Capítulo 17
No lo dudé ni un momento. Mi destino era el complejo majestuoso de la capital donde tenía mi capacitación, pero lo cambié por la sencillez de mi hogar y por la búsqueda y rescate de mi amiga. Viajé de regreso a mi ciudad y Bryan iba conmigo. Recordé las palabras que una vez me dijo Hamilton sobre la venganza que éste algún día ejecutaría. Fui más atrás en los recuerdos, hasta volver a ver en mis pensamientos a Teddy, su tortuga, la cual desapareció sin decir adiós, siguiendo el curso del río. Aquel río había sido compañero nuestro en la infancia. Nos vio jugar y crecer, pero también se llevó muchas cosas que nos pertenecían. Las inundaciones que habían azotado nuestras casas nos robaron la seguridad, alguna que otra reliquia cuyas aguas se llevaron, pero también a su tortuga justo después de que yo la acariciara. En mi conciencia aun vivía aquella culpa, alimentada por mi madre y por su forma de pensar. Ella no paraba de hablar de nuestra mala suerte. Yo no desistía en mi lucha contra ella. Quizás tenía esperanzas. Quizás creía en la redención.
—Perdóname, Bryan.
—¿Porqué, Uriel? ¿Porqué pides perdón? —indagó, estremecido visiblemente.
—Por lo de tu tortuga. Si fui yo el culpable de que ella se marchara, te pido perdón.
—Tranquilo, amigo —dijo, calmándome con sus palabras y con un abrazo —. Teddy solo buscaba un hogar. Lo he meditarlo mucho, especialmente en estos últimos días que he sabido todo lo que has pasado y que por Hamilton me di cuenta de las aventuras desafortunadas de Pardo, a quien ahora cuida como su mascota. ¿Quién lo iba a decir? Primero tú con Foamy, después él con este can amarillo. La vida da vueltas impensadas. Yo tuve a Teddy, es verdad, pero quizás no supe aprovecharla cuando estuvo conmigo. Ahora soy yo el que no tiene mascotas. Y quizás mi tortuga lo que necesitaba era su libertad. Puede que el río no se la llevara. Quizás fue su corazón quien la alejó de mí, y el río solo sirvió de canal para que viera su sueño realizado. Lo de tu caricia de despedida solo fue una mera coincidencia. Fue tonto pensar en vengarme, una cosa de niños, totalmente. Ahora debemos pensar en Foamy y devolverla a su hogar, que es a tu lado. El hogar de una mascota es ése donde ha puesto su corazón.
No pude decir nada ante aquello. Mi mente asimilaba cada una de sus palabras. Después de eso ya no hablamos. El se quedó dormido y yo contemplé el paisaje que se veía a través de la ventana. Recordé la primera vez que viajé con Foamy y cómo ella lloraba por el frío y los látigos recibidos de una lluvia que no escatimó, y que nunca dejó de ser amenazante.
Cuando llegamos, Bryan se fue a su casa, para pedir más detalles a su madre y yo hice lo mismo. Pero no fue mi madre quien habló conmigo, sino mi padre, Gadiel, que parecía estarme esperando. Nos sentamos y me contó lo que había pasado:
—Esta semana hemos tenido una visita inesperada —Empezó su narración—. Se trata de un gato que invadió nuestra casa. El felino nos sorprendió, pero a pesar de que lo corríamos, siempre volvía. Foamy no estuvo de acuerdo con aquella visita. Deduje que temía por que le robaran su espacio o la atención. Entonces empezó a marcar su territorio. El olor de su orina desveló sus travesuras, pero lo peor es que empezó a dejar sus heces en todas partes. Como quisiera usar las palabras que tu madre usaba, pero sabes que no es mi estilo. Si de alguien aprendiste a controlar tu vocabulario es de mí.
Mientras mi padre hablaba, por mi mente pasaban muchas imágenes. Los recuerdos de Foamy me asaltaban. Pero lo que más tomó fuerza y sentido fueron mis acciones de la última semana. Rememoré a Verónica, quien ahora se vestía en mi mente como el gato que invadía mi casa. Lo más probable, pensaba, es que Foamy y yo estábamos tan unidos, corazón con corazón, que a pesar de la distancia ella experimentaba que estaba siendo desplazada. Y es tanta la conexión entre dos seres, que, aunque estén en lugares distintos, interactúan sus emociones como si estuvieran en el mismo sitio. La presencia de aquel gato en casa no era más que el signo que reflejaba la de aquellas nuevas ilusiones que querían abarcar mi corazón, como si de dos dimensiones paralelas se tratase. Mi padre proseguía:
—Lo que más hizo enfadar a tu madre, es que lo hizo cerca del comedor. ¡Tú sabes que Foamy ha tenido esa maña de estar ahí cuando comemos! ¡Y eso fuiste tú quien se lo enseñó! Hijo, tu madre tolera limpiar si lo que encuentra son pelos, pero limpiar estos nuevos elementos no son de su agrado. Aunque hice un esfuerzo por ayudarla, ella no lo soportó más. Ayer tomó la decisión de desprenderse de Foamy y hoy mismo la entregó a su nuevo dueño. No contábamos con tu regreso...
Estaba perplejo ante la facilidad con que mi padre me contaba las cosas. Creí notar en él un esfuerzo por tener empatía ante lo que estaba sintiendo... puede que notó la indignación que me embargaba. Reaccioné enfadado, pero a la vez sintiéndome culpable, especialmente por lo último que él había mencionado, que había sido mi culpa por no educarla como quizás debía.
—¿Quién es su nuevo dueño? ¿Lo conocen? ¿Lo han entrevistado lo suficiente como para estar seguros de que la iba a cuidar correctamente?
Mis preguntas lo bombardearon, y al verse interrumpido no pudo hacer más que guardar silencio. Aquel silencio me lastimaba. El llanto que había impedido todo el camino a casa volvía a golpear con fuerza, que ya no pude evitar el derramamiento de mis lágrimas. Entre sollozos hice una nueva pregunta:
—¿Pero... porqué mi madre es así? ¿Porqué odia a los animales?
—No los odio —interrumpió ella, apareciendo de repente —. Hay algo que debes saber.
Traté de calmarme al verla. Siempre tuve miedo de sus juicios; de mostrarme débil ante sus cuestionamientos. Pero esta vez ella venía con un semblante sereno. Pensé que quería disculparse por dejar ir a Foamy, pero me contó una parte de su vida que yo ignoraba.
—Cuando era pequeña, mi mamá me había regalado un perro. Yo amaba a ese perro. Es el único animal que he amado y desde entonces no he podido amar a ningún otro. En una ocasión, cuando mis padres discutían fuertemente, este perro, llamado Bobby, se lanzó en defensa de mi madre, quien estaba siendo maltratada. No es un secreto que mis padres tenían serios problemas. El peor de todos era el alcoholismo de tu abuelo. Esa noche estaba ebrio, y cuando el perro lo mordió, él sacó una pistola y le disparó tantas veces hasta asegurarse de que estuviera muerto. Yo fui testigo de esa escena. Es un trauma que no he podido superar. Aunque ya lo he perdonado, no he sido capaz de amar de nuevo a un animal.
Dicho esto, mi madre se rompió a llorar. Yo estaba atónito. Me costó creerlo. Traía a mi mente la imagen de mi abuelo, todo lo que hizo por mí y los cachorros, y me parecía que eran dos personas totalmente distintas. Empezaba a entender por qué siempre habló de una mala fortuna con las mascotas. Una pieza más del rompecabezas era encontrada. Don Aparicio, como lo expresó en la carta, no me lo dijo para evitar el dolor que le causaba. Yo juzgaba a mis padres por su actitud, pero nunca me había dispuesto a conocer la raíz de aquellas acciones.
A pesar de lo sabido, y de lo que había meditado, no los justificaba. Mi deseo de tener a Foamy conmigo podía más que cualquier cosa. Foamy era lo único que me interesaba. Me fui al cuarto para cambiarme de ropa, y al estar ahí no pude evitar detenerme a ver la taza en la que siempre tomaba café. Aquella taza era especial y a Foamy le agradaba cada vez que la usaba. Aunque la taza era negra, sabía que, con un poco de calor, descubría lo que la hacía bella: el dibujo de Coraje. Pensé en que así también pasaba con las personas, que al igual que la taza necesitaba del calor para mostrar su belleza, así también las personas necesitan del amor para sacar lo mejor de su interior. Medité en que Coraje, aun siendo un perro cobarde, actuaba con valentía porque poseía el amor. Para buscar y salvar a mi Foamy necesitaba el amor. Cuando estuve listo y salí de mi cuarto, Bryan apareció en la puerta de mi casa y me invitó a salir en busca de la perra cuanto antes. Su rostro denotaba pavor. No dije nada a mis padres y salí de la casa apresurado, dejándome conducir por Bryan.
—Conozco a la persona que tiene a Foamy —dijo—. Es amigo de mi tío y sé cuáles son sus intenciones. Ambos trabajan en el zoológico y temo lo que puedan hacer con ella.
—¿Qué es Bryan? ¿Qué oculta ese zoológico?
—Luego te cuento —afirmó. Entendí que no quería decírmelo para que mantuviera la calma, pero mi mente ya se ocupaba de la pieza faltante del rompecabezas.
