Capítulo 11
Para aquella época del año los campos se llenaban de abundante pasto, y en aquel lugar que tantas veces tuve que atravesar domingo a domingo para acudir a la Iglesia, ya no se podía caminar tranquilamente sin tener miedo. El último susto que tuve fue con una serpiente que había atrapado Pardo, el que ya había crecido tanto como su padre.
Las lluvias de aquel noviembre anunciaron una navidad accidentada, puesto que las calles eran más que intransitables. Los desagües fallaban, el río que quedaba cerca de nuestra casa amenazaba con inundarnos, los techos sucumbían ante la fuerza estremecedora de los diluvios, en los patios se formaban lagunas y en las aceras se hacían vigilancias permanentes para hacer correr el agua por los badenes y así impedir que se metiera en las casas. La humedad había propiciado que en algunas paredes se extendiera el moho hasta un metro de altura. Y las alergias no solo habían afectado a las personas, sino también a los animales. Foamy estaba enferma.
Era tradicional para cada navidad que la familia de mi padre se reuniera. Venían todos sus hermanos que residían en otros países, y se juntaban para ponerse al día y para fortalecer o reparar, si era el caso, los vínculos familiares. Yo había dejado de participar de esas reuniones desde que cumplí los quince años, pues para entonces me comenzaron a interesar las chicas, y no podía perderme las actividades multitudinarias que se celebraban en honor a la fiesta más grande. Fue para esas fechas, entre los meses de noviembre y diciembre, que logré conquistar a mi primera y hasta entonces única novia. Al comenzar mi relación con Michelle se volvió imposible que acompañara a mis padres en aquellas actividades. Celebrar la navidad con ella era para mí lo más importante. Ahora que las navidades habían adquirido otra tonalidad y que giraban en torno a mi mascota, no podía evadir con excusas participar de aquel evento. El cumpleaños de Foamy no era un pretexto válido.
Habían pasado ya dos años desde que mi perrita llegó a cambiarme la vida, y con mucha dedicación logramos conjuntamente evitar que volviera a quedar embarazada. Aquel golpe de perder a tres cachorros nos había sacudido tanto que nunca nos volvimos a sentir preparados para volver a intentarlo. Y fue tan impactante lo que se sintió en la casa, que hasta mis padres estuvieron conmovidos, a tal punto que no opinaron nada al respeto de la presencia de Pardo, el cual no necesitó alejarse para encontrar su hogar. Mi abuelo había sido el principal promotor de quedarnos con aquel cachorrito que nos impresionó por su fortaleza, al ser el único sobreviviente. Fue hasta entonces, cuando ya estaba grande, que empezamos a valorar lo que había heredado de su padre. LA adhesión que Foamy tenía conmigo no solo se había renovado, si no que era más fuerte, pues competía con el apego desarrollado por Pardo. Debo admitir que también llegué a amarlo.
Pardo era un perro temeroso, pero cuando tenía que proteger a los suyos hacía relucir una valentía que yo nunca había visto en nadie. Siempre caminaba con la cabeza hundida, y su porte era muy de un perro cualquiera, callejero, como aquel que había conquistado a mi Foamy. Pero cuando se sentaba y se quedaba quieto, su postura era hermosa. Se le notaba un pecho abultado y con abundante pelaje, que se deslizaba por los lados hasta llegar a sus patas. Sus orejas se caían hacia adelante, y sus ojos eran de un color amarillo intenso. Era igual a su padre, pero no era un perro feo. Quizás tampoco aquel perro desafortunado lo era, y su apariencia era resultado de un trato despectivo por parte de la sociedad que lo rodeaba, en la cual me incluyo. Aquel perro del que hablo no desapareció del todo, y aunque no sabíamos donde vivía, en cada nuevo celo de Foamy lo veíamos rondar la zona. Solo para entonces era cuando hijo y padre se encontraban, pero no precisamente para demostrarse cariño. Pardo defendió el hogar de todo aquel que se acercara, sin hacer ninguna excepción. Y cuidaba de su madre, especialmente cuando estuvo enferma, lo que cumplió fielmente hasta que sucedió aquel evento desafortunado.
Para aquel año los tradicionales visitantes habían propuesto como sede nuestro hogar, pero los últimos incidentes lo hicieron imposible. Por lo tanto, el arreglo era que ellos llegarían a traernos en una camioneta. Las lluvias se habían calmado un poco, pero los vientos de diciembre, tan gélidos como siempre, me hicieron dudar al respecto de aceptar aquella invitación, pues yo no podía irme sin Foamy, y ella no estaba en condiciones para salir. Sin embargo, era aquella una situación tan comprometedora, que no podía decir que no. Creí dejar todo controlado, con mi abuelo encargándose de cuidar a los perros, y nos dispusimos los varones en la tina de la camioneta, por lo que pude darme cuenta de lo que en aquella noche pasaría. Habiendo recorrido unos doscientos metros, vimos cómo Pardo y Foamy venían corriendo tras de nosotros. No puedo explicar cómo lograron escaparse, pero la escena fue más que conmovedora, al ver que de ninguna manera aquellos animalitos querían separarse de mí. Mi abuelo ya no era competencia.
—Papá, Foamy y Pardo nos persiguen. Pídale a mi tío que se detenga. Hay que llevarlos —requerí, preocupado y con insistencia.
