Capítulo I: El amor del emperador

La lluvia, que había estado amenazando desde la mañana, cayó por la tarde en un torrencial aguacero luego de cruzar las murallas de Noor, la capital de Doromir. Los soldados, agotados por la marcha de días, no se inmutaron con las primeras gotas, tampoco lo hicieron cuando estas se transformaron en diluvio, ni siquiera porque el agua que los bañaba era helada como la del río Dorm. Después de un año de pelear en la frontera, el batallón Estandarte estaba acostumbrado a las adversidades del clima, al cansancio y al hambre, así que un poco de agua no les quitaría el gozo de regresar a casa. El príncipe Rowan lo entendía, aunque no compartiera del todo la felicidad de sus hombres.

Las fuertes patas de Anto, así como las del resto de los caballos, se hundían con cada paso en el lodazal del camino real. Esta vez no fue como las anteriores, en las que entraron triunfantes en Noor luego de conquistar al lado del emperador todos los pueblos. No había doncellas en las ventanas que, con rostros sonrientes, arrojaran flores en el camino por el que cabalgaban; tampoco jóvenes entonando himnos, deseando un día marchar y convertirse en héroes conquistadores iguales a ellos.

No, esta vez solo los recibía el agua, el frío inclemente de Doromir, el cansancio y el barro. Continuaban siendo el mejor batallón del reino y el príncipe Rowan, de tan solo veintitrés años, el más excelso de todos los guerreros; sin embargo, la fatiga de la guerra pesaba y no había manera más idónea de expresarla que con ese aguacero que pugnaba por congelarles hasta el cerebro. Tal vez Nu- Irsh, su venerado dios, conocía el estado de ánimo del príncipe y por eso había hecho llover de esa forma salvaje.

Continuaron por el camino, que a esa altura ya estaba empedrado, y ascendieron la colina hasta que estuvieron frente a las puertas del palacio del Amanecer. Una vez en el patio de armas, el príncipe Rowan le habló al coronel Idrish, el segundo al mando en el batallón después de él.

—Daré la orden de que lleven comida caliente, vino y música a las barracas. Dile a los muchachos que esta noche pueden celebrar el regreso a casa hasta que el sol salga.

—Estarán felices por la magnanimidad de su comandante. —Idrish se inclinó hacia el príncipe y le colocó la mano enguantada en el antebrazo cubierto por la muñequera de cuero y acero—, pero más felices estarán si nos acompañas.

Idrish tenía treinta y un años y cabello rojo, como casi todos en Doromir. El ejército lo había vuelto un hombre recio de mandíbula cuadrada y porte altivo. Rowan giró hacia él y vislumbró el anhelo en los ojos castaños.

—Trataré, pero no les prometas nada.

—Son tus hombres.

¡Cómo si él no lo supiera! Hizo una mueca de ligero disgusto. No era necesario recordárselo. Era consciente de que cada uno de aquellos soldados moriría feliz por él y Rowan por ellos. Idrish conocía la razón que no le permitía asistir y celebrar con sus hombres como un comandante debía, no era justo que intentara manipularlo de ese modo.

—Y él mi emperador. No insistas. Y, además...—Rowan dudó, pero luego pensó que era mejor volver a aclarar las cosas—. Olvida lo que pasó es Osgarg, será lo mejor para todos y una imprudencia no hacerlo.

Dirigió las riendas a un lado y se alejó. Era consciente de que lo lastimaba, pero de nuevo, Idrish conocía su situación, nunca lo engañó con promesas vanas. El coronel sabía lo que le esperaba si cruzaba la línea, él se lo advirtió y aun así decidió transgredirla. Por lo tanto, Rowan no pensaba sentirse culpable por dejarlo.

El príncipe entregó las riendas de Anto a los palafreneros y se encaminó a las escalinatas del palacio, por donde corría una verdadera cascada.

Fue reconfortante luego del frío y la lluvia entrar y dejarse envolver en la calidez de los braseros encendidos. Varios sirvientes salieron a su encuentro.

—Anunciadle al emperador que he vuelto —ordenó el príncipe sin dejar de avanzar, dejando a su paso un reguero de lodo y agua—. Preparadme en mis aposentos un baño caliente y que atiendan a mis hombres en las barracas con vino, comida y música.

Los sirvientes se separaron para cumplir las órdenes de Rowan. Cuando llegó a su recámara, la encontró tal y como la dejara un año atrás. Incluso, el libro que había estado leyendo antes de partir continuaba sobre la mesa. Se preguntó si así también lo esperaba Eirian, sin haber cambiado nada. Seguramente, pronto lo sabría.

Se quitó el carcaj y el arco del hombro, desató la espada del cinto y dejó caer las armas al suelo en medio de un pequeño charco que se había formado producto de la humedad que escurría su pelo negro y su ropa. Varios sirvientes entraron cargando baldes con agua caliente y prepararon la tina con sales aromatizadas. Rowan terminó de desvestirse, cuando se metió en la bañera cerró los ojos y suspiró de placer. Siempre que regresaba del campo de batalla se sorprendía de encontrarse disfrutando de cosas simples que normalmente ningún noble apreciaría, como dormir en una cama suave o bañarse con agua tibia y perfumada.

Se sumergió hasta que su cara se hundió. Entonces, detrás de sus párpados revivió parte del horror de las batallas que había vivido: los gritos desesperados, el olor a sangre y podredumbre, las vísceras derramadas, el feroz miedo a morir que siempre lo llevaba a vencer. Cuando salió tenía el corazón acelerado y la boca seca. Respingó al darse cuenta de que no estaba solo.

—¡Eirian!

—Regresaste antes, te esperaba mañana. —El emperador se inclinó y apartó un mechón empapado de cabello negro que le caía sobre la frente—. De haberlo sabido hubiera mandado a preparar un banquete de bienvenida en tu honor.

—Con que haya cerdo asado en salsa agridulce e hidromiel me conformo. —Rowan sonrió, sus ojos ámbar brillaron.

—Siempre hay cerdo asado esperándote.

El emperador se inclinó más, sujetó los costados de su rostro y se hundió en su boca con hambre, dejándole saber lo mucho que lo había extrañado. El beso no lo tomó por sorpresa, esperaba esa bienvenida, sin embargo, el calor que desató en su cuerpo sí lo hizo. Rowan inspiró profundo y se embriagó del aroma a cerezas que siempre percibía en él, le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo más hacia sí. Eirian perdió el equilibrio y cayó dentro de la bañera, entonces, ambos empezaron a reír.

—Parece que me has extrañado —dijo Eirian sonriendo contra sus labios.

—¿Acaso tú no, cerecita? —preguntó Rowan mientras le acariciaba los mechones rojos que le caían en los hombros.

—Todos los días.

Rowan iba a refutar. Pensaba decirle que si tanto lo amaba, si tanto deseaba tenerlo cerca, no lo hubiera enviado a la frontera durante todo un maldito año a pelear contra una guerrilla ladina, a pasar hambre y frío. Sin embargo, Eirian no lo dejó hablar, volvió a besarlo de la manera conocida: feroz, avasallante y posesiva, pero al mismo tiempo dulce y necesitada, como si cada vez que juntara los labios con los suyos le suplicara desesperadamente que lo amara. Rowan nunca le había dicho lo que percibía en sus besos, tampoco pensaba hacerlo algún día.

Llevó las manos a los orillos de la camisa de seda del rey y se la quitó por la cabeza, el torso pálido quedó expuesto. El príncipe deslizó los dedos acariciando los músculos firmes y la piel suave, rio un poco nervioso cuando le desató el pantalón. Eirian, por el contrario, no sonrió. Sus facciones, jóvenes y delicadas, tenían esa expresión recia que le fascinaba. Los labios delgados, sonrosados y ligeramente entreabiertos, los ojos azules cristalizados por el deseo, contemplándolo con intensidad. El emperador se incorporó en la bañera, se quitó las botas de caña alta y el pantalón. Cuando estuvo completamente desnudo, le acarició la mejilla, luego pasó el pulgar por encima de sus labios y lo introdujo un poco en su boca.

—¡He soñado contigo cada noche que hemos estado separados! Extrañaba que me miraras con esos ojos que parecen llamas, añoraba quemarme en ellos.

Volvió a besarlo. Rowan siempre se obligaba a no perder del todo la cabeza en sus encuentros con él, a guardar para sí algo de cordura y no entregarse por completo, pero luego de un año sin verlo, estaba siendo muy difícil resistir, y más si Eirian lo miraba de la forma en que lo hacía y le declaraba un montón de cursilerías en medio de besos fogosos.

El emperador le acarició una herida reciente en el hombro y otra larga, ya cicatrizada que tenía en uno de los costados, Rowan se dio cuenta del brillo preocupado en los ojos azules.

—Tal vez la próxima vez regrese en un ataúd —bromeó. Sin embargo, Eirian se mantuvo serio.

—Desearía que esta fuera la última vez.

Le besó el hombro dónde estaba la herida y luego la cicatriz del costado. Rowan se mordió el labio inferior al sentirlo emprender un camino de besos que lo llevó hasta uno de sus pezones, para luego dedicarse a acariciarlo con la lengua y mordisquearlo levemente.

