1. Diana
Al fin, vacaciones. La esperada libertad de hacer lo que quisieran, de visitar a sus amigos todos los días, jugar videojuegos en el arcade o en casa, esconderse a comprar cerveza o a fumar, o a besarse. Libertad de ir al cine, al parque, al centro comercial a pasear o a comer. En fin, libertad de socializar fuera de los pasillos y el horrible patio y el oloroso comedor. Libertad para todos los alumnos.
Pero no para Diana.
Le gustaba la escuela, le gustaba estar con sus dos amigas, la normalidad de levantarse temprano, hacer desayuno, tomar el almuerzo, ir a clases y salir todas las tardes a su clase de piano. Y los fines de semana estar en casa viendo películas con sus abuelos.
Fuera de esa normalidad, era un desastre.
—¡Sólo una vez, vamos a comer hamburguesas!
—Pero ya almorzamos...
Rita volteó los ojos y soltó de los hombros a su amiga, abrió la boca para decir algo, pero Agustina le retó con la mirada. Rita se encogió de hombros, y le dejó libre a Agustina para hacer su magia.
—Diana, nosotras te brindamos. Y te acompañamos a casa de regreso, mi papá nos puede buscar después. Puede ser un helado, o un pai de manzana. O pretzels, me gustan los pretzels con dulce de leche.
Diana miró a los lados, sin encontrar por dónde escaparse con palabras o de la mano de su amiga, que, dulce pero firme, quería compartir con ella la tarde.
—Bueno, está bien...
Rita movió los brazos en celebración, e imitó a un popular futbolista, lo que provocó la risa de un chico de su salón que caminaba tras ellas. Rita se volteó preparada para mostrarle el dedo cuando vio que no era una risa de burla, sino de complicidad. Le sonrió y le guiñó el ojo y sacudió el hombro de Diana.
—¿Ves? No es tan difícil. No puede ser tan tortuoso compartir un postre con tus amigas.
—No es eso...
—Si es por lo que creo, no estás tan mal. Es más, podemos comprarte algo si quieres. Hay una tienda que tiene ofertas en camisetas y las puedes personalizar allí mism...
Agustina miró a Rita con los ojos muy abiertos y enfurecidos. Diana se soltó del agarre de ambas.
—No puedo ir tarde a mi clase, lo siento.
Y se volteó, y se fue trotando a la parada de autobús.
Rita alzó la mano, pero Agustina la detuvo con un brazo delgado pero poderoso.
—Bien, Rita. Muy bien. Ahora no va a querer pasar el resto de vacaciones con nosotras.
—¡No es mi culpa que sea penosa!
—¡Es tu culpa que se fuera, no tenías que decir más nada! Literalmente tenías que caminar y no decir nada. Siempre tienes que abrir tu enorme bocota y hacerla sentir mal.
Diana las escuchaba. Obviamente, estaban gritando.
Se sentía fatal, y ya se veía fatal. Suspiró al llegarle ese pensamiento.
Odiaba los granos que le habían salido, y la rosácea que tenía en los brazos, empeorando cada vez más por ponerse suéter en momentos de calor. El cabello también le sofocaba, pero prefería que le tapase el rostro maltratado a que se notase. En casa podría estar tranquila, en shorts y camisetas y el cabello recogido. En la calle, tenía que conformarse con taparse y esperar que el desodorante cumpliera su función. No quería pasear en el centro comercial y que otros chicos de otras escuelas la miraran mal.
Ya era suficientemente malo.
No tendría ya clases de piano por mucho tiempo, pero ellas no lo sabían. Seguía siendo una excusa para huir.
El autobús llegó. Esperó que subiera un grupo de chicos, y cuando estaba por poner un pie dentro, la puerta se cerró en sus narices. El conductor no se dio cuenta, y arrancó.
Ahora debía esperar diez minutos o más para poder irse de allí. Suspiró, tamborileó el pie, esperando que sus amigas ya se hubieran ido y no la miraran. Pensó que ya sería incómodo, cuando pasó algo bastante peor.
Albert se acercaba a ella. Dios, cómo lo odiaba. Albert era un chico de su clase, engreído, burlón, grosero y... le hubiera gustado decir que era estúpido, pero no lo era. Miró alrededor, y notándose sola tuvo el impulso de irse. Pero no había otra parada cercana, y no sabía si él tomaba el mismo autobús, y luego podría conseguírselo de nuevo. Se tragó un quejido, y miró al frente.
