Capítulo 8
Cada domingo era Foamy quien se encargaba de levantarme. No era una tarea difícil para ella subir hasta mi dormitorio. A mis padres nunca llegó a agradarles aquel animalito, pero después de ver a mi abuelo cuidando de él en mi ausencia, se habían resignado a su libre movilización por cada rincón de la casa.
Pero a la motivación de verme y alegrarse con la noticia de que yo seguía vivo, se unió otra razón para querer despertarme. Lo que pasaba era que yo me levantaba muy tarde, considerando aquel sueño sagrado, y que por ello desayunaba después de las diez. Como el almuerzo era un poco después de las doce, no me convenía comer mucho, para poder disfrutar de los manjares que preparaba mi madre. Entonces yo comía por las mañanas pan, con café, por supuesto. Un detalle importante que debo aclarar es que a mis padres no les gustaba el café, por lo que nunca había disponible. Compraba mis propios sobres de café instantáneo, y lo preparaba yo mismo. Tomaba todas las mañanas mi taza favorita, una negra sublimada, la lavaba con sumo cuidado y luego vertía agua en ella hasta llenarla. Esa cantidad de agua que alcanzaba en la taza era la que ponía a calentar. Tomaba aquella medida pensando en la rapidez de mis procedimientos. Mientras el agua calentaba, echaba en la taza el café, el azúcar y en ocasiones un poco de leche en polvo, dependiendo del pan que me iba a comer. Si era pan dulce lo hacía sin leche, si era pan simple con margarina y mayonesa, añadía la leche. Luego batía constantemente agregando unas gotitas de agua, para que se hiciera una mezcla viscosa, muy parecida a la melcocha. Dejaba de batir cuando el sonido peculiar de la cocina me indicaba que el agua estaba lo suficientemente caliente. Vertía el agua poco a poco y seguía batiendo, con lo que lograba que una espuma blanquecina se desbordara. La espuma se elevaba mientras la taza cambiaba de color, dejando ver un dibujito de Coraje, el perro cobarde. La había pedido así cuando la compré porque Coraje era el único animal doméstico que me había agradado en mi niñez. Tomar en aquella taza era un acto casi religioso. Ese café tan espumoso como el pelaje de mi perrita era especial, no solo por ser una vez a la semana, sino también por representar un vínculo más con Foamy.
La ocasión en que me vio tomar café en casa de Mérida, día en que descubrió lo primero que me gustaba, quizás notó el placer que me causaba. Pero cuando se dio cuenta que hacer café significaba que había pan, Foamy también amó el café, aunque ella no tomara. Se ponía desbordante de alegría desde que me veía coger la taza, y su alegría solo iba en aumento con cada actividad que hacía. Era chistoso ver como daba saltos de emoción cuando batía la mezcla en mi taza. Ella no veía el pan, pero ya lo imaginaba. Lógicamente que cuando terminaba de desayunar, compartía con ella lo que quedaba. En ocasiones se lo daba mientras comía, por lo que fui el culpable de que ella se pusiera cerca de la mesa cada vez que alguien la usaba.
Pero fue precisamente eso lo que me hizo darme cuenta de que ella no estaba en casa. ¿Cómo era posible que no estuviera aquel día, que no me hubiera despertado? Cuando me dispuse a ver la hora eran ya casi las once de la mañana y al notar su ausencia, salí desesperado a buscarla en cada rincón del patio y de la casa. Temía primero que estuviera enferma, y luego que se hubiese escapado. Al no encontrarla dentro y descartar la primera opción, pensé en que las posibilidades de que ella se fuera estando yo en casa eran mínimas, debido al apego que me tenía. Puesto que solo quedaba una solución, fui a buscar al abuelo, pero tampoco lo encontré. Cuando pregunté por él a mis padres supe lo que estaba pasando:
—Buenos días Uriel —saludó mi padre —. Al parecer tu abuelo ha resuelto sus problemas, está volviendo a salir a las calles, sin temor alguno.
—¿Salir a las calles? ¿Dónde puede estar a esta hora? —indagué.
—Se fue a misa —intervino mi madre.
—¿Y Foamy se fue con él? —pregunté, tratando de llegar al punto.
—Hasta tu perra es más espiritual que tú, Uriel, ella va a misa y tú no. Al menos nosotros estamos descansando de ella —contestó mi madre, con su típica ironía al hablar.
"¿Acaso mi abuelo le habrá ofrecido un pan para llevársela?" fue la pregunta que me hice en mi interior, mientras seguía desconcertado, incrédulo. Admito que sentí celos de que Foamy estuviera apegándose a don Aparicio. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que la quería.
