Capítulo 14
Lo primero que preguntó mi abuelo al verme fue: "¿Dónde está Pardo?". Aunque aquella visita que le hice era, contra todos los impulsos, para sólo interesarme por él, fue él mismo quien me hizo volcarme nuevamente a la intención que en mis pensamientos también imperaba.
—Deja de perder el tiempo conmigo y ve a buscar a Pardo —exigió, con las pocas fuerzas que lo sostenían y con la voz quebrantada no solo por la edad, si no por el dolor que aún sentía, a pesar de que ahora media parte de su cuerpo había perdido la sensibilidad.
—Pero... abuelo... no tengo idea de dónde buscarlo —objeté tímidamente.
—Tú siempre tan pendejo —gruñó, exasperado—. Si supieras a donde ir creo que no estuvieras aquí. Búscalo, donde sea, pero búscalo.
—Al menos, dígame —supliqué—. ¿le ha pasado algo malo antes de que lo viera usted por última vez?
—Estaba muy golpeado, a penas se sostenía en pie. Intentó defenderme. Debes ir por él y hasta que lo encuentres te voy a contar lo que ha pasado.
Salí de la habitación con rapidez, exaltado, tratando de localizar con la vista a mis padres, de tal manera que pudiera evadirlos y así no tener que darles explicación de mi huida. Corrí por los pasillos del hospital a sabiendas de que aquello era prohibido. Maquinaba con insistencia los enigmas que surgían alborotados, cual abejas de una colmena zarandeada, de aquella escueta información que don Aparicio me había proporcionado. Trataba de inmiscuirme en la mente de un animal que se encontraba a no sé cuantos metros, o bien convertirme en uno, para dejar lo cerril de la razón en momentos de desesperación, y aferrarme a la sosegada intuición que hace tomar las decisiones rápidas.
¡Cuán complejo se vuelve un asunto cuando la mente no se ordena, y entre tantos vaivenes de ideas lo más sencillo es inalcanzable! Tuve que tropezar, caer con violencia en el piso rugoso de aquella entrada amplia del nosocomio que dejaba atrás y golpearme la cabeza en un pilar enorme que se erigía para sostener la arquitectura moderna con la que se había diseñado el susodicho centro. Únicamente así pude pensar en una sola cosa: el dolor. El golpe fue lo suficientemente fuerte como para que me doliera, levantándose en mi cabeza un chichote bastante notorio, pero lo suficientemente débil como para que siguiera consciente. Ante aquella única alerta que prevalecía en mi organismo, surgieron en mis razonamientos dos posibles escenarios que desvelaron el camino que debía seguir. En esa situación solo podía, o quedarme ahí tirado esperando que alguien me ayudase o ir yo mismo a buscar auxilio, volviendo al lugar de donde había salido. Como para Pardo la segunda opción no era viable, supuse que la primera era la que él había tomado, mejor dicho, obligatoriamente aceptado. Así como asistieron a mi abuelo así también lo habían asistido a él. Al menos eso era lo lógico.
Volví al hospital y pregunté en emergencia quiénes habían sido los encargados de ir a traer a mi abuelo. Ante mi insistencia accedieron a ayudarme aún poniendo muchos obstáculos para darme la información. Sucedía que los muchachos habían terminado turno y se encontraban en su tiempo de descanso. Pero cuando mencioné la palabra "perro" entendieron qué era lo que estaba buscando. Fue entonces cuando supe que Pardo había sido llevado a una clínica veterinaria, fuera de la ciudad. Los perjuicios de aquel desafortunado evento habían sido igual o peores que los que asolaron a don Aparicio. Pardo había requerido intervención inmediata. Agradecí el compromiso que en mi país se mostraba por el cuidado animal. Ponía en duda desde entonces que hubiera maldad alguna hacia ellos, al menos en el trozo de planeta en el cual habitaba.
Volví a la habitación donde se encontraba mi abuelo y le conté los resultados de mi búsqueda, en las que no necesité ir tan lejos, pero que al final me llevarían más lejos de lo que pensaba. Mi abuelo entonces, sintiéndose más tranquilo, me contó lo sucedido:
—Intentaba volver a la casa pasando por el boulevard de la ciudad. Se encontraban allí unos viejos conocidos con los cuales se podría mencionar que tenía, o aun tengo, cuentas pendientes. Pardo iba conmigo. Me percaté hasta entonces de que no llevaba puesto su collar. Había salido tan ensimismado de casa que no lo había notado. No pensé que fuera un problema si estaba siempre a mi lado, hasta que pasó lo peor. Los que en el boulevard había visto siguieron mis pasos, de una manera tan astuta que no los vi venir, hasta que me acorralaron en el callejón de la avenida del río. Seguramente se movilizaron en un auto. Tú sabes que siempre elijo esa ruta cuando voy a la ciudad, y que prefiero caminar antes que tomar un taxi.
