Control en el miedo

Beijing, la capital mundial de la vigilancia estatal, exporta su modelo a todo el planeta. Miles de cámaras y sistemas de reconocimiento facial cubren las ciudades latinoamericanas. Con ellas, algunos gobiernos poco democráticos controlan a sus ciudadanos. Con ello la privacidad pronto será una utopía. El Gobierno chino está empecinado en exportar vigilancia al mundo entero. Lo comprueban las 30.000 cámaras que le vendió a Venezuela, las 4.300 de Ecuador, las 2.100 de Uruguay, y las otras cientos de miles que negoció con Brasil, Bolivia y Argentina en la década pasada. El Gobierno chino de Xi Jinping ha llevado el control ciudadano al extremo.

Según una investigación del diario The New York Times, desde que Xi llegó al poder aparecieron 200 millones de cámaras en China. Aunque voceros del Estado expresaron que solo buscan perseguir criminales y aumentar la seguridad en las calles, el diario neoyorquino encontró que las cámaras le sirven al Gobierno para controlar la disidencia y obtener subrepticiamente datos de la población. Por medio del reconocimiento facial, esos sistemas permiten al Estado acceder a las redes sociales de la persona, a la dirección de su casa, a su historial de salud, a su afiliación política, a sus fotos y videos personales, a sus tarjetas y pagos, entre otros.

Toda esa información le sirve al Partido Comunista y a las empresas del país para negar un crédito, no venderle una casa a alguien o un seguro de vida y, sobre todo, para conocer las opiniones políticas de esa persona. Ese conocimiento, en manos de un Estado con uno de las mayores tasas de presos políticos en el mundo, resulta terriblemente peligroso. Y otras naciones replican ese modelo, la base misma de sus democracias podría estar en jaque. Así lo confirmó en la semana la directora de derechos humanos del centro de estudios CSIS, Amy K. Lehr, quien afirma que los países no compran una tecnología, sino una ideología. "Esta es una demostración de cómo se desarrollará el autoritarismo tecnológico chino en un futuro cercano".

Para William A. Carter, jefe del departamento de Tecnología de la misma institución, "le tememos más a los asiáticos que a otros países porque las democracias tienen algo de respeto por los derechos humanos y algo de control de parte de la ciudadanía. En cambio, China ha demostrado que defenderá a los regímenes que reprimen a sus ciudadanos sin ninguna vergüenza. China utiliza prácticas predatorias contra su propia población". El modelo chino no permite inspección ciudadana y no tiene balances de poder, por lo que su expansión mundial está cargada de autoritarismo.

Venezuela y Ecuador ofrecen los ejemplos más cercanos de esa influencia del gigante asiático en los métodos de control. El sistema de vigilancia de Ecuador, llamado ECU-911, estaba destinado a combatir a los narcotraficantes y asesinos, o al menos eso le dijo el entonces presidente Rafael Correa a sus ciudadanos en 2008. Sin embargo, Correa olvidó mencionar que las empresas chinas CEIEC y Huawei le vendieron las cámaras que se pueden ver en muchos de los postes y semáforos del país. También olvidó decir que esa "introducción a la supervisión" estaba acompañada con capacitaciones con temas como "Guiar la opinión pública". Un curso que, según The New York Times, los chinos impartieron en 36 países más, casi todos dictaduras africanas.

Asimismo, el Gobierno Correa firmó, sin un proceso de licitación pública, un contrato por el cual Ecuador le dio petróleo a China a cambio de que China le entregara el sistema de vigilancia y años de asesoría para manejarla. Huawei, la gigante tecnológica acusada de espionaje, se encargó de desarrollar esas capacitaciones. Lo curioso del caso es que cuando llegó Lenín Moreno al poder, férreo crítico de Correa, el Estado hizo caso omiso a las críticas y manifestaciones, las cámaras siguieron funcionando y la inteligencia ecuatoriana, junto con la Policía y las empresas asiáticas, siguieron supervisando a la población.

