Capítulo 2


Nadie podía dudar de la profunda devoción con que amé a Michelle. Nadie excepto yo, hasta entonces. Siempre tuve la impresión de que las cosas entre ambos no iban bien, pero nunca imaginé como una posibilidad real que ella terminara conmigo, mucho menos que saliera con otro tan solo una semana después. Los últimos días los pasé reflexionando sobre todas las cosas que hice mal. El orgullo me corroía. Mi depresión se debía más a la forma en que todo terminó, al miedo que tenía de que al salir a las calles la gente hablara de mí y se riera en mi cara. Por otro lado, podía encontrarme con personas que me demostraran su lástima, haciendo aún más grande mi sufrimiento. Todo eso podía explicar con suficiencia por qué no salía de mi casa. Pero mi mayor temor era el verla a ella saliendo con él. No me creía capaz de soportarlo. No iba a controlar mis reacciones y no sé qué locura podía cometer si así sucedía. El ego lastimado de un hombre es muy peligroso. Mi reflexión sobre el hecho de no haber soportado sus acciones postreras a lo nuestro fue lo que me hizo dudar del amor que decía tenerle. Más cuando fui a esa misa.

Ir a la iglesia no era algo que me agradara antes de estar con ella. Fue ella quien me invitó la primera vez que pisé un templo. En mi familia nunca me inculcaron la fe. Por el simple hecho de que ella me hiciera frecuentarla hasta el punto de adquirir los sacramentos, bajo la consigna de que algún día me serían necesarios si quería que nos casáramos, todo lo que tenía que ver con Dios y con la iglesia me hacía sentir peor en mi depresión. Si ese día había ido es porque a mi mejor amigo se le murió su abuelo. Esa era la razón: mi amigo me necesitaba. Aquel acto de caridad que surgió en medio de mi estado, donde no importaba nada más que mi sufrimiento, fue el comienzo de mi terapia. Pero como todo primer paso hacia la sanación, no resultó nada fácil.

Me había aprendido los ritos de una misa por mis recientes charlas para recibir los sacramentos y porque cada parte la asociaba con ella. Toda vez que estuve a su lado me fijaba en sus comportamientos, hasta en el detalle más mínimo, que me había dado cuenta de que ella también tenía sus propios ritos. Desde el inicio, parecía adivinar al sacerdote el momento exacto en que iba a hacer la señal de la cruz. Luego deduje que eso siempre iba después de una antífona de entrada. Pronto éramos dos los que iniciábamos la señal en el mismo instante que el celebrante, un poco adelantados al resto. También noté que antes de cada evangelio colocaba sus manos de una forma u otra dependiendo de su estado. Si estaba en gracia, cosa que después confirmaba si comulgaba, ponía sus manos adelante, como si formara con ellas una pequeña canasta en la que recibía la "gracia". Si en cambio, no estaba en gracia, cosa que también confirmaba al momento de la comunión, ponía sus manos detrás de su cuerpo, como un gesto de sentirse "indigna" de la gracia. Siempre, después de la consagración, momento en el que se ofrecían el pan y el vino para que estos se convirtieran en el cuerpo y la sangre del Señor, se hacía una oración. En esa oración ella se inclinaba levemente cuando se mencionaba a la virgen María. Todo ello era signo de su devoción. Y nada de esto ella me lo había explicado, sino que yo lo deduje de lo que observara en sus gestos y de lo que aprendiera luego.

Pero entonces, cuando ella para mí era signo de traición y la consideraba una mentirosa, alguien que no tenía corazón, una persona que jugaba fácilmente con los sentimientos de otra y a quien le parecía que podía hacer lo que quisiera por la vida; toda su religiosidad me parecía una falacia. Estar en esa misa suponía un gran sacrificio, pues cada cosa que pasaba evocaba su recuerdo, lo que me producía nauseas. Sin embargo, resistí. Lo hacía por mi amigo. Volvieron mis reflexiones, y me puse a pensar en que yo era más vil por juzgarla. Fue entonces cuando me dije a mi mismo que no la amaba. Si la hubiese amado hubiese respetado su libertad. Hubiese entendido que yo no era su dueño y que ella tenía el derecho de tomar las decisiones que consideraba convenientes para su felicidad. Y por mucho que me hubiese dolido que pronto estuviera con otro, debía meditar sobre mí y las cosas que no hice bien, y que permitieron que ella hiciera fácil el proceso de olvidarme. ¿Quién era yo para juzgarla?

Aun así, la reflexión se detenía cuando el corazón volvía a dolerme. Entonces se repetían los razonamientos que me llevaban a declararla culpable, a odiarla, a querer incluso vengarme. Sin embargo, no tenía fuerzas para ello. Sentía que aún la amaba y que quería estar a su lado. Incluso llegué a pensar que no me importaría soportar a su perro y a su gato juntos. Me preguntaba si había conseguido al perro. Pero el hecho de que ella estuviera con otro, me dolía, lastimaba mi ego. Nuevamente me declaraba vil por sentir dolor, no por su ausencia, sino porque ella tenía un nuevo novio. Y en ese enfrentamiento de pensamientos fui consumiendo el tiempo de la celebración hasta que el sacerdote captó mi atención.

Empezó a hablar de cómo enfrentar los duelos y vivir los procesos de pérdida. No solo habló de un duelo propio de alguien que había experimentado la muerte de un familiar o conocido, sino también de aquellos que sufrían pérdidas sentimentales, como rupturas de noviazgo. Sentí que me hablaba directamente. Puso ejemplos de personas que quieren llenar sus vacíos de distintas maneras. Y fue ahí donde creí que adivinaba mis pensamientos, puesto que, ya formulaba en mi mente planes para "vengarme" de Michelle buscando una nueva relación, o varias chicas a la vez, de forma que ella supiera que no me hacía falta. Al respecto, el sacerdote decía que no había que ser dependientes de caricias de otros para sentirse completo, jugando con las personas. En tono melodramático dijo una frase que me pareció impactante, y con la cual me iría de aquel lugar como el aventurero que vuelve a casa después de encontrar un tesoro escondido: "Si quieres acariciar algo, consíguete una mascota".

Entendí en ese momento que no estaba bien buscar una nueva relación. Pero aquel ejemplo lleno de ironía era para mí algo muy probable. Empecé a amortiguar los sufrimientos propios de una depresión con la idea de adquirir una mascota. Al inicio me parecía una locura, puesto que nunca había pensado en la posibilidad de tenerla, pero luego aceptaba que era lo único sensato que podía realizar en medio de la intención de superar mi dolor. Empecé a revisar por todos los medios posibles los sitos adecuados donde uno podía adoptar. En mi mente estaba claro qué era lo que quería. Los gatos no terminaban de gustarme, cualquier otra opción era demasiado complicada. Tenía que ser un perro.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top