El regreso de un huracán
~Capítulo 2~
{Isabella}
El tiempo pasó más rápido de lo que esperé y cumplí un año desde que salí de mi país.
—Tómalo como un año sabático, cariño.
Sugirió mi padre en su momento y me mantuvo viajando.
Conocí Italia, Inglaterra, Francia, España y muchos otros países, todos de Europa; mis compañeros de viaje fueron personas que papá ponía para que me cuidaran y en uno que otro, él se unió a mí. Tal vez mi padre no me dedicaba el tiempo que yo requería, pero me daba lo que podía, lo mejor de su versión después de perder a mi madre. Siempre me decía que evitaba estar cerca de mí para mi protección, aunque nunca me daba más explicaciones de las que quería.
Con Elliot solo tuve contacto por teléfono y en los últimos meses ni eso. Desde que salí de California supuse que nada sería como lo planeamos, pero vivirlo era peor. Papá me explicó que mi novio seguía al pendiente de mí y si no sabía nada de él, fue porque consideraron mejor así para mi seguridad.
—Señorita, mañana viajaremos hacia Tokio —informó Ella, mi guardaespaldas en Austria, que era donde me encontraba.
Mis orbes casi se desorbitaron de mis cuencas cuando escuché tal cosa.
—Es una broma, ¿cierto? —Ella negó un poco apenada— Llama a papá, necesito hablar con él —pedí más fuerte de lo que pretendía.
Me estaba hospedando en un hotel de lo más chulo, era casi de ensueño y Austria fue uno de los pocos países que disfruté de verdad; llevaba dos semanas ahí, mismas en las que todos los que cuidaban de mí actuaban raro. Por órdenes de papá se deshicieron de mi móvil y solo me pude comunicar con él por medio de ellos. ¡Joder! Ni siquiera me dejaban usar el internet y si mi padre pretendía que disfrutara de mi año sabático, la estaba cagando.
Nada era igual sin redes sociales, salidas con amigos, tardes con mi novio. ¡Mierda! Extrañaba hasta los complicados ejercicios de matemáticas o la aburrida clase de historia en mi colegio pijo.
«¡Uf! Y de los deliciosos juegos con Elliot ni hablar».
Me sonrojé al pensar en eso.
—No puedo, señorita. La comunicación con él estará suspendida hasta nuevo aviso —Abrí la boca con sorpresa, sin poder creer que de verdad dijera eso—. Le aconsejo que haga sus maletas porque saldremos antes de que salga el sol.
—¡Ni siquiera he aprendido a hablar bien el japonés! —grité cuando la vi irse.
Imagino que papá desde un principio tuvo planes de enviarme a Tokio, ya que tenía siempre conmigo a una maestra de lengua japonesa —aparte de la maestra privada que me ayudó a continuar mis estudios básicos—, a un instructor de artes marciales y a un experto en armas. Al principio creí que lo hacía para que no me aburriera y pasara muy ocupada en los viajes, pero sabiendo mi destino, intuí que todo fue planeado.
«¿Y si en verdad nos preparaba para algo?».
Era posible.
Mas en ese momento la rabia por no entender nada de lo que sucedía a mi alrededor, no me dejaba ver más allá de mi nariz.
—Todo sería diferente si estuvieras aquí, mamita —susurré viendo al cielo a través de la ventana.
Mi corazón seguía reconstruyéndose después de su pérdida, todavía dolía, deseaba haber hecho todos esos viajes con ella a mi lado, mas nada de lo que hacía era por placer; más bien fue un escape, papá tenía miedo de que sus enemigos me encontraran y esa era la razón de entrenar y aprender a defenderme por mi propia voluntad. Y sí, era consciente de que si un día esos mal nacidos me encontraban, no se las pondría fácil.
____****____
Un año y medio después estaba instalada por completo en Tokio, tras seis meses de viajes por Europa por fin había una ciudad a la que podía ver cómo hogar temporal.
Retomé mis estudios de bachillerato ahí y me uní a una academia de artes marciales en las que pasaba la mayor parte del tiempo, mi maestro Baek Cho se convirtió en mi segundo padre —en realidad, él hacía mejor su papel que mi propio progenitor— y su hija Lee-Ang Cho, en mi mejor amiga y hermana. Elliot por fin cumplió su promesa y viajó para pasar conmigo todas las vacaciones de verano, papá se nos unió unos días y estoy segura de que después de lo de mi madre, esa fue la primera vez que me sentí en familia y feliz.
—Estás muy diferente, más guapo —dije a Elliot cuando estuvimos en mi habitación aquel verano.
