Capítulo 15


El trabajo me demandaba tanto esfuerzo y dedicación que poco tiempo me quedaba para pensar en Foamy, y no era porque no lo quisiera, sino por la misma inercia de las funciones que debía cumplir. Tenía programadas varias capacitaciones todos los fines de semana, cuyo objetivo era dotarme de todas aquellas herramientas y conocimientos que se requerían para ser más eficiente, como lo exigía la empresa. Mi mayor temor se vio realizado para entonces: los viajes a mi ciudad no iban a ser los que había presupuestado. Eso significaba menos tiempo para ver y cuidar a Foamy. Además, un par de libros que tenía que leer después del trabajo me esperaba cada noche, lo que hacía más complicada la tarea de buscar una nueva casa donde pudiera llevar a mi mascota. Por si fuera poco, habíamos firmado un contrato donde teníamos que permanecer en el alquiler durante al menos tres meses. Aquellas cláusulas estaban de moda para entonces, con el fin de garantizar la estabilidad económica del dueño del lugar. Nada podía estar peor.

Aproveché el primer fin de semana, que era el único que tenía despejado, para viajar y hacer los últimos intentos por salvar a Foamy. Sabía que una semana era mucho tiempo para mis padres y que lidiar con una mascota les era fastidioso. No necesitaba ninguna prueba para constatar eso, aun así, recibía llamadas constantes de mi madre, no precisamente para preguntarme sobre el trabajo, sino para proferir quejas interminables. En cuanto la vi aquella mañana de sábado, que se vestía de gris por un cielo nublado, traté de apaciguar su turbulento estado anímico, pero lo que dije no tuvo el efecto deseado.

—Madre, por favor, ayúdeme con Foamy un tiempo más. Yo le pagaré por cuidarla, no importa si deba darle por ello la mitad de mi salario, pero ayúdeme mientras encuentro una solución —rogué, dejándome ahogar por la impotencia, y adivinando su respuesta.

—¡No! ¡No, Uriel! —sentenció, para luego dar sus razones, que me eran ya innecesarias —. No me hace falta dinero en la casa, lo que me hace falta es paz, y la paz no se negocia. Mientras esa perra esté aquí, yo no tengo ni tendré tranquilidad. Si no resuelves esto pronto, yo misma me encargaré de deshacerme de ella.

No pude insistir. Sabía que sus resoluciones eran infranqueables. Pero además de eso había otra razón para dejar de hablar con mi madre: Foamy había salido a mi encuentro y no podía ignorarla. Su felicidad era inmensa. Sus ojos negros brillaban y su cola se movía sin cesar. Sus orejas se levantaban anhelantes de escuchar mi voz. Sus saltos denotaban el deseo de ser abrazada y sus aullidos y ladridos evidenciaban su carencia de afecto. Mi perrita me necesitaba, y yo me estaba alejando de ella.

Ese día no había tiempo para dejar que me atacara mi bipolaridad. Aquel animalito fue quien llenó el vacío que había dejado una relación que trastocó mi vida como nunca lo hubiera imaginado. Mi pequeña mascota se convirtió en el héroe que me rescató de la depresión, conformando con Pardo el mejor equipo de bizarros, ése que nunca sale en los cómics porque es de la vida real; llevarla a mi vida fue la decisión más acertada en tiempos donde decidir era lo más difícil. Ella lamió mis heridas hasta que la mayoría sanaron. Es verdad, se había ocupado de recordarme a Michelle cada bendito segundo del tiempo que compartía con ella, pero, aunque me dolieran los recuerdos, Foamy los sanaba. Con su alegría y amor tan natural, quería pintar de colores vistosos los paisajes grises de mi pasado. Tenía un propósito: sanar mi corazón, enseñarme lo que significaba el amor. Sí, a veces una mascota sabe más de eso. En ocasiones es necesario que la misma naturaleza sea la que nos enseñe como vivir.