—Siempre habrá una guerra —dijo el príncipe, entrecortado, conteniendo los gemidos—, algún otro pueblo por conquistar.

—«Siempre hay un pueblo por conquistar» era el lema de mi padre, no el mío. —El emperador se abrió paso entre sus piernas y empezó a dilatarlo con los dedos.

Una vez lo creyó conveniente, cambió los dedos por la punta caliente del pene. Poco a poco, se deslizó adentro. Rowan echó la cabeza hacia atrás, enterró las yemas en la carne de los hombros fuertes y contuvo la respiración cuando Eirian comenzó a embestirlo.

—Y, sin embargo, —dijo casi sin aliento—, eres tú y no tu padre el conquistador.

—La única conquista que deseo es está, Rowan. —Eirian volvió a besarlo de esa manera en que parecía querer devorarlo. Cuando se separó de su boca volvió a hablar—: Tu cuerpo, tu corazón y tu alma míos por toda la eternidad.

El emperador arremetió de nuevo, se tomaba en serio sus palabras y parecía decidido a grabar para siempre sus huellas en él. Tanto tiempo sin probar sus labios tenía consecuencias y más si lo tomaba con aquella intensidad. Sentía que en poco tiempo explotaría en un orgasmo avasallador.

—Dime que me extrañaste —pidió de repente el emperador con voz ronca—, dime que soy el único a quien amas.

Rowan casi no podía hablar debido al placer alucinante, sin embargo, hizo un esfuerzo.

—Sabes que es así.

Eirian volvió a embestirlo antes de exigir de nuevo.

—¡Dilo Rowan!

—Eres el único a quien amo —susurró sin aliento.

Al príncipe los labios le temblaban, las piernas le temblaban, todo su cuerpo lo hacía. Eirian le rodeó el cuello con una mano.

—Dime, mi amado Rowan, ¿yaciste con alguien más mientras estabas lejos de mí?

La mano aumentó ligeramente la presión alrededor de su cuello, las embestidas se incrementaron; para disgusto de Rowan, también lo hizo el placer. El príncipe recordó las noches compartidas dentro de una tienda de campaña con otro pelirrojo.

—Y tú, Eirian, ¿lo hiciste?

Los ojos azules llameaban y el príncipe no estaba seguro si era de rabia o de deseo, aunque a juzgar por la mano que le apretaba el cuello y el pene que no dejaba de horadar su interior, diría que se debía a ambos sentimientos.

—¡Soy tu rey y tu emperador, contéstame!

Rowan se arqueó hacia atrás cuando la última embestida dio en ese punto que lo llevaba a alucinar, la saliva escurrió de su boca y de sus ojos escaparon algunas lágrimas.

—Si llegas a engañarme algún día... —advirtió Eirian entre jadeos.

—¿Me matarás? —lo interrumpió Rowan con un hilo de voz quebrada.

Eirian cerró los ojos cuando él se movió en círculos debajo de su cuerpo, su rostro se contorsionó de placer. Rowan se impulsó hacia arriba y cambió las posiciones de ambos en la tina, una oleada de agua salió de ella y bañó el suelo. El príncipe se sentó a horcajadas y besó al emperador profundamente en la boca. A esas alturas, los colores de la sala de baño se habían vuelto un manchón difuso y Rowan solo distinguía el rojo del cabello que se agitaba frente a él. Se balanceó un poco, después se apoyó en los hombros y retomó el ritmo desquiciado que antes tenía el rey; empezó a subir y bajar de forma frenética.

—Dime, Eirian El Conquistador, ¿serías capaz de matarme?

El rey le rodeó la cintura con ambas manos y lo hizo descender para que su miembro se enterrara profundamente en él, luego le acarició la mejilla y se irguió hasta alcanzarlo y besarlo. El príncipe no pudo contenerse más y se corrió abrazado a él.

Rowan, temblando, apoyó la frente sobre la otra y dejó que los mechones cayeran a los lados de ambos como un par de negras cortinas. Sentía el aliento caliente y entrecortado sobre su cara, al abrir los ojos se encontró con los iris azules húmedos que lo miraban con fijeza.

—Te mataría, Rowan, y después me mataría yo.

El príncipe no tenía dudas de que Eirian El Conquistador, sería capaz de cumplir su amenaza.

GLOSARIO

Nu-Irsh Deidad de las regiones del Norte de Olhoinalia. Único dios cuyo palacio se encuentra en el cielo y a dónde van las personas luego de morir si han acumulado los suficientes méritos para no volver a reencarnar.

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