Shinsuke, el perfecto
[...] Di algo, reza por algo [...]
(Bitches Brew)
«Los dioses observan. Todo. Cada cosa que haces, cada error que cometes... Por eso debes ser perfecto, para no despertar su ira».
Su abuela se encargó de llenarle la cabeza con sugestiones vacías y sinsentidos. Desde que tenía memoria, la mente de Shinsuke se había estado llenando de esas palabras que lo sumergían en un submundo donde no había lugar para los desvíos, ni hablar de tomar caminos pecaminosos, cuyo propósito se centraba en castigar al pecador lo que restaría de su vida e incluso después de su muerte. Todo, absolutamente todo debía ser notificado a su conciencia, para que de esa forma los dioses omnipresentes no se enfadaran con él; para que de esa forma él fuera uno de los ángeles favoritos de esos dioses sin rostro.
Porque él era un ángel, era perfecto.
Debía serfecto. Cada paso que diera debía ser meticulosamente medido; cada palabra dicha debía ser pensada diez veces antes de salir de sus labios; cada acción debía ser planeada con la seriedad de alguien que jamás se equivocaba. Nada podía salir de aquel margen imaginario destinado a siempre ir en línea recta, así como toda su existencia.
Existencia vacía, pero al fin y al cabo, una existencia perfecta a los ojos ajenos. El regocijo de ser un chico excepcional y perfecto hasta su adolescencia fue gratificante, porque hasta entonces no había escuchado hablar sobre la ira de los dioses sobre su pellejo. Al contrario, todo lo que recibió por parte de la gente, fueron halagos y palabras llenas de adulación que lo hacían sentir tranquilo, seguro, pero sobre todo, inalcanzable.
Pobres de ellos... no tenían idea de lo que hacían.
«¿Qué mierda dices? Los dioses no existen. Son solo un invento de gente desesperada que se aferra a algo en qué creer».
Cuando conoció a Osamu, Kita pecó por primera vez.
Osamu era como una serpiente con escamas doradas, brillantes como el oro, que lo incitó a probar el sabor agridulce de los placeres de la vida; reptó lentamente a través de su piel; lo miró con ojos depredadores, pero a la vez, hipnotizantes, antes de penetrar sus frágiles córneas sin piedad, con aquellos grandes y venenosos colmillos que solo alguien de su tipo podía tener, incrustando dolorosamente en su cerebro los pensamientos de un mundo que se equivocaba, que lo hacía equivocarse a él... que lo volvía un ser humano común y corriente.
Porque Kita no era un ángel. Kita era un cordero más en la lista de los dioses con existencia dudosa.
«Sí lo eres —susurró Osamu en un ventoso día de otoño—. Eres el ángel que vino a salvar el alma corrompida de este cerbero sin futuro».
A sus diecisiete años, Kita ya no encontraba sentido a las palabras de su abuela, ni creía en la existencia de otros seres divinos que podían juzgarlo si se equivocaba. Ni hablar a sus veintitantos, era un desperdicio hablar de Buda u otros dioses con él; sin embargo, si Osamu decía que él era un ángel, lo creería. Y lucharía día con día para ser no solo un ángel de alas inmaculadas que extendiera la salvación de los pecadores, sino un dios benevolente que se apiadara de aquellos que no tuvieran salvación; esas almas corrompidas y desdichadas que no se merecían nada, como el alma negra de Osamu.
Porque Osamu era un demonio.
Osamu Miya era el mismo Belcebú[1].
Siempre devorando hasta sus entrañas, procurando que no quedara ni la más mínima migaja de sus aires de grandeza y robando todo su amor. Osamu pecaba de gula y no solo era por su apetito voraz a la hora de ingerir los sagrados alimentos; sino por no tener suficiente de esa relación adictiva y querer más y más, hasta convertirse en un verdadero demonio compulsivo por comer un poco de su ángel guardián.
Lo drenaba, mermaba su mente, secaba hasta la última gota de su raciocinio.
La búsqueda del demonio para poder tener un alma a la cual salvar y así, sentirse la deidad que tanto deseaba, se convirtió en un bucle infinito y desesperado por aferrarse a lo único bueno que la vida le otorgó.
Fue por eso que Kita no pudo evitar lo inevitable.
Los ángeles también tenían sus momentos de desvarío. Sobre todo cuando alguien amenazaba su territorio y posesiones.
«¡Joder, déjalo, Samu! Kita es un maldito enfermo».
Atsumu hablaba barbaridades de él, sin tener la más mínima idea de todo lo que había sacrificado y estaba dispuesto a hacer para ver a su gemelo feliz.
Insensato...
Cruel...
Egoísta...
Tenía que demostrarle al gemelo de su más grande posesión que se equivocaba. Y que las equivocaciones tenían sus consecuencias.
Atsumu no podía ir por la vida lanzando improperios en su contra; era inaudito, irracional... No tenía ninguna idea de lo que decía, ni siquiera se había tomado el atrevimiento de ahondar en su relación con Osamu como para meterle ideas burdas en la cabeza. ¿Quién se creía, un profeta o un justiciero?
—¡¿Dónde está ese estúpido de Atsumu?!
Era una tarde helada de diciembre. Kita pudo jurar que la brisa invernal de las calles de Tokio se impregnaba en el aura amenazante de Sakusa. Y casi exhaló vaho cuando el de cabello rizado pasó a su lado sin ninguna invitación para entrar, con los rizos de ónix en su frente, con una fina capa de hielo e incluso sus largas pestañas congeladas; sintió tanto frío a pesar de encontrarse en la calidez de su apartamento.
—Buenas tardes —saludó cortésmente mientras cerraba la puerta—. ¿Buscabas a Atsumu?
Sakusa no necesitaba responder a su pregunta retórica. Su mirada paseándose por los alrededores le confirmó que estaba buscando al hermano gemelo de su esposo.
—¿Gustas una taza de té? —Caminó hacia la cocina, listo para encender la estufa y colocar la tetera—. ¿Qué tal café? Debes tener frío después de un gran camino hasta aquí.
—Quiero que el imbécil de Atsumu responda mis llamadas. —¡Oh, Sakusa! Tan mezquino como siempre.
Ignorando el comentario de su —no— invitado, el de ojos ámbar preparó tranquilamente dos tazas mientras miraba de reojo a Kiyoomi revisar su teléfono con el ceño arrugado. Sonrió para sí mismo, era un espectáculo de ver que no se presentaba todos los días.
—¿Por qué creerías que está aquí? —Esperó paciente a que el agua se calentara—. Atsumu no frecuenta esta casa, mucho menos cuando Osamu no se encuentra.
Silencio. Pasaron unos minutos antes de que el vapor de la tetera comenzara a hacer eco y el líquido estuviera lo suficientemente caliente para verter en las tazas de porcelana blanca. Inmaculadas como el puro coraje que podía distinguirse en toda la casa. Pobre, no sabía ocultar sus sentimientos; Kita guió al contrario hasta la barra de la cocina, donde se sentaron sin decirse ni una sola palabra; empero, los ojos negruzcos de Sakusa se quedaron fijos en los dorados suyos.
Sin inmutarse, desvió la mirada hacia la ventana de la cocina, percatandose de la inminente tormenta de nieve que se avecinaba. Suspiró. Osamu se quedaría varado en donde sea que se encontrara.
—Atsumu tiene un amante —gruñó, corrigiéndose—: no uno, varios.
Lo observó inmutarse ante la repentina confesión hecha, como si se le hubiera escapado sin querer. El mayor parpadeó un par de veces, sin saber qué responder a las palabras dichas por el azabache. ¿Por qué le había dicho eso? No era como si ambos fuesen los mejores amigos; de hecho, ni siquiera podían considerarse cercanos. La única razón por la que a veces —muy de vez en cuando— cruzaban un par de palabras, era por los gemelos Miya.
—Yo...
—Vaya, Atsumu es un perro. —Se rió antes de endulzar su bebida y centrarse en la labor.
Sakusa lo miró con sospecha, sorprendido de la respuesta. No conocía a Shinsuke en absoluto, pero no necesitaba conocerlo para deducir que el tipo era un santurrón con un vocabulario limitado. Para alguien como él, ese tipo de insultos sonaban... inadecuados.
—Y... —Continuó, posando sus ojos agudos en él—. Supongo que deseas castigarlo, hacerlo pagar, vengarte de él por ser un perro.
—Yo no...
—Lo deseas —interrumpió—. Puedo ver tus ojos ardiendo en ira por la canallada que te hizo.
Shinsuke sinceramente no comprendía el porqué de sus deseos. Sakusa bien podía separarse de su prometido y comenzar un nuevo camino fuera de su relación, pero la mayoría de las veces, los seres humanos preferían hacer las cosas del modo más complicado posible; además, también comprendía el sentimiento de traición que ebullía de su interior. Si Osamu le hiciera eso, también tendría deseos insanos de castigar sus pecados.
Al mirarlo con más detenimiento, se dió cuenta de que los ojos de Sakusa eran negros, tan negros como el carbón que hacía arder las llamas del Averno; y justo entonces, recordó el demonio que era Osamu. Siempre engullendo hasta lo que no necesitaba. Siempre dándole prioridad a su hambre por conseguir más y más de todo lo que deseaba, de él. Nunca agradeciendo lo suficiente al ángel —no, al dios— que se había encargado de sacarlo de las profundidades del abismo, sabiendo que debía pedir más, orar por más, rogar por más.