Hice café dos veces, sólo para verla radiante con su esperanza de probar pan. Y después lo tomé en la mesa de siempre, donde redactaba mis guiones. Extrañaba tomar mis lapiceros y crear mundos imaginarios, de historias dramáticas, llenas de humor y finales felices. Más que eso extrañaba tener a mi mascota a mis pies, dispuesta a recoger cada lápiz que se cayera al piso, y que con ello me dijera que siempre estaría ahí para mí. No parecía reprocharme el tiempo que estuve lejos, y aunque solo fuera una semana, sé que quizás ella lo había sentido extenso, mucho más de lo que yo percibí. No quería perderla.

Mi madre apareció nuevamente. Quizás lo había olvidado por su nivel de estrés o su mal humor, pero me entregó una carta que debió darme antes. Ya había apagado las luces el día, y en cambio la luna se mostraba inquieta en el cielo, dejándose ver por las ventanas de aquella casa que pronto dejaría de ser mi hogar. Vi la letra en el sobre, y aunque nunca me había detenido a verla antes, supe que era la de mi abuelo. No podía adivinar la razón por la que me hubiera escrito. Sabía que era para algo importante, nada más. Él nunca fue de aquellos que demuestran sus sentimientos, sino que más bien hacía un esfuerzo por mostrarse siempre imperturbable. Solo su marchita mano en mi hombro había confirmado su afinidad conmigo. Solo la palabra "pendejo", cada vez que la decía, me había mostrado su cariño. Las únicas veces que lo vi compadecerse fue por las desventuras que vivimos con los perros. Aquella carta era para contarme la razón de sus infortunios, y para anunciarme una preocupación que no pudo compartirme antes de marcharse.

Querido Uriel,

El que haya mal en el mundo no es una novedad para nosotros. No todo lo que nos pasa en la vida es bueno, pero es verdad que el bien sabe sacar provecho de todo, aun de lo malo. Tú nunca amaste las mascotas porque en tu familia no se les amó. No tenías de quien aprenderlo. Necesitaste tener una mala fortuna en el amor para darte cuenta de lo bello que es tener un amigo con cuatro patas.

En esta carta te pido que comprendas a tus padres. Todo lo que pasa tiene una causa. Quizás ellos guarden un secreto que no hayan querido contarte. Quizás el tiempo lo descubra. Quizás hasta yo lo sepa, pero me avergüenza ser yo quien te lo diga. Lo que quiero decirte es que yo también necesité ver y sentir la maldad del hombre para descubrir el valor de estos animales. Sé que Pardo ya no podrá estar en casa, y te pido que le busques un buen destino. Una vez quise salvar a los de su especie y no pude. Tenía una deuda con ellos, puesto que yo había sido uno más de los que los trataron mal. Pardo, sin embargo, no escatimó para salvarme, corriendo mi misma suerte.

En esta carta quiero contarte que hace un tiempo trabajé en el zoológico aledaño a nuestro pueblo. Cosas oscuras se esconden tras de él. Cuando renuncié del trabajo traje conmigo pruebas para denunciarlos, pero sabiéndolo todo quemaron mi casa, y por eso me fui a vivir con ustedes. No conformes con haberse deshecho de la evidencia, quisieron vengarse de mí varias veces, por aquellas intenciones de hacer lo que nunca pude. Por eso todo lo malo que me ha pasado.

Debo advertirte que la última vez que vi a tu amigo, Hamilton, fue aquella postrera ocasión que me lastimaron. El conducía la camioneta Toyota de color azul cobalto en la que se escaparon mis enemigos. Tenía dudas al respecto, pensando que mi falta de lucidez por mi estado me hiciera una mala pasada. Pero ahora estoy seguro de lo que te digo. He recordado la imagen en la que los he visto marcharse. Te pido por favor, que cuides a los perros de él, por mucho que te haya ayudado la otra vez a buscar a Foamy, créeme, no es de confiar.

Por último, pendejo, recuerda que la vida golpea, pero nos hace más fuertes. Si pronto encuentras el amor, no lo dejes ir. Hay muchas mujeres que vagan por ahí deseando ser amadas, y tú tienes el derecho de volverlo a intentar.

Cordialmente:

Aparicio.

