9. Sola

A pesar de que mi único deseo era llorar hasta que todo lo que quedara de mí fueran lágrimas saladas, no tuve tiempo para hacerlo.

La caída fue tan vertiginosa como dolorosa. Aterricé en el techo de hormigón de una casa maltrecha, adquiriendo varias raspaduras al instante. El peso del impacto destrozó mi cuerpo. A duras penas me quité el equipo del paracaídas que tanto me incomodaba.

Permanecí tendida en el suelo igual que el cadáver de un ave que murió en pleno vuelo, sintiéndome adormecida, como si todas las palabras que dije y los actos horribles que cometí mutaran y se unieran a la oscuridad que ya sabía que crecía y serpenteaba dentro de mí. Fui cruel, dañé a muchos, incluso a mí misma, y no me arrepentía de ello. Solo me arrepentía de herir a quienes no se lo merecían. Les debía una disculpa sincera. Me mostraron cómo era jugar en equipo.

Aun así, extrañaría el raro compañerismo que hallé en algunos de los rebeldes porque sabía que las cosas serían muy diferentes una vez que volviera a mi vieja vida.

No quería darle tantas reflexiones al tema e internarme en un laberinto de interrogantes. Debía salir de la ciudad antes de que anocheciera.

Me levanté con las extremidades adoloridas y me despojé del uniforme blanco mientras observaba el aeropuerto falso desde la distancia con la barbilla en alto. Debajo vestía una camiseta negra y ajustada y unos pantalones cortos del mismo material elastizado. No era mi atuendo soñado para las circunstancias, pero lo haría funcionar. Los caballeros negros de Lucien todavía me estaban cazando y los oficiales blancos no serían piadosos si me encontraban de casualidad en un territorio inhabitado.

La casa vieja, aburrida, y cubierta de polvo no me proveyó nada más allá del cuchillo de cocina que no había perdido el filo y había sido abandonado en la mesa de la sala junto con los esqueletos que debieron ser los dueños de la casa y murieron mirando la televisión. Durante las guerras previas a Idrysa, donde vaciaban ciudades como esas, no solo bombardeaban los lugares, sino que tiraban gases tóxicos para asesinar a los habitantes. Su efecto nocivo se evaporó décadas atrás o yo no estaría respirando.

―Permiso, supongo que ya no lo usaran ―dije en un vago intento de ser respetuosa.

Acto seguido, me encaminé hacia la puerta que se desplomó en el momento en que tiré de ella para abrirla. Qué fiasco. Tosí a causa de la nube de polvillo que levantó y pisé el concreto de la calle sin nombre.

No había nada.

Por donde se mirara, no había un rastro de vida más allá de las ramas y las hojas verdes de las enredaderas que se esparcían por cada rincón como flores en una tumba monumental. Coches, casas, cadáveres. A la naturaleza no parecía importarle o quizás era ella dando su pésame. Jamás lo sabría.

Me sorprendió que el olor predominante fuera el de la vegetación. Cualquier indicio de la descomposición de los habitantes o de las construcciones había sido superado por las lluvias constantes que debían inundar el sector e incrementar el manto verde que cobijaba las locaciones que sobrevivieron.

Atravesé la zona residencial, escondiéndome en las sombras de las edificaciones porque no quería encontrarme con ningún sensor o cámara indeseada. Me esforcé, de verdad me esforcé para no pensar en lo que hice para estar allí o en los acontecimientos espantosos que azotaron aquella ciudad, sin embargo, seguí la ruta que estudié con eso en mente.

Era la primera vez en toda mi vida que estaba sola. Completa y totalmente por mi cuenta. Sin aliados o enemigos a la vista. Sin nada más que yo y mi mente maestra y malévola.

Podría continuar con el plan o abandonar todo y vivir en aquel espacio olvidado y el hecho de que tenía el poder de elegir una de las dos sin la presión de nadie más me desconcertó a la vez que me quitó una mochila de encima.

¡Podía elegir!

¡Yo!

Qué locura.

Sonreí para mis adentros. Me acerqué caminando al centro donde se ubicaban los edificios más altos que milagrosamente se mantenían de pie y me regalaban un vistazo de la sociedad que la humanidad había intentado construir antes de destruirla.

Nunca me dieron esa oportunidad. La oportunidad de elegir por mí misma.

Se sentía raro, como si me hubiera sido pobre toda mi vida y, de repente, ganara la lotería y no supiera qué comprar primero.

Mi peor miedo siempre fue terminar sola, no obstante, lo estaba en ese preciso momento y lo único que me llenaba era una sensación impensada de liberación. Ni siquiera en mis fantasías más salvajes pensé que enfrentaría ese temor. Me alegró hacerlo. Me alegró saber que si todos mis planes perecían o si yo acababa siendo la última persona en el planeta, estaría bien. Algo bueno salió de aquella experiencia.

Aun así, no dejé de ser consciente de la tristeza que me arrinconaba.

El sector actual se diferenciaba demasiado del Territorio Blanco que visité con anterioridad. La ciudad seguía intacta y a la vez no. Murió sin advertencia, por ende, la evidencia yacía en todos lados. Avenidas con muertos, parques infantiles llenos, escuelas abiertas con estudiantes, pisos y pisos de torres repletas de trabajadores, museos con visitantes muertos, y restaurantes con comida que se pudrió con el tiempo. Leí sobre cada cosa que hacían en el pasado en los libros ilegales que conseguí y siempre me dio curiosidad saber cómo fue vivir así y qué los llevó a destruirse. Ya tenía una respuesta: la humanidad.

Aunque el virus puso las ruedas en movimiento, las personas la volaron en pedazos.

Estaba decayendo y acariciando mis brazos cuando de repente me topé con una larga pasarela con vista a la playa y la enorme masa de agua que me separaba de la formación de islas que se alzaba en la lejanía.

La playa.

Mi sueño.

El sueño que compartí con alguien más.

Aunque me apenó que la primera vez que la viera fuera sin compañía, nada me quitaría la imagen del paisaje hermoso, el sonido de las olas meciéndose, el aroma salado y peculiar que había en la brisa, o las nubes cubriendo el horizonte de la mente.

Sé fuerte, me repetí sin cesar mientras transitaba el lugar a toda prisa para salir y el límite de la ciudad no parecía aparecer por ningún lado. No había nadie más para decírmelo.

Más tarde, el sol se marchó, abandonándome a mi suerte, y la noche hizo que el terreno se volviera diez veces más aterrador. Por alguna razón, cada ruido y sombra me sobresaltó y obligó a levantar mi cuchillo de confianza y tomar una pose amenazadora. La paranoia se llevaba lo mejor de mí a la par que el viento intenso me robaba el calor.

Para colmo, no había comido o bebido nada desde que me subí a la aeronave para la misión. Quería tirarme al suelo, descansar mis pies adoloridos, y morir allí. Pero había pasado cosas peores, así que no me rendí, no lo hice y mi trabajo dio frutos.

Túnel de salida.

Tras andar como una vagabunda por una senda, rogando que fuera la correcta, di con el túnel de salida de la ciudad que se conectaba con los demás pueblos de Idrysa y sería mi salvación. Habría saltado de felicidad de no ser por un gran detalle que noté desde la entrada: estaba totalmente oscuro y ruidos sospechosos provenían de su interior.

―Mierda ―susurré en voz alta, sintiéndome pequeña y desprotegida frente al peligro.

¿Por qué motivos?

La electricidad había perdido su poder hacía décadas, por ende, no existía forma de iluminar el camino y usar una antorcha en las tinieblas sería como ponerme un blanco en la frente y pedir que vinieran a atacarme. Si cruzaba, tendría que hacerlo a oscuras.

Además, los sonidos que hacían eco en el túnel se asemejaban demasiado a los que los infectados hicieron a la hora de devorar a sus víctimas. Los recordaba a la perfección. Se me erizó el vello de la nuca con tan solo imaginar una horda de ellos. El miedo hizo que se me fuera el hambre.

La posibilidad de que hubiera personas enfermas con el virus allí me aterró no porque no supiera defenderme, sino porque no quería pasar por aquel trauma sola de nuevo. Miré para todos lados, buscando otra salida, y comprobé una verdad que ya sabía: esa era la única.