MI abuelo carraspeó. Luego tosió. Hacía enormes esfuerzos para poder hablar. Y cuando tosía se notaba que le dolía mucho. Intenté pedirle que parara, pues sabía que las sondas le hacían casi imposible realizar esfuerzos para seguir hablando. Sin embargo, él decidió continuar:
—Quise, al verme en aprietos, coger el primer carro con sombrero que apareciese, pero acaso dejaron estos de trabajar o acaso se pusieron de acuerdo para no pasar por esa carretera, muy tarde había tomado yo la decisión. Me alcanzaron. Lanzaron contra mí toda clase de improperios. Pardo salió en mi defensa e intentó morderlos, y empezaron a golpearlo. Quise evitarlo, pero la zurra también me la llevé yo. Sentí dolor como nunca antes y caí al piso, entonces vi que Pardo aún quería defenderme, pero el pobre sólo se sostenía con sus patas delanteras. Antes de perder la conciencia, lamenté que estuviera sin su collar. Debes ocuparte de él. Debes ir al hospital donde lo tienen e impedir que después de recuperado lo lleven a una perrera. Tengo fe que, al igual que yo, se repondrá de esta paliza.
No dijo nada más. Yo tampoco respondí. Había entendido perfectamente que su voluntad era que asumiera el cuidado de Pardo, mientras mis padres se ocupaban de él. Hasta entonces recordé que Foamy también nos necesitaba. Quizás sintiéndose angustiada en casa, esperaba a que volviera y me ocupara de ella. Yo también la extrañaba, pero ahora requería que alguien más se encargara de su cuidado. Me despedí de mi abuelo, fui a casa, abracé a Foamy y sentí deslizarse por mis mejillas un par de lágrimas. Aquellas eran por Pardo, pues mi mascota me hacía sentir que también le extrañaba. Llamé a Hamilton, ¿a quién más si no a él? Le pedí que me ayudara con Foamy por un tiempo. Aceptó después de que le insistiera mucho. Preparé una pequeña maleta con lo necesario mientras él llegaba por ella. Recopilé lo preciso para hacer constar que yo era el dueño del perro hospitalizado: collar, tarjeta de vacunación, historial de intervenciones en la veterinaria y fotos. Tan pronto hube terminado, Hamilton hizo sonar la bocina de su camioneta, tan inconfundible a mis oídos que no necesité que lo hiciera de nuevo para salir a su encuentro. Le entregué a Foamy y un kit de elementos para su cuidado, el cual incluía un par de juguetes a los que la perrita se había encariñado. Hamilton, en su ajetreo cotidiano, no pudo ofrecerse a llevarme a la terminal de buses, pero lo que hacía por mí era bastante.
Me dirigí hacia la ciudad vecina con presteza e ilusión por devolverle a Pardo la alegría de ver a los que él amaba. Había demostrado aquel amor con lo que hizo por mi abuelo. Volví a ejecutar los trasbordos para poder llegar cuanto antes. Una llamada bastó para que mis padres estuvieran enterados. Mientras recorría la ciudad mi mirada se posaba en los altos peñascos que sobresalían en los alrededores. Mi mente abrió sus portales a los recuerdos más significativos de mi vida. Trataba de localizar memorias de un amor más grande que el que últimamente había experimentado. De mi niñez surgían algunos chispazos de felicidad, a través de emociones que se vivieron y se almacenaron en algún resquicio de mi alma. Ahora que me remontaba a cada momento inolvidable, pasaba nuevamente por las páginas que escribí con mi primera relación de noviazgo: Michelle aparecía ante mí con su semblante tan bello, con su pelo lacio, con su sonrisa perfecta. Para entonces también me sentía amado. Al comparar todas las determinaciones realizadas en mi relación con mis mascotas, me daba cuenta de lo poco que yo la había amado. Pero al volver a mi memoria su hosca manera de dejarme y cambiarme por otro después de tan poco tiempo, me consolaba diciéndome que ella no merecía mis esmeros. Mis mascotas, en cambio, mantendrían su fidelidad siempre y el amor que yo les diera merecía todas las penas del mundo.