Salimos a lo inmediato. Él iba adelante y yo veía su espalda. En ello encontraba mi seguridad, puesto que ver alrededor hacía peor mi angustia. Los miedos me asaltaban desde cada rincón. Es curioso como a veces tienes tantos años de vivir en un lugar y aún desconoces varios de sus sitios. Aquella sensación de ansiedad que embargaba a mi corazón, aun yendo con Bryan, me había llevado a permanecer inmutable a pesar de caminar por senderos que hacía mucho tiempo no había transitado. Quizás, por los recuerdos de mi niñez, había una vaga idea de cómo podía estar aquel barrio oculto, al cual muchas personas no iban por estar tan cerca de los barrancos que había que cruzar para llegar a las montañas, y donde el río encontraba sus niveles más bajos. Solían decir que al bajar por ellos se encontraban algunas cuantas quebradas que servían de afluentes y que era fascinante la estadía por ahí para disfrutar un rato ameno después de una bañada en las frías aguas de aquel misterioso riachuelo. Las quebradas eran en sí atractivas, sobre todo por la idea de darte un buen remojón lejos de la agitada ciudad, pero los barrancos eran temidos por la fama que se había corrido de haber sido conquistados por los vagos, que inmersos en su frenesí, se drogaban en esos senderos, volviéndose una amenaza para toda persona que pasara cerca de ellos. Ya eran varios los casos de violaciones y asesinatos que se habían producido en aquellos alucinantes precipicios. Sin embargo, ahí íbamos nosotros, con la remota esperanza de que los vagos resultaran ser viejos amigos con los que tantas veces habíamos jugado al baseball.
Mis oídos, de repente, escucharon su ladrido desesperado, lleno de angustia y a la vez de felicidad. Mis ojos aún no la habían vislumbrado, pero estaba seguro de que era ella. Me sentí contento de saber su paradero. Y empecé a recorrer el lugar con la vista hasta encontrarla.
—Es aquí —confirmó Bryan.
Ella estaba entre los arbustos que rodeaban una casa sencilla. Supe darme cuenta de que me había reconocido. ¿Cuándo no? Ella era excelente para eso. Recordé la vez que al volver de misa con doña Sandra corrió desesperada hacia mi encuentro, con un gozo tan genuino como el de la primera vez. Sus ojos brillaban tanto cuando me miraba. Era la misma sensación de siempre. Su amor era el mismo a pesar de que yo la había olvidado por querer un nuevo amor. Comprendí que su amor era incondicional y que no dependía de mis actos. Nuevamente me daba una gran lección.
Sus intentos por desatarse aquella correa que no le permitía salir de su cautiverio eran inútiles. Nos acercamos a ella, con el propósito de liberarla, cuando apareció un señor con apariencia huraña y de actitud tosca.
—¿Qué quieren con mi perra? —preguntó, visiblemente enfadado.
—La perra es mía —objeté —. He venido para recuperarla.
—Ya pagué por ella —insistió—. Si la quieres de regreso, devuélveme el dinero.
—¿Cuánto es? —cuestioné. Estaba dispuesto a pagarle lo que fuera.
—300 dólares—afirmó.
Bryan y yo nos quedamos viendo. Ninguno de los dos andaba esa cantidad. Nos sorprendió el dato, pero no teníamos tiempo de cuestionar ni de analizar los números.
—Iré por el dinero, Bryan, quédate aquí y cuida a Foamy por mí.
—No —masculló—. No puedo quedarme aquí solo, es peligroso. Vamos y volvemos juntos.
—Por favor —pedía al hombre—. Espere aquí mientras le traigo su dinero.
Cuando nos marchamos escuché el llanto de Foamy, y eso me partió el corazón. No supimos darnos cuenta de que era una treta. Cuando volvimos con el dinero ni el hombre ni Foamy estaban. Desesperado, llamé a Hamilton, le conté todo, y tanto él como Bryan coincidían en que había que ir al zoológico. Salimos de aquel lugar para llegar a un camino transitable, y ahí lo esperamos. Fue una larga y ansiosa espera hasta que él pasó por nosotros. Lo que seguía era una jugada arriesgada, Hamilton ponía en peligro su vida al volver al lugar de su anterior trabajo. Bryan era la clave para entrar. Cuando no pude soportar la tensión acumulada, les exigí que me contaran lo que se escondía en ese lugar. Aceptaron que ya no podían seguir guardando el secreto, y que saber la verdad me ayudaría a adquirir el valor y la pasión que necesitaba para dar el siguiente paso. La última pieza salió a la luz y el rompecabezas fue completado. Bryan fue quien me hizo palidecer de miedo con las palabras que usó:
—En ese zoológico alimentan a los cocodrilos con perros.
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