Capítulo 4: El Desierto de los Secretos
El sol abrasador del desierto castigaba sin piedad a la pequeña caravana que se abría paso entre las dunas interminables. Nalia, Adad e Ishara llevaban ya tres días de viaje, alejándose cada vez más de la seguridad de los Jardines Colgantes. El paisaje árido y desolado contrastaba brutalmente con la exuberancia a la que la princesa estaba acostumbrada.
—Adad —llamó Nalia, su voz ronca por la sed—, ¿estás seguro de que vamos en la dirección correcta?
El capitán de la guardia asintió con gravedad. —Según los informes de nuestros espías, princesa, el ladrón se dirigía hacia el antiguo templo de Eridu. Es nuestro mejor indicio.
Ishara, que cabalgaba junto a Nalia, intervino con preocupación. —Pero ese templo lleva abandonado siglos. ¿Por qué iría allí?
—Porque —respondió Nalia, recordando las lecciones de historia de su infancia—, Eridu fue la primera ciudad de los dioses. Si hay un lugar donde la barrera entre nuestro mundo y el de los djinn es más delgada, sería allí.
El grupo continuó su marcha en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Nalia no podía dejar de pensar en Kairon, en la conexión que había sentido con él. ¿Realmente era un ser maligno, como su madre había insinuado? ¿O había algo más en su historia?
Al caer la tarde, cuando el calor comenzaba a ceder, Adad señaló hacia el horizonte. —Mirad, un oasis. Podemos acampar allí esta noche y reabastecernos de agua.
Se dirigieron hacia la promesa de agua y sombra, pero a medida que se acercaban, Nalia sintió que algo no estaba bien. El aire parecía vibrar con una energía extraña, y un escalofrío recorrió su espalda a pesar del calor.
—Adad —susurró—, ¿no te parece que esto es...?
—¿Una ilusión? —completó el capitán, su mano ya en la empuñadura de su espada—. Sí, princesa. Estemos preparados para cualquier cosa.
Apenas habían terminado de hablar cuando el oasis comenzó a distorsionarse frente a sus ojos. Las palmeras se retorcieron como serpientes, y el estanque de agua cristalina se transformó en un remolino de arena. De pronto, se encontraron rodeados por una docena de figuras encapuchadas que parecían haber surgido de la nada.
—¡Proteged a la princesa! —gritó Adad, desenvainando su espada y colocándose frente a Nalia.
Ishara, para sorpresa de todos, sacó un par de dagas de entre sus ropas. —No os preocupéis, mi señora —dijo con una sonrisa tensa—. No soy solo una doncella.
Las figuras encapuchadas atacaron. Eran rápidas y letales, moviéndose como si la gravedad no les afectara. Adad luchaba con la ferocidad de un león, su espada un torbellino de acero que mantenía a raya a varios atacantes a la vez. Ishara, por su parte, se movía con la gracia de una bailarina, sus dagas encontrando puntos débiles con precisión mortal.
Nalia, sin embargo, no estaba indefensa. Cerrando los ojos, se concentró en la energía que había sentido despertar en el templo. Con un grito, extendió sus manos, y ondas de energía azul brotaron de sus palmas, derribando a varios atacantes.
Pero eran demasiados. Por cada enemigo que caía, parecían surgir dos más de la arena. Nalia sintió que su recién descubierto poder comenzaba a flaquear, y vio que Adad e Ishara también mostraban signos de agotamiento.
Fue entonces cuando lo oyó. Un rugido ensordecedor que pareció hacer temblar el propio desierto. De repente, una enorme figura alada descendió del cielo nocturno, lanzando llamaradas que dispersaron a los atacantes.
—¡Un dragón! —exclamó Ishara, con una mezcla de asombro y terror.
Pero no era un dragón cualquiera. Sobre su lomo, Nalia distinguió una figura familiar. El dragón aterrizó junto a ellos, y Kairon saltó ágilmente al suelo.
—Princesa —saludó con una sonrisa torcida—, parece que llegué justo a tiempo.
Adad se interpuso entre Kairon y Nalia, su espada en alto. —¡Atrás, ladrón! No darás un paso más.
Kairon levantó las manos en señal de paz. —Tranquilo, capitán. Si quisiera hacerles daño, los habría dejado a merced de los Hijos del Desierto.
—¿Los Hijos del Desierto? —preguntó Nalia, dando un paso al frente a pesar de las protestas de Adad—. ¿Quiénes son?
La sonrisa de Kairon se desvaneció. —Una antigua secta de adoradores de los djinn oscuros. Han estado esperando este momento durante milenios. —Miró a Nalia con intensidad—. Y ahora que la barrera entre mundos se debilita, están decididos a aprovechar la oportunidad.
Nalia sintió que la cabeza le daba vueltas. Había tantas preguntas, tantos misterios por resolver. Pero antes de que pudiera decir nada más, Kairon se acercó a ella, su expresión seria.
—Princesa, sé que no tienes razones para confiar en mí, pero debes escucharme. El peligro es mayor de lo que imaginas. La Flor del Eterno Amanecer es solo una parte de un plan mucho más grande.
—¿Y supongo que tú no tienes nada que ver con ese plan? —intervino Ishara con sarcasmo.
Kairon bajó la mirada, y por un momento, Nalia vio vulnerabilidad en sus ojos. —Las cosas... son complicadas. Pero les juro que no busco la destrucción de Babilonia ni de los Jardines.
