2. Normal
Diana finalmente llegó a casa. Dejó sus cosas en el comedor y corrió hacia el baño. Cerró la puerta y comenzó a desvertirse.
Evitó mirar su ropa mientras lo hacía. Aunque era imposible ignorar las texturas.
Tenían bordados por todas partes. Su abuela se los hacía, y no tenía el corazón para pedirle que parara. Se burlaban de ella por tener flores, palabras, pájaros y adornos anticuados bordados en todas sus cosas.
Antes le gustaban, e incluso le pidió un par de veces adornos a su abuela, pero paró cuando comenzaron a decirle que se vestía como un televisor de anciano.
Se sacó las botas. Eran viejas, y habían sido remendadas. Los bordados mantenían en su sitio trozos de cuero, y ocultaban los detalles con puntos rosados y púrpura y líneas verdes, emulando un paisaje natural que su abuela había visto alguna vez.
Sus medias tenían bordados negros en los bordes, y a veces le dejaban marcas en la piel. Se sacó el suéter tejido, tan inapropiado para el clima del día. La blusa era negra y bonita, de no ser por un parche enorme de un ángel caricaturesco que le habían planchado en la espalda. El jean también tenía remiendos tapados con bordados de margaritas en los bolsillos y rodillas.
Lo único que se salvaba era la ropa interior, porque Diana le aseguró que picaba y le lastimaba. Hubiera odiado encontrarla de un día para otro con decorados de hilos, así que ella misma se encargaba de limpiarla.
Suspiró, dudando si lo que hacía era cruel para con su abuela o no. O si permitírselo, era ser cruel consigo misma. No lo sabía.
No era fácil tener un ser querido con problemas mentales. Si su abuela estaba tejiendo, remendando o decorando con hilos, todo estaba bien. Las medicinas la mantenían alejada de crisis, y desde hacía años que solamente necesitaba eso para estar tranquila; medicina y tener las manos ocupadas el noventa por ciento del tiempo.
Su trastorno obsesivo compulsivo la obligaba a buscar cosas que estuvieran en mal estado, o simplemente no tuvieran ningún adorno, para colocarles detalles de flores, ángeles, o cualquier cosa que se le ocurriera. Al menos, le sacaba provecho. Había un chico que le enviaba pedidos, y todas las semanas le llevaba material y el pago de los pedidos de la semana anterior.
Se miró en el espejo y se apartó el cabello con una coleta que tenía en la muñeca. Siempre la llevaba al colegio, pero no la utilizaba.
Su reflejo pre adolescente y de piel precoz había crecido en unas pocas semanas. Ahora, su frente tapaba el feo cuadro detrás de la puerta del baño, bueno, al menos la mitad. Hacía un tiempo eso no ocurría. No sabía cuándo había pasado, pero había pasado. Se miró, evaluando, curiosa, su cuerpo.
No le gustaba por el momento. Era pequeño, de manos largas y cuello delgado. Solamente le gustaban sus piernas, eran largas y parecían comenzar a tener una forma decente.
Decente. Su abuela amaba esa palabra.
Abrió el agua y preparó la bañera. Sacó una caja escondida en la segunda gaveta. Eran productos de higiene personal. Nada de ungüentos y preparados caseros. Eran su pequeño tesoro, había ahorrado meses para comprárselos, y estaba desesperada por comenzar a ver resultados.
Mientras se colocaba el primer paso, recordó lo que pensó al subirse al autobús. Sus amigas la trataban bien todo el tiempo, y hacían cosas buenas por ella, como defenderla de malas personas. ¿Por qué no podía tener ganas de estar con ellas todo el tiempo, como una persona normal?
No terminaba de entender por qué sentía la necesidad de estar sola.
O de estar en paz.
En el colegio era imposible estar sola y en paz al mismo tiempo. Si estaba acompañada, muchas veces era bueno, otras veces asfixiante. Se cansaba de las ideas tontas que Agustina tenía sobre el mundo, tan puras e inocentes, o de la visión problemática de Rita, o de la ignorancia de ambas sobre tantas cosas que ella consideraba geniales. Compartían el amor por el maquillaje, las novelas y el chisme. Pero Diana, aunque podía tener algún interés en algún chico, jamás se atrevería a siquiera comentárselo a sus amigas, no tenía sentido.
Le insistirían hasta matarla de vergüenza para hablar con él, armarse de valor, vestirse mejor, coquetearle y cualquier cosa así. Diana simplemente no se imaginaba cómo eso podría salir bien, y ellas no lo entenderían.
Se obligó a dejar de pensar en eso, y terminó todos los pasos del tratamiento. Se sentía relajada, que podía respirar. Cuando tocaron la puerta del baño. Sintió el corazón en su pecho estallar en violentos latidos.
—¡Dianita! No me avisaste que llegaste.
—¡Necesitaba ir al baño! Perdón abuela. Ya me metí a bañar.
—Está bien. Cuando salgas, me ayudas a arreglar la máquina de coser, que se me estropeó de nuevo.
—Sí.
Le tomó muchos minutos volver a relajarse. Apoyó la cabeza en el borde de la bañera, y miró al techo.
Le llegó un pensamiento que volvió a desconcentrarla de su paz: tenía que hablar con su abuela.
Ya no tenía cinco años, tenía trece. No quería ropa con parches. ¿El problema era el dinero? ¿ Podría trabajar para comprarse ropa nueva? ¿Su abuelo la dejaría?
¿Y una computadora para ella misma? ¿O una tablet? Tenían una computadora muy vieja con internet en el comedor, pero no parecía de ese siglo. ¿Y una tele para su cuarto? ¿Libros nuevos?
Quería algo que la hiciera sentir parte... de gente de su edad. No ropa que parecía de señora.
Quería poder salir a la calle sin pensar en cómo se veía o de qué nueva manera se reirían de ella. Tenía que admitir que no eran tantas veces, pero era común. Y cuando le pasaba le hacía sentir tan mal que deseaba era dormir para siempre. Y sabía que eso no era nada normal.
Solamente quería sentirse normal.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top