Agotado por los pensamientos y mermado por aquel golpe que me había dado en la cabeza, me quedé profundamente dormido. Me despertó el ayudante cuando estábamos en la última parada. Esa estación era más digna de un tren que de un bus, pero en mi país ya no existían los trenes. Cogí un taxi, de aquellos a los que mi abuelo llamaba carros con sombreros, y pedí que me llevaran hasta la clínica veterinaria, única en toda la zona.
Poco puedo rescatar de mi recorrido por la ciudad, pues mi mente ya se ocupaba solamente de Pardo. Llegados al lugar, bajé y corrí hacia la entrada. Cruzado aquel umbral, me dirigí a recepción para preguntar por el perro característico. Una vez presentadas todas las pruebas requeridas me llevaron al salón donde se estaba recuperando. La noticia que me dieron me traspasó el alma: Pardo había perdido la movilidad de sus patas traseras, y tal cual la suerte de don Aparicio, había quedado parapléjico. Me enseñaron una revista abierta justamente en la sección donde se mostraban distintos diseños de sillas de ruedas para perros. A cada imagen le acompañaba en números vistosos el precio del ejemplar. El amor me había llevado a renunciar a una vida libre de ciertas responsabilidades. Mis ahorros no ajustarían para comprar la más barata. Contar con mis padres era caso perdido. Ellos ya tenían suficiente con el gasto por lo de don Aparicio. Pero fuera como fuese, yo tenía que adquirir la silla de ruedas para mi buen amigo. Sin embargo, la vida da giros inesperados.
Después de un par de días en aquel lugar, hasta que Pardo fuera dado de alta, volví a mi ciudad llevando conmigo una silla y una deuda. Cuando mi abuelo fue llevado a casa y vio la sorpresa, se compadeció tanto que me dio otra parte del dinero. Mis padres habían gastado sus reservas, como me lo había imaginado. Pero Hamilton, al devolverme a Foamy, y saber también lo del perrito, se conmovió tanto como mi abuelo, o más, que me dijo que contara con él y el dinero que faltaba. Al decirme que contaba con él no me imaginé que su compromiso llegara tan lejos hasta que la vida misma lo puso a prueba.
El tiempo siguió transcurriendo de la misma manera. Para él nada cambia. No se inmutaba a pesar de que necesitara yo más de él para tener todos los cuidados necesarios con mi mascota y con mi abuelo. Las fisioterapias hicieron que mi vínculo con Pardo se hiciera más fuerte. El perro amarillo, que ahora era un héroe, demostró su capacidad de adaptación a tal punto que, ya no se veían rastros de aquel que se quitaba de encima todo lo que le estorbara. El uso de la silla de ruedas era una prueba tangible.
Cuidaba de Pardo y Foamy como si fueran mis hijos. En eso se resumió mi vida el último año hasta que encontré trabajo. Justo cuando terminé la universidad ya tenía varias ofertas gracias a algunos contactos de amigos. Sin embargo, todas ellas eran lejos de mi ciudad, en la capital. Hamilton también había logrado ubicarse, pero en un lugar cercano, que le permitía seguir viviendo en la que siempre había sido su casa. Mi amigo Bryan, por su parte, viéndose nuevamente golpeado por el destino, había conseguido su puesto en la capital, al igual que yo, lo que empujaba a que buscáramos la misma casa de alquiler. Ése no fue el único cambio en mi vida.
Los hijos de mi abuelo por fin aparecieron en escena. Enviaron una carta donde pedían a mis padres que les cedieran el cuidado, para alejarlo de aquel entorno donde corría peligro, aun habiendo ya este sufrido tanto. Por mucho que mi abuelo quisiera, no podía llevarse a Pardo con él. Mis padres ya habían adquirido una postura resolutiva: me tenía que llevar a los perros conmigo o ellos los regalarían. Pero, donde Bryan y yo vivíamos, no permitían animales. Entonces les pedí a mis padres un tiempo para arreglar las cosas. Fue entonces cuando Hamilton se ofreció para encargarse de Pardo.
—Deja a Pardo conmigo —pidió—. Sé que de los dos quien debe seguir contigo es Foamy. Pardo, en la condición que se encuentra, necesita cuidado y atención, y mi familia está dispuesta a dárselo.
La metamorfosis que había experimentado mi mejor amigo era más que sorprendente, digna de contemplar. Recordaba la vez que le pedí que buscáramos a la perrita perdida y cómo había menospreciado mi preocupación. La mirada con que abrazaba a Pardo era totalmente distinta a la que le había dirigido cuando salió de los matorrales aquel día. No pude negarme a dárselo. Pardo quedaba en buenas manos. Solo me faltaba algo: lograr llevarme a Foamy.
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