Adad gruñó con escepticismo, pero Nalia lo silenció con un gesto. Había algo en la voz de Kairon, en la forma en que la miraba, que le decía que estaba diciendo la verdad. O al menos, parte de ella.
—¿Qué propones entonces? —preguntó Nalia.
—Vengan conmigo a Eridu —respondió Kairon—. Allí encontraremos respuestas. Y tal vez, una forma de detener lo que está por venir.
Adad e Ishara miraron a Nalia, esperando su decisión. La princesa sabía que lo que estaba a punto de hacer podría cambiar el curso de todo, pero en su corazón, sentía que era lo correcto.
—Iremos contigo —declaró finalmente—. Pero si esto es una trampa, Kairon, juro por todos los dioses que...
—No lo es —la interrumpió él, sus ojos brillando con una emoción que Nalia no pudo descifrar—. Tienes mi palabra.
Mientras el grupo se preparaba para partir hacia Eridu, montando en el lomo del dragón (que Kairon presentó como Azula, su compañera desde la infancia), Nalia no pudo evitar sentir que estaban al borde de algo mucho más grande de lo que habían imaginado.
Lejos de allí, en las profundidades de un templo subterráneo bajo las ruinas de Eridu, Akhenaton se inclinaba sobre un antiguo altar. La Flor del Eterno Amanecer flotaba en el aire frente a él, sus pétalos emitiendo un brillo sobrenatural.
—Pronto, hermanos míos —murmuró el anciano djinn—. Pronto seremos libres.
A su alrededor, sombras se arremolinaban, susurrando en una lengua olvidada hace milenios. Akhenaton sonrió, sus ojos brillando con un fuego interno.
—Kairon, mi joven aprendiz —dijo al aire—, espero que no me decepciones. El destino de dos mundos depende de tus acciones.
Con un gesto de su mano, una imagen se formó en el aire. Mostró a Nalia y su grupo volando sobre el desierto en el lomo de Azula. Akhenaton observó a la princesa con interés.
—Ah, jovencita —susurró—. Si supieras el papel que estás destinada a jugar... —Su sonrisa se ensanchó, revelando dientes inhumanamente afilados—. Que comience el juego.
El vuelo hacia Eridu fue una experiencia que Nalia jamás olvidaría. El viento azotaba su rostro mientras sobrevolaban el desierto bajo un manto de estrellas. A pesar del peligro y la incertidumbre, no pudo evitar maravillarse ante la vista. Babilonia, los Jardines Colgantes, todo parecía tan lejano ahora.
Kairon, sentado detrás de ella, le explicaba la historia de Eridu y su conexión con los djinn. Según él, la ciudad había sido fundada en los albores del tiempo, cuando dioses, humanos y djinn aún convivían en armonía.
—Pero algo cambió —dijo Kairon, su voz apenas audible sobre el rugido del viento—. Hubo una gran guerra, y los djinn fueron desterrados a otro plano de existencia.
—¿Por qué? —preguntó Nalia, girándose para mirarlo—. ¿Qué causó la guerra?
Kairon guardó silencio por un momento, como si pesara sus palabras. —La ambición —respondió finalmente—. Tanto de los djinn como de los humanos. Ambos bandos codiciaban el poder del otro.
Nalia reflexionó sobre esto. ¿Era posible que la historia que le habían enseñado toda su vida fuera solo una parte de la verdad?
Mientras el alba comenzaba a teñir el horizonte de rosa y oro, Azula comenzó a descender. Ante ellos se alzaban las ruinas de una ciudad antigua, sus edificios medio enterrados por la arena del desierto. En el centro, un zigurat se elevaba hacia el cielo, desafiando el paso del tiempo.
—Bienvenidos a Eridu —anunció Kairon mientras aterrizaban—, la ciudad donde todo comenzó... y donde todo podría terminar.
El grupo desmontó, observando las ruinas con una mezcla de asombro y aprensión. Adad mantenía una mano en la empuñadura de su espada, sus ojos escudriñando cada sombra en busca de peligros ocultos. Ishara, por su parte, parecía fascinada por los antiguos grabados que decoraban las paredes medio derruidas.
—¿Ahora qué? —preguntó Nalia, volviéndose hacia Kairon.
Pero antes de que el joven pudiera responder, un temblor sacudió el suelo bajo sus pies. Del zigurat emanó un resplandor verde, y una voz atronadora resonó en sus mentes:
«Los hijos de dos mundos han regresado. Que comience la prueba.»
Nalia miró a Kairon, buscando respuestas, pero vio que él estaba tan sorprendido como ella. Fuera lo que fuese lo que les esperaba en Eridu, era evidente que no iba a ser un simple viaje de descubrimiento.
Mientras el sol se alzaba sobre las ruinas de la ciudad más antigua del mundo, Nalia, Kairon y sus compañeros se adentraron en el zigurat, sin saber que cada paso los acercaba a un destino que cambiaría el equilibrio entre dos mundos para siempre.
En las profundidades del templo, Akhenaton sonrió. Las piezas estaban en su lugar. Pronto, muy pronto, el velo entre los mundos se rasgaría, y los djinn reclamarían lo que una vez fue suyo. Y en el centro de todo, una princesa y un ladrón, unidos por un destino que ninguno de los dos comprendía aún.
El corazón de Babilonia latía con fuerza, su destino pendiendo de un hilo tan delicado como los pétalos de la Flor del Eterno Amanecer.
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