Capítulo 10
El veterinario me agobió con consejos abundantes para el cuidado de una perra embarazada. La cita había iniciado con el típico discurso, en ocasiones innecesario, donde se apunta a despertar arrepentimiento, dejándome muy claro que no era recomendable haber permitido que la perrita quedara preñada en su primer celo. Cuando notó que sus palabras no habían servido más que para hacerme sentir peor, trató de consolarme asegurando que Foamy se había desarrollado tan bien en sus primeros meses, que a lo mejor no tendría ningún tipo de dificultades, puesto que ya no iba a crecer más. Aunque aún no estaba listo para vivir ese proceso, donde mi mascota iba a ver como su cuerpo se iría transformando, entendí que la vida está llena de cambios, y que por lo tanto se requiere una innegociable capacidad de adaptarse. Lo bueno de aquel momento es que no solo era yo, sino que Foamy también enfrentaba una situación así, y en lugar de alejarnos, nos unimos más.
Fue evidente su cambio de humor. A pesar de que Tonky ya se había marchado, justo un día después de que descubriera el romance de mi mascota con otro perro, ella seguía huraña, muy distante de nosotros y constantemente agotada. Como es natural, su intrepidez desapareció aquellos días. Dejaron de sucederse las travesuras, y los juegos fueron pospuestos para un futuro no tan cercano. Foamy daba un paso de madurez hacia una maternidad naciente y en constante formación. La necesidad de apoyo que ella mostraba era la única razón que me bastaba para perdonarla por haberme lastimado de aquella forma. Naturalmente empecé a ver a mi perrita como si fuera una hija, y hasta entonces empecé a visualizarme como padre. Definitivamente no estaba preparado.
Pero ese cambio de escenario también hizo que en mi personalidad se diera un paso hacia la madurez. Foamy representaba una responsabilidad delicada que debía asumir con amor, y aquel perdón genuino era la primera prueba de que realmente amaba a mi cachorrita. Quizás me equivoqué al dejar que en su primer celo ella quedara embarazada, quizás nunca debía haberla dejado tener hijos, pero yo era un torpe, que nada sabía de mascotas y que tenía su primera experiencia, cometiendo los errores típicos de un primerizo, sobre todo cuando el ambiente a mi alrededor jugaba en contra. Si no fuera por mi abuelo quizás me hubiera ido peor. Ahora lo que valía era que Foamy traería a nuestro hogar cachorritos, pero para entonces no podíamos pensar en ellos, porque teníamos demasiadas cosas en que concentrarnos para con la nueva madre.
La habitación de huéspedes fue desalojada. Mi madre, aun con todo su escepticismo, aceptó que la perrita necesitaba un lugar nuevo, nunca antes explorado por ella, donde no hubiese luz, y la oscuridad se convirtiese en su nueva amiga, aliada necesaria para cuando llegara el momento del parto. Seguí al pie de la letra las recomendaciones que el veterinario me había dado y que ameritaron ser anotadas en una libreta, para que nada se me escapara. Pero en medio de todas las cosas que hice nunca dejé que me faltara el amor. Quince días después ya estaba hecha la camita donde Foamy pudiese acomodarse para recibir a los pequeños. Había incluido en el diseño algunos puntos que me mencionó el doctor, especialmente los que trataban sobre el cuidado de las crías, para evitar accidentes.
Pronto pasó de estar huraña a estar mucho más cariñosa. Al parecer intuía que nosotros habíamos aceptado su nueva condición. Quizás estuviera asustada ante lo novedoso que era todo, pero los animales se enfrentan a las situaciones de la vida con gran coraje, como si trajeran en su código genético un manual de instrucciones. Cuando hacía comparaciones probablemente el más asustado era yo. Y mientras más avanzábamos en el tiempo más miedo sentía, quizás porque algo en mi interior me avisaba de lo que nos tocaría vivir.
Foamy fue bañada dos veces en aquel período. Una vez fue inmediatamente después de lo sucedido con el perro que hasta entonces era desconocido, y la otra fue un mes después, justo a mitad de su embarazo, lo que sirvió de preparación para llevarla al veterinario, pues para esa visita él la revisaría y me diría cuantos cachorros venían en camino.
—¡Hey, Uriel! ¡Foamy está bastante bien, lo noto con solo verla!
—¿Cómo está, don Fabri? Pues hasta el momento no he tenido complicaciones, creo que ella lleva el proceso bastante bien.
Don Fabricio se había convertido en un amigo más, y aunque confiaba en todos sus procedimientos, nunca fue así con sus presagios. Lo que más temía de aquella visita es que me pasara algo similar a la primera, donde me había dicho que la perrita moriría. Se entretuvo acariciando al animal, y yo volví a hablar:
—Ya sabe usted a lo que vengo.
—No te preocupes —dijo —. En eso estoy. También tengo prisa.
Y después de seguir una serie de pasos, según lo indicaba el protocolo, sonrió para avisarme:
—Puedes llevártela. Te recomiendo esta comida que contiene los nutrientes necesarios, que, aunque coma poco, nada le faltará. Te felicito porque tu amiga tendrá 4 cachorritos. Todos parecen estar muy bien y serán perros muy saludables.
La falta de apetito de Foamy era algo que me preocupaba, pero que el veterinario ya me había avisado. Lo único que tenía que cuidar después era que siempre comiera. Aquel regreso a casa fue un poco melancólico, extrañé cuando Foamy estaba pequeña, cuando era más apegada a mí, y pensaba en que, cuando estos cuatro nuevos amiguitos se fueran a un nuevo hogar, quizás tendrían ellos una mejor suerte que aquella que tuvo su mamá conmigo. Regalar a los cachorros era la única condición que mi madre había puesto para que yo hiciera todo lo necesario en la casa para su parto. El resto de días faltantes, hasta cumplirse los sesenta, me encargué de que mi mascota hiciera ejercicios, llevándola a pasear por las tardes y por las noches, lo que según el veterinario era muy necesario. Mi abuelo siempre me acompañó y me ayudó, quizás porque se sentía culpable de que el padre de los cachorros fuera un perro de la calle, o porque simplemente disfrutaba de hacer cosas con la perrita. El la llevaba a pasear por las mañanas.
Llegó el día del parto y no tuvimos complicaciones. Foamy se había acomodado perfectamente en la cama que preparé para ella y el cuarto que le dimos le daba tranquilidad. Fue su comportamiento agitado y aunado a ello unas pequeñas convulsiones que la estremecieron, lo que nos avisó que el momento se acercaba. Cuando todo terminó, me acerqué a verla, y ya los cachorros estaban mamando. Pude reconocer levemente sus colores: dos parecidos a ella, uno color blanco totalmente, y uno blanco con manchas amarillas; otro un poco más grande que todos, totalmente amarillo, parecido a su padre, el perro aquel callejero; y, por último, el más pequeño. Ese era, además, más afelpado, y tanto el pelaje rizado, como los colores blanco y café, eran parecidos a los del perro de Héctor, Tonky. Entonces comprendí que aquel pequeñín era la respuesta que Foamy había tenido a la petición que le hice. Ella había escogido a un perro, pero por mí permitió que otro también la preñara. Foamy hizo un esfuerzo por agradarme, aunque su instinto animal la llevara a otra dirección. No supimos cuando había sucedido, pero al ver la prueba tan palpable no quedaban dudas de lo que había pasado. No pude evitar derramar mis lágrimas.
Mientras llegaran a sus hogares y en cuanto supe sus sexos, usé nombres temporales para identificarlos: las dos primeras eran hembras y les puse: Lacky y Sasha. El amarillo, que era macho, se llamaría Pardo, y el más pequeño de todos e hijo de otro padre, también macho, se llamaría Dinky. Pero las cosas, que parecían buenas, no lo fueron del todo. Antes de que se cumpliera el mes tuve que enfrentarme a la cruda realidad que carea el que cuida de una mascota, y es que siempre se tienen que transigir momentos dolorosos.
Diez días después, y sin saber por qué razones, Lacky estaba muerta. Trastocado por la escena fui testigo de como la misma Foamy la llevó con su hocico, bajando las escaleras, atravesando luego la cocina y buscando el patio después, para escarbar, haciendo un hoyo, y finalmente enterrarla. Mi abuelo, al igual que yo, siguió todo el parsimonioso acto de despedida, y procuró explicarme, para conseguir el consuelo mío, que eso era normal que sucediera en el primer parto, pero yo no lo aceptaba. Antes de que llegara el mes después del nacimiento, tuvimos que ver repetirse aquel acto cuando primero Dinky, y luego Sasha, también murieron.
El único sobreviviente de la camada, Pardo, sí logró prevalecer. Cumplido el mes lo llevé al veterinario para las primeras acciones, y don Fabricio, que sorprendido ratificó que solo uno hubiera permanecido, vio como una vez más sus predicciones habían fallado. Después de hacerme un prolongado interrogatorio sobre todas mis acciones en torno a la camada, para convencerse de que no había sido mi culpa, terminó aceptando que se había equivocado. Para mí no fue fácil asimilar lo ocurrido. Yo era el mismo que había salvado a Foamy de la muerte y ahora, cuando creí que amaba más, vi morir a tres perritos en mi hogar. Las constantes acusaciones de mi madre me ahogaban, y por momentos pensaba que era verdad lo que ella decía: que no estábamos hechos para cuidar animales, que ellos encontraban en nuestro entorno un destino fatídico. Ver a mi abuelo y cómo él me apoyaba; ver a Foamy y a Pardo aún vivos; y verme a mí con mis deseos de seguir adelante a pesar de todo, parecía ser suficiente para alejar aquellos pensamientos. Pero no pude más que crear uno nuevo: y... ¿si Pardo y Foamy solo estaban prolongando su encuentro con su destino fatídico? ¿Y si al final lo que había hecho era aferrarme a algo que no funcionaría?
Ante esas preguntas el fantasma de Michelle apareció y recordé cómo también me esmeré tanto para mantener la relación viva, y a pesar del gran esfuerzo todo había terminado. Aquel miedo que sentí durante el período de gestación de Foamy no desapareció, sino que se hizo más grande.
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