Capítulo 7

Volví a relacionarme con Hamilton un día antes de ir a clases. Me refiero a mi mejor amigo, a quien se le había muerto su abuelo recientemente y por quien volví a pisar una iglesia. Nos conocimos desde la primaria y desde entonces siempre fuimos al mismo colegio, instituto y ahora universidad. Aquella noche vino a mi casa para revisar todos los detalles previos al nuevo semestre. Cuando bajé las escaleras noté que se asustaba por dos razones: la primera era verme con un semblante completamente distinto al de la última vez que nos vimos, y la segunda era que escuchaba el chillido de Foamy, totalmente novedoso para él. Foamy siempre lo hacía cuando me alejaba. Mi madre, aun incrédula por lo de la perrita, me sermoneaba cada vez que eso pasaba, para que yo de una vez por todas educara a mi mascota.

—¿Son ideas mías o tienes un cachorro en tu cuarto? —indagó Hamilton.

—Wow —respondí —. Eres mi mejor amigo y hasta ahora lo sabes.

—Algo de ello me comentó Bryan.

Bryan era uno de mis vecinos, aquel al que una vez se le escapó su tortuga llamada Teddy. Aunque aún no me perdonaba aquello de lo que me consideraba el culpable, y ya que coincidimos en las clases de la universidad, improvisamos una nueva manera de relacionarnos, haciendo a un lado aquel suceso.

—Pero ahora que soy testigo —continuó Hamilton—, me parece como si no me lo hubieran dicho. El gran Uriel, quien siempre se quejó de las mascotas de Michelle, ahora tiene un perro.

—Ni me la recuerdes —imploré. Aunque Foamy era un recordatorio constante de ella, que me la mencionara otra persona era impasable.

—Bueno, no te hablo más de ella, pero para terminar con esto de tu perrita, sólo cuídala de Bryan. Dijo que un día se vengaría de lo que pasó con su tortuga. Conociendo a su familia, creo que la venganza fácilmente podría fraguarse.

—¿Y eso por qué? —pregunté, confundido—. ¿Quieres asustarme? No creo que Bryan sea capaz de vengarse.

—Pues su tío trabaja en un zoológico. A Bryan no le vendrían mal un dinerito extra y dar por perdido a tu cachorro —insistió él.

—Deja de hablar de eso —dije—. En un zoológico no exhiben perros. Cambiemos de tema.

Mi amigo sonrió maliciosamente. Lo conocía y sabía que ese gesto era la firma que garantizaba su satisfacción después de una buena broma. Era común en él mofarse por todo. Y como yo tenía con él, antes de lo que me pasó con Michelle, tan buen humor, siempre le respondía de la misma manera. Proseguimos a hablar de lo que nos interesaba y quedamos en que pasaría por mí antes de las 8, después de Bryan, para irnos como siempre, juntos a la universidad.

Mi primer día de clases fue tan sencillo y agradable como comerse un flan. Lo único que me perturbó fue el recuerdo de mi mascota. Podía dejarla en mi cuarto porque aún estaba pequeña. Temí encontrar a mi regreso que hubiera hecho sus necesidades dentro. Yo siempre la sacaba al patio un tiempo, para que hiciera lo que tenía que hacer, pero siempre con mi supervisión. Sin estar en la casa mi miedo era el trato que pudiera recibir de mi familia. Y así transcurrió un mes hasta que la perrita se puso lo suficientemente grande como para tener su propia casa en el patio. La construí en un fin de semana. Para entonces Foamy ya demostraba ser una cachorrita intrépida y juguetona, llena de un espíritu explorador y atrevido. Deduje que faltaba poco para que empezara a romper las reglas del hogar, cosa que hizo pronto.

Mis clases eran por la mañana. Solo necesitaba que Foamy se portara bien en ese lapso. Por las tardes yo me encargaría de todo lo demás. Pero, siempre que volvía, recibía reclamos de mis padres por una nueva travesura, y siempre había algo que reparar, algo por lo que responder y explicaciones que tenía que dar. Tuve que reponer a mi madre un par de zapatos y a mi papá sus adoradas pantuflas más de una vez; reparar el cable de la plancha, o del equipo de sonido, que habían sido masticados y dañados; y muchas otras cosas más. Como si supiese de quien eran las cosas, Foamy nunca me dañó nada. Todo lo contrario, conmigo siempre se portó como un ángel. Nunca se apartaba de mi lado. Cuando estaba en la mesa haciendo alguna que otra tarea, o dedicaba minutos a escribir guiones, ella siempre estuvo a mis pies. Recuerdo que más de una vez se me caía uno de los lapiceros. Ella siempre los recogía y los devolvía a mis manos sin que yo se lo pidiera. Foamy comprendió lo mucho que me gustaba escribir.