Maldije en mi interior. No deseaba alertar a nadie. Si yo fuera un monstruo, me ocultaría en aquel túnel.

¿Por qué mejor no me tiraba de un puente y listo?

Sería más fácil y menos doloroso.

Supuse que era mi karma por lastimar a mis amigos.

¿Dónde estaba la luz al final del túnel cuando se la necesitaba?

Muy lejos.

Puse el mango del cuchillo en mi boca, me hice de nuevo una coleta ajustada e ideé un plan de acción muy básico que podía salir bien o muy mal. No podía quedarme allí para siempre. Debía continuar de algún modo.

Recuperé mi arma robada a medida que me armaba de valor como lo hice muchas otras veces.

Aquí voy, murmuré en mi interior, suplicando que el trayecto no fuera largo o violento.

A nadie le interesaban mis súplicas.

Me pegué al delgado camino elevado que había en una de las paredes del túnel para peatones, esquivando la ruta por la que solían ir los vehículos antiguos, y entré sin muchas esperanzas.

El inicio no fue tan espantoso, no obstante, a medida que me fui alejando de la entrada y perdí la sutil luz nocturna, mis preocupaciones comenzaron a llegar. Más allá del hecho de que deslicé una de mis manos por el muro para asegurarme de seguir por la vía correcta y no dejé de apuntar al frente con el cuchillo, la paranoia me escoltó durante cada minuto y mis nervios empeoraron cada vez más.

Gracias a mi entrenamiento previo, fui forzada a enfrentar ejercicios en los que me impidieron ver u oír en busca de superar mis clases de supervivencia básica. Jamás creí que me encontraría en un momento en el que necesitaría la información que venía con la experiencia previa. Aun así, aquellos escenarios fueron ficticios y, en la actualidad, yo era incapaz de escapar de mi realidad. El mundo estaba patas para arriba. No sabía qué esperar o cuándo esperarlo.

Mi visión limitada me permitió distinguir siluetas que asumí que les pertenecían a las motocicletas y los coches abandonados. Nada maligno. Nada vivo. Le rogué a los clanes que mi suerte continuara así. Di paso lento tras paso lento hasta que me detuve en seco.

La punta de mi cuchillo chocó con una superficie, lo que significaba que había algo frente a mí.

Mi pulso se desplomó. No moví ni un músculo a causa de la onda de terror que subió por mi brazo y se esparció por mi anatomía. Luego, una vez que aparté las emociones, acepté mi destino. Debía estirar la mano para averiguar lo obvio.

Sufrí por dos motivos: descubrí que se trataba de un coche descarrilado con solo palpar el capó metálico y eso implicaba que el obstáculo me obligaba a salir de mi camino seguro y recorrer el resto del túnel sin tener la más mínima idea de en dónde estaba pisando o si el siguiente movimiento me metería en peligro.

Nada podía ser fácil, ¿no? ¿Ni una vez?

No me puse a contar las desventajas. Si no me movía, quedaría atrapada para siempre. Volver atrás ya no era una opción.

Me guie con ayuda del auto, trazando su relieve con mis dedos hasta que no hubo más material tangible al cual aferrarme. Apreté las puntas de los pies dentro de mis botas antes de dar el primer paso a lo desconocido. Podía haber un pozo, un monstruo, algo afilado o un camino normal. No importaba.

Retomé mi andar con mi imaginación creando más de un simulacro tenebroso. Fui en línea recta, esperando dar con la otra pared en algún momento, y casi tuve un infarto en el instante en que me choqué con una motocicleta que todavía cargaba el cadáver deteriorado de su dueño. Le agradecí a los cielos que no derribé el vehículo y me tapé la boca con la palma para callar mi grito visceral ante semejante encuentro.

Yo no estaba sola en el túnel.

Lo tuve presente durante cada respiración que di. Los ruidos inexplicables y salvajes no me permitieron fingir lo contrario. Su intensidad subía de volumen cada vez que me acercaba a la salida. A pesar de que desconocía su fuente, no planeaba enfrentar tal peligro.

Entonces, quise doblar para esquivar la motocicleta y pisé algo que crujió tan fuerte que retumbó por todo el lugar, revelando mi ubicación. Un hueso. Había un segundo cuerpo colgando de la misma que debió ser parte del accidente anterior. No lo vi, por obvias razones, y se convirtió en mi sentencia de muerte en cuestión de segundos.

Apenas tuve tiempo. Fue instantáneo. Se escucharon pasos, pasos humanos corriendo a toda velocidad en mi dirección, destrozando lo que se interpusiera en su camino. En consecuencia, el miedo me dio un empujón y la adrenalina me dijo cómo perseverar. Troté con torpeza hasta que me topé con la pared justo antes de que las bestias se abalanzaran contra la motocicleta y buscaran su presa.

Sellé mis labios, dejé de respirar y minimicé mis movimientos, siendo dominada por el pánico a ser destripada en las penumbras. Protesté como nunca sin evitar la responsabilidad. Yo misma me metí en ello. Sabía lo que eran: infectados. Había algo en su presencia que activaba una señal única de alerta dentro de mí. Supuse que era mutuo.

Oí sus pisadas fuertes, sus manos tirando la motocicleta al otro extremo al darse cuenta de que solamente encontraron muertos, y sus susurros mucho más elaborados que los de los enfermos del búnker. Según mi cuenta, eran cinco. Me pregunté qué diablos haría para salir de allí a la vez que intentaba calmarme a mí misma.

Luché contra mi impaciencia. Moverme a sabiendas de que sus sentidos fueron elevados por su enfermedad sería un error. Me escucharían. Únicamente aguardaría a que se cansaran de rastrear y se marcharan a un sitio más alejado. Así que, lo hice. Esperé.

Una vez que su ferocidad bajó de nivel y un silencio sepulcral reinó repentinamente en el túnel, me animé a contemplar la posibilidad de continuar. Logré mirar al frente y levantar el pie con la intención de avanzar. De pronto, tuve un mal presentimiento. El nudo en mi estómago se convirtió en una soga en mi cuello. Volteé y ahí estaba uno de ellos, un infectado, sonriendo en la oscuridad con un aliento que emanaba el olor metálico de la sangre fresca.

Pude ver la silueta con dificultad previo a que se tirara sobre mí. Nos tambaleamos en medio de la pelea. Él me arrojó contra el coche más cercano y resultó imposible estar callada tras eso.

Me encontraron.

Todos.

Por ende, batallé contra el infectado que se esforzaba al máximo para obtener un pedazo de mí y mi limitada visión en busca de darle en los dos puntos débiles que tenía. No obtendría una cura de mi parte, no en esas circunstancias. Le erré una vez y le terminé clavando el cuchillo en la garganta en vez de la cabeza. Fue como si se hubiera defendido, como si hubiera pensado. No se comportó para nada como los nuevos infectados que conocí. Era algo nuevo o tal vez viejo. Nadie parecía haber revisado el túnel en décadas.

¿Cuántos años tenía?

¿Acaso los infectados evolucionaban?

Por otro lado, unas manos jalaron de mi cabello desde atrás, desarmando mi coleta y tirando con tanta fuerza de mí que se notaba que deseaba llevarme a la otra punta del capó y decapitarme. El asco trepidó por mi sistema al aceptar que se trataba de un segundo infectado atacándome al mismo tiempo.

Me desesperé y, sin poder evitar soltar un par de gruñidos de pelea, maté al primer infectado. Odié que parte de su sangre manchara tanto mi piel como mi ropa. Él se desplomó por su cuenta sobre mí y lo utilicé como escudo en el instante en el que el segundo trepó por el coche, jalando de mí para acostarme sobre el vehículo, en simultáneo que los otros tres aparecían desde el mismo ángulo que el primero. Yo era el trozo de carne por el que se peleaban.

Me obligué a ignorar a los recién llegados y a sus manos queriendo abrirme como un bufé personal. Empuñé mi arma y se la clavé a través del ojo después de tocar su rostro a duras penas. El segundo cayó sin vida sobre el vehículo. Con el corazón explotando de terror, empleé mi fuerza para arrojarles el cadáver del primer infectado caído, girar sobre mi propio cuerpo y me bajé del coche con el objetivo de salir corriendo lo más rápido posible.