Había perdido por completo su imagen de adolescente, en esos momentos ya lucía como un chico de diecinueve años. Su cuerpo tenía más músculos y ya debía afeitarse todos los días.
—Tú igual, estás más hermosa y me gusta la forma que han tomado tus nalgas —Me sonrojé cuando señaló eso—. Esos jeans que usas me hacen imposible no dejar pegada mi mirada en tu culo, creo que hasta tu padre lo notó ya que me dio un golpe en la cabeza mientras te veía subir los escalones.
—¡Madre mía, Elliot! —exclamé avergonzada y lo hice reír a carcajadas.
Y no se equivocó, papá notó tanto su mirada en mi culo, que hasta terminó hablando conmigo esa noche.
«Una conversación demasiado incómoda».
¡Joder! Más que demasiado.
Decirle que seguía siendo virgen —ya que, si bien mi relación con Elliot no era del todo inocente, todavía no dábamos ese gran paso— fue más fácil para mí que sus consejos sobre métodos anticonceptivos.
Elliot pasó conmigo todo el mes de agosto, papá en cambio estuvo con nosotros durante tres semanas; me despedí de ellos a principios de septiembre y con tristeza continué con mi vida, las cosas estaban más relajadas y mi padre ya no demostraba el miedo de antes; sentía que todo estaba volviendo a su cauce y una noche me vi suplicándole para que me dejara volver a California, solo obtuve un «ya veremos» de su parte y eso me dio un poco de esperanza.
Al mes siguiente —justo cuando cumplía el año y medio viviendo en Tokio— me dio la noticia más esperada de mi vida: me dejaría volver. Pero no fue tan bueno como imaginé ya que si bien volvería a Estados Unidos, no lo haría a mi ciudad natal. No tuve de otra más que aceptar, puesto que esa fue su única condición y me moría de ganas por volver a estar en mi país.
Aunque para que el tan ansiado día llegara, tuve que esperar dos meses y medio más. Papá quería preparar bien todo, antes de que pusiera un pie en mi nueva ciudad: Richmond, Virginia.
Estaría alejada de él y Elliot por un poco más de cuatro mil doscientos veintidós kilómetros, pero peor era la distancia entre Estados Unidos y Japón.
«Ese era un enorme y buen punto».
Concordó mi conciencia.
Justo una semana después de que se cumplieran dos años de la muerte de mi madre, me encontraba en el aeropuerto de Tokio; enero sin duda se convirtió en el peor mes del año para mí y mi luto seguía casi intacto. El color negro se volvió parte de mi guardarropa tras aquel fatídico día y mi actitud alegre y espontanea, era como una versión borrosa de la antigua Isabella.
Pero no era para menos, aquella muerte tan horrible que recibió mi mayor ejemplo de vida, me marcó la maldita existencia, me cambió desde la punta de los pies hasta el último cabello en mi cabeza y jamás lo olvidaría.
Volvería siendo una Isabella diferente, una chica que no se dejaría joder tan fácil de nadie.
«Lucharíamos hasta la muerte».
Y estaba de acuerdo con mi conciencia.
Viajaría desde Tokio y haría escala en diferentes países hasta llegar a Richmond, Virginia. El viaje sería largo, pero estaba emocionada por volver, por retomar mi vida y tratar de iniciar de nuevo, intentando olvidar un poco el dolor o por lo menos saberlo llevar y aprender de él.
Lee-Ang y las chicas con las que estuve todo el tiempo en Tokio, se encargaron de hacerme una bonita despedida un día antes, mis compañeras de la academia de artes marciales se convirtieron en parte de mi familia y estaba segura de que las extrañaría mucho.
—Te extrañaré mucho, Chica Americana —dijo Lee-Ang con su acento asiático bien marcado, antes de salir de mi apartamento el día de mi viaje.
«Chica Americana», fue el apodo con el que fui bautizada por su padre.
—Y yo a ti, gracias por todo —repuse sincera y luego nos dimos un abrazo de despedida.
Mi maestro me esperaba en su coche y durante todo el viaje hasta el aeropuerto, se dedicó a aconsejarme y agradecía de corazón todo lo que hizo por mí.
«Agradecías todas las veces que hizo que te patearan el trasero».
Pues sí, de ello aprendí mucho.
«¡Puf! Me diste mucha pena en esos momentos».
Sonreí inconsciente ante las locuras que me susurraba mi loca conciencia. Sufrí mucho, el aprendizaje no fue fácil, pero estaba muy orgullosa de todo lo que logré.
—Bien, Chica Americana, aquí termina el recorrido de uno de los tantos viajes que te tocará hacer en la vida —habló el maestro Cho, cuando el llamado para abordar el avión fue hecho.
