya había manchado sus ropas. Colocó una mano en la herida presionando para parar la hemorragia—. Voy a llevarte con los sanadores, van a curarte. Ya verás, volveremos a ser como antes. Todo será como antes.
Eirian hizo el amago de levantarse, Pero Rowan lo detuvo.
—No quiero, estoy cansado. —Exhaló otra pequeña nube de vapor, sus párpados descendieron como si el peso fuera demasiado para mantenerlos abiertos, pero al instante suspiró y volvió mirarlo—. Mi hermana... No le hagas daño... Por favor.
El rostro cada vez más pálido de Rowan lo miraba anhelante.
—Nadie le hará daño. Ya no hables, ¿sí? Voy a levantarte.
Eirian se puso de pie con él en brazos y los soldados acudieron a ayudarlo.
—Eirian —volvió a llamarlo Rowan—, mírame.
Eirian bajó las pestañas rojizas hasta él y le sonrió. Los ojos dorados lo miraron un instante hasta que finalmente se cerraron. Su corazón se apretó, las piernas le temblaron. No, Rowan no podía morir
—¡Rápido! —gritó—. ¡Tenemos que volver al campamento con los sanadores!
Uno de los soldados sostuvo a Rowan, que continuaba desangrándose, mientras él subía a la montura.
—¡Hay un hada, Majestad! —gritó otro de los hombres. Eirian lo miró sin comprender—. Las hadas tienen poderes sanadores.
¡Un hada! ¡Una esperanza!
Volvió a mirar a Rowan. Parecía dormido, pero tenía el rostro tan pálido y el aliento apenas si lo sentía contra su piel.
—Llevadme con ella.
El hada era esbelta y menuda, con una piel que parecía brillar a pesar de la oscuridad que los rodeaba. Eirian jamás había visto un hada, mucho menos les había hablado, pero conocía las leyendas. Se decía que las hadas eran seres orgullosos y ermitaños que evitaban el contacto con los humanos a quienes despreciaban.
Aun así, el emperador se presentó frente a ella con Rowan en brazos. Podía amenazarla con torturarla, cortarle un dedo o varios y obligarla a que lo salvara, pero era tan grande su desesperación que en lugar de coaccionarla, se arrodilló.
—¡Por favor! —suplicó—, ¡por favor, señora, salvadlo!
El viento sopló desde el oeste y agitó las ramas de los árboles. La nieve que guardaban las hojas viajó en la brisa y los envolvió como un manto helado. El hada lo miró y sonrió con desprecio.
—Por favor —volvió a implorar—. Soy el emperador del Norte, os daré cualquier cosa que me pidáis, no hay nada que no pueda concederos.
La mujer rompió a reír.
—¡Cuánta arrogancia para alguien que suplica de rodillas! Si tanto poder tenéis, ¿por qué recurres a mí, humano? ¡Cuándo entenderéis que vosotros no sois nada!
El nudo en su garganta se apretó, ella era la única que podía hacer algo por Rowan, así que bajó la mirada y dos gruesas lágrimas cayeron sobre el rostro pálido del príncipe.
—Tenéis razón, os he faltado el respeto, no soy nada. Pero por favor, ayudadlo. Se está muriendo y es mi culpa. ¡Todo esto es mi culpa!
El miedo y la desesperación afloraron en forma de llanto. Eirian lloraba sin pudor y sin importarle que los soldados vieran al emperador del Norte rogarle a un hada en medio de sollozos.
La mujer lo contempló y bajó los ojos hasta Rowan en sus brazos. La expresión severa de su rostro se suavizó.
—Los humanos son despreciables y solo buscan su propio beneficio, no les importa dañar a otros en el proceso. Esos malditos iban a venderme, llevan años cazando a los de mi especie.
—¡Rowan no es así! —dijo Eirian desesperado al ver qué el hada no parecía querer ayudar—. ¡Os juro que él no es así!
—Lo sé, él me ayudó. Arriesgó su vida por mí.
El hada bajó de la carreta de un salto, se inclinó sobre Rowan y tocó su frente con la mano. Eirian miraba atentamente cada uno de sus movimientos. Ella frunció el ceño y contempló sus propios dedos, un poco desconcertada.
—¡Quitadme esto! —Jaló una cuerda negra que llevaba atada al cuello.
Eirian miró a uno de sus hombres y le indicó con un gesto de la cabeza que obedeciera. Con un puñal el hombre rompió la cuerda. El hada resplandeció como si el amanecer se hubiera adelantado y ella fuera el sol naciente que emergía de entre las montañas. Irradiaba luz dorada y de su espalda aparecieron unas alas cristalinas similares a la envoltura de una crisálida. Las batió un par de veces y Eirian temió que se marchara y no los ayudara.
Pero el hada no se fue, su brillo menguó hasta convertirse en una tenue luminiscencia. Volvió a posar la mano sobre la cabeza de Rowan, pero sin llegar a tocarlo y esta vez la misma luz que momentos antes brotó de ella, lo envolvió.
—Está muy enfermo —dijo un momento después—. Su savje es débil.
—¡Por favor, cúrelo!
El hada lo miró con tristeza.
—Haré lo que pueda, estoy en deuda con él. Ahora, colocadlo en el suelo y apartaos.
Eirian hizo conforme ella le pidió, dio algunos pasos atrás con el corazón latiendo como loco, rogando en silencio a algún dios, el que fuera, que salvara a Rowan.