―¡Coman eso, hijos de puta! ―dije. No fue mi mejor momento, pero nadie podía juzgarme a menos de que hubieran estado en esa situación.

Mi expresión valiente se desvaneció mientras me alejaba como una niña aterrorizada de ellos.

Corrí tan fuerte como pude, tan fuerte como me entrenaron, y no miré atrás dos veces. Aunque la oscuridad no colaboró conmigo, fui tanteando con mis manos y seguí el camino que se formó entre los coches sin rendirme. En situaciones como esa me daba cuenta de lo mucho que quería vivir o, al menos, no morir así.

Tras metros y metros transitados, casi lloré ante la peculiar seguridad que me inundó al ver el reflejo del amanecer en la salida. Debían ser las cuatro, casi cinco de la mañana. Estuve horas dentro de ese lugar. Por lo menos la luz al final del túnel existía y se hallaba a una distancia lejana, pero alcanzable.

Me apresuré, sintiendo mis pulmones y mis pies arder ante el empeño que puse. Prácticamente, saltaba como si estuviera en una carrera profesional. El sudor cubrió mi piel. El grupo de infectados que sobrevivió también se deslomó para capturarme. Mis ilusiones desaparecieron frente a mis ojos en el instante en que vislumbré en la negrura a cuatro individuos arrodillados sobre el suelo como carroñeros, devorando algo que me negué a aceptar que se trataba de un ser humano.

Yo no quería ser la siguiente.

De repente, me vi atrapada entre el grupo que me perseguía y los caníbales que tenía a metros de distancia. No había escapatoria.

Cambié de táctica. Tuve que pensar con la rapidez con la que me desplazaba entre los coches en lugar de correr en línea recta. Aproveché la ligera iluminación que me concedía el reflejo del sol naciente, me subí al techo de uno de los vehículos y brinqué sobre el mismo. Gracias a la poca suerte que todavía conservaba, sonó la alarma del viejo coche y eso atrajo a los demás. No esperé y salté al siguiente, una y otra vez, así llenando el túnel de un ruido tan intenso que sería imposible derrumbarme y atraparme de una vez. Las distracciones funcionaban.

Solamente me bajé de la hilera de automóviles al acercarme a mi línea de meta. Todavía me encontraba en el aire cuando una infectada me interceptó y me estampó contra el piso de una manera tan abrupta como violenta. Mi cuchillo fue arrancado de mis dedos en el proceso. Lo supe tras el segundo impacto más doloroso de mi día.

Carecí de los minutos para enumerar mis heridas. Si sobrevivía, tendría que curar una cantidad espantosa de moretones y cortadas. Heridas provocadas por los vidrios que los infectados debieron romper durante sus ataques y ahora yacían desperdigados por allí. Mi pobre espalda y mis delicados brazos no apreciaban la violencia.

Sin embargo, mientras luchaba contra la infectada que tenía sobre mí, mordiendo el aire a centímetros de mi rostro, vi un trozo de cristal lo suficientemente grande para terminar con mi sufrimiento. En consecuencia, saqué el brazo con el que bloqueaba sus mordidas, dejé de agitar las piernas como una loca porque llegó un nuevo enfermo que las tocaba como si fueran patas de pollo deliciosas, y decidí obligarla a girar con la intención de montarme a horcajadas y tomar mi arma improvisada y acabar con ella.

A continuación lidié con el enfermo, alzando los dos brazos para dar con la cabeza que respiró en mi cuello hasta que lo maté. Dos muertos. Una sobreviviente que respiraba agitadamente. No exterminadora. Sobreviviente. Quería largarme de allí sana y salva. No podía arriesgarme a ser mordida y estar en un estado tan vulnerable en un lugar desconocido sin nadie de confianza.

Por ende, me levanté y corrí otra vez. Aunque el combate duró segundos, mis cazadores no se daban por vencidos. Yo tampoco.

Me dolía el alma. Me temblaban las piernas y mis extremidades no respondían como siempre. Mi mente no racionaba con claridad al no haber dormido. Me moría de sed y hambre. Pero iba a sobrevivir. No moriría olvidada.

No lo hice. Lo logré. Emergí y me topé con el inicio del amanecer, el molesto canto de los pájaros que volaban despreocupados, y la libertad.

Continué un par de metros más hasta que me venció el cansancio. Ahí fue cuando miré atrás. Las cinco figuras tenebrosas y caníbales me observaban desde el límite del túnel sin atreverse a poner un pie fuera, como si hubieran estado tanto tiempo en la oscuridad que la luz les resultaba más aterradora. Qué extraño y triste.

Compadecí a las personas que fueron y me arriesgué a hacer algo que no debería.

Corté mi brazo con el vidrio, goteando la sangre sobre el mismo, y me acerqué a ellos. Por más que el miedo y la desconfianza me ordenaron que pusiera toda la distancia posible, les mostré la empatía que se merecían y se los pasé con torpeza. Pelearon por cada gota roja y la consumieron. Raro y necesario. Era lo mejor que podía hacer después de nuestro enfrentamiento. Yo sanaría y ellos, alguna vez, quizás volverían a ser los que una vez fueron. No eran monstruos, solo estaban enfermos.

Busqué a mi alrededor. Un campo de lavanda me rodeaba con su esplendor, contrastando con la lobreguez que casi me costó la vida, y me guiaba directo hacia el pueblo más cercano con un trayecto marcado por un suelo pedregoso. Aprecié el perfume y la vista para no concentrarme demasiado en las malas experiencias que sufrí. Incluso en los momentos más feos, el mundo no dejaba de ser hermoso.

La caminata duró bastante. La mañana me saludó con un día nublado y cargado de vientos fuertes. El pueblo portuario no se asemejaba en nada al Territorio Blanco. Aunque brillaba con novedad y vida, daba la impresión de ser más antiguo que el anterior. No exploré las calles abarrotadas de habitantes apurados, las casas pintorescas con estructuras pequeñas y hechas de bloques de piedra o ladrillo rojo, ni las panaderías que me hicieron considerar cometer un crimen solo por un pedazo de pan.

Exquisito y crujiente pan.

¡No!

Enfócate en la misión, me reprendí.

Me dirigí al puerto. No fue tan complicado, sino como bajar una colina. Un mercado llamativo se interpuso entre el muelle y yo. Crucé a través del mismo, tranquila al ver que los marineros y compradores que gritaban y negociaban por un precio más barato no se alteraron ante mi apariencia desaliñada, ya que algunos de ellos tenían las mismas pintas. Aunque no adoré el olor a pescado, pronto atisbé la fila de barcos de diversos tamaños y regresé a mi niñez. Dado que jamás salí de mi casa, tuve mucho tiempo libre y soñé con muchas cosas, entre ellas, navegar y ser como los piratas de mis cuentos.

Estudié los nombres de las embarcaciones, en tanto, volaba en mis sueños. Mis pies estacionaron frente a uno. Me decepcioné al ver que era el más pequeño y descuidado de todos. También puse los ojos en blanco ante los murmullos de los hombres que hablaban en la cubierta de otro, haciendo gestos obscenos. Esperaba que se ahogaran en el fondo del océano. En otras noticias, el dueño del barco que mencionó Marlee en nuestros planes apareció del interior con su barba, su pelo canoso, y sus ojos oscuros, ahorrándome el trabajo de llamarlo.

―Buenos días, vine por una entrega especial ―hablé en cuanto se percató de mi presencia.

Él chasqueó la lengua con escepticismo e hizo un gesto con la cabeza para que me subiera.

―¿Contraseña?

Examiné el sitio sin miramientos.

―"No te hagas el difícil, ya te pagué y con oro". O al menos eso es lo que ella dijo.

―Sí, suena como algo que ella diría ―aceptó, apoyando las palmas en un barril―. Ven, ya tengo todo listo.

Fue una entrega sencilla. El plan dictaba que no me quedaría allí. El hombre que no me dijo su nombre de la misma forma en la que yo no le mencioné el mío me daría una mochila llena de provisiones para que yo pudiera continuar mi viaje y luego recrear un falso rescate a mi manera.