Pasaron los meses y Foamy siguió yendo a misa con el abuelo cada domingo, y empecé a sentirme solo cada vez que hacía mi café. No tardé mucho en decidir levantarme más temprano, para ver si prefería quedarse conmigo si me veía despierto. Pero eso no pasó. Tuve que conformarme con adelantar la hora del desayuno y dejarla ir a la Iglesia habiendo comido su pan.
En una ocasión mi abuelo me dijo: «Algún día tendrás que ser tú quien la lleve». Aunque no le hice caso, la afirmación siguió viviendo en mi mente, debilitada por mi egocentrismo y por mi repulsión hacia todo aquello que me evocara el recuerdo de Michelle. Era demasiado pensar que por mi mascota tuviera que enfrentar todo eso. Con la esperanza de que sus palabras morirían, traté de ser indiferente a lo que sucedía, hasta que lo que sucedió fue malo.
Un domingo Foamy volvió a casa sin mi abuelo. La vimos actuar como nunca antes lo había hecho, y no ver a don Aparicio hizo que se encendieran las alarmas. La perra empezó a morder mi pantalón, halándome, como queriendo llevarme hacia algún lugar. Entendimos que nos quería conducir a donde estaba el abuelo. Dejamos que nos guiara y la seguimos, hasta que encontramos al señor en un callejón, tirado en el suelo, golpeado. Cuando volví a ver a Foamy noté que ella tenía una herida. Seguramente había intentado defenderlo. A don Aparicio lo habían asaltado.
Después de que el abuelo se curó de todos los golpes, decidió firmemente no volver a salir. Al parecer los culpables eran los mismos que una vez se encargaron de quemar su casa. En la familia se seguía conjeturando que las razones de aquella enemistad eran políticas. Después de que don Aparicio ya estaba recuperado, pensé que todo lo malo traía algo bueno en la maleta, y aquello que imaginé bueno era que volvería a levantarme tarde los domingos y cuando lo hiciera Foamy iba a estar de nuevo ahí, lamiendo mi rostro con su tersa lengua. Pero al domingo siguiente tampoco estaba. Inmediatamente me fui a buscar al abuelo a su cuarto. Él no había salido.
—Pensé que estaba contigo —dijo —. No la he visto.
Me alisté lo más rápido que pude para salir a buscarla. No me había percatado de la hora, pues aquel día confiaba en que volvería a levantarme tarde y quien me levantaría iba a ser Foamy. Eran más de las once. Cuando atravesé la puerta de la casa, saliendo de la misma, a la distancia pude ver un bultito blanco que corría y saltaba alrededor de una señora. Reconocí a mi mascota. Me puse en mitad de la calle y grité su nombre. La cachorrita salió corriendo hacia mi encuentro, y ladraba emocionada. Me parecieron eternos los segundos que pasaron, pero cuando la tuve en mis brazos sentí un enternecimiento indescriptible. Perderla por minutos era algo a lo que no me había acostumbrado. Ella saltó sobre mí y no paró de pasar su lengua por mi rostro. Unos minutos después me habló la señora con quien Foamy venía, que se había acercado ya lo suficiente para hacerlo:
—Perdona Uriel. No me percaté de que la perrita me seguía hasta ya muy adelante en el camino. La cuidé por ti y por tu abuelo.
La señora que me hablaba era la madre de Bryan. Su nombre era Sandra. Por concentrarme en la perrita no la había reconocido. Pero aun conociendo a esta señora tan bien, me seguía siendo un misterio el hecho de que Foamy estuviera con ella.
—Buenos días, doña Sandra. Le agradezco que la cuidara. Sin embargo, me parece inexplicable que Foamy se fuera con usted.
—Pero tiene explicación, hijo. Al menos eso creo. Creo que a tu cachorrita le gusta mucho ir a misa.
Volver a escuchar aquello me producía una sensación difícil de explicar. Era agridulce, pero de pronto muy amargo. Michelle empezaba con M. Misa empezaba con M. No me agradaban aquellas coincidencias. El lector conoce ya de lo que le estoy hablando.
—¿Y cómo es que Foamy podía saber que usted se dirigía a la Iglesia? —indagué, incrédulo y consternado.
—Bueno, ella iba con tu abuelo antes—contestó, y prosiguió con palabras que me dejarían meditando—. Todas las veces que fue me vio por allá. Supongo que ella intuyó que hacia allá me dirigía. ¿Sabes, Uriel? No todas las cosas en esta vida se entienden. Yo tampoco me explico como es que recuerda haberme visto en misa tantas veces. Pero no todo hay que entenderlo. A veces basta con aceptarlo. Creo que debes considerar tu regreso al templo cada domingo. Así no tendrás que temer porque tu perrita se pierda.
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