Entonces lo comprobó.
Sakusa también era un demonio con deseos de ser un dios.
—No puedes vengarte —le dijo, antes de dar un sorbo a su té y quemarse la lengua, haciendo una mueca. El otro hombre ni siquiera tocó la taza—. No eres ningún dios como para hacer que él pague por sus errores.
—Dios no existe.
—Existe —recalcó, elevando la voz—. Y puede escuchar tus plegarias, si eres un buen chico y le imploras para que Atsumu sufra tu dolor.
—¿De qué carajos hablas?
Podía ver que el pobre cordero no comprendía aún la fortuna de presenciar al ser maravilloso que tenía enfrente. Su mente estaba cegada por las ideas repulsivas que una sociedad corrompida y desquiciada le había insertado. Pero estaba bien, lo perdonaba porque era la primera vez que se mostraba tan benevolente y se apiadaba de su alma desesperada por encontrar la salida a su coraje.
—¿Quieres que Atsumu sienta el escarmiento? —Se levantó de su asiento, caminando hacia la figura del contrario—. Puedo ayudarte con eso.
Sakusa no podía vengarse de Atsumu, ni podía hacer que pagara por todo lo que le hizo. No era absolutamente nadie para interferir en el destino de otros y tratar de hacerlo solo le aseguraría un pase directo al infierno... Pero Kita podía hacer ese sacrificio por él.
Porque él era un ángel. Un dios.
Él sí tenía derecho de tomar sus deseos y llevarlos a cabo.
Sin previo aviso, se agachó hasta quedar a la altura de su rostro deformado por la incredulidad, mirándolo con la complacencia que necesitaba y que tan desesperado buscaba; tomó suavemente sus mejillas con ambas manos, deleitándose con la suave textura de su piel bien cuidada. Era como tocar la seda de las sábanas en el templo mayor, tan placentero que lo hacía derretirse; y lo besó. Fue un beso largo, descuidado, que fue devuelto con la voracidad de un corazón herido y necesitado de amor. Entonces sí necesitaba ayuda. Entonces sí quería que Atsumu sufriera.
Pobre alma desgraciada.
La tormenta golpeó las ventanas, haciendo un ruido inquietante. Pero eso ni siquiera importó. Lo único que importaba, era el hecho de que Kita le haría justicia divina a un pobre hombre enfermo de ira.
Porque él era bueno.
Por eso, no podía dejar que nadie lo separara de su más fiel devoto. No podía. Haría lo que fuera necesario para que Atsumu se retractara de toda cizaña que escupía sobre él... Porque él no estaba enfermo, solo trataba de hacer su trabajo como Dios.
Él era bueno, sí, lo era.
[...] Haces que el agua se entibie, tu sabor es extraño [...]
(Digital Bath)
—Lo amo.
—¿Cuánto lo amas?
Sakusa se quedó en silencio. Por el ligero temblor en su cuerpo y la falta de respuesta, Shinsuke pudo deducir que se encontraba en un debate mental, por lo que se le hizo fácil tocar sus bíceps con la punta de sus dedos y mover las manos con lentitud hasta llegar a sus omóplatos, provocándole un graznido que sonó poco humano. Ambos se encontraban compartiendo la ducha en un motel de cuarta categoría, tratando —en realidad no— de pasar desapercibidos ante las sospechas de Atsumu.
Kita era consciente de que alguien como él se merecía mucho más que estar en un lugar como ese; empero, valía la pena mientras el de cabello rizado descargara todas sus frustraciones y se desahogara contra el mundo entero. Era incluso divertido. Casi se sentía como un sacerdote realizando una exorcización a una pobre víctima de los demonios que residían en su alma.
—Lo suficiente como para volverme loco si él se aleja de mi lado.
Se rió después de la declaración del otro hombre. Lo dudaba. Dudaba que Sakusa amara a su prometido con esa intensidad; de lo contrario, ni siquiera estaría aquí, con él, dejándose tocar por el pecado. Pero fingió creerle.
El pobre lo necesitaba.
—¿Qué estarías dispuesto a hacer por él? —presionó, a la vez que pellizcaba uno de sus pectorales por detrás—. ¿Qué tan enfermo puedes volverte por amor?
El contrario gruñó en respuesta, lo que lo hizo reír con más fuerza; mordió su hombro, incrustando sus caninos en la piel resbaladiza por el agua y dejó una marca notoria. Si era honesto, diría que le encantaba hacer eso para que luego Sakusa le reclamara porque Atsumu vio esa marca.
—Yo... —Soltó un gemido cuando Kita lamió su lóbulo—. Moriría por él... Mataría por él.
Oh.
Lo soltó de repente, haciendo que Sakusa lo encarara con una ceja levantada y una expresión confundida. Como si acabara de mencionar que el clima era frío allá afuera, en vez de mencionar algo repugnante.
En cuanto se dio la vuelta y lo miró de frente, Kita se dio cuenta de que en realidad, Sakusa era mucho peor de lo que había imaginado. Sus ojos carbonizados y adormilados solo mostraban la inminente realidad: ni siquiera sentiría remordimiento alguno por hacer cualquier acto que acababa de mencionar; aún cuando no era nadie para interferir en el ciclo de la vida. Aún cuando tenía la boca sucia por tanto maldecir a su prometido. Bastaba con verlo ahí, ahora, devolviéndole el engaño sin remordimiento alguno.
—¿De verdad? —inquirió, más con curiosidad que con cualquier otra sensación—. ¿Estarías dispuesto a manchar tus manos con algo tan bajo como eso?
Según recordaba, Kiyoomi era una persona que odiaba los gérmenes y la suciedad que infestaba al mundo; jamás se habría atrevido a tocar una superficie sin antes haberla desinfectado, como mínimo, diez veces. Y no, no estaba exagerando; no sabía cuál era el problema en aquel tipo, a veces podía incluso comprender su obsesión por la limpieza, pues él también era fanático del orden. Sin embargo, lo de Kiyoomi superaba lo obsesivo... Era una compulsión que lo perseguía en todo momento.
—Eso es patético... —Sin esperar por una respuesta, musitó—. Realmente patético.
—Claro, no puedes entenderlo. —El azabache le mostró una sonrisa que, en definitiva, no le gustó. ¿Era eso burla?—. Tú no eres capaz de amar con la intensidad que yo tengo por Atsumu... No, en realidad, tú no eres capaz de amar.
—¿Qué dices? —Apretó la mandíbula, indignado ante tan ofensiva suposición. Porque eso era, una suposición.
—Eso.
Se dió la vuelta de nuevo, comenzando a tallar su cuerpo intensamente con la esponja de baño repetidas veces, como hacía cuando estaba enojado, o nervioso. No iba a repetirlo y Kita tampoco lo cuestionó más, de lo contrario, se convertiría en una disputa que no estaba dispuesto a perder y, Sakusa era bastante inteligente como para dejarse amedrentar por sus intentos de persuasión. Aquella era la única diferencia de Osamu que detestaba; porque Osamu era una figura moldeable, a la que podía encajar sus dedos hasta hacerlo sangrar y sucumbir a sus deseos. Sakusa no.
Sakusa era un caso diferente. Él estaba enfermo. Aunque su exterior brillara reluciente de limpio y sus finos rasgos le provocaran a cualquier persona unas inmensas ganas de tocarlo, su interior era otra cosa.
Estaba contaminado.
Y Kita no quería meter las uñas en un contenedor sucio hasta las entrañas.
[...] Solo mantenme donde quiero estar [...]
(Nineteen Ninety Four)
—¡Carajo, Shin! Cállate.
Pese a que el grito era autoritario, sonó más como una súplica que entraba por el oído derecho de Kita y salía dos segundos después por el izquierdo. Le parecía lamentable el hecho de que Osamu incluso se cubriera las orejas con ambas manos, en un intento desesperado por mitigar las palabras provenientes de su boca agria. Parecía estresado, eso le daba la ventaja.
«Eres tan malo, Osamu. Debería golpearte», fueron las últimas palabras pronunciadas por el de cabello monocromático después de tener una discusión que, obviamente el Miya menor perdió. Siempre había sido así: Osamu perdía los estribos con unas cuantas palabras de su cónyuge y se desataba una serie de maldiciones que todas las veces terminaban en una o dos amenazas por parte del mayor. Sin embargo, todo era por el bien de su amado, para enderezar su camino hacia el bien, Kita se repetía una y mil veces.
Esta vez no fue diferente, pero a la vez, había algo diferente en los ojos marrón grisáceo de Miya. Algo más oscuro y siniestro que nunca le había visto; como consecuencia tragó grueso, sin saber por qué.
—Todo esto lo hago por tu bien. —El mismo monólogo de siempre—. Entiéndelo.
No hubo respuesta. En cambio, el castaño sonrió resignado, dándose la vuelta para encarar a su esposo y mirarlo justo como miraba a todos los demás: sin una pizca de sentimientos. Dos minutos. Dos malditos minutos en los que pensó —como mínimo tres veces— tomar cualquier objeto a su alcance con el propósito de defenderse.
¿Qué fue eso?
¿Se le había acabado la idolatría?
No. No era eso.
Era...
No supo identificarlo.
