Capítulo 9
Volví al templo el siguiente domingo, y como era de esperarse, los recuerdos de mi relación pasada me atacaron sin piedad. Lo peor de todo era encontrarme a Michelle en la iglesia, ahora acompañada con su novio. Quizás me vio. No noté su reacción. Yo no pude sostener mi mirada en ella. Tenía que ver hacia otros lugares, incluso ver a Foamy me era insostenible. La consideraba culpable de lo que me estaba pasando. Mi mascota volvió a experimentar mi bipolaridad. Fueron los momentos más difíciles que viví con ella.
La siguiente semana que fui a misa traté de ser más optimista. Pensé que, si Michelle tenía algo de afecto aun por mí, no iría a la iglesia a esa misma hora, o decidiría acudir a otro templo. En todo caso si alguien debía cambiar de lugar, era ella. Yo tenía más derecho de ir a ese templo en particular, pues estaba más cerca de mi casa. Pero siendo francos, ella iba más, seguro le era difícil dejar la parroquia que la había acogido desde mucho antes. Al volver me di cuenta que ella seguiría yendo, por lo que esto se volvió un combate de egos, típico entre dos personas que han sido novios.
Foamy empezó a acaparar mi atención. Ella no tenía uso de razón, pero parecía sentirse bien en la iglesia. Desde que llegábamos se echaba en el piso, miraba hacia todos lados, como para ver a los presentes. Quizás corroboraba que el número de fieles fuera el mismo que el domingo anterior. Luego, más tranquila, se dormía. Se despertaba cuando el ruido de las bancas, que denotaba el movimiento de las personas hacia la salida, confirmaba que la misa había terminado. La perrita me dirigía una mirada de satisfacción, como para darme las gracias por acompañarla, y luego invitarme a marcharnos.
Poco a poco, y como por un efecto mágico, la presencia de Michelle en la iglesia dejó de molestarme. Aceptar las cosas, como decía doña Sandra, se había convertido en el siguiente paso de mi terapia. Muy pronto llegué a comprender que Foamy tenía un propósito en mi vida: su fecha de nacimiento, su nombre, su forma de ser, el traerme a la iglesia; todo lo que ella evocaba en mí sobre Michelle, me confirmaban que quizás la voluntad de Dios era que sanara mis rencores y mis deseos de venganza. La próxima vez en la Iglesia hice una oración. Le pedí a Dios que me ayudara a perdonar a Michelle.
El primer fruto de aquella oración fue volver a tener la empatía que ya había logrado con mi mascota. Jugaba con ella al volver a casa, y como en el trayecto caminábamos por un campo pastoso y verdoso, decidí invertir allí más minutos. Compré un disco y disfrutamos buenos ratos, donde me reía hasta el cansancio. Se volvió una experta capturadora de discos. Foamy era mi mejor amiga, ella no merecía mis rechazos. Nuestra unión debía fortalecerse. Pero volví a enfrentar momentos inesperados, no contemplados en el plan. Era mi miedo de que Foamy fuera una hembra.
En uno de aquellos regresos noté que muchos perros aparecieron de pronto, y Foamy asustada, se me metía entre las piernas, intentando protegerse. La gente me observaba, y me sentía juzgado. Los animales a mi alrededor hacían que pareciera un cuidador de perros. Foamy estaba en su primer celo, y yo no sabía como manejarlo. En cuanto llegué a casa hice lo primero que vino a mi mente. Por primera vez en su vida Foamy pasó el tiempo atada a una correa. Llamé, desesperado y confundido, a doña Fátima, la amiga de mi madre, para que me ayudara. Imaginé que ella sabría darme un consejo, pero muy poco fue lo que me dijo.
Días después apareció Héctor, su hijo, en mi casa. Traía con él a un amigo. Se trataba de un perro.
—¿Cómo estás Uriel? Mi madre me contó lo de Foamy. Traje un buen pretendiente para ella. Su nombre es Tonky.
—¿Y ese perro de quién es? —pregunté, confundido.
—Es mío, por supuesto. Un poco mayor que tu cachorra. A mi madre le pareció una buena idea lo de tener un perro para superar lo que tú ya sabes. Lo encontré a la disposición ya grandecito.
Héctor también había buscado la misma terapia que yo. Y ahora la idea era que las terapias produjeran "terapitas". Eso me hizo acordarme de lo que una vez le dije a Michelle sobre la invasión masiva de animales en un hogar. Yo no tenía planeado que Foamy tuviera hijos. Por esa razón quería un macho. Con un solo perro bastaba.
—Supongo que, viniendo de donde vienes con este perro, no puedo negarme, ¿verdad? —dije, sin siquiera saber lo que decía.