―Gracias ―formulé, ubicándome en el corredor que había entre los camarotes.

Me dio la mochila.

―No agradezcas, no fue gratis.

Mi estómago gruñó con fuerza.

―Me iré yendo.

―Oye, no puedo dejarte ir así ―dictaminó él, recalcando mi mal aspecto, y sonrió con blandura―. Además, cuando tienes hambre, tienes que comer. No lo digo yo, lo dice tu estómago.

No quise confiar sin conocer.

―Es muy amable. No sé si debería.

―Vamos, recién preparé mi mejor receta. Ya comí, pero me quedó algo.

―¿Involucra algo sacado del mar?

―¿Soy un cliché?

―Estamos en un puerto ―respondí.

Accedí a causa de la desesperación. No obtuve una mesa, ni nada elegante. Me llevó a una cocina pequeña con una ventanilla, donde me cedió una jarra llena de agua que bebí sin utilizar un vaso y a continuación me dio un plato con un pez asado. Dudé que fuera un espectáculo agradable, aun así, me sentí un poco saciada. No saboreé nada raro ni ningún veneno. Genial.

Salimos despacio al exterior. Todavía estaba la tripulación asquerosa del barco de al lado.

―Lo siento. No quise ser descortés.

―Una vez me crucé con un tiburón que casi me comió una mano. Estás bien ―bromeó el hombre y les dio un vistazo a sus vecinos―. De hecho, si quieres otra ropa, puedo darte algo de mi hija.

Fruncí el ceño, algo me daba mala espina.

―¿Eso no sería pasarme de la raya?

―Ella tiene un millón de vestidos, uno no le hará falta, le dará una excusa para que le compre uno nuevo. Su armario es tan grande que guarda algunas cosas en la bodega. Acompáñame.

Como una nueva prenda resultaría beneficiosa, le di una oportunidad. Abandoné mis provisiones en la cubierta. Fuimos por el pasillo derecho, obviando los camarotes, y nos encaminamos hacia las bodegas. Él abrió la puerta, no obstante, yo bajé las escaleras primero en busca de asegurarme que no hubiera nada sospechoso. Debido a que no había velas o antorchas encendidas, tardé unos segundos en darme cuenta de que no había un armario como prometió en esa bodega. No había nada más que la madera del barco y suciedad acumulada.

Cerré mis puños a sabiendas de que mi instinto tenía razón y para cuando volteé, él ya se había apresurado a subir y cerrar la escotilla para encerrarme en soledad. La ira fluyó a través de mis venas. Volví sobre mis pasos y golpeé la misma sin cesar.

―¡Déjame salir, maldito bastardo! ¡Teníamos un acuerdo! ―grité, enfadada hasta la médula.

Oí su carcajada odiosa. Parecía una persona completamente diferente a la que se presentó antes. Ya había hecho eso en el pasado.

―Y yo tengo uno mejor con alguien más. Sé quién eres. No fue tan difícil adivinarlo. La sucesora muerta de los Aaline. Hay un precio por tu cabeza, cortesía del príncipe. Si te entrego viva, me darán una recompensa que me hará más rico que cualquier miserable moneda que me pueda dar la rebelión.

Qué sorpresa. Otro hombre codicioso. Ni siquiera me decepcionó.

No me agradaba estar atrapada en un espacio cerrado. Perder el control hacía que perdiera los estribos. Le di un golpe final a la escotilla al escuchar que sus pasos se alejaban y él me abandonaba allí. Se había preparado. Me alimentó y me dio agua porque sabía que me tendría metida en su asquerosa bodega un rato largo.

Di un paseo por el predio, buscando una solución a mi problema. Obtuve una jaqueca. Después de que me olvidara del reloj, me rendí ante el cansancio y me hice un ovillo en un rincón oscuro. Dormir y esperar fue todo lo que pude hacer.

Estaba soñando.

Vívido.

Era uno de esos sueños tan vívidos que podía jurar que estaba despierta, pero no dentro de mi cabeza.

No, yo era la espectadora, la invitada, la acompañante de alguien más, convocada por su subconsciente.

Yo abría una puerta que siempre estaba abierta y me sumergía en un mar negro con una corriente tan fuerte que te arrastraba a las profundidades a la vez que tenía la sensación de emerger a una luz incandescente y más poderosa que el sol mismo. Por eso, aunque mis ojos reposaban en un descanso profundo, levanté los párpados y vi un reino distinto en un sitio diferente.

Verde. El color trazaba un bosque profundo con árboles altos que resistían las fuerzas del otoño. Las nubes grises cubrían el cielo y se tornaron más oscuras, advirtiendo que una tormenta vendría pronto. Caballos galopaban con tanta determinación como los individuos vestidos en prendas negras que los montaban. Cada uno de ellos con un objetivo en común.

Él, yo, nosotros también estábamos en uno, liderando la marcha a toda velocidad. Iba tan rápido que cualquiera creería que su vida dependía de que llegara a su destino y si no llegaba a tiempo, el universo perecería y todo habría sido en vano. Se desangraba con cada segundo perdido. Temor, esperanza, furia. Percibí emociones amordazadas y mi corazón las despertó desde la distancia, como si fuera mío.

Entonces, él tiró de las riendas con sus manos protegidas por unos guantes y el caballo azabache se encabritó y frenó la marcha. Sabía que yo estaba ahí, me sentía. Lo último que oí fue su respiración agitada por el asombro antes de despertar de mi sueño.

No fue real. Nunca lo era. No podía serlo.

Le adjudiqué todo a mi ansiedad. No quería pronunciar el nombre del protagonista de mis pesadillas, pesadillas que me dejaban más consternada que asustada. Tal vez solo me gustaba la idea de que había alguien buscándome con tanta pasión y, por una razón que jamás entendería, mi subconsciente elegía al peor candidato posible: el hombre que había sido una amenaza mundial desde que tenía dos años. Aun así, ¿qué importancia tenían unos sueños tontos?

Mi realidad continuaba siendo la misma.

Una bodega fría y sombría.

Sola.

Sola.

Como siempre me sentía.

Por desgracia, me despabilé y permanecí allí por minutos u horas hasta que reconocí otra señal de vida. Voces autoritarias. Pasos arriba de mí. En cuanto me di cuenta de que se aproximaban, me puse de pie y me animé a esconderme debajo de las escaleras al deducir que abrirían la escotilla.

¿Qué serían?

¿Criminales asquerosos?

¿Comerciantes despiadados?

¡O peor! ¡Alguien del gobierno! ¡Un delegado!

Apenas pude distinguirlo. Alguien descendió por los escalones de madera gastada, barriendo el lugar con la mirada, y soltó un suspiro de decepción justo antes de que yo lo tomara por sorpresa desde atrás y lo empujara contra la pared. La luz me encandiló entre tanta oscuridad. Hubo dos segundos de confusión antes de que la verdad resurgiera.

―¿Así es cómo recibes a los hombres que vienen a tu rescate? ―protestó él y la voz generó un remolino que no se detuvo hasta que lo miré a los ojos.

Rescate. Dijo «rescate».

Aunque yo sabía que podía protegerme a mí misma y lo había comprobado en severas oportunidades, no odié el matiz protector que escondía en sus palabras. Al principio, subí la vista despacio, viendo su camisa oscura y mis puños alrededor de la tela, luego su cuello con una vena particularmente marcada, y finalmente la estúpida máscara que me hizo reconocerlo de alguna forma.

No conocía a nadie allí. Ninguno de los guardias reales o pueblerinos, pero lo conocía a él y con una persona tenía más que suficiente.

―Tardaste demasiado ―recriminé a pesar de que no me lo debía, no me debía nada en realidad.

¿Por qué lo haría?

Él se defendió de un modo que resultó casi cómico. Su personalidad desconocida y espantosa no desapareció desde nuestro último y fatídico encuentro.

―Bueno, discúlpame si no tenía un reloj a mano.

Por supuesto que tenía que arruinar el momento. Era Lucien Black.

La pregunta quedó en la ignorancia en simultáneo que yo me hundía en su pecho. Estaba desesperada. Después de todo lo que enfrenté y toda la distancia que crucé para llegar ahí, para llegar a Lucien, necesitaba descansar y sentirme segura.