«No te lo lleves. Déjalo vivir. Te doy mi vida a cambio de la suya, pero no te lo lleves. No puedo vivir sin él, en cambio, él sí puede hacerlo sin mí».
No era un reclamo, era la simple verdad. En ese momento comprendió que Rowan era su vida y sin él nada importaba.
Del suelo brotaron decenas de ramas y formaron una plataforma con sus tallos bajo el cuerpo de Rowan. El hada esparció su magia durante un largo rato en el que Eirian la contempló ansioso, sin dejar de rezarle a esos seres invisibles llamados dioses en los que nunca antes había creído. No importaba cuál escuchara mientras alguno lo hiciera.
Casi un cuarto de vela de Ormondú después, el hada retiró las manos, la luz que envolvía a Rowan se apagó.
—Perdió demasiada sangre. —Ella le dirigió a Eirian una mirada triste y negó con la cabeza—. Su savje se agotó.
—¿Qué significa eso? —preguntó ansioso.
—Él murió.
—No... No, no es cierto. —Las lágrimas le nublaron los ojos, se sentía enloquecer—. ¡No es verdad! ¡Maldita sea, no puede ser verdad!
Se acercó hasta él, y se inclinó sobre la plataforma donde el príncipe descansaba. Lo abrazó contra su pecho; lo acunó y acarició los cabellos negros, suaves como plumas de cuervos, bañándolo con sus lágrimas. El corazón le sangraba, lo sentía en pedazos, fragmentos afilados que lo desgarraban por dentro.
—¡Rowan, Rowan! ¡Mi amor, por favor, háblame! ¡Abre los ojos y mírame!
El príncipe no respondió. Volvió a abrazarlo y sus brazos estaban yermos, lo besó y sus labios estaban fríos. La luz dorada de sus ojos no lo iluminaba. La desesperación más honda lo estremeció al comprender que nunca más lo haría. ¿Cómo iba a vivir sin él?
Los dioses no existían, o se burlaban o simplemente no querían escucharlo.
Le dio un beso en la boca y se dio la vuelta. Contempló al hada, tan tranquila frente a él. No lo salvó. Desenvainó la espada, iba a matarla. Tenía que vengarse.
—¡Maldita charlatana! —gritó con la espada en alto, listo para clavársela en el pecho.
Corrió hacia ella y a pocos pasos fue como si se hubiera estrellado contra una pared. El hada levantó las manos. Eirian rebotó hacia atrás. Luego una fuerza invisible lo suspendió en el aire y lo estrelló un par de veces contra el suelo.
—¡Voy a matarte! —gritó poniéndose de pie y otra vez fue a la carga contra el hada.
Esta vez ella esperó a que se acercara, cuando lo hizo, agitó la mano y Eirian salió despedido hacia atrás. La nariz le sangraba y la cabeza le daba vueltas, aún así volvió a levantarse y, trastabillando, con los ojos anegados en lágrimas, quiso enfrentarla otra vez.
—Por favor, por favor —se detuvo frente a ella y se arrojó a sus pies—. ¡Tiene que haber una manera! ¡Haré lo que sea! ¡Mi vida! ¡Os doy mi vida, pero salvadlo!
—¿Para qué quiero la vida de un hombre hechizado que no distingue el bien del mal? —El desprecio teñía sus palabras.
—Por favor... —Eirian pegó la frente del suelo cubierto de nieve—. Él es todo lo que tengo.
El hada lo observó largamente y en ese tiempo, Eirian no dejó de llorar y suplicar.
—Esa espada, ¿cómo la obtuvisteis? —preguntó después de un largo rato de estar en silencio.
Eirian alzó el rostro. Ella lo miraba con expresión serena, aunque en su boca conservaba un pequeño rictus de desdén.
—No es mía. —Eirian señaló a Rowan—, es suya.
—Ya veo —contestó el hada mirando al príncipe sobre la plataforma—. ¿Quién es él?
—Es el príncipe Rowan de Ulfrgarorg.
—¿Por qué tiene La Espada de Hielo?
Eirian frunció el ceño y miró sorprendido la espada que sostenía. ¿Era esa la famosa espada de las leyendas? Recordó el interés de Rowan en saber qué había hecho con ella.
—No lo sé.
—La espada aparece en manos de un bregna... Otra vez. —El hada hablaba y miraba pensativa a la espada y luego a Rowan—. Solo puede significar una cosa: Los cambiaformas han vuelto.
—Los ... ¿Cambiaformas? —preguntó Eirian, cada vez más confundido—. No entiendo.
—Él no es un humano, al menos no del todo. —Ella volvió a señalar a Rowan—. Siento curiosidad. Tal vez sí deba volver con los vivos. Dime, emperador del Norte, ¿Estáis dispuesto a ir al reino de los muertos y traer de regreso su alma?
Eirian no entendía del todo lo que él hada decía sobre cambiaformas o La Espada de Hielo, solo sabía que si existía una oportunidad de que Rowan volviera a la vida, él la tomaría.
—Sí —contestó sin dudar—. Iré al Desierto de Hielo y la traeré de vuelta.
Espero que les haya gustado este maraton, es mi forma de agradecerles por ser tan geniales lectores.
Cuéntenme, ¿esperaban que Rowan muriera? ¿Tienen alguna teoria de lo que vendrá? Nos leemos el proximo viernes, besitos.
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