—Tengo hambre. —Suspiró, pasando de largo hacia la cocina.
Otra vez.
Otra vez iba a llenar su boca con comida basura, para después sentirse culpable por haber pecado de gula e intentar deshacerse de todo aquello que había ingerido. Joder.
Kita no iba a permitir eso.
Kita no permitiría que Osamu desviara su atención de él.
Lo siguió hasta la cocina, donde el castaño ya sacaba una multitud de alimentos y bebidas mientras se disponía a morder un onigiri ya duro por el tiempo, sin importarle si se ensuciaba las manos con el arroz pegajoso. Como si no hubiera comido nada en días y estuviera desesperado por masticar algo. Hasta cierto punto eso era repugnante.
O tal vez, estaba adquiriendo la manía de Sakusa por mantener todo impecable.
Antes de que continuara, caminó hacia él y lo tomó del brazo con cierta brusquedad, obligándolo a mirarlo; el Miya menor resopló, intentando deshacerse del fuerte agarre que no cedía.
—Suéltame.
—¿O qué?
—O voy a... —Se quedó callado de repente. Tragó saliva y apretó el trozo de comida en su otra mano—. No quieres saberlo.
—¿Es eso una amenaza? —se burló, sonriendo con escepticismo.
—... ¿Sí?
Se tomó su tiempo para responder, sabiendo que los minutos de silencio solo cabreaban a Shinsuke; añadiendo la repentina rebeldía mostrada, la osadía de nivelarse e incluso compararse con él hasta causarle miedo. El muy cínico lo sabía y parecía disfrutar hacerlo rabiar, por ello, tenía que hacerle ver quién era el de la autoridad en esa relación. Tenía que enderezar su línea de pensamientos maquiavélicos y destruir toda idea de querer sobresalir del fango en el que se hallaba.
Por eso lo golpeó.
Osamu no podía siquiera pensar en ser alguien superior a él.
Una cachetada fue suficiente para dejar una marca roja en la mejilla izquierda del rostro ladeado de su esposo y probablemente, su repentino ego herido. El onigiri cayó de sus manos con el acto.
—¿Te estás burlando de mí?
Shinsuke esperaba que le pidiera perdón por su grosería, que le suplicara para que no lo golpeara más, o por lo menos, que le dijera que esto no volvería a suceder... No esperaba que se riera de él con una carcajada histérica.
—Sí —respondió cuando se calmó—. Así como tú te burlas de mí al engañarme con un bastardo cualquiera.
—¿Cómo...? —tartamudeó, agrandando los ojos en un momento de debilidad. Lo había tomado con la guardia baja.
—¿Cómo lo sé? —inquirió sin un atisbo de emoción—. Eres un idiota, Shin. Eres tan idiota como mi hermano.
El mayor apretó su agarre al escuchar la última oración y Osamu siseó de dolor.
¿Cómo se atrevía a compararlo con alguien tan estúpido como Atsumu?
Ahora sí estaba enojado. Muy enojado.
—Es un correctivo —explicó, aunque Osamu no se merecía ninguna explicación—, para alguien que se encuentra desesperado por venganza.
El menor se sentó en la mesa —aún con el brazo retenido por su marido—, mirando por un momento los alimentos mientras alcanzaba un trozo de pollo frito en su diestra; se quedó callado por un momento y Shinsuke comenzó a creer que no lo había escuchado. No obstante, cuando iba a hablar de nuevo, se le adelantó:
—Un correctivo, ajá, —Hizo un ruido poco agradable al hablar con la boca llena—, ¿Crees que soy así de idiota?
De hecho, lo creía.
No obstante, no lo diría, al menos no en voz alta. Su preciosa pareja podía ser inteligente para engañarlos a todos, podía ser incluso más inteligente que el promedio; pero se olvidaba que para él, un ángel enviado desde el cielo, no era más que un pobre tonto con aspiraciones demasiado altas. Así había sido durante todos estos años y nada cambiaría por un repentino ataque de autosuficiencia.
—Al principio creí que eras un ángel, un ente divino que había tenido la clemencia de salvar a alguien como yo, un pobre diablo que no podía ni mirarse al espejo por ser asqueroso... —Sin esperar por una respuesta, siguió hablando—: pero no eres más que un imbécil con aires de superioridad. Bajo tu fachada de ser perfecto, no eres nada, Shin.
Casi juró que algo dentro suyo hizo click al instante.
El Miya menor se estaba elevando demasiado alto, más allá del cielo mismo y eso no tenía por qué suceder; le estaban creciendo un par de alas que no tenían por qué crecer: su vista marrón grisácea se estaba deshaciendo de aquella barrera invisible que lo cegaba y lo volvía un dependiente de él, trayendo consigo la consecuencia de revelarse ante el ser que lo salvó y le dió un lugar al cual llamar hogar. Si Osamu quería verlo enojado, ya lo estaba.
Aunque no le iba a permitir tal dicha, no cuando ya sabía qué botones presionar para voltear las cosas a su favor. Si era necesario convertirse en un demonio para lograrlo, lo haría.
Lucifer también había sido un ángel, después de todo.
—Es de suponer que alguien como tú no puede comprender la supremacía de tu salvador, Osamu —musitó con una risita, escondiendo perfectamente su ira bajo el brillo de sus dientes—. Las personas que no pueden mantener su imagen perfecta como tú, tienden a descargar su frustración con personas inocentes como yo.
—¿Inocentes? Vete al carajo. De inocente no tienes nada.
—¿Lo ves? —exclamó con falsa impresión, soltando al fin su mano—. Sigues siendo mezquino con tu propio esposo, porque sabes que nunca podrás ser como yo.
—¿Como tú? —Al momento de hablar, el castaño había comenzado a engullir un tazón de yogurt, por lo que terminó escupiendo un poco—. No me hagas reír, Shinsuke.
—Exactamente, como yo —respondió triunfal—. Pero no todo lo que deseas lo puedes obtener... En cambio, estás más gordo y feo que ayer.
Intentó ocultar la risa que se le escapaba cuando observó el rostro de Osamu contorsionarse de asco poco a poco. Esa era la reacción que esperaba, tan vulnerable y lleno de culpa, cual cachorro que había sido pillado in fraganti haciendo travesuras; sabía que lo peor estaba por suceder, pero si era sincero, esta era su parte favorita de las discusiones. Ver a su pobre esposo al borde del colapso, era un deleite visual que satisfacía con creces su ego.
Por otro lado, Osamu no pudo soportarlo más. Kita tenía conocimiento de las palabras que debía utilizar si quería salirse con la suya y obtener la atención que se merecía. Lo odiaba. Odiaba esas dos palabras por sobre todas las cosas y el mayor hacía uso de ellas como si las saboreara lentamente; siempre era igual cuando las mencionaba. «Estás gordo y feo. Qué asco», y al instante siguiente, Osamu ya corría al baño a desechar toda la culpa que engulló momentos antes.
—Osamu, cariño...
Y luego, la miel derramada en un apodo que salía tan amargo como de costumbre.
Lo observó vomitar en silencio desde el umbral de la puerta. Con un brillo complacido en los ojos mientras el otro se revolcaba con sus propias arcadas, preso del pánico por ser un obeso asqueroso, justo como se lo había dicho innumerables veces. Preso del agujero sin salida en el que debía permanecer siempre.
Se acercó con cautela momentos después de que el otro sacara todo lo que llevaba dentro, agachándose de cuclillas hasta quedar al nivel de su rostro pálido y con restos de vómito en las comisuras de sus labios hinchados; le miró los ojos, vidriosos como si con ellos fuese capaz de cortar el ambiente tenso que se prolongó; y le acarició la cabeza en un falso intento por apaciguar a la bestia que amenazaba con despertar en cualquier instante. Como si se tratara de un niño, o un idiota. Joder, lo estaba disfrutando tanto.
—Todo esto es tu culpa, Osamu. Lo sabes.
Las cosas habían vuelto a la normalidad.
—No sabes cuánto te odio, Shin.
O tal vez, no tanto.
[...] Quiero sacar tu locura y derramarla sobre mí [...]
(Bermuda Locket)
Los días siguientes no fueron más que el fantasma de un mal sueño. Las cosas en su relación se mantuvieron en un estado muerto del que era casi imposible salir y, su marido seguía hundiéndolas más y más, hasta que se convirtieron en un trago desagradable que sofocaba su garganta. Se sentía mareado, asqueado, asfixiado, arrinconado.
Pero, ¿por qué?
¿Desde cuándo?
¿Cómo fue posible?
Kita no lo sabía y le cabreaba no saberlo. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió expuesto ante la gula de ese ser inferior a él. Comía de él como si no hubiese mañana, drenando toda su energía, cosa que no sucedía desde que iniciaron su relación; necesitaba recobrar la compostura y hacerle ver lo que sucedía cuando alguien intentaba ponerse a su nivel, pero en este momento se encontraba en un punto de inflexión que lo desconectaba de la realidad, alejándolo cada vez más del perfecto control que antes ejercía sin problemas.
Todo era culpa de Atsumu.
Desde aquel día que fue a visitar a su gemelo, el rubio comenzó a frecuentarlo como todo un hermano preocupado que no dejaba pasar ninguna señal de advertencia. Lo aconsejaba, le sugería tomar decisiones que no se ajustaban a los estándares de Kita y lo sermoneaba diciendo cosas horribles de él.