—Hey, granos.
Ya era costumbre. Ella pareció inmutable, esperando el autobús con dignidad.
—Háblame cuando te hablo, granos.
—No estás hablando, estás escupiendo. No te me acerques, me das asco.
Diana sintió que los ojos se le comenzaron a empapar de lágrimas y quería, simplemente, morirse para no vivir ese momento. Aunque parte de la ira que había logrado soltar en palabras le consolaba. Era mejor sentir ira que dolor.
—¿Para qué me iba a acercar a ti, granos? Solo te estaba saludando.
Diana aspiró aire en silencio y lo soltó con fingida calma, esperando cualquier cosa. El empujón, el insulto, otra burla, lo que fuera. Con el rabillo del ojo estaba atenta a cualquier cosa. Seguramente no tendría la rapidez suficiente para defenderse, pero taparse con la mano o el bolso podría ayudarla a parar lo que fuera...
Antes de que Albert hiciera, un chico le puso la mano en el hombro. Era igual de rubio que Albert, bastante más alto, y con la ropa limpia.
—¿Así que ésta es la chica que fastidias todo el tiempo? No me puedo creer lo cobarde que eres ¿no te da vergüenza? No te puedes presentar como mi primo con ese tipo de actitudes.
A Diana se le hacía raro ver a Albert recibiendo un regaño de alguien que no fuera un profesor. Se contuvo una risita, y miró de reojo. El chico se le parecía, era como una versión de Albert normal.
—Yo no quiero que me presentes con nadie. Además, granos es amiga mía ¿No, granos?
Diana no pudo controlar su expresión, asqueada de que le siguiera hablando.
—Déjala tranquila. Eres un pequeño imbécil.
Albert se giró con los puños apretados, odiaba que le dijeran pequeño, enano o cualquier cosa que se le pareciera. Era de los chicos más bajitos del salón, y llamarlo así era asegurar una pelea.
—Si te portaras bien te presentaría a chicas lindas.
—Mentiroso. Ni siquiera conoces a nadie.
—¿Ah, no? ¿Y a esa chica de allí? ¿Crees que no podría presentártela?
Diana ni siquiera miró, solamente estaba agradecida de que ahora la atención de Albert no estuviera sobre ella.
—Estás loco, Nando. Ni en un millón de años... -se rió Albert. Pero se detuvo al ver que su primo se alejaba, cruzando la calle.
Al otro lado había tres chicas de último año. El chico las detuvo, las hizo reír, y una de ellas le anotó algo en la palma de la mano. Les hizo una reverencia antes de irse, haciéndolas reír de nuevo, y regresó junto a un boquiabierto Albert.
Diana no pudo evitar pensar que tenía que tener algo malo dentro de él, siendo familia de Albert. La sonrisa de satisfacción que tenía no le gustó mucho.
—Así cualquiera, siendo...
—¿Alto? -dijo, interrumpiéndolo. Diana apretó los labios para evitar reírse.
—No se conquista a las chicas siendo alto. ¿Qué piensas tú, chica?
Diana no se volteó mientras respondía.
—No ser un imbécil ayuda mucho.
—¡Tú no sabes nada, granos!
—Le vuelves a hablar así y te cuelgo del poste. Estas vacaciones tienes mucho que aprender, Albert. No sabes nada de la teoría, y por tener una pizca de práctica crees que ya lo sabes todo. Ni llegas a imaginarte lo poco que realmente sabes de todo, y de nada.
Ella se preguntaba de qué rayos estarían hablando ¿Clases de recuerdo? Por lo que recordaba Albert no las necesitaba, no era de los que tenían peores notas. Pero esperaba que fuera algo realmente aburrido. Algo odiable, inútil, que le hiciera sentir apenas una parte de lo que él la hizo sentir en todo el año.
El autobús llegó, y al poner un pie dentro, escuchó una voz despidiéndose de ella.
—Adiós.
—Ah, adiós. -respondió, desprevenida.
Se volteó al pagar el pasaje, y vio a ambos en la parada. Albert le desvió la mirada, y el otro chico se despidió con la mano y una sonrisa. Le golpeó a Albert en la nuca con la palma de la mano, y ella finalmente pudo reír sin contenerse.
Le respondió el gesto con la mano, pensando que era lo más lindo que había hecho un chico por ella en mucho tiempo.
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Levemente editado.
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