—No soy buena para las despedidas, así que le pido de favor que no lo haga —pedí con un raro gesto entre risa y llanto. Él sonrió al verme.
«Si sabías que se estaba burlando de ti ¿cierto?»
Ignoré tal locura.
—No me voy a despedir porque esta no será la última vez que nos veamos —aseguró. El último llamado para abordar mi avión llegó—. Vive tu vida a plenitud y aprovecha las oportunidades que la vida te da, y no olvides que el aprendizaje es un tesoro...
—Que seguirá a su dueño a todas partes —terminé por él, el lema de su academia. Las palabras con las cuales nos formó a mis compañeras y a mí.
Sonrió satisfecho al oírme.
Le di un corto abrazo y tras eso me marché hacia el avión, los nervios se hicieron presentes de nuevo y de corazón deseaba que la decisión que tomé de volver, me marcara para bien en mi vida.
«¡Y que al fin llegara un buen revolcón con Elliot!»
Pensar en las palabras de mi subconsciente, me puso peor de los nervios y con ellos como mis compañeros, inicié mi larga travesía, mi regreso a mi país y a un nuevo hogar.
El viaje fue más largo de lo que esperaba, pero lo terminé por fin y respiré profundo cuando ya me encontraba en mi nueva casa, desde que la vi me encantó tanto por fuera como por dentro y me sorprendió mucho que mi padre escogiera una casa común y de un solo nivel; tenía cuatro recámaras con su propio baño, a parte estaba la sala, comedor, cocina, jardín trasero y cobertizo al frente.
No era para nada como las ostentosas mansiones a las que estaba acostumbrada, aunque tampoco dejaba de tener sus lujos. Papá era así y no lo criticaba, es lógico que trabajando duro como lo hacía, se diera sus gustos en todo lo que quería y cuando le pregunté el por qué cambió las mansiones, me dio una razón que no me agradó mucho: no quería que sus enemigos dieran conmigo y según sus palabras y pensamiento, «no había nada mejor, que pasar desapercibida en una casa normal». Nadie se imaginaría nunca que podría encontrar a la hija del empresario más importante en el rubro de la construcción, lejos de la vida de lujos y sin estar rodeada de guardaespaldas.
«Eso era lo que él creía».
Y lo que yo esperaba.
Mi padre había ido por mí al aeropuerto y durante una semana me acompañó en mi nueva vida, esos días junto a él fueron los mejores después de nuestra estancia pasada en Tokio, intentamos recuperar un poco el tiempo perdido y de disfrutarnos como padre e hija. Me acompañó a la Universidad de Richmond para inscribirme en un curso de fotografía, puesto que no quise tomar una carrera completa en ese momento. Tras hacer eso conocimos un poco la ciudad.
No era en nada comparada a Newport Beach, carecía de lujos, pero sí se notaba que era más tranquila y se respiraba mejor aire al estar rodeada de árboles y algunos bosques densos. Por desgracia, el día en que mi padre tenía que marcharse llegó y la despedida fue inevitable.
«Cuanto extrañaba a mamá».
Suspiré con nostalgia ante aquel pensamiento.
Lo único que me mantuvo un tanto emocionada y que logró que olvidara mi tristeza, fue que el inicio de clases sería al día siguiente de que él se marchara. Así que, luego de ir a dejarlo al aeropuerto me dispuse a irme a la cama temprano, después de escoger la ropa que usaría en mi primer día. Desde hacía tiempo que no me sentía como en esos momentos, al fin volvía a ser como una chica de mi edad, una de casi dieciocho años queriendo comerse al mundo en una sola noche.
«Pero cuando tenías a tu mundo frente a ti, no te lo comías».
Elliot llegó a mi cabeza en esos instantes.
Como era costumbre desde que me visitó en Tokio, cada noche me comunicaba con él así fuese llamándolo o por mensajes de texto. Para los dos era muy difícil mantener una relación a distancia, aunque hasta ese momento lo estábamos logrando.
—Pronto cumplirás dieciocho años, nena y quiero estar ahí contigo —dijo el dueño de mi mundo recordándome la fecha que se aproximaba.
Todavía faltaban tres meses para eso, pero supongo que ya era bueno recordarlo.
—Yo también lo deseo, cariño. Serás mi mejor regalo —expresé sincera y con emoción.
«¡Eeww! Cursilería nivel: ataque de diabetes aproximándose».
Me reí al escuchar tal susurro interior, pues aceptaba que con Elliot se me salía lo de reina de algodón de azúcar.
—Te amo, Isa. No lo olvides nunca —pidió haciendo que mi corazón se acelerara ante sus palabras.