Aquella carta me estremeció. Era como un rompecabezas al que le faltaban piezas que debía buscar. De entre todas las incógnitas una fue la que quise resolver de manera inmediata. Me comuniqué con Hamilton para pedirle explicaciones. No podía creer que mi mejor amigo resultara ser alguien en quien no pudiera confiar. Para mi tranquilidad, él contestó mi llamada, y al hacerlo, pude escuchar los ladridos tan peculiares de Pardo. Si tenía malas intenciones, al menos hasta aquel momento no las había realizado. Mi amigo accedió a verme cuanto antes. Minutos después estaba en mi casa. Había traído a Pardo consigo. El perro lucía, a pesar de su condición, muy feliz. Estrenaba una silla de ruedas mucho más elegante.

—Le he comprado una nueva con dinero prestado —aclaró—. Sé que con el salario de mi nuevo trabajo no me resultará difícil saldar la deuda.

—¿Tu nuevo trabajo? Pero si es el primero que tienes—afirmé con sutileza, queriendo confirmar lo que recién había mencionado, y a la vez completar la información que don Aparicio me había proporcionado a medias.

—Sí, mi nuevo trabajo. Ya tenía uno antes. Hay algo que debo contarte —dijo, adelantándose a mis intenciones.

—Yo también quería preguntarte algo —interrumpí—. Mi abuelo me ha escrito para advertirme sobre ti. En su carta me ha pedido que no permitiera que tuvieras cercanía con los perros. Ahora que veo a Pardo estoy confundido. Algo aquí no cuadra.

—Déjame explicarte —insistió—. Antes trabajaba en el zoológico. ¿Recuerdas las veces que te he advertido de que nuestro pueblo no es el mejor para los perros callejeros? Al zoológico le interesan, y no es para nada bueno. Empecé a dudar de mi continuidad en ese trabajo desde aquella vez que buscamos a Foamy. Tomé mi decisión definitiva de renunciar cuando vi lo que le pasó a tu abuelo. Yo hacía mi trabajo de trasladar lo que fuera necesario, pero nunca sabía más detalles. Aquella ocasión funesta escuché el ladrido de Pardo, inconfundible para mí desde que te recogí la otra vez, cuando él salió de entre los matorrales. Entonces, bajé los vidrios de la camioneta, acercándome más al lugar, hasta poder reconocerlo. Fui testigo de los últimos momentos de aquella escena espantosa. Al parecer tu abuelo me vio. Impedí que la paliza fuera peor amenazando a los verdugos de dejarlos tirados, pues yo iba a marcharme. No sabía como actuar. Fui yo quien llamó a la ambulancia para que fueran atendidos cuanto antes. Puse la renuncia inmediata después de aquello, y ahora estoy bajo amenaza de no contar nada de lo sucedido. Para reparar algo del perjuicio causado, me ofrecí a cuidar a Pardo. Al igual que tú las mascotas no me llamaron la atención nunca. Pero Pardo es mi mejor amigo ahora. Su silla de ruedas es el signo que me recuerda la bondad más grande de la que he sido testigo. Perdón Uriel. Perdóname. No hubiera querido que nada de esto pasara.

Cuando Hamilton terminó de hablar se rompió en llanto. Yo estaba tan estupefacto que no pude mencionar nada. Me había quedado ensimismado, sin saber cómo reaccionar. No era dueño de mi cuerpo. Me sentía paralizado. Mi lengua se negaba a responder a mis impulsos mientras estos no se pusieran de acuerdo. Una parte de mí quería culparlo. La otra parte quería agradecerle. Ante el encuentro abrupto de emociones divergentes, solo pude hacer una pregunta:

—¿Qué maldad esconden ahí?

Tuve que esperar un momento, el justo para que su llanto se calmara.

—No puedo contarte —dijo al fin, entre sollozos —. También estoy en riesgo ahora.

Mi amigo gimoteaba. Quizás vivía algo similar en su interior. La batalla talvez era entre su intención de doblegarse ante su arrepentimiento y el deseo de serle fiel a su orgullo, queriendo evitar el mostrarse más débil ante mi presencia. Mis ojos ya no lo veían. Mis pupilas reflejaban a la luna. Ella quizás fue testigo de mis lágrimas aquella noche.

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