Su cuerpo era un faro de calidez y me pegué a él en busca de calmar el frío que me sacudía y el miedo constante que experimenté. La búsqueda había finalizado.

No era un monstruo que se acercó a mí para devorarme o un criminal tratando de venderme, no en ese instante. Solo él. Quizás no era el mejor ser humano del planeta, pero estaba ahí, cerca, y se sentía bien aferrarme a alguien después de que yo alejara a todos mis conocidos, incluso si era por unos segundos insignificantes.

Lucien no se movió ni un centímetro. Sus brazos se mantuvieron alrededor de mí con sus manos a escasos centímetros de mi espalda, dando a entender que su intención inicial había sido agarrarme y apartarme, pero mi reacción emocional interrumpió y revolucionó su plan de acción.

—¿Qué es esto? —planteó, como si el concepto de algo similar a un abrazo fuera algo totalmente desconocido para él―. ¿Qué clase de golpe es este?

Él no tenía idea de qué hacer conmigo. Simplemente, dejó que invadiera su espacio personal, el territorio que ningún ciudadano podría conquistar jamás, como si entendiera los pensamientos que me impulsaron a llevar a cabo tal cosa.

―No es un golpe. Es un... abrazo.

El acto sonaba ilógico, considerando que el combate público que tuvimos el día anterior, y no lo negaba. Aun así, tuve una noche larga y él era tan cómodo como una cama. Cálido, suave, y con un perfume relajante e imposible de describir. No me molestaba el hecho de que su corazón latía con la misma rapidez que las gotas de lluvia que caían en el exterior. El mío estaba en calma, una calma tan abismal que me recordaba a un baile lento.

—Oh. ¿Qué se supone qué haga?

Cerré los ojos. No quería ver qué sucedía. Estaba más nerviosa que él. Era muy tarde para dar marcha atrás. No me puse a reflexionar en lo que ocurrió entre nosotros antes. Empezábamos de cero. Por la misión, claro.

—Solo quédate. —Inhalé, anhelando que mi mundo parara de girar—. Quieto.

Uno de sus guardias llamó desde la entrada. Los demás aguardaban allí también. Se habían escandalizado ante la orden que le di. Nadie le decía qué hacer a alguien de la realeza, sin embargo, el príncipe me obedeció sin chistar.

―¿Seguimos, su Alteza?

―No ―ordenó él con severidad, luego bajó la cabeza y suavizó su tono―. Ya tengo lo que vine a buscar.

Estuve tentada a sonreír victoriosa al deducir que eso era yo.

Después fui consciente de la posición en la que me encontraba y la incomodidad me golpeó más fuerte que la vergüenza que oculté en mis mejillas.

Retrocedí, separándome como si no hubiera sido yo la que se acercó en primer lugar. Él también se echó para atrás, contemplándome desde las penumbras, donde sus ojos se camuflaban en la oscuridad y lo único que brillaba era mi reflejo en ellos gracias a la luz de la escotilla.

Los dos habíamos invertido tanto tiempo y dedicación en encontrarnos que no sabíamos cómo comportarnos alrededor del otro.

¿Qué se suponía qué hacías en un momento así?

Cielos, me concentré tanto en seguir la lista de pasos de la misión que no tuve en cuenta eso.

Nosotros.

Él era el hombre más desalmado e insensible en Idrysa y yo era la mujer más desconfiada y malhumorada de la época.

¿De qué íbamos a hablar?

¿Qué se necesitaría para que ese príncipe confiara en mí y quisiera casarme conmigo?

No podía ser mediante una alianza. Yo ya lo había escogido, pero ahora era su turno de elegir entre todos los seres humanos del planeta y no había garantía de que fijaría en mí.

Tanto pensar en silencio me dio escalofríos tan intensos que creí que viajamos a la Antártida y todo lo que quedaría de nosotros sería estatuas de hielo.

—Bueno, ¿no me vas a cargar en brazos? —sugerí sin perder mi personalidad mandona.

No le mentiría, no acerca de quién era yo. Él lo notaría, ya que también había sido entrenado para distinguir mentirosos a kilómetros y ya había tenido el placer de mi compañía. Si deseaba sinceridad de su parte, tendría que ofrecerle honestidad o no funcionaríamos a la larga.

—¿Por qué haría eso?

Aunque su expresión facial sería un misterio eterno para mí, apostaría mi fortuna a que no esbozó una sonrisa.

—¿Eso no es lo que hacen al final de un rescate?

De repente, acunó mi rostro y no de una buena y tierna manera

—¿Te golpeaste la cabeza? ¿Estás mareada? ¿De dónde sacas esas ideas locas?

De cada novela romántica que leí, contesté en mi interior con molestia.

Apreté los labios e hice pucheros, decepcionada. Le quitaba lo divertido y emocionante a lo que yo imaginé que sería un rescate.

—¿No lo harás?

Lucien me examinó igual que lo haría un médico profesional. Preocupado, pero no por las razones que yo pretendía inspirar en él. Sin emoción. Sin entender por qué le pedía algo semejante o lo que implicaba mi mueca.

—¿Estás herida? ¿No puedes caminar? —pronunció y me liberó.

Enfoqué mi visión en los escalones. Me dolían los pies. Todavía. La mayoría de mis heridas sanaron durante mi siesta. El cansancio perduró más que nada.

—Olvídalo. Caminaré.

Estiró el brazo, indicándome que podía ir primero. Le sonreí de mala gana ante el gesto y subí las escaleras para ser libre de aquella bodega que fue mi prisión. Le di un par de vistazos. Lucien me siguió, mirando pensativo al techo en vez de a mí. Rodeé los ojos ante aquel mal comienzo.

El pasillo no estaba vacío. Los guardias reales no nos dejarían solos, ni siquiera si morían y se convertían en fantasmas. A pesar de que algunos revisaban las habitaciones contiguas por seguridad, aquellos que nos acompañaban conservaron sus reservas respecto a mí y sostuvieron sus posturas cautelosas. Su prioridad siempre sería el heredero al trono y yo era la de él de momento.

—¿Por qué me mentiste?

Mi alma se congeló en el mismísimo infierno al oír la pregunta de Lucien.

No lo había escuchado caminar o respirar. A veces era tan silencioso que ni siquiera te enterabas de que te había bendecido con su presencia, por así decirlo.

—No lo hice —me apresuré a formular.

Giré mi cuello y observé cómo me miraba con otros ojos gracias a la luz natural. Olvidé cómo impactaba visualmente el hecho de que estaba cubierta de sangre seca y heridas. No era algo normal. Mi camiseta de tirantes exhibía la mayoría de los cortes de mi espalda y mis brazos, por lo tanto, llevé mi mano a mi hombro como si eso sirviera para encubrir mi pasado. Mis piernas también poseían una colección de moretones y raspaduras.

—No me dijiste que te lastimaron.

Me relajé con la certeza de que se refería a que no le comenté sobre eso. Asumí que no le interesaría. En mi casa, en la academia, en la sede. A nadie le afectó tanto o por mucho tiempo porque yo sanaba rápido y mi dolor era mi dolor para cargar. Yo siempre seguía adelante, adolorida o emocionada. Así que, me sacó de eje el sonido de su voz teñida con preocupación, tan diferente de lo que dictaban las tradiciones del reino en el que crecimos.

—Solo creí que no tenía importancia.

Él vino hacia mí de tal manera que sus guardias se limitaron a ubicarse lo más lejos posible para darnos privacidad. Yo también lo contemplé con otros ojos. Vestía lo mismo, exactamente lo mismo que vi en mi sueño, y mi imaginación no le hizo justicia a la versión real. Me descolocó cómo su mirada se desvistió para mí, removiendo la muralla que imponía con sus dichos, y me concedió acceso a la amabilidad que no imaginé que sería capaz de mostrar. Calmó mis ganas de huir en la dirección contraria.

—Me importa a mí y debería importarte a ti.

¿Por qué cada cosa linda que me decía también venía acompañada de un regaño?

Mordí mi labio inferior y me atreví a acercarme un poco más. Necesitaba averiguarlo. Me mataba de curiosidad. Su respuesta cambiaría el futuro de nuestra relación.

—¿Por qué? ¿Por qué estás aquí en primer lugar?

—Yo protejo mis inversiones —confesó Lucien, dejándome con la boca entreabierta, e hizo una pausa, sopesando el peso de sus palabras—. Y te necesito.

Inversión.

Qué extraña elección de palabras.

Pestañeé con dramatismo sin ser capaz de entender su punto de vista, luego me alejé y solté una carcajada porque me sentí como una tonta por pensar otra cosa. Me resultaba incomprensible.

No se trataba acerca de algo mágico como una conexión entre nosotros, sino de la química que había en el suero de la verdad que pretendía que fabricara para el proyecto de la realeza.

¿Quién hacía eso por una inversión?

¿Yo era tan importante para su proyecto secreto?

No parecía correcto o cierto, sin embargo, ¿qué razón tendría él para que yo le importara de otra forma?

Su comportamiento me decía una cosa y su boca, otras. Supuse que la parte de mí que todavía era una romántica empedernida que adoraba los libros donde las personas sacrificaban todo una por la otra fantaseó con una historia menos descorazonada. Aun así, tuve que creerle.

—Hiciste todo y viniste a buscarme solo por negocios. Todo lo que soy para ti es una inversión. ¿Estoy en lo cierto?

Por un instante, vaciló y creí que su mirada dura se derretiría. No lo hizo. Recuperó la compostura.

—Sí. No es momento de hablar del proyecto.

—Te diría que eres un idiota a la cara, pero ni siquiera eso puedo hacer —dije, señalando a su máscara, y usé esa misma mano para señalar a los guardias que venían a por mí para defender el honor de su jefe—. Relájense, técnicamente no insulté a nadie.

Lucien era el único que no tenía idea de qué estaba pasando.

—¿Insultar?

Volvimos a hablar con secretismo.

—Solo pensé que viniste por mí, no por...

—Vine por ti. Tienes una de las mentes más brillantes de nuestra generación. Sería una pena perderte —aceptó Lucien sin titubeos o connotaciones sarcásticas.

El halago genuino me encantó que me olvidé de con quién estaba lidiando.

—¿Me quieres exclusivamente por mi inteligencia?

No tardó ni un segundo en responder.

—Desde luego.

Mis emociones se mezclaban como un cóctel tan fuerte que podría tenerme bailando toda la noche o noquearme por doce horas.

—Por supuesto. Valgo todo este esfuerzo y más —repuse con seguridad.

Él realizó un asentimiento, entre tanto, se desabrochaba la capa negra con el objetivo de quitársela y ponérmela a mí como un abrigo protector. El gesto me impresionó casi tanto como el hecho de que mi pecho se hundió al dejar de respirar en vez de asustarme.

—¿Qué te pasó? Cuéntame hasta el más mínimo detalle.

Metí un mechón de cabello suelto detrás de mi oreja, conmocionada.

—¿De verdad quieres que te cuente sobre cada pequeña herida y cicatriz?

—Sí —ratificó. Su seriedad contrastó con mi broma ligera.

Sin duda debía contarle la historia que preparé. La audiencia actual me fastidiaba.

—Lo haré. ¿Tiene que ser aquí y ahora?

Fue razonable y gentil.

—No, lo haremos después de que te revise un médico y se asegure de que estás bien.

¿Cómo podía ser el mismo hombre que me apuntó con un arma?

—De acuerdo, lo haremos —accedí, bromeando con la última frase.

Entonces, hizo algo que me tomó por sorpresa más que volver a verlo en persona: me cargó en sus brazos atléticos como le pedí antes y mi mundo se puso patas para arriba.

De un momento para el otro pasé de estar de pie a rodear su cuello, aferrándome a él para no caerme. Tuve que confiar en que no me soltaría. No me di cuenta de lo alto que era hasta que vi lo lejos que me hallaba del suelo. Se me escapó un chillido suave. Mi ritmo cardiaco se rebeló contra mí, reaccionando inapropiadamente a su cercanía prohibida. Él era quien debía ponerse nervioso de esa forma, no yo. Yo no podía pasar por eso otra vez y menos con la misión en mente.

Jamás habíamos estado a tan poca distancia, no con la balanza de la información equilibrada. Por un instante, Lucien me miró con una vehemencia impropia de él. Me pregunté si usaba su máscara para ocultar sus emociones. En ese caso, yo también ordenaría una para mí.

—¿Qué miras? —desafió con descaro.

Me desconcertó al punto de que doblé las puntas de los pies dentro de mis botas.

—Cambiaste de opinión.

Se aclaró la garganta.

—Bueno, siempre debo seguir los protocolos y, si así es cómo debe concluir un rescate, lo haré como corresponde.

Hice un pequeño asentimiento.

—Fiel seguidor de las reglas. Entendido.

Su respiración se filtró a través de la máscara, evidenciando cuándo perdía el aliento. Alguien se puso un poco nervioso y se sometió a un mecanismo de defensa bastante obvio.

—No lo hice porque me lo pediste. No pienses otra cosa.

La esquina derecha de mis labios se curvó para arriba. Pensé otra cosa.

—No lo hice.

—Bien.

—¿Vas a avanzar o me tendrás así todo el día? —curioseé, apretando las piernas flexionadas y sintiendo su brazo izquierdo debajo de ellas.

No me respondió con palabras, en cambio, me contestó con acciones. Me condujo por el pasillo y las escaleras que terminaban en la cubierta sin problemas. Mi cuerpo descansó en uno de sus hombros anchos durante los segundos que duró el viaje más tonto de mi vida. Los guardias reales no objetaron. Ellos vinieron detrás de nosotros. Les regalé una sonrisa burlona sin que su líder se enterara de ello para vengarme.

La luz del día gris me acarició con sutileza. Por suerte, la lluvia suspendió su visita. A los marineros y negociantes del mercado no les gustó. Todos estaban abandonando el puerto para refugiarse lejos de la costa. Una tormenta se avecinaba. No había otra explicación.

Bajé un brazo y le di una palmada a la altura del pecho para llamar su atención.

—Ahora que estamos aquí me doy cuenta de lo ridículo que es esto.

Lucien me soltó sin delicadeza alguna.

—Te lo dije.

Tambaleé en consecuencia.

—No lo hiciste.

—Lo hice con mi cara —aseguró él sin muchos argumentos.

—¡¿Cómo se supone que sepa eso?!

—Qué vergonzoso.

—¿Para ti?

Por otro lado, noté la enorme cantidad de servidores de la dinastía Black que trajo el príncipe. Estaban en el barco, en el muelle y en tierra firme.

—¿Te estabas preparando para una guerra? ¿Por qué hay tantos guardias? —consulté, frunciendo el ceño.

Él se cruzó de brazos, lo que atrajo mis ojos a su anatomía y a las armas que cargaba a simple vista. Demasiadas armas. Me recordó a mí. Un arnés con una funda de cuchillos que podía sacar de su espalda. Un cinturón que acompañaba sus pantalones oscuros y portaba una funda con una pistola moderna, lo que me pareció atrevido, considerando que nadie sabía sobre ellas, incluso si estaba escondida.

—¿Preferirías que hubiera venido desarmado y solo con mi astucia?

Suspiré.

—No te voy a mentir, eso habría sido muy...

Negó con la cabeza.

—No voy a recibir lecciones de rescate de ti.

—¿Por qué no?

—Funcionó. Te encontré. Estás a salvo conmigo. Fin de la historia —cortó Lucien, agotado.

Me mostré conmovida ante la última parte y le tomé el brazo.

—Gracias por venir por mí. Te lo dije, ¿no?

Él se tensó como si se hubiera convertido en una pared de hielo y yo fuera una antorcha con llamas fuertes.

—No y eso me pareció muy descortés.

Apoyé el mentón en su brazo. No llegué a su hombro.

—Bueno, ya lo hice. ¿Ahora qué?

Lucien bajó la mirada sin ahuyentarme. Algo era algo.

—¿Siempre tienes que estar tan cerca?