—Yo igual y lo sabes —le recordé un poco cansada y no de él, sino de todo lo que hice en el día—. Cariño, tengo que dejarte, las clases comienzan mañana y quiero intentar dormir un rato —Un bostezo se me escapó sin pretenderlo.
—Ojalá puedas. Linda noche, nena, besos —deseó y se despidió.
Después de terminar la llamada me quedé un rato dando vueltas en la cama, pensando y recordando cuando mamá estaba viva y su forma tan peculiar de despertarme siempre que cumplía años, no pude evitar derramar unas cuantas lágrimas, la extrañaba mucho y sabía que jamás podría sobreponerme a su pérdida.
Pero intentaría vivir lo mejor que pudiera ya que, estaba segura de que eso era algo que ella hubiese querido de mí.
____****____
La alarma sonó a las seis y treinta de la mañana. Típico que después de no poder dormir, la hora de despertarse llegara como si nada.
Saqué la mano de debajo de las sábanas y a tientas llegué hasta mi móvil. ¡Era oficial! Por mucho que amara una canción, si la ponía de tono de alarma, no cambiaría el resultado. Odiaba ese estúpido sonido y odiaría la canción si no la cambiaba pronto.
Tras apagar el molesto sonido, salí de la cama con todo el cabello revuelto y me fui a tomar una ducha; tardé media hora en ello sin contar el tiempo que me tomé en cepillarme y hacer todas mis necesidades. Salí del baño y el corazón me martilleaba el pecho como si estuviese a punto de reunirme con Elliot; tal vez esa era la reacción normal en una chica de mi edad a punto de iniciar una nueva etapa en su vida.
La ropa que escogí para usar ese día incluía el color negro, pues todavía no me sentía capaz de dejar de usarlo; al estar casi lista fui hasta la cocina y después de saludar a Charlotte, desayuné un poco de lo que preparó para mí.
—¿Nerviosa? —cuestionó al verme comer con impaciencia.
No había notado que movía las piernas como si tuviese unas ganas tremendas de ir al baño y por ratos dejaba la mirada fija en un solo punto, aunque ida por completo.
—Mucho —hablé con la verdad, me era fácil ser sincera con ella—, no sé si es como debo de estar en realidad ya que ni cuando inicié mis clases en la escuela de Tokio me sentí así. Y esto que allí debía hablar un idioma diferente y usar uniforme con zapatos raros —Charlotte sonrió divertida al oírme.
—Es normal, cariño. Comenzarás una nueva vida otra vez —soltó con ironía y me reí—, pero esta vez estás donde debes, tu destino era aquí desde un principio —Noté un poco de malicia en su voz y la miré con el ceño fruncido.
—¿A qué te refieres?
—A nada —respondió de inmediato—. No me hagas caso, creo que a mí también me está afectando el cambio. Mejor apresúrate porque se te hace tarde —Miré el reloj en mi móvil cuando señaló eso.
Corrí al baño para cepillarme y me apliqué un poco de labial rosa al terminar, cogí mi bolso con todas mis cosas dentro y me despedí de Charlotte, la escuché gritar un «¡Vas hermosa!» cuando salí por la puerta principal y le respondí con «Gracias».
Llegar tarde al primer día de clases no era de buen augurio.
«Cierto, debías apresurarte».
Di gracias al cielo porque papá se preocupó por dejarme un medio de transporte, esa vez escogió un Honda Fit del año en color naranja, no era de mi gusto, pero igual, coche era coche y jamás fui de las que le daba importancia a eso. Conduje quince minutos hasta llegar a la universidad, tenía el tiempo suficiente para buscar el salón donde tendría las clases y me sentí feliz al encontrar pronto un estacionamiento libre cerca de la entrada principal.
Aunque justo cuando me disponía a meterme de retroceso entre el espacio libre, otro coche se me adelantó ganándome de inmediato el lugar.
—¡Me estás jodiendo! —grité e hice sonar el claxon con brusquedad.
«Esa era una falta de educación tremenda».
El coche era un Aston Martin deportivo en color negro, no sabía mucho de autos, pero ese era uno de los favoritos de papá y lo reconocía hasta en la sopa; tenía los vidrios tintados y no me dejaba ver el interior. Sin embargo, el piloto respondió sonándome su claxon tres veces y sin pensarlo le saqué el dedo medio viendo por el retrovisor y luego salí pitada de ahí a buscar otro estacionamiento libre.
—¡Imbécil! —mascullé, fuese mujer u hombre.
No debía dejarme ir por las primeras impresiones, pero ese primer día no estaba saliendo como lo planeé la noche anterior.
«Solo esperaba que el resto del día mejorara».
También yo, compañera. También yo.
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