Capítulo 6
Los últimos días de febrero de aquel año se esfumaron rápidamente. Siempre supe teóricamente que se trataba del mes con menos días, pero nunca lo había experimentado, hasta que sentí que esos días se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos. Quizás cuidar a un cachorro hacía que los días tuvieran menos horas, o que las horas tuvieran menos minutos, o que los minutos tuvieran menos segundos. Sé que nada de lo que pensaba para entonces era lógico, pero no era para menos. Deliraba por la falta de reposo. Me desvelé noches enteras después de aquella visita al veterinario.
Para toda mi familia algo raro estaba pasando. Aunque muy poca atención le pusieran a Foamy, que ni supieron de su enfermedad, ni de cuando fui y regresé de la clínica para mascotas, lograron percatarse de que algo raro pasaba en casa. Supieron distinguir entre el silencio incómodo que se produjo cuando caí en depresión y el silencio nuevo, sin los chillidos nocturnos de la mascota recién adoptada. Hasta yo extrañaba el ruido de aquel llanto incesante que evidenciaba el apego que Foamy había desarrollado hacia mí. Pero ahora era silencio. Para mi familia era silencio y calma, para mí no.
Foamy no murió, solo dejó de expresarse de aquel modo. Su única manera de decir palabras era construir poemas con su mirada. Desde aquella noche que la llevé de nuevo a casa empecé a estar pendiente de ella, sin dormir ni un momento, hasta lograr que bebiera toda la dosis de suero necesaria. Lo bebía lentamente, como tenía que ser, pero sólo porque la cargaba en mis brazos y se lo suministraba cual si fuera un bebé recién nacido. Dirigí a ella muchas palabras de ánimo. Le pedí constantemente que no se rindiera, que luchara por su vida, que la quería más tiempo conmigo. Le repetía la promesa hecha. Ella parecía entenderme, pues realizaba esfuerzos por beber de aquello que, con un amor que nunca antes sentí, le daba. Sólo podía dormir un poco más de una hora cuando ella se lo había terminado. La ansiedad hacía que me despertara para ir a verla nuevamente. Después de tres días Foamy seguía con vida, y el pronóstico de aquel veterinario había quedado en ridículo. Empecé a alimentar esperanzas.
Pero, cuando uno crece en una virtud, poco tiempo pasa para que aparezcan cosas que la ponen a prueba. Mi madre apareció en mi cuarto pasada ya una semana, preocupada por aquel silencio nuevo, en respuesta a la curiosidad que la embargaba, y queriendo conocer aquello que desconocía. Cuando me vio con la perrita entre mis brazos, me dirigió una mirada escéptica y vaticinó un eminente final:
—Esa perra se te va a morir. Está muy triste y la luz de sus ojos se está apagando. Te lo dije: en este hogar no estamos hechos para las mascotas. Pudiste ahorrarle este sufrimiento si no la hubieras traído a casa.
—Basta, mamá —respondí—. Si no vas a ayudarme mejor no vengas a decirme "cosas". Yo sí veo, como no lo ves tú, que sus ojos están con más brillo que ayer. Lamento decirte que tu pronóstico quedará en ridículo, como el del veterinario.
—¿Fuiste ya al veterinario?
—¿Lo ves? ni cuenta te has dado. Fui la semana pasada y el veterinario me dijo que, si resistía 24 horas, era mucho. Pues ya lo ves, le he estado administrando suero y lleva siete días resistiendo. Sé que vivirá.
—Ahora entiendo —dijo ella, insensible ante lo que veía—, en qué has estado gastando el dinero que te da tu padre. Todo en vano. Tu perra al fin, va a morir. Mírala, es evidente. Ningún animal sobrevive en esta casa. Quisiera que fuera diferente, pero las cosas son así. Preocúpate mejor por tu regreso a clases. Ya casi entramos a marzo.
—Madre —insistí, exasperado —, no es mi culpa que la perrita esté mal. No estaba vacunada. Yo me encargaré de demostrarte cómo si sobrevive un animal en esta casa. Vete, por favor, déjame en paz.
Mi madre salió del cuarto vociferando. Decía, entre otras cosas, que yo estaba quedando loco, que cuidaba de un perro como si fuera un bebé, que debía buscarme ayuda sicológica. Pensé, en respuesta, que mi terapia era la amistad con Foamy. Aquello no me hizo perder la esperanza, sino que me dio la fe para continuar. Le hablé, como solía hacerlo a menudo, a la perrita:
—Yo te quiero conmigo Foamy. Eres ya mi mejor amiga. No te vas a morir.
Por un momento pensé en que mi mamá tenía razón al recordarme que en marzo volvería a la universidad, para empezar mi segundo año de la carrera. Entonces me preocupé de que, en mi ausencia, nadie la cuidaría. Eso me hizo agregar unas palabras a lo que le estaba diciendo:
—No te rindas, pequeña, recupérate pronto.
Poco a poco, como si me obedeciese, Foamy empezó a caminar más, aunque lentamente. Todavía no corría. Sus fuerzas a penas le ayudaban a sostenerse en pie, pero se notó una evidente recuperación. Volví a visitar al veterinario, quien sorprendido me felicitó por el esfuerzo desplegado. Yo no sabía cómo era posible tener tanto amor a un animal, hasta entonces, y aprendí que el amor es reconstructor y sanador, y que quizás Foamy aún vivía porque se sintió amada. Pudo haber muerto, pero decidió luchar. Quizás yo no veía respuesta de su parte, o talvez pensaba que no quería vivir, pero lo que ahora entendía es que requirió de todas las fuerzas que le quedaban para seguirse alimentando. El veterinario le inyectó nuevamente. Ahora solo eran vitaminas. Después de darme ciertas instrucciones me pidió que siguiera atento a su evolución y le informara de su progreso. Ahora sus palabras no eran negativas, si no que me presentaba un panorama lleno de luz. Aquello me dio miedo, pues ya no creía en sus pronósticos, pero duró el sentimiento lo que lo permitió uno nuevo: el de la satisfacción de reconocer que, si algo había hecho quedar mal al veterinario y próximamente a mi mamá, había sido la reciprocidad de amor que se gestaba entre la cachorrita y yo.
Foamy empezó a comer, y muy pronto a trotar. A inicios de marzo ya estaba totalmente repuesta. Aquellas vacaciones se habían anunciado como las peores, puesto que pensaba que superar a Michelle me sería imposible, pero se convirtieron en las mejores porque fueron las vacaciones en las que conocí a la mejor amiga que he tenido en la vida, que estuvo a punto de morir, pero que se salvó. Fueron aquellas las vacaciones de un milagro. El 4 de febrero no recordé que cumplía mes, porque la fecha, evidentemente, me era repudiable. El 4 de marzo hice a un lado mis recuerdos de Michelle para celebrar los 3 meses de Foamy, que hasta parecía ya más grande. Compré una pequeña torta con un baño delgado, e hice una excepción en mi estricto plan alimenticio para la cachorra. Era necesario, puesto que no todos los días se celebraba un nuevo mes de vida. Más ahora que ella tenía vida, cuando semanas atrás parecía apagarse la luz de su existencia. Aquel día supe una nueva cosa de Foamy: le encantaba el pan. Su apetito de pronto pareció ser el de un león por la forma en que devoró su torta. Desde entonces consideré, en cada mes, romper el esquema de su plan nutricional.
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