«Déjalo, Samu... Él solo te hace daño».
«Aléjate de él... No merece a alguien como tú».
«Es un maldito enfermo».
Incoherencias. Falacias. Ideas absurdas que alimentaban la mente y corazón de Osamu con fervor; lo cegaban de la realidad, superponiendo una ridícula película sobre sus córneas, donde era el protagonista tratando de realizar su acto heróico en contra del villano que, obviamente era él.
Así era toda la gente: en una historia narrada desde su propia boca, se creían los salvadores; repetían el mismo discurso de vida aparentemente trágico para engatusar a los demás y, al final, terminar siempre como las víctimas; manipulaban el entorno a su favor, saliéndose con la suya cada vez que necesitaban un poco de lástima o empatía, quedando como buenas personas ante los ojos ajenos, cuando en el fondo no eran más que viles mentirosos.
Sin embargo, en la historia de Kita Shinsuke no había cabida para la victimización. Él no negaba sus actos, nunca lo haría; no trataba de ser el héroe de su historia, por lo tanto, no tenía la necesidad de mentirle a nadie sobre el deseo de romper a Osamu hasta que éste se hiciera polvo.
Aunque...
—Señor Kita, qué... qué sorpresa tenerlo por aquí.
Aunque no le importaba tener que fingir que le importaba de vez en cuando.
No supo de dónde sacó las agallas necesarias para fingir que no había escuchado las arcadas dentro de un cubículo en el baño y, no hacer una mueca de asco en el proceso; volvió a lavar sus manos —sutil, sin que el otro hombre lo encontrara ofensivo— una vez más, pensando que se habían ensuciado de nuevo al saludar a aquel que había vomitado en plenas horas de trabajo, quien, con notoria obviedad se encontraba bastante apenado.
—No te preocupes, Haiba —le dijo, en un intento por apaciguar el ambiente tenso que se había formado—, esas cosas suelen suceder... Aunque deberías ir a que un médico te revise, algo que comiste podría haberte caído mal.
No le importaba, pero debía fingir que sí.
El menor hizo una mueca que apenas se acercaba a lo que era una sonrisa. Kita no comprendía por qué era necesario mostrarse apenado, cuando claramente el hecho de haber vomitado era una decisión que Lev tomó previamente para continuar con su imagen perfecta de modelo. Osamu lo hacía todo el tiempo, además de haber inculcado en pobres sus estudiantes como el chico a su lado tal «costumbre».
—¿Viene a ver al profesor Miya?
Se limitó a sonreír como solo él sabía hacerlo: falso, pero bastante creíble. Era obvio que iba a ver a su esposo; no tenía ningún asunto pendiente con un montón de estudiantes bulímicos que creían en los horribles consejos de su maestro para poder desfilar en las altas pasarelas. Empero, Lev no tenía porqué saber que su pregunta había sido estúpida. El joven lo miraba a él con mucho más idolatría que al propio Osamu.
—Está ocupado ahora mismo —continuó el chico—. Pero si gusta, le aviso que usted está aquí y...
—No te preocupes —interrumpió con una risita—. Lo esperaré, ¿me harías compañía?
Se dió la vuelta con rumbo a la salida, esperando que lo siguiera. Sin embargo, el más joven se quedó en el mismo lugar, mirando hacia un lado.
—Lo siento, yo... Tengo clase.
—No te preocupes por eso, yo le diré a Osamu que me «robé» a uno de sus estudiantes.
Al ver que aún se mantenía dudoso, tuvo que reprimir el impulso de poner los ojos en blanco e irse de ahí, pero lo necesitaba si quería que sus planes salieran a la perfección, por lo que lo tomó del brazo y salió del baño con rumbo a la cafetería. Por supuesto, Lev se puso aún más nervioso.
—¿Quieres algo de comer? —preguntó, habiéndose sentado en una de las mesas desocupadas—. Debes estar muriéndote de hambre, yo invito.
—En realidad, no...
—¿Vas a despreciarme, Lev? —El tono de voz que usó para decir su nombre lo hizo tragar grueso. Sabía que el menor no quería ver nada relacionado a la comida, se encontraba asqueado y ni siquiera quería estar ahí, a juzgar por el tamborileo nervioso de sus dedos contra la mesa, pero eso a Kita no le importaba en lo más mínimo.
—No —dijo con la voz temblorosa, después de un largo silencio.
Lo tenía justo donde quería, pero no era suficiente aún. Debía presionarlo más si quería obtener lo que había ido a buscar.
Pidieron algunos bocadillos y bebidas para pasar el rato mientras la clase de Osamu concluía. Como era de esperarse, Lev no tocó ninguno de sus alimentos, es más, los miraba como si les hubieran servido restos humanos.
—¿Sucede algo? —inquirió, haciéndose el ciego—. No has probado nada de lo que te invité. Es de mala educación rechazar la comida que te regalan, lo sabes, ¿verdad?
—¡No es nada! —Se apresuró a decir, haciendo un ademán con las manos—. Es solo que... está comida tiene muchísimas calorías y yo...
—¿Dejarás que todo esto se desperdicie, Lev? —Una vez más usó aquel tono de voz que le hizo sudar frío—. Hay tantos niños hambrientos en el mundo que desearían tener la comida que tú tienes en esta mesa, ¿y piensas desperdiciarla solo porque tiene «muchísimas calorías»?
¡Bingo!
El muchacho de cabello gris comenzó a comer con lentitud. Una, dos, tres veces hasta que su boca se llenaba y, luego de tragar, se repetía el proceso, cada vez con más vehemencia, más rápido. Incluso llegó a comer con las manos, qué asqueroso.
—¿Alguna novedad sobre mi esposo? —habló como si no le importara.
—¿Sobre qué, exactamente?
Kita respiró hondo, tratando de no regañar al chico que hablaba con la boca llena. Esperó unos segundos hasta que la gula de ese ser hambriento se saciara un poco, y continuó:
—Mi esposo, Osamu —recalcó—. Debes de saber que es un poco... impulsivo.
Lev lo miró con un atisbo de curiosidad. Era bien sabido en la empresa que su director, Osamu, era una persona de reputación intachable, que jamás se atrevería a dar algo de qué hablar —sin mencionar la tortuosa bulimia que no se atrevería a admitir que tenía—, mucho menos a un puñado de alumnos que apenas salían del cascarón.
—¿No lo sabías? —inquirió, como si fuera obvio—. Osamu tiende a tener comportamientos extraños. Incluso a mí, que estoy casado con él, me cuesta aceptar que... es un hombre violento.
—¡¿Le ha hecho algo?! —Lev jadeó impresionado.
Idiota.
—Yo... —Se quedó en silencio, añadiendo más drama.
—Señor, si el maestro Osamu le está haciendo daño, no debería dudar en decirlo.
Mil veces idiota.
—No quisiera armar un escándalo. —Bajó la cabeza para que su expresión no pudiera ser vista—. A pesar de todo, amo a Osamu como un tonto.
¿Por qué sentía que aquella palabra no concordaba con la oración?
No lo comprendía, Kita amaba a Osamu con el alma; tanto, que estaba dispuesto a cometer el más bajo de los pecados, aunque no conociera la palabra «pecar». La mera idea de vivir una vida sin el amor de su vida lo ponía enfermo. Era inconcebible. No podía ver su futuro sin aquel demonio que tanto se esmeraba por retener a su lado. Por eso tenía que llegar a ciertos extremos para ese fin: atar —si era necesario con cadenas— a su lado a su fiel amante.
Pero justo en ese momento, el concepto le sabía tan agrio. Como si no encajara con lo que sentía por el Miya menor.
¿Qué era el amor, en primer lugar? Nunca conoció a alguien que le enseñara el significado de una palabra tan rebuscada, pero a la vez tan simple como esa; sus padres lo abandonaron con una abuela que solo se dedicaba a hablar sobre el amor incondicional de los dioses sobre los seres humanos. Algo de lo que nunca fue testigo, porque si los dioses lo amaban tanto como escuchaba, no habrían puesto en su camino a una anciana que lo explotaba y le daba migajas como comida, que no hacía nada más que violentarlo por no ser la imagen perfecta para lo dioses omnipresentes.
Y Osamu... El chico que apareció en su vida cuando menos lo quería. Aquel que se encargó de convertirlo en lo que era hasta la fecha, pero con un hermano tan nefasto que sacudía su estómago de una manera visceral. Y, para su desgracia, ambos gemelos eran uno solo.
«Si me amas a mí, también deberás amar a Atsumu».
Recordaba con vehemencia cada una de esas palabras, cuyo significado se adhería a él como el fatídico recordatorio de que Osamu, su Osamu, era igual a Atsumu.
Aunque difería en eso último. Por más que fueran hermanos gemelos, no se parecían en nada más que la apariencia. Osamu era una bestia reprimida, mientras que Atsumu era una presa difícil de digerir.
—¿Qué carajos haces aquí, Lev? ¡¿Estás tragando como un cerdo otra vez? Qué asco!
Salió de sus cavilaciones tan pronto como escuchó el tono ácido de su querido esposo. Levantó la cabeza con lentitud, tenía que permanecer en el papel de la víctima frente a Lev, quien se vió incómodo de inmediato; el rostro de Osamu era un poema escrito por la tragedia: un ceño fruncido de manera casi aterradora, su bella nariz arrugada y una mueca en sus labios de manzana. ¡Cuántas ganas tenía de besar ese manjar!
—Maestro, yo...
—Yo le pedí que me acompañara —interrumpió, sin perder la gracia en sus palabras. Porque aunque en ese momento su posición era una falacia, no le gustaba mostrarse inferior a Osamu—. Si vas a reclamarle a alguien, entonces hazlo conmigo.
—Mantén tu culo fuera de esto, imbécil —le respondió con un gruñido—. Tú ni siquiera deberías estar aquí.
Observó cómo la mirada de Lev se transformaba en una llena de decepción. Al parecer el muy tonto se había creído el cuento anterior sin siquiera darle a su maestro el beneficio de la duda. Por otro lado, Kita se sintió ofendido por el insulto, no obstante, lo dejaría pasar por ahora. Necesitaba mantener su papel como hasta ahora.
—¿No puedo visitar a mi esposo de vez en cuando?
—¿Fuiste tú quien le dió de comer a Lev toda esta porquería? —inquirió de vuelta, cada vez más enfadado.
—¡Por supuesto que lo hice! —Elevó el tono de voz, levantándose de su asiento—. El pobre chico está en los huesos... ¿Cómo te atreves a darle tan mal ejemplo?
—Lo que yo les enseñe o no a mis estudiantes no es problema tuyo. —Se acercó peligrosamente—. ¿Por qué no te largas de una maldita vez y me dejas en paz? ¿Acaso tienes que controlar cada paso que yo doy?
—No me iré —sentenció con firmeza, evadiendo la pregunta anterior—. No hasta que le pidas a Haiba una disculpa. Has sido tan grosero con él desde que llegó aquí y aún así el chico te admira. ¿Qué clase de maestro eres?
—¡¿Perdón?!
¡Oh, Osamu! Era como una olla a presión con la tapadera a punto de volar hacia algún lugar peligroso, justo lo que estaba esperando que sucediera; Lev no dejaba de mirar hacia todos lados, esperando que por algún milagro, alguien detuviera la pelea sin sentido, sin embargo, de todas las personas que se hallaban mirando el espectáculo, ninguna se atrevió a hacer nada. Kita incluso logró divisar de reojo a un curioso grabando con la cámara de su celular.
—Deberían cerrar este lugar. —Le metió más leña al fuego—. No estás capacitado para tener estudiantes.
—Lárgate.
—¿Qué, tienes miedo de que todo el mundo se entere de que no solo eres un explotador de mierda, sino también un mediocre...?
Por supuesto que vio venir el puñetazo sobre su ojo izquierdo que le provocó una abertura en la ceja y lo hizo trastabillar hacia atrás, al punto de casi caer de bruces al suelo, pero simplemente no quiso esquivarlo ni mucho menos, defenderse. Juraba por todos los cielos que esta sería la primera y única vez que permitiría un golpe por parte de su esposo, pues odiaba la idea de verse inferior ante las personas que pretendían mirarlo con lástima después de presenciar un acto tan primitivo como ese. Dejaría que Osamu se regodeara un momento en la superioridad, que se creyera intocable antes de darse cuenta de que sin él no era nada. Y que sin él no hubiera sido capaz de lograr todo lo hecho hasta ahora.
Grave error.
Porque lo que no vio venir, fue aquel impulso explosivo que se cernió sobre los puños tensos del Miya, provocando en él una reacción que no había visto nunca: odio. Un odio en su estado más puro, dirigido a él en forma de la violencia más perturbadora de todas.
No pasaron ni diez segundos cuando ya lo tenía de espaldas al piso de baldosas, desahogando esa ira creciente en su rostro inmaculado; manchando sus nudillos huesudos con la sangre del que se hacía llamar «el amor de su vida», sin darle oportunidad de siquiera defenderse; descargando todo aquello que con palabras no podía expresar. Experimentando por primera vez aquel alivio que anhelaba desde que se casaron, pero del que muy cobardemente huyó sin razón.
Osamu reía. Kita sintió el tabique de su nariz romperse con uno de los puñetazos. Oía la voz alarmada de Lev a lo lejos, junto con aquellas personas curiosas que ahora sí estaban decididas a hacer algo al respecto. La sangre gorgoteaba de su boca, tal vez había perdido uno o dos dientes porque ya sentía un hueco en sus encías; todos los intentos por alejarse de aquel monstruo recién despertado fueron inútiles. Al menos por su propia cuenta no podía hacer nada, se comenzaba a marear.
—¡Te voy a matar! ¡Maldita sea, te voy a matar!
Su cabeza se ladeaba de un lado a otro en un recordatorio de que darle demasiada libertad a Osamu desencadenó todo este lío. Se las iba a pagar —eso si lo dejaba con vida—, todas y cada una de las heridas en su rostro le costarían caras mañana, pasado mañana o el día que fuera necesario. Lo juraba, lo juraba. A pesar del miedo inquietante detrás de aquella frase «te voy a matar».
Osamu no haría tal cosa, ¿verdad?
—¡Por favor, señor Osamu, pare!
Por fortuna había decidido golpearlo en un lugar público, con una muchedumbre de gente que de ahora en adelante le daría la espalda. Bastaron dos personas para alejar su cuerpo escuálido —y sorprendentemente fuerte— del suyo casi inconsciente.
—Es un animal.
—¡Por dios, casi lo mata!
—¡Alguien llame a una ambulancia!
—Necesito salir de aquí, creo que voy a vomitar.
—Está loco.
—Qué miedo.
Fueron palabras que alcanzó a escuchar por parte de los espectadores. No supo si el castaño ya se había calmado o incluso se había ido, no importaba de todos modos. Entre toda la sangre y el dolor punzante en sus partes afectadas, Kita se regocijó en su interior mientras era trasladado a un hospital. La carrera de Osamu estaba terminada.
Si no fuera por el labio partido, habría sonreído.
[...] Espero que primero te salves a tí mismo y luego vengas por mí [...]
(Hearts/Wires)
—Te ves hermoso con el rojo en tu cara, mi amor.
El demonio disfrazado de su esposo musitó frente a la cama del hospital en la que descansaba, lleno de hematomas y costras frescas. Sonriendo, peinó con su diestra los cabellos rebeldes fuera de su lugar, en tanto Shinsuke se quedó en silencio, apreciando el brillo voraz en sus ojos grisáceos. No importaba que su carrera se hubiera arruinado, que hubiera un vídeo viral mostrando su lado más primitivo, o que hubieran infinidad de denuncias que jamás se procesarían. Nada importaba cuando el mayor se encontraba tan vulnerable, a su merced.
Se las pagaría.
Todos y cada uno de los golpes serían devueltos. Al doble.
Ya sabía quién sería el cordero al cual iba a sacrificar.
—Sí. Definitivamente te ves apetecible.
Osamu no tenía idea de la sentencia que había firmado.
Algo cambió en tu cara, lo noto. Un brillo diferente en esos ojos locos [...]
(This Is a Trick)
El momento llegó semanas después de su recuperación. Más pronto de lo que había planeado, si era honesto.
Sabía que Atsumu los había visto. El rubio siempre fue una persona tan lamentable y predecible que, Kita sabía con certeza que los vería almorzando juntos en aquel domingo; fue por eso que se encargó de hacerle ver que no se equivocaba, que su vista no había fallado... Que las intenciones de dar el mensaje no eran erróneas y aquella caricia dada a su amante fue real.
Y juró por todos los cielos que su reacción abatida fue el dulce néctar que su paladar necesitaba, después de tener que soportar la osadía de su hermano gemelo. Era un precio justo, si era honesto.
Por un momento, juró que iría hacia ellos y cometería un acto ilícito; la forma en la que sostenía sus palillos para comer lo hacían ver como un demente con el corazón herido y sin criterio propio. Sabía de sobra que el despecho era un sentimiento que nublaba los pensamientos de quienes se apoderaba, lo había visto tantas veces en otras personas que, ya no era sorprendente, sin embargo, siempre era satisfactorio de presenciar.
Aunque claro, Atsumu era un cobarde. Jamás intentaría arremeter contra alguien como él, mucho menos contra Kiyoomi.
Por esa misma razón, se impresionó un poco al enterarse de la noticia sobre la salud del mismo, algunas semanas después. Ese día, Osamu llegó a casa más temprano de lo normal, con el rostro levemente contorsionado y mencionando que su gemelo había sufrido una sobredosis, tal vez en un intento de suicidio; le pidió en un susurro que lo acompañara al hospital, ya que su estado era grave y lo había dejado solo.
Pero no fue eso lo que más lo desconcertó; fue el rastro de sonrisa que se mostró en el de cabello castaño. Aquel gesto podría haber pasado desapercibido para una persona normal, pero Kita no lo era. Kita era su esposo, por lo tanto, lo conocía como si fuera la palma de su mano derecha.
—No puedes ocultar tu sonrisa. —No perdió la oportunidad de cuestionarlo mientras esperaban en la sala de urgencias—. Si no fuera tu hermano, diría que te alegras de su estado.
Osamu susurró algunas palabras que no alcanzó a escuchar y se levantó perezoso de su asiento, alegando que iría a encontrar a Suna en la entrada. Su excompañero de la preparatoria era el único preocupado por la salud del rubio, al parecer. Qué ironía, el más despreocupado de la preparatoria ahora era el que más lo hacía con Atsumu.
Ni siquiera Sakusa, que profesaba amarlo tanto, había llegado aún.
Suspiró, recostándose en el frío e incómodo metal de las sillas, esperando dormir aunque fuera algunos minutos; cuando saliera de ese horrible lugar, le haría saber a Osamu que sus valiosas horas de sueño no podían ser interrumpidas bajo ningún motivo. Poco le importaba lo que sucediera con su gemelo, después de todo, era su culpa y solo su culpa estar postrado en una cama.
Porque así era la vida, no había ninguna razón por la cual mostrar compasión hacia otros. El ser humano adulto no era más que un resultado del entorno en el que se encontraba; un efecto secundario de todas las decisiones que forjaban su presente y que definirían un futuro que quizá ni siquiera se concretaría. Si cosas malas le pasaban a alguien, era por algo. Si era lo contrario, también.
Atsumu era un resultado lamentable que se derivaba de su vida lamentable con Osamu, aquel que se encargó de arruinarlo como solo lo haría su peor enemigo... o un demonio.
A veces se preguntaba por qué Osamu disfrazaba su repulsión hacia Atsumu con un falso amor de hermano. Y por qué todos a su alrededor le creían como ciervos con ceguera.
A veces se preguntaba si todo el mundo era idiota, o si Osamu era tan inteligente que había aprendido a mentir tan bien.
Fuera lo que fuera, daba miedo. Incluso a él.
Sobre todo en aquellos momentos cuando sacaba a relucir su verdadero «yo».
Momentos como ese, cuando era partícipe de un festín interminable donde el aperitivo era la comida chatarra que lo hacía engordar, explotar y volverse loco; momentos como ese, cuando se mostraba reacio a compartir siquiera las migajas de todo lo que se metía a la boca con tanta desesperación, comenzando por los productos basura hasta terminar con las palabras más hostiles que se atrevería a decir en el día y que, horas después, lo harían sentirse culpable.
Momentos como ese, cuando a él lo miraba con esos ojos depredadores, como si realmente estuviera dispuesto a saltar sobre su yugular y morderla hasta hacerlo desangrarse, mientras él se daba un lánguido baño con su sangre fresca.
Shinsuke podía apreciarse como un ser perfecto, pero incluso los seres perfectos estaban expuestos ante la ira de los demonios.
Y le daba miedo.
Y le provocaba unas inmensas ganas de vomitar.
Y le hacía querer alejarse de él, porque en el fondo sabía que Osamu no tenía salvación alguna. Por más que lo intentara.
—Shin, ¿por qué tiemblas?
Le preguntó cuando lo miró con una expresión en blanco, con los ojos de un niño curioso, brillantes y esperanzados. Entonces se dio cuenta de que no quería irse del hospital, porque en realidad tenía miedo de dejar solo a Osamu y que éste se descarrilara más de lo que ya estaba. Que se encontrara por ahí a otro dios al cual idolatrar, o peor aún, que se convirtiera en un falso dios con la idea de tener el control absoluto.
—¿Cómo está Atsumu? —Cambió de tema, incorporándose en su asiento—. Me dijiste que ingresó en un estado grave de intoxicación por sobredosis.
—Meh... —Se encogió de hombros como si no fuera un tema de importancia—. Los doctores están a la espera de que despierte. Dicen que lo más probable es que esto deje secuelas importantes.
Observó cuidadosamente al castaño morderse las uñas, una señal de que estaba hambriento y muy pronto de mal humor. ¿Acaso su estómago no tenía fondo? ¿Ni siquiera en un momento como ese?
Shinsuke no era precisamente un fanático de Atsumu, pero hasta él sentía lástima por la manera en la que terminó. De nuevo, por su propia culpa.
—Es triste escuchar...
—¡¿Dónde mierda está ese bastardo?!
Fue interrumpido por la voz desesperada de Sakusa. ¡Oh! Finalmente se dignaba a aparecer.
Osamu los miró a ambos con una combinación entre incredulidad, repulsión y cabreo. Seguro, él siempre fue un hombre inteligente que nunca necesitó verlos a ambos en pleno acto; ya sabía de antemano la relación indecorosa que sostenían, lo supo desde siempre, pese a que él nunca le hubiera revelado el nombre de su amante... Si tan solo Shinsuke no fuera tan transparente a sus ojos, o si tan solo se esforzara un poco en ocultarlo.
—¿Cómo te atreves a venir aquí después de lo que le hiciste a Tsumu, hijo de perra?
—Osamu...
—¡Cállate, Shin! —espetó furioso, levantándose de su asiento para encarar al de ojos negros—. No tienes ningún derecho de hablar.
Parpadeó un par de veces, tratando de asimilar las duras palabras de su esposo; fijó sus ojos en Sakusa, que le sostenía la mirada sin titubear ni sentirse amenazado.
¿Cómo se atrevía Osamu a hablarle así?
Juró que algo en su interior fue pinchado por una fina aguja, provocando un goteo doloroso que amenazaba lentamente con abrirse poco a poco y salirse de sí mismo. Osamu no podía hablarle así, no podía venir a vestirse de víctima, cuando todo este tiempo había sido el victimario. Porque Shinsuke no había hecho nada malo. Él era bueno. Era bueno.
—Ustedes dos son unos hipócritas —añadió el castaño con un gruñido—. ¿Vienen aquí a celebrar el estado de mi hermano para poder irse a revolcar después? ¿Uh?
—Osamu...
—Dije que te callaras, Shin. —Al mencionado no le gustó ese tono autoritario—. Ya usaste demasiado esa boca tuya para chuparle el pene a este desgraciado, ¿no?
—Quítate —ordenó Sakusa con frialdad—. Iré a ver a Atsumu.
—No irás a ver a nadie. —Elevó la cabeza para lucir imponente, pese a ser algunos centímetros más bajo que el contrario—. No dejaré que vuelvas a lastimar a Tsumu.
—¿Y desde cuándo Tsumu te ha importado? —El azabache se rió con ganas, haciendo enojar a Osamu aún más—. No seas hipócrita, porque ambos sabemos que tu rol de hermano amoroso no es más que una fachada. —Lo empujó con los hombros, dispuesto a pasar de largo, sin embargo, fue retenido del hombro.
—Te dije que no pasarás.
—Quítame las manos de encima.
De pronto se sintió un aire sofocante, que podía cortarse con la más desafilada de las tijeras. Osamu y Sakusa nunca abandonaron la mirada del otro, como si con hacerlo pudieran perder cualquiera de las batallas que estaban teniendo; el gemelo no quitó la mano que había puesto sobre el hombro del azabache, al contrario, ejerció más presión, con el objeto de intimidarlo. Como era de esperarse, no funcionó.
Kita estuvo a punto de detener esa pelea sin sentido, pero antes de mencionar palabra alguna, la voz de otro hombre se le adelantó:
—¿Cómo está Atsumu?
Los tres hombres voltearon hacia la persona recién llegada y Sakusa aprovechó la distracción de Osamu para pasar de largo e ir a la habitación de su prometido, haciendo gruñir al gemelo. Por supuesto, Rintarou tenía que llegar en algún momento, era el único que se preocupaba por el estado de Atsumu, después de todo.
Mientras el gemelo maldecía en voz baja a Suna por haber llegado en el momento menos indicado, Shinsuke dejó escapar el suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Entre más observaba a su esposo, más convencido estaba de que un ligero, pero perceptible cambio, se estaba asentando en él. Y no le gustaba, porque ese Osamu había tenido la osadía de ponerse a su nivel, cuando no era más que un pobre diablo que aspiraba a algo mucho más alto de lo que podía ascender. Si llegaba a creerse algo que no era, habría problemas que él no estaba dispuesto a lidiar.
Joder, necesitaba hacer algo.
Necesitaba hacerlo pronto.
[...] Estoy consumido por tu peligro, puedo perder el control [...]
(Frontiers)
Si el destino quería que atara a Osamu a sus pies, entonces le estaba dando la mayor oportunidad de todas al presentar a Atsumu en bandeja de oro, listo para ir a su casa a pasar el resto de su vida como un pobre e indefenso cachorro al que podría aplastar si se le daba la gana.
Y de verdad, aunque fuera imposible de creer, Kita sentía un poco de pena por la inminente psicosis, producto del abuso en el consumo de las drogas, en la que el rubio había caído. Era deprimente de ver. Era como si se tratara de una persona distinta a la que una vez fue el gran y talentoso Atsumu Miya, aquel que acaparaba la mirilla de todos con su astucia y elegancia. Un desperdicio, si le preguntaran.
Pero eso no importaba ahora. Lo único que de verdad era de importancia, era el hecho de que ahora Atsumu era una persona convaleciente, dependiente de los cuidados y atenciones de su hermano gemelo, porque ya no podía valerse por sí mismo y, no tenía a nadie más que quisiera hacerse cargo de un loquito. Rintarou no contaba porque él no era ningún familiar cercano, por más que peleara por cuidarlo.
Por supuesto, Sakusa estuvo en desacuerdo desde el primer momento en que se enteró de la decisión de Osamu por tomar su custodia, pero nada podía hacer. No era familiar de Atsumu, ni siquiera su boda se había alcanzado a concretar, por lo que el moreno no tenía ningún motivo contundente para apelar la decisión del gemelo sobre su hermano.
—Tranquilo —le dijo Kita—, yo cuidaré bien de tu querido Atsumu.
—No confío en tí. —Sakusa respondió con tono ácido.
Una risa divertida se le escapó de los labios antes de responder:
—¿Quién dijo que a mí me importa si confías o no en mí? Tu desconfianza me tiene sin cuidado.
El gruñido que escuchó después por parte del otro hombre le hizo saber que todo estaba bajo control, no solo con Osamu, sino con Atsumu y Sakusa. Los tenía a los tres en la palma de su mano.
No. En realidad, no lo estaba.
Porque cuando creyó que podría disponer de la voluntad de esas almas desgraciadas, el demonio al fin batió sus inmensas alas, listo para emprender el vuelo... sin él.
—Me voy. No soporto estar ni un minuto más en tu presencia.
Casi pudo jurar que escuchó algo dentro de él quebrarse. Por ira, más que por cualquier otro sentimiento. Osamu no podía estar diciéndole aquello, no cuando se veía tan exánime después de quedarse sin trabajo y con la enorme responsabilidad de cuidar de su hermano enfermo. Él solo no podría sobrevivir. De ningún modo.
—Suna me ofreció vivir en su apartamento por un tiempo —continuó bajo el ceño fruncido de su esposo—. Mientras hallo la forma de largarme con mi hermano del país.
Claro. Era obvio que el maldito de Rintarou no dejaría pasar la oportunidad de ver su matrimonio tambalearse para hacer su jugada. Aunque era obvio, a Kita no le importaba si su excompañero de preparatoria estaba enamorado de Osamu o de su gemelo, eso le daba igual; sin embargo,no iba a permitir que ese estúpido lo alejara de su amado, porque entonces sí lo iba a conocer, no precisamente de la forma más linda.
—Estás bromeando, ¿verdad?
—¿Tengo cara de estar bromeando?
Le hubiera gustado decir que sí, que aquel rostro deformado por el coraje era una vil broma, empero, solo una vez lo había visto así, tan lleno de rencor que de seguro iba dirigido hacia él. ¿Qué le pasaba?
Recobró la compostura con una risa seca, que no dejaba lugar a objeciones.
—Tú no puedes dejarme. Tú me amas.
Repugnaba aquella frase. Lo hacía sentir débil, frágil y desesperado, algo que evidentemente no era, ni por asomo. Era por eso que intentaba convencerse de que Osamu necesitaba de él. Lo necesitaba.
—¿Sabes? —El gemelo lanzó un lánguido suspiro—. Estoy harto. Harto de tí, harto de tus estupideces... harto de amarte.
Las comillas que hizo con los dedos fueron suficientes para que Kita asumiera la realidad: aquellos intentos que una vez funcionaron para retener a su esposo de la libertad, ya no lo harían más; el castaño ahora era una persona nueva que se levantaba imponente ante él, con una voluntad que no sabía de dónde surgió, ni hasta cuándo se le bajaría. Era inconcebible.
Necesitaba romperlo de nuevo.
—¿Crees que Rintarou se va a fijar en alguien como tú? —Elevó el timbre vocal rozando la desesperación—. ¿Alguien tan patético y gordo como tú?
Mala elección de palabras.
No sucedió lo que creyó que sucedería. En cambio, escuchó la risotada de Osamu segundos después, como si hubiera dicho algo gracioso. Su ira no solo incrementó, sino que rozó límites que no sabía que existían.
Se sintió herido, enfermo, con un instinto primitivo que afloraba desde sus entrañas y amenazaba con salir de su cuerpo en un único estallido.
—Suna no es como tú —acotó, después de calmarse—. Tampoco es como tu amante, así que los dos se pueden ir a la mierda.
Sus pupilas se contrajeron en un intento inconsciente por calmar su creciente ira, pero a este punto, las aguas tranquilas en el océano de Kita Shinsuke ya se habían convertido en un tifón inconmensurable que amenazaba con destruirlo todo. ¿Cómo se atrevía Osamu a compararlo de esa forma con alguien como Rintarou? Peor aún, desechar así como así tantos años invertidos en esa relación, porque para él era una inversión pasar el resto de sus días con el gemelo, su devoto, y que éste girara en órbita a él.
Lo necesitaba.
¡Lo necesitaba!
No era al revés.
No lo era.
Quiso convencerse de eso por tanto tiempo que, cuando volteó al suelo y miró el par de maletas en las manos de Osamu, todo frente a él se derrumbó cual castillo de arena.
Qué idiota. Qué ironía.
Ahora era él quien se sentía acorralado. Ahora era él quien estaba siendo vilmente controlado por el otro hombre, tan humillado y vulnerable a cualquier reacción. Como nunca debió haber sido porque de lo contrario...
Explotaría.
—¡No te vayas! —rogó en un último intento.
—Suna estará aquí en cualquier momento... Hasta nunca, Shin.
—Si te vas, yo...
Osamu se quedó esperando por las palabras que nunca llegaron. Una amenaza directa de lo que Kita podía ser capaz de hacer estaba ahí, flotando en el aire a la espera de no dejar espacio a las dudas; no obstante, el gemelo se mofó de eso, preguntándole:
—¿Tú qué?
Si no estaba claro, el mayor no dudaría de lo dicho, ni se dejaría amedrentar por alguien inferior. Además...
—Te voy a matar.
Sus palabras convertidas en promesas tenían algo de verdad.
—Me largo de aquí —anunció el castaño, dándole la espalda. Sin creerle.
Mal momento para darle la espalda.
Bien dijo alguien una vez: «nunca sabes quién puede apuñalarte por detrás».
Y Kita prefería apuñalarlo antes de verse derrotado.
Aunque no de manera literal, pero sí necesitaba ahogarlo, hacerlo suplicar por su perdón, por siquiera pensar en cometer tal pecado de abandonarlo sin más; era su deber hacerlo entrar en razón de la manera más asfixiante posible. Y eso sí era literal.
En un veloz movimiento, se quitó el cinturón y lo enredó en el cuello de su esposo justo antes de que pudiera cruzar la puerta principal, dejándola entreabierta, con una escena a la vista de cualquiera que se atreviera a pasar por el pasillo en ese instante. Por primera vez, no tenía idea de lo que hacía, pero si los gritos ahogados de Osamu le aseguraban que se quedaría con él para siempre, lo ahorcaría con todo el gusto del mundo; las manos le sudaban como nunca y el aliento se le cortó, adquiriendo una fuerza descomunal que compitió con los músculos en los brazos del contrario, cuyos intentos por zafarse se volvían cada vez más inútiles a medida que los segundos sin oxígeno se prolongaban. El pobre rostro azul de su cónyuge era una vista lamentable, empero, de alguna retorcida manera, exquisita. Tenía el control de la situación, eso era todo lo que importaba.
Tres segundos antes de que Osamu se rindiera... Dos... Uno...
—Osamu, ya estoy... ¡Kita, ¿Qué diablos estás haciendo?!
Por inercia, el mencionado soltó a su víctima tan pronto como escuchó su nombre, regresando de golpe a la realidad frente a sus ojos. Jadeó por un poco de oxígeno, como si hubiera sido él al que se lo arrebataron hacía un momento; mirando de soslayo a Suna, quien corría a ayudar al gemelo que tosía desesperado. Joder, ¿qué estuvo a punto de hacer?
Bajó la vista hacia sus manos rojas y trémulas. Las sentía palpitar como nunca por lo que acababa de ocurrir.
¿De verdad había querido matarlo?
Pasaron unos minutos de silencio, tan tortuosos como la tensión palpable en el ambiente en el que Kita miró a Osamu, sumergido en la sorpresa, la sobriedad, la culpa.
—La próxima vez... —Osamu lo miró como nunca antes: con un odio puro y ardiente en sus ojos inyectados en sangre—. La próxima vez seré yo... Y yo sí te voy a matar.
No dijo nada, ni cuando el castaño se fue junto a Suna.
No lo comprendía. ¿Cuándo fue que perdió el control sobre Osamu?
Lo pensó. Y lo pensó.
Tal vez nunca lo había tenido.
[...] En silencio aquí estamos, recordando cómo estamos condenados [...]
(The Epilogue)
«Ven a casa. Te necesito».
Si hubiera sido un poco más inteligente en ese momento, Kita habría dejado en visto el mensaje que le llegó días después de lo ocurrido. Osamu era una bestia con la que debía tener absoluto cuidado y domesticarla no había sido tarea sencilla. Ahora que se liberó de sus cadenas, ya no estaba tan seguro de poder domar sus acciones descabelladas, dignas de Belcebú.
Sin embargo, en ese momento se encontraba cegado por la ira. Nadie podía humillar a Kita Shinsuke, ni siquiera Osamu.
El gemelo quería verlo en el lugar donde se quedaba. Era la casa de Rintarou, cosa que le revolvió las entrañas; de solo imaginar que ese imbécil podía aprovechar la oportunidad para acercarse a su aún esposo, la bilis le subía por la garganta y él mismo era víctima de los pensamientos más insanos que podía tener. Alguien perfecto como él no podía caer en tal trampa y, no obstante, se comportaba como polilla tras la luz, guiado por sus propios sentimientos. Era indignante.
Si habría de creer en un sexto sentido, entonces ese era el momento adecuado. El menor le dijo que Suna no se encontraría hasta entrada la noche, por lo que tendrían tiempo para platicar. No sabía por qué, pero de tan solo pensar en él y Osamu a solas —Atsumu no contaba, el loquito ya no tenía mente propia—, le llegaba un mal presagio que trató de ignorar durante el camino a la residencia de Rintarou. Total, Osamu era su fiel devoto y él era el dios al que nunca debió desobedecer. Solo pondría las cosas en orden, se repitió.
Al llegar, fue recibido por los flácidos brazos de su esposo, para después ser atacado por los voraces besos que no sabía que necesitaba. Al parecer, el castaño se dio cuenta de lo mucho que lo necesitaba y que sin él no era nadie. Si se atrevía a decírselo, tal vez podría considerar la idea de perdonarlo.
—Shin —murmuró entre besos—, te amo.
Lo sabía. Siempre lo supo. Pero escuchar las súplicas desesperadas por afecto del menor siempre fue música para sus oídos. Por un momento, se dejó llevar por el embriagante sabor de los besos borrachos que Osamu le daba.
Primer error.
Lo habría llevado al sofá más cercano y hacerlo suyo de una vez, de no haber sido por la risa estrepitosa del tercer miembro en la sala. Atsumu tenía una apariencia deplorable, ida, carente del brillo que una vez le vio; si tan solo Sakusa se hubiera enterado de que él mismo se encargó de alimentar aquel vicio a las drogas aún después de que el psiquiatra le diagnosticó psicosis, tal vez lo habría matado. Después de todo, el moreno lo había amenazado infinidades de veces en caso de hacerle daño a su querido novio. Pobre idiota.
Y es que, le resultaba tan divertido deteriorar la salud de Atsumu incluso mucho más de lo que ya estaba. Lo hacía a espaldas de Osamu, cuando ni él ni Suna se encontraban en casa; le tendía una botella de licor que el contrario tomaba desesperado, para después escucharlo murmurar agradecimientos hacia él o hacia los dioses. Lo que fuera, le daba igual mientras se mantuviera cada vez más enfermo y fuera de la realidad. Quién sabe, quizás algún día volvía a tener una intoxicación por mezclar su clorpromazina[2] con el vodka.
Al pensar en eso, le sonrió a la figura absorta en una silla de ruedas.
Segundo error.
Porque Osamu sí estaba al tanto de las acciones de su esposo, pero se hacía el ciego. Y no se lo perdonaría jamás.
Él era el único con el derecho de romper a su hermano.
—A veces me siento mal por mi hermano —dijo de repente, fijando su vista en el otro gemelo—. Él no merecía terminar así.
Kita arqueó una ceja con escepticismo. La pena ni la lástima eran palabras que se amoldaban al castaño, ni siquiera cuando se trataba de Atsumu; eso lo había aprendido con el pasar de los días. Era como un juguete con el que se divertía tanto. Ahora sabía que no era capaz de albergar amor por su propio hermano... No, lo odiaba.
—Y aún así, lo hizo —le respondió, acercándose al psicótico y dándole vagas caricias a su cuero cabelludo, provocándole otra risa—. Qué decepción
—Decepción...
Osamu se quedó pensativo, procesando la palabra dicha por su aún esposo. Era cierto que nunca se esforzó por sentir empatía hacia las demás personas, sin embargo, era verdad que sentía un poco de decepción al mirar el rostro apagado de su cuñado. Si tan solo hubiera estado de su lado desde el principio, nada de esto habría sucedido.
—Es curioso —acotó de repente—. Es lo mismo que siento yo por ti.
Debía admitir que aquella confesión lo tomó desprevenido; miró con desconfianza al que ahora lo abrazaba por detrás, como si nunca hubiera pronunciado esas palabras, tratando de hallar el mínimo rastro de ironía en sus acciones.
No la encontró.
Osamu hablaba en serio. Tan en serio como lo que se le antojaba comer en ese mismo momento y, eso era él.
¿Qué tan alejado de la realidad estaba ese deseo? Tal vez no mucho, porque el Miya solo podía imaginarse bebiendo de su sangre y manchando las pulcras mangas blancas de su camisa —su favorita— con el escarlata del líquido vital. ¡Hombre! Se imaginaba esa vista y se le hacía agua la boca.
Pero claro, Shin no tenía porqué saberlo. No hasta que fuera la hora.
Sin embargo, a parte de ser un perspicaz, Kita juraba que había algo entre él y Osamu que los unía más que cualquier otra pareja lo hacía; estaba seguro de que ambos compartían un vínculo inquebrantable y especial que les hacía compartir los mismos pensamientos y sensaciones, así como saber exactamente qué era lo que tramaba el uno contra el otro. Sí, así de estrecho era el lazo invisible que los conectaba hoy y siempre.
«Si tú juegas con un cuchillo enredado entre mis vísceras, yo habré jugado antes con una bala incrustada en tu pulmón izquierdo. Si aquello no sucede...»
—Shin...
Aunque el miedo fuera latente. Aunque hubiera cometido el más grande de los errores al darle la espalda a quien, sabía desde siempre, era la primera persona que lo apuñalaría por la espalda con la más mínima de las oportunidades. Sobre todo después de haber jugado con fuego, sabiendo que era inevitable salir con una quemadura mortal.
«La próxima vez seré yo... Y yo sí te voy a matar».
—Te amo, Shin... Nunca lo olvides...
Antes de que pudiera alejarse de aquel ser tan vil y salvar su vida, vino la primera estocada. Luego dos... Y tres...
—Pero no te perdonaré jamás que hayas tocado a mi hermano... Él es mío.
¡Ah! Él demonio finalmente batió sus alas, provocando un ciclón dentro de las entrañas de su dios, cuya sangre no tardó en salir por la hendidura superficial; ésta no tardó en convertirse en la grieta que conduciría al riachuelo carmín en su espalda. Cayó al suelo de bruces, justo a los pies del que alguna vez fue su cuñado, quien no paraba de reír a causa de su sufrimiento. Lo sabía, los dos eran iguales.
—¡Te ves tan hermoso, Shin! El rojo te queda tan bien...
Apuñaló su bonita e inmaculada espalda blanca como si no hubiese un mañana, rasgando su camisa de etiqueta; recordándole a su amado quién había sido en realidad el que tenía control sobre el otro; recordándose a sí mismo quién era el verdadero dios... Porque los dioses tienen la tarea de exterminar a los demonios que se meten con sus propiedades, ¿verdad?
—Has pecado... —otra puñalada—. Debo castigarte.
Una más. Al escuchar el chillido desesperado del pobre corderito, junto a sus inútiles intentos por alejarse de su castigo, sus manos rojas, goteantes y tremulantes agarraron con mucha más fiereza el cuchillo, para después encajarlo con toda la furia que alguien podía tener. Metía, sacaba, metía, sacaba...
Perdió la cuenta después de veinticinco, honestamente no le importaba nada que no fuera el grito silencioso por clemencia. Shin se lo merecía, desde el maldito momento en que decidió clavar su ponzoña en el ángel que era Atsumu; se rió de su propio pensamiento, qué estúpido de su parte llamar a alguien como Atsumu un ángel, cuando siempre fue el causante de su desgracia. Había sido él quien los presentó, en primer lugar. Si Shin se merecía lo que le estaba pasando, Atsumu también.
—No olvides, mi amor...
Una más, solo una...
—No te olvides... Cuando vayas al infierno, no olvides quién fue tu verdugo.
Kita respiró largo, antes de estirarse.
Dicen que el último sentido que se pierde es el oído.
Así como dicen que alguien que hace las cosas mal nunca va al cielo.
Pero Kita Shinsuke era diferente. Él era el dios que vino a salvar a la bestia de este podrido mundo. Él nunca había hecho cosas malas, porque en su cuerpo no podía caber la maldad. Él hacía las cosas que hacía porque así tenían que ser, ni más ni menos; él no era culpable de nada, al contrario, era el salvador de aquella alma corrompida por los demonios. Una alma que se desencadenó de sus ataduras y decidió llevar su altanería demasiado lejos. Kita no tenía la culpa, no la tenía.
Y así como no lo hacía, Osamu debería ser consciente de que aquella promesa hecha cual contrato, se cumpliría sin importar las circunstancias.
Él lo sabía más que nadie:
«Si tú juegas con un cuchillo enredado entre mis vísceras, yo habré jugado antes con una bala incrustada en tu pulmón izquierdo. Si aquello no sucede...»
«Si aquello no sucede, honraré tu cuerpo y sufriré mi propio castigo divino».
[1] Belcebú es uno de los demonios más importantes ya que está entre los siete príncipes del infierno (siendo aquel que representa el pecado de la gula). Es un término que significa "el señor de las moscas" (según la Biblia).
[2] La clorpromazina es un medicamento que actúa bloqueando los receptores de dopamina (transmisor químico del impulso nervioso) del cerebro. Suele utilizarse para psicosis agudas, crisis de manía, delirio o confusión.
Las canciones utilizadas para este capítulo pertenecen a los grupos ††† (Crosses) y Deftones.
Siguiente capítulo: Osamu, el glotón.
¡Gracias por leer!
Haikyuu!! © Haruichi Furudate
Control 2021 © Sultiko
(Mayo 4, 2022)
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top