Lo entendí a la perfección. Yo solía ser como él. Intranquila ante la proximidad y el toque ajeno y más en público. Eso cambió gradualmente gracias a mi estadía en el internado y los altibajos que enfrenté al lado de la Resistencia. De tal modo que lo liberé sin borrar mis buenos ánimos y respeté el límite que esperaba que me dejara cruzar en los siguientes meses.

—Ya estuvimos muy lejos, ¿no lo crees, su Alteza?

Tragó grueso.

—Te apegas muy rápido a la gente.

—Eres el único al que conozco aquí —expliqué en un susurro suplicante—. No tengo a nadie más.

Me retó con el dedo índice.

—Solo cinco minutos al día. No más.

Di un saltito triunfal. Estuve tanto tiempo triste y cansada que resultaba extraño y lindo exhibir mi lado alegre.

—Es todo lo que necesito para recargarme.

Lucien se desplazó hacia sus caballeros negros.

—Debí quedarme en Londres.

No comenté nada al respecto. Cuando el grupo de guardias se abrió, vi al dueño del barco parloteando como si fuera el gran salvador que me encontró perdida y desorientada en el pueblo y me cuidó. Me apresuré a ir en su dirección a grandes y furiosas zancadas.

—Tú, rata sin cara, ¿cómo es que sigues aquí después de lo que hiciste? ¿Qué tan desesperado estás por un par de monedas?

Los presentes no comprendían lo que ocurría.

—No sé de qué habla —se defendió el acusado, asustado—. Pobre criatura, debe estar tan confundida. Los rebeldes le lavaron el cerebro. ¿Quién y cómo la habrá torturado?

La ira energizó mis extremidades, en especial mi puño y él buscaba un rostro para golpear en vez de cerrarse alrededor de la capa negra que bailoteaba cada que me movía.

—No lo sé. ¿Quieres que te muestre lo que me hicieron? No te cobraré ni un centavo.

Lucien no me frenó, sino que dejó que la escena siguiera su curso y observó todo apoyado en la barandilla. Le entretenía la violencia o eso sospechaba.

Uno de los guardias reales se atrevió a comunicarse conmigo.

—Disculpe, señorita Aaline, pero él le avisó a las autoridades y nos trajo aquí. No la habríamos encontrado de no ser por su ayuda.

Me hiperventilé. Mi discurso encolerizado salió a borbotones y técnicamente ninguna oración fue mentira.

—Sí, claro. Solo para poder cobrar su recompensa después de haberme mantenido atrapada en su maldita bodega y quejarse de que Destruidos no le paga lo suficiente por ayudarlos. ¡Él trabajaba para ellos! ¡Así es cómo terminé aquí! ¡Deberían tirarlo por la borda ahora mismo!

Las cartas se dieron vuelta. Los guardias reales se distanciaron del acusado y comenzaron a sopesar la información que les cedí, comenzaron a confiar en lo que les dije. El dueño del barco entró en pánico y se tropezó con sus palabras.

—¿Por qué haría eso? No tiene sentido.

—Lo hace si eres un estúpido avaro —grité, liberando más veneno y acercándome al dueño del barco para susurrarle algo a la oreja con una sonrisa maliciosa que nadie más pudo ver—. Esto es un regalo de la rebelión.

A pesar de que él quiso abalanzarse hacia mí con violencia, los guardias reales actuaron y lo sujetaron mientras yo regresaba a su jefe.

—¡Zorra demente! ¡Debí convertirte en comida para los peces cuando pude!

Mi visita al puerto coronó el final de un plan bien elaborado. Aunque aquel hombre solía dar refugio a nuevos y famosos rebeldes en el pasado, con el transcurso del tiempo la líder de Destruidos se dio cuenta de que aquellos individuos que enviaba allí eran capturados después de compartir sus planes con él. Así que, no fue muy difícil saber que él haría lo mismo conmigo y eso resultaría muy conveniente porque yo deseaba ser encontrada.

Pero, incluso si el asunto fue planeado meticulosamente, nunca fue algo seguro. Nadie me dio una garantía de que estaría a salvo en esa bodega. Corrí un riesgo, un riesgo que podría haber terminado muy mal, y, aunque le tendimos una trampa, él también a nosotras, a mí. Tenía derecho a escarmentarlo un poco.

—¿Cuál es su orden, príncipe? —consultaron los guardias.

Lucien irguió su postura en cuanto ocupé su campo de visión y me desafió con la mirada.

—No lo sé. ¿Cuál debería ser?

—¿A quién le vas a creer? ¿A él? —Fingí inocencia—. ¿O a mí?

Él lo sopesó con cuidado, se paró frente a mí de tal manera que me sentí pequeña, y luego avanzó sin mí.

—Lo siento

Pero yo no.

Le robé uno de los cuchillos y se lo lancé a mi blanco en simultáneo en que el príncipe le apuntaba con su pistola láser al suyo. No supe qué mató primero al dueño del barco. Se desplomó por sus heridas en la cabeza y su sangre se desperdigó en la madera, tiñendo el piso y arruinando un buen rescate. Tanto Lucien como yo nos miramos, la tensión flotó en el aire en una nube de chispas, y finalmente bajamos las armas. Jamás había hecho eso antes. Qué subidón de adrenalina.

—¿Tú lo mataste o yo lo hice?

Sacudió la pistola en especie de gesto. Acababa de asesinar a un hombre a sangre fría y ni siquiera se inmutó. Escalofriante. Interesante.

¿De qué otras cosas era capaz?

—¿A medias?

Le ofrecí su cuchillo de vuelta.

—Me parece justo.

Volví a respirar. Por un momento, creí que iba a matarme. Ese era el problema que venía con tratar con alguien de la dinastía Black. La poderosa, intocable y aterradora dinastía Black. Aunque estuvieras con ellos y actuaran de la forma más heroica y amable contigo, caminabas sobre hielo delgado y nunca sabías si se pondrían en tu contra cuando cambiara la marea.

Aun así, agradecí en mi interior que Lucien comprara mi versión en vez de aceptar la versión barata de aquel traidor. Confió en mi palabra. Yo tuve que confiar en que no iba a convertirme en su objetivo a último minuto. Ahí tuve que admitir que yo tampoco era tan confiable. Supuse que estábamos en el mismo nivel en ese aspecto.

Por otro lado, tuve que disimular y ocultar mi conocimiento secreto sobre las armas modernas.

—¿Qué es eso?

Él devolvió su pistola a su funda. Nadie sabría de su existencia. La capa cubrió su armamento antes de que me la entregara a mí.

—Te lo diré si aceptas unirte al proyecto.

Arqueé una ceja, indignada.

Cuando conversamos en la academia, me mostré renuente a incorporarme al séquito de científicos que llevaba a cabo el proyecto. Lo llamé monstruo, por todos los clanes. No podía aceptar y listo. Mi actuación debía ser más realista. Tendría que hacerme la difícil. Al menos en eso. Yo no le rogaría para entrar. Él me suplicaría que me uniera.

—No puedo creer que estés negociando conmigo en pleno rescate.

—¿Cuándo más será el momento apropiado? —preguntó, arrebatándome el cuchillo de las manos—. Y, por cierto, la próxima vez, pide permiso.

—Sí, sí, sí.

Le molestó mi tono más que robara una de sus armas. Fue notorio. Hasta los guardias reales lo notaron. Por primera vez, marcó la diferencia entre él y yo. Su título. Su poder.

—¿Sí, qué?

Mordí mi lengua. Quise tomar todos sus cuchillos y clavárselos en la espalda.

—Sí, su Alteza —dije acorde al protocolo de Idrysa—. Lo siento. Pensé que podíamos hablar en confianza.

Fue lo que él me pidió en el baile de presentación. Semanas atrás. Todavía lo recordaba. Las cosas serían diferentes lejos de los clanes.

El cuerpo de Lucien se inclinó hacia mí, como si quisiera dar un paso y no se atreviera, como si se arrepintiera. Pero no dijo nada. Eligió ser el imbécil.

La barrera invisible y tormentosa entre nosotros se alzó de nuevo. Resultó desconcertante. Al principio pensé navegaríamos a través de un silencio incómodo para siempre y que no encontraríamos un puerto, un tema de conversación. Luego, fuimos devorados por un tsunami de palabras extremadamente entretenidas y toques inesperados, pero bienvenidos. Sin embargo, el progreso se desvaneció en un segundo.