—Déjalos —interrumpió un primo llamado Joseph—. No van a mantener el ritmo y seguramente no tendrán otra opción más que la de regresarse.
—Joseph tiene razón, Uriel. Ya tendrán que rendirse y volverán a casa —sentenció mi padre.
Decepcionado me resigné a no seguir insistiendo, pero mientras ellos dejaron de poner atención a los perros para continuar con la animada conversación que los ocupaba, yo los seguí observando, y para sorpresa mía, los perros mantenían su carrera sin rendirse. No podía soportar verlos así, y tampoco toleraba la actitud de mi familia al respecto. Desesperado volví a pedir lo mismo:
—Vamos papá, dile a mi tío que se detenga. Tenemos que llevarlos a ellos también. ¡Míralos! Siguen corriendo. No van a rendirse y ya están muy lejos de casa.
—Mira Uriel, saliendo de la ciudadela tendremos que rodear el Coloso, ahí ya no nos verán y van a regresarse. Los perros son astutos y no tendrán problema en volver y en esperarnos hasta que estemos de nuevo en casa.
Me quedé taciturno. Mi padre no era de poner atención a los detalles, no sabía que Foamy estaba enferma. Ensimismado pensaba en que el Coloso, como se le conocía al edificio de 6 pisos y que era el más grande de la ciudad, quedaba muy lejos de casa, quizás a dos kilómetros. Me preguntaba que tan ciertas podrían ser las palabras de un hombre que, al igual que mi madre, nunca había tenido mascotas. ¿Qué podía entender de mi preocupación alguien que era escéptico a la relación con animales? ¿Cambiaría su posición si le dijera que ella estaba enferma o se reiría de mí? ¿No sería su actitud un signo de evasión a algo que para él no era importante? ¿Podía yo quedarme tranquilo después del gran esfuerzo mostrado por mis grandes y fieles amigos, con la incertidumbre de que si realmente podrían volver a casa? Retorné a la realidad, escapando de mis pensamientos, movido por la compasión que les dedicaba a mis mascotas, para mirar la estela del camino recorrido. A la distancia aún se veía a los dos cachorros corriendo. Ambos eran intrépidos, y ahora notaba que también eran resueltos y obstinados. ¿Era aquella terquedad algo propio de su vínculo sanguíneo?
—Padre, míralos, aún vienen tras de nosotros. Ya estamos muy lejos y es peligroso —insistí.
—Basta Uriel, no eches a perder nuestro viaje. Ya salimos y no nos vamos a detener por ellos. Resígnate a que vuelvan por su propia cuenta a casa.
Tuve tanta furia que preferí quedarme callado, para no explotar y con ello hacerlo quedar mal ante mis primos. Sin embargo, mi enfado era monumental. De ser una persona más impulsiva quien sabe hasta que punto hubiera llegado. Seguí observando a mis pequeños, fatigados, pero sin rendirse, que mantenían el ritmo y no parecían estar más lejos. De ninguna manera iban a retroceder. Por fin llegamos al Coloso, y una vez que lo rodeamos, fijé mi mirada en el contorno de la carretera, por la parte que recién habíamos pasado, con la seguridad de que vería a los perros emerger de la nada. Mi corazón latía con fuerza y aceleración nunca antes sentida, que incluso puedo asegurar que se trataba de una pequeña taquicardia, quizás unido a lo que padecían mis mascotas. La camioneta tuvo que detenerse por un infortunio en un auto que iba más adelante, al cual intentaban sacar de la carretera, para no seguir parando el tráfico. Agradecí al cielo por eso. Pasaron pocos minutos para notar que Pardo resurgía de entre la oscura neblina y nos seguía con la misma velocidad inicial. Pero ya venía solo. Foamy había quedado relegada.
Me bajé de la tina, aprovechando que estábamos estacionados, y me fui directamente a hablar con mi tío, quien sorprendido me vio aparecer ante él, con un rostro de pocos amigos.
—Tío Arnold, por favor, no arranque hasta que mi perro nos alcance. Nos ha estado persiguiendo en todo el camino.
Era aquella vez la primera que tenía la confianza para pedirle algo. Nunca antes me había dirigido a él en busca de un favor porque su sola presencia era intimidante. Por esa razón le suplicaba a mi padre que fuera él quien pidiera que se detuviera. Pero me encontré con que las apariencias engañan, y mi tío, en lugar de responderme de una mala manera, sí que mostró compasión con el pequeño animal.
—Claro Uriel. Vamos a esperarlo —dijo.
Pardo nos alcanzó rápido, tanto que no hubo que perder mucho tiempo después de que la vía estuviera despejada. Sus patas estaban cubiertas de lodo y en todo su cuerpo se había respingado; los testigos no hicieron más que vernos con apatía. Lo subí a la tina y me encargué de abrazarlo, consolarlo, y devolverle con afecto las fuerzas que había perdido. Él, sin embargo, se mostraba contento, como si hubiese alcanzado el mayor logro de su vida, sabiéndose con nosotros. Pero Foamy, mi pequeña Foamy, ya no apareció. Mi padre volvió a insistir en que encontraría la manera de volver a casa, mientras yo no podía dejar de pensar en ella. Sé que en otras condiciones también hubiera logrado alcanzarnos, pero Foamy, insisto, aún estaba enferma.
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