—Tarde o temprano iba a pasar, Uriel, deja que se conozcan. Si ella lo acepta pues pasará. Si no lo acepta, pues todo seguirá igual. Yo te dejaré lo que necesitas para alimentarlo.
—Pero Héctor, mi madre no tolera a los perros...
—Descuida —interrumpió él —. Mi madre ya se encargó de eso. La persuadió para que no se opusiera. Los cachorros nos los llevamos nosotros, si aceptas. Mi madre quiere venderlos, parte del dinero sería para doña Sonia.
—Nada de venderlos —espeté. No pedí a Foamy para hacer negocios con ella. Tonky se quedará, pero si nacen perros seré yo quien decida qué hacer con ellos.
—No te preocupes. Por mi parte estoy bien con Tonky, solo quiero que se haga "mayor". Tú sabes a lo que me refiero. Mi madre comprenderá la decisión.
Con esa afirmación Héctor dio por concluida la plática, me dejó a Tonky, y se despidió de mí, asegurando que se iría lo más pronto a su casa. Yo llevé al pretendiente al patio, y a Foamy la idea no le pareció. Un par de gruñidos fueron suficientes para intimidar al perrito recién llegado. Se notaba que un perro novato no tiene lo necesario para realizar conquistas, menos con mi Foamy.
Dudé por un momento, sobre si dejar las cosas así y ser respetuoso con el protocolo o aportar un poco a la causa. No sé por qué me dirigí a mi perrita y le dije las siguientes palabras: "Vamos Foamy, dale una oportunidad a Tonky. Si no es con él, que no sea con nadie más". Sus ojos negros e inmensos se perdieron por un instante, y cierta culpa se asomó en su semblante. No sé cómo explicarlo, pero sentí que mi mascota me ocultaba algo. Los días empezaron a gastarse como el suelo se gasta producto de la erosión. Los ladridos de Foamy y sus arranques de furia protegían su espacio, alejando a Tonky cada vez que éste se le acercaba, pero un día desperté y el silencio me pareció incómodo. Fui al patio y los perros no estaban. Foamy se había escapado y Tonky había ido con ella. Pero había sido tan preciso en el momento de ir a buscarla, que justo cuando supe de su fuga, escuché el escándalo causado por perros peleando.
Salí corriendo a la calle para buscar el lugar de los hechos, y la escena que vieron mis ojos nunca se pudo borrar de mi mente. La culpa aquella que Foamy me había desvelado con su mirada se veía ahora descubierta por completo. El perro que estaba con ella y que había logrado conquistarla era un perro mucho más grande, viejo, amarillo y feo. Con mis amigos solíamos hablar de esos perros vagabundos como perros "machines" porque no eran de raza. Si algo le reproché con todas mis fuerzas a Foamy, mas aun que sus detalles que me evocaban a Michelle, fue aquel mal gusto. Me sentí desafortunado. Creí que como su dueño había fracasado. Una mano se posó en mi hombro. Aquel gesto familiar me hizo entrar en sí.
—Parece que nuestra Foamy ha elegido a su novio. Y mira que gustos tiene. Tan parecidos a los de su dueño —afirmó mi abuelo, queriendo hacer chiste de lo que veía.
—No estoy para bromas abuelo. Ni siquiera conocía a ese perro.
—Yo sí —dijo —. Algunas veces jugó con Foamy mientras pasábamos por el campo después de asistir a misa.
Quise entender a Foamy. Lo que me contaba mi abuelo aportaba algo a la causa. Quizás ese fue el primer perro al que mi mascota le tomó cariño. No sé mucho del tema, pero adivino que cuando un cachorro se encuentra por primera vez con un similar, y en ellos se produce empatía, automáticamente se crea un lazo imposible de romper. Pero por mucho que tratara de amortiguar la impresión que la imagen me causaba, la sensación de decepción no se apartaba de mí. Además, me era la escena demasiado repugnante.
Sentía rabia. Vi los perros que descontrolados intentaban arrebatar al conquistador no deseado. Parecían faltarme al respeto. Reaccioné cuando mi madre salió con un balde lleno de agua caliente. Mi abuelo la detuvo, evitando así que lastimara a nuestra mascota. Tomó el balde y se encargó de lanzar el agua al suelo sin lastimar a ninguno, pero corriéndolos a todos. Foamy por su parte buscaba mi mirada, y cuando por fin la encontró pude ver sus ojos brillantes, humedecidos. Algo en ella me mostraba un profundo remordimiento. Fue como escucharla decir: "Perdón. Te he quedado mal esta vez". En mi oración pedía a Dios la capacidad de perdonar a Michelle. Antes tenía que pasar por el proceso de perdonar a mi mascota, que por primera vez, con sus actitudes, me había lastimado.
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