—Nos retiraremos —le avisó Lucien a sus tropas con seriedad, distanciándose de mí—. Incendien en este barco. No quiero que quede nada más que cenizas. Nos encontraremos de vuelta en el campamento.

Los guardias se pusieron en marcha. Algunos comenzaron a descender del barco y otros, a llevar a cabo la primera tarea.

No me ahogué en una cáscara de timidez. Tuve que preguntarle acerca de la locación a la que iríamos.

—¿Campamento?

A pesar de que me vio y supo que era yo, me ignoró y gritó entre otras órdenes que estaba soltando:

—¡Y alguien llévela a casa!

En cuanto vi a los guardias debatir cuál de ellos sería el encargado de escoltarme, me rehusé.

—¡No!

El príncipe miró para la izquierda y la derecha antes de centrarse en mí, impaciente.

—¿No?

—No —le dije a la cara y con firmeza.

Los guardias temblaron como si firmar mi sentencia de muerte hubiera sido menos dramático que eso.

Lucien no comprendió mi actitud desafiante.

—¿Acaso no quieres regresar a Londres, a tu casa?

Titubeé en mi interior. Jamás en el exterior.

—Sí. Por supuesto que quiero.

—Entonces, ¿cuál es el problema, princesa? —dijo en voz baja y bajando el nivel de su actitud beligerante.

Una corriente eléctrica descendió por mi espalda perfectamente recta. El apodo me sacó de eje. Intenté no darle importancia. Eso no iba a ablandarme. Después de todo, también se lo dijo a la desconocida que lo atacó uno o dos días atrás. Perdí la noción del tiempo. Aun así, sería clara y precisa respecto a lo que quería.

—Si tienes algo que comunicarme, preferiría que me lo dijeras a la cara. Mi cara no está tan mal, ¿no?

Él puso sus manos detrás de su espalda, haciendo una pose más reservada.

—Bueno, supongo que acorde a los estándares de Idrysa y a estudios realizados sobre la fisonomía humana, diría que no.

¿Cómo podía pasar de ser tan rudo a temblar ante una simple pregunta hecha por mí?

—¿Y qué piensas tú? —indagué con ilusión y también para jugar con él.

Lucien huyó de mí o me dio la impresión de hacerlo. Abandonó el barco de un salto, ya que no había una rampa de madera que uniera el muelle con el mismo.

—Prefiero guardar mis opiniones para mí mismo.

Permanecí frente a él desde el barco con una mano en la cadera y una ceja arqueada.

—¿No vienes? —insistió cierto príncipe, confundido. Él estiró el brazo y extendió su mano con la intención de alcanzarme—. Estoy haciendo un gran esfuerzo para entenderte, pero no tengo tiempo para esto. Ven. Es una orden.

No importaba si me mandaba a decapitar en ese momento. Me prometí a mí misma que no obedecería la orden de nadie más. Conservaría mi orgullo, incluso si me quitaban la cabeza.

—Iré cuándo quiera y con quién quiera. Muchas gracias por preguntar.

El cielo rompió en llanto con una llovizna. Los relámpagos nos daban sus advertencias junto con los movimientos de las olas. Eso estaba empeorando mis nervios.

—¿Qué quieres de mí?

—¿Qué tal un poco de decencia humana? ¿O no estás familiarizado con el término, principito? —solicité.

—¡Te rescaté!

—¡Solo para usarme para tu proyecto! ¡No porque te importara como persona!

—Bien. Supongo que podría ser más... —Hizo una pausa como si odiara la siguiente palabra— amable.

Miré a los presentes.

—Y no solo conmigo, sino también con tus guardias. Ellos también están cansados. Les agradezco que vinieran, por cierto.

Ellos no lo negaron. Vi algunos ligeros asentimientos.

—Bien. Lo que sea. Habrá una tormenta pronto y tenemos un largo viaje por delante. ¿Podrías venir?

Torcí la boca, sopesando el pedido.

—Solo bajo una condición.

Sus ojos con las pupilas sumamente negras se pusieron en blanco.

—¿Una? Ya van doscientas.

—Lucien —nombré y fue como si hubiera encontrado un tesoro perdido en el océano de su ser.

—Te escucho.

—Mi condición es que sin importar a donde sea que vayamos, iré contigo.

Los truenos crujieron, manteniéndome alerta y acelerándome el corazón, o al menos esperaba que fueran ellos.

—¿Por qué? ¿No preferirías ir con alguien más "amable"?

Respondí con simpleza y honestidad.

—Ellos no son tú. Además, mejor malo conocido que bueno por conocer.

—¿Estás diciendo que soy malo? —interrogó él, ladeando la cabeza, y me encogí de hombros.

—No lo negaste tampoco.

—Y no pienso hacerlo.

—No esperaba que lo hicieras.

Segundo intento. Lucien me ofreció su mano protegida por un guante negro, uno que me recordó demasiado al de mis pesadillas.

—¿Ahora vendrás?

—Con gusto —acepté, inclinándome con una sonrisa abierta.

Entonces, Lucien tiró de mí en busca de ayudarme a dar el salto y yo tomé ventaja de ello para impulsarme, evitar el agua, y abrazarlo. No salió como lo planeé, no del todo. Él no me atrapó, así que mis pies quedaron colgando mientras yo tenía su rostro enmascarado a pocos centímetros de altura y me agarraba de él como podía, rodeando su cuello con sus brazos. Aun así, logré estar pegada a su cuerpo por completo. Era igual que una gárgola. Duro, inmutable, e imposible de alterar. Tampoco le faltaba el toque artístico, eso se ocultaba en su mirada, lo único que dejaba ver.

Otra vez vi un par de venas marcándose en su cuello.

—Te estás aprovechando de mi amabilidad.

Jadeé, agitada por el ejercicio.

—¿Qué? ¿No puedes aguantar más de diez segundos?

—Seré malo, pero tú tampoco no eres completamente buena —expuso a la vez que caminaba conmigo encima con el objetivo de cerrar sus manos en mi cintura y depositarme en el muelle como si fuera una muñeca.

Arreglé la capa para que se viera bien.

—No recuerdo haber dicho que lo fuera.

No discutimos más. Él se fue sin mí.

—Ahora tendrás que caminar.

Tiré de su camisa desde atrás con molestia para detenerlo.

—¡Espérame! —mascullé y me apresuré a transitar a su lado, parloteando preguntas acerca de a dónde íbamos, preguntas que no respondió.

Me congelé en el acto cuando llegamos a destino y había una colección hermosa de caballos que incluía uno azabache que resultó ser el de mis sueños y el que le pertenecía a Lucien en verdad.

Demasiadas coincidencias.

Demasiadas.

—¿Qué pasa? —indagó Lucien, dándose cuenta de lo descolocada que estaba tras saludar al animal. Los demás continuaron preparándose para irnos—. ¿Te acobardaste? ¿Acaso no tuviste lecciones de equitación?

Sacudí la cabeza, distrayéndome del problema para encarar otro.

—Sé cómo montar.

Fue la primera vez que lo vi más relajado que yo.

—¿En serio?

—Mejor que nadie —aseguré, confiada.

Él me miró de arriba abajo previo a decir:

—Entonces, ¿qué esperas para subirte?

Pese a la pregunta provocadora, el príncipe se subió primero y luego lo hice yo con la capucha de la capa puesta. Nos costó trabajo acomodarnos, en especial con la lluvia. No quería caerme en plena cabalgata.

—Solo agárrate de mí —ordenó, sujetando mis muñecas para que yo rodeara su torso. Lo hice y apoyé la cara en su espalda, lo usaría como una almohada de verdad en esa ocasión.

—Oh, no tienes que pedirlo.

Y comenzamos el viaje de regreso a Londres, dejando atrás la imagen de un barco en llamas.

🤍🖤

¡FELIZ AÑO NUEVO!

Espero que estén pasando una linda noche, ya sea solxs o en familia, y les deseo un 2025 lleno de buenos libros, crushes literarios, y sonrisas 🎉

No se olviden de que hoy decidí subir una mini maratón, es decir, varios capitulos, así que sigan leyendo por fi...

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