Cuando me dedicaba a los guiones, lo hacía con toda la pasión del planeta. Usaba hasta 10 colores distintos de lápices, pues cada personaje tenía que identificarse fácilmente en mis letras. Eso explica porqué era común que alguno de ellos se cayera de la mesa, y que una de las tareas más asiduas de mi perrita fuera aquella de recoger los lapiceros y devolvérmelos con su hocico. Lo hacía, además, con evidente placer, pues también permanecía atenta a mis interpretaciones del guion, las cuales hacía en voz alta como una técnica de revisión inmediata. Ella mostraba su interés en ser parte de la obra cuando, sin pedírselo, hacía un casting ladrando y aullando cuando alguna de mis líneas le emocionaba. Aquel pasatiempo, que era mi favorito, se tornó un evento especial de cada día, logrando así que un simple lápiz se convirtiera en uno de nuestros símbolos más preciados de amistad.

Una semana Hamilton enfermó, por lo que tuve que irme caminando a la universidad. Poco había avanzado para alejarme del hogar cuando, sin saber como hizo para escaparse, Foamy me perseguía. Le exigí, con gritos, que volviera a casa. Hacía el ademán de regresarse, pero recién le daba le espalda, ella volvía a seguirme. La tuve que tomar y regresarla a casa. Me aseguré de cerrar todas las puertas y confié en que de ninguna forma podía salir. Proseguí el camino confiado en que lo recorría solo, después de que ya bien avanzado volví mi mirada hacia atrás y no vi rastros de ella. Sin embargo, cuando me detuve en la entrada de la universidad, escuché que unas chicas hablaban de un perro muy bonito, mencionando sus características. Era Foamy, que había seguido mi rastro. Hablé con ella para pedirle que regresara, pero como era de esperarse, no obedeció. Entré a la universidad y desde el otro lado del portón le volví a pedir que se marchara. No hizo caso. Después de varios intentos fallidos decidí entrar al recinto y dejarla ahí, pensando que se aburriría y que encontraría la manera de regresar. Cuando terminé mi turno, y me dispuse a volver a casa, me encontré con que Foamy seguía ahí. Movió la cola alegremente cuando me vio. Comprendí que su nivel de apego era muy grande. El portero me dirigió las siguientes palabras:

—Te ayudé a cuidar a tu cachorro esta vez, pero no me pagan por eso. Trata de que no te siga mañana, ni ningún otro día, porque es muy probable que te lo roben si continúa viniendo.

—Muchas gracias, señor—dije, mostrando mi entero agradecimiento.

Cuando comenté en casa lo sucedido, mis padres aprovecharon la ocasión para decirme que el cuidado de un perro era complejo y que Foamy me daría muchos problemas, más si se acostumbraba a vagar. Para ellos lo que la perrita había hecho era eso, vagar. Para mí era un gesto de apego, cariño y lealtad. Sin embargo, estaba consciente de que no podía exponerla. Como si adivinara mis pensamientos, mi abuelo se acercó, y puso su mano arrugada y suave en mi hombro. Sentí no solo la calidez de su gesto, sino también el olor a cigarro, que provenía de su boca, con la cual se disponía a hablar.

—Mire pendejo, usted no está solo en esta casa. Cuenta conmigo. Yo me encargaré de la perra mientras usted ande en clases. Recuerde que yo di mi consentimiento para que la adoptara, ahora me deja hacer mi parte.

El anciano parecía siempre resuelto a hacer las cosas tal y como le pareciesen bien. Consideraba yo una insolencia pedirle que me apoyara con el cuidado del animal, más cuando no tenía la confianza que se supone debía tenerle, solo por el hecho de ser mi abuelo. Su oferta me parecía más que providencial, llena de mucho cariño. Aquello me hizo responderle con mucha confianza y acorde a mi manera de decir las cosas, que él ya bien conocía:

—Bueno viejo, ya que has comprendido que la perrita es como una hija para mí, te dejo que me ayudes. Es más, ya era hora que el bisabuelo se encargara de la bisnieta. Gracias de verdad.

Y aquella fue la primera vez que le di un abrazo a don Aparicio. El último abrazo que di con tanta devoción se lo había dedicado a Michelle, y ahora por causa de un animalito que llevaba por nombre uno que me la recordaba siempre, volvía a abrir mi corazón a una persona. Foamy, que estaba presente, pareció unirse a mí, y entender que el abuelo era alguien a quien se debía querer. Desde entonces empecé a ser testigo de como Foamy compartía su cariño con otra persona. Jamás imaginé las consecuencias de aquella nueva amistad. Un domingo, días después de que mi abuelo se empezara a ocupar de ella por las mañanas, busqué a la cachorra por todos los rincones de la casa, sin éxito. Había desaparecido.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top