Varios internacionalistas explican que la intromisión de la tecnología en la política, encierra el peligro de que incluso las democracias sucumban ante las ventajas de obtener datos de gente que no se sabe vigilada. Así China le abrió la puerta a lo que tanto temía Orwell en su ya afamada novela 1984, en la que el Estado supervisa como un gran hermano los movimientos de sus ciudadanos. Los Gobiernos olvidan una de las premisas de la justicia, la presunción de inocencia, y parten de que todo el mundo oculta algo. Por lo tanto, todos son culpables a menos de que se demuestre lo contrario.

Los más sinceros advierten que se avecina un movimiento mundial autoritario basado en la tecnología, en donde la privacidad ya no será un bien sagrado de la democracia. La tecnología dejará de ofrecer seguridad, para convertirse en represión política y homogeneidad social. De esa manera, por ejemplo, Nicolás Maduro en Venezuela utiliza el carné de la patria. Al principio la idea era que la tarjeta sirviera para identificar a los ciudadanos, pero el Gobierno decidió exigirla luego para comprar gasolina u obtener subsidios.

Maduro llevó el control más lejos y por medio de los datos del carné accede a las propiedades de sus ciudadanos, al partido al que pertenecen y si han votado. Los chavistas “comprobados” reciben descuentos, mercados y ayudas del Estado, los demás sufren el acoso y el desabastecimiento. La compañía china ZTE ayudó a Venezuela a implementar el carné en 2017. Actualmente, la mitad de la población lo utiliza. Según la agencia Reuters, Maduro invirtió cerca de 70 millones de dólares para poner en marcha ese mecanismo que le permite incluso jugar con las necesidades básicas de la población.

Esto explicaría por qué las ciudades latinoamericanas tienen cámaras que apuntan a residencias privadas y no a las vías públicas, como se supone que deberían hacer. Un militar crítico de las políticas de Correa le contó a The New York Times acerca de la cámara que mira a la habitación de sus hijas y a la sala de su casa en Quito. Según Carter, hay poco que las personas puedan hacer para detener a los Gobiernos extasiados con estas nuevas formas de autoritarismo. Para él, la única salida es robustecer la democracia con ciudadanos empoderados que “no voten por dictadores” y presionen a sus Estados para que legislen a favor de la privacidad y sancionen a quienes la violen.

Pero, mientras haya compradores de voyeurismo chino, el gran hermano se hará más fuerte. Una de las pocas cosas que tengo claras sobre el coronavirus es que la salud no es la única variable en la ecuación de la pandemia. Aunque esta semana hemos sabido que las medidas de confinamiento impuestas en el país han evitado unas 450.000 muertes, también sabemos que paralizar la economía de forma prolongada podría dar lugar a una de las mayores crisis de la historia. Así que, mientras los países avanzan en sus desescaladas, los investigadores del Imperial College de Londres señalan que este tipo de "intervenciones deben mantenerse de forma continua para mantener la transmisión bajo control".

Es decir, deberíamos decidir entre seguir encerrados, vivos y tal vez pobres, o volver a salir a disfrutar y trabajar con el riesgo de que el sistema sanitario colapse otra vez. Esta compleja situación solo puede responderse encontrando un punto medio entre ambos extremos. Y para poder dar con ese punto medio resulta imprescindible imponer medidas de control. Pero dichas medidas también deben tener su propio equilibrio, el de mantener a baja la tasa de contagios al tiempo que se garantiza la privacidad de las personas.

Si aspiramos a conservar nuestro Estado de derecho, hay líneas rojas que no debemos cruzar. Por eso, aunque apoyo las aplicaciones para rastrear posibles contactos de coronavirus, jamás aceptaría los modelos obligatorios que identifican a los usuarios y registran su ubicación exacta, como los que se han lanzado en países como China (cuyo Gobierno lleva años utilizando la tecnología para vigilar a sus ciudadanos de formas impensables en cualquier país que se considere democrático).

Pero esta no es la única medida para controlar la pandemia que podría convertirse en una amenaza para la privacidad. Uno de los ejemplos más claros es el control de la temperatura. A simple vista, detectar si una persona tiene fiebre o no parece algo inofensivo. Sin embargo, la "toma de temperatura supone una injerencia particularmente intensa en los derechos de los afectados", según advirtió recientemