Capítulo 3
La búsqueda no había dado resultados. Parecía que los perros se hubieran extinguido, pero como eso era improbable, lo que pensé es que la gente me los ocultaba a propósito. Estuve a punto de darme por vencido, más cuando supe que mi abuelo se mudaría a vivir con nosotros.
Don Aparicio era un señor que tenía más de ochenta años. La edad exacta ni mi madre, que era su hija, la sabía. Supe por mis tías que el señor la abandonó cuando tenía seis años. Fue hasta hace un tiempo que ella lo conoció, lo perdonó y empezaron a vincularse más como padre e hija. Al parecer, mi abuelo se había arrepentido de todos sus pecados. La última desgracia que le había pasado es que se le quemó su casa. Vivía solo. Su otra mujer había muerto y sus otros hijos se habían mudado del país, sin que estos pudieran ayudarle a conseguir una nueva casa. La medida era temporal y el abuelo pasaría con nosotros un tiempo prudencial hasta que pudiera conseguir un nuevo hogar. Había una especulación que sostenía que la casa se la habían quemado a propósito por rivalidades políticas. Mi abuelo decía que aquello lo ponía en riesgo si vivía solo pronto, así que pidió a mi madre que lo recibiera en nuestra casa. Cuando lo vi no le dije abuelo. No lo consideraba como tal.
El hecho de que él viviera con nosotros minimizaba las probabilidades de que mis padres aceptaran mi decisión de adoptar un cachorro. A diferencia de Michelle, en mi casa nunca tuvimos mascotas. Quizás alguna vez mi madre tuvo conejos, pero no hubo pruebas de eso. Lo que nos contaba al respecto es que se le murieron devorados por hormigas. Desde entonces pensó que en la familia no era posible tener animales, pues tenían un destino fatídico.
En otra ocasión recuerdo haber visitado a un amigo. El tenía una tortuga a la que quería mucho. Aquella vez le pedí que me la prestara un momento, y me pareció tan agradable acariciar su caparazón que quise tener una. Sin embargo, Teddy, la tortuga de mi amigo, no sólo se escondió de mí, sino que días después desapareció de su casa. Nunca la encontraron. Como vivía cerca de un río, se pensó que la tortuga usó esa vía como escape. Mi madre me culpó del hecho por haberla tocado. Mi amigo también lo creyó, y desde entonces no me lo ha perdonado.
¿Cómo pues se me había ocurrido adoptar un cachorro? Quise arrancarme la idea de la mente, y pareció incluso que lo olvidaba, hasta que Sonia, mi madre, invitó a una de sus amigas que vivía en la ciudad contigua a la nuestra, y que se encontraba de paseo. De no ser porque ella me pidió que le ayudara a atenderla, y que por ninguna razón me encerrara en mi cuarto, yo hubiese proseguido con mi faena depresiva. Estábamos en la sala, justo después de la cena, y cuando mi madre se fue al cuarto de arriba, para arreglarle todo a la visita, que esa noche se quedaba, empecé con doña Fátima una amena conversación:
—Vaya, muchacho, eres ya todo un hombre. Aún recuerdo cuando eras un pequeño. Te gustaba tanto contar chistes. ¿Por qué no me cuentas uno?
—Me halaga mucho que me recuerde tan bien, y sobre todo mis talentos, señora, pero ahora ya no cuento chistes. ¿Se reía usted mucho con mis ocurrencias?
—¡Ni te lo imaginas! Eran carcajadas. No solo eras muy gracioso, sino que eras un perfecto imitador y actor. Una vez, en medio de una de tus anécdotas, en serio creí que te habías golpeado, que saqué de mi bolso mi pomada para el dolor, y ya iba yo a asistirte cuando tu padre me detuvo y me hizo esperar a que continuaras con el show.
—No hace mucho participé de una obra teatral en el instituto —dije cuando la vi reír como si se acordara de qué trataba el chiste —. Puede que no haya cambiado mucho, es solo que ahora ha habido otras prioridades. En lugar de actuar, ahora escribo: obras de teatro, comedias, dramas satíricos, alegorías e imitaciones.
Me pidió que le hablara sobre la obra en la que participé. Le hablé de eso. Luego me pidió que contara un chiste. Recordé uno viejo. No se rio mucho. Cuando noté que había fracasado, le dije:
—Lo siento, doña Fátima. Quizás es que no estoy en forma. La próxima vez le prometo que será mejor.
—Lo que pasa, Fátima, es que mi hijo está en un mal momento —interrumpió mi madre, mientras bajaba las escaleras. Al parecer había estado escuchando la conversación. Desde que dijo eso, presentí lo que seguiría. Mi madre era experta en contarle al mundo mis males, dejándome siempre en ridículo —. Tenía una novia muy bonita y ella lo cambió por otro. La amaba mucho. Es por esa razón que ha pasado triste. Es imposible que te cuente ahora un buen chiste.
—No sea pendejo hombre, hay más mujeres por ahí —espetó don Aparicio, que hasta el momento parecía concentrado en un periódico, ajeno a la conversación.
—Eso que dice don Aparicio es verdad, hijo. No te vas a morir por una mujer. Ya verás que pronto encontrarás otra —interrumpió mi padre, Gadiel, que venía del cuarto, con su bata puesta ya dispuesto a irse a dormir. Él sabía bien que cuando doña Fátima llegaba, mi madre se desvelaba en pláticas nocturnas.
—No pasa nada —refuté yo—. Mi madre siempre exagera. Lo de mi ex es una cosa que a cualquiera le pasa.
Cuando dije eso, al parecer mi madre rio. Doña Fátima parecía estar atenta y con un gesto le indicó que no se burlara. Luego me habló a mí:
—Hijo, si te duele, es normal. Aun si la amaste como si no, siempre pasas por un proceso de recuperación. Te noté apagado desde que vine. Tus ánimos decaídos me lo habían avisado. ¿Se te olvida que tengo un hijo casi de tu edad? A él también ya le pasó. Pero no te desanimes. Tienes que ocupar tu mente en otras cosas. Dime, ¿Has pensado en algo?
—Nada, doña Fátima, bueno... sí... en algo... solo...
No pude seguir. Había olvidado que en la casa nadie estaría de acuerdo con una mascota. Fátima insistió:
—Dilo hijo, no te lo quedes.
—Pensé en adoptar un cachorro. Cuidar a uno de ellos me ayudaría a mantener mi mente ocupada.
Escuché la reacción de mis padres. Era la esperada. Mi madre rio primero, y después soltó con toda la seriedad un «Estás loco». Siguió a eso una lista interminable de razones para no permitir un perro en casa. Mi padre guardó silencio. Doña Fátima me apoyó. Es más, dijo que la idea le encantaba. La conversación giró en torno a que por el hecho de que don Aparicio estaba en casa era inconcebible traer una mascota. Después de una discusión sin aterrizaje, se decidió consultar con el abuelo. Si él aceptaba, entonces ellos también. Lo que él dijo fue: «A mí me gustan los perros». En mi corazón experimenté el deseo de llamarlo por primera vez abuelo. Aquella expresión rudimentaria donde me dijo "pendejo" parecía ahora llena de cariño. Él sí me entendía.
Doña Fátima llamó a una sobrina que tenía una perra. Era madre reciente de una camada. Después de consultar le confirmaron que aún quedaba uno. Esa misma noche decidimos que cuando ella se marchara, yo también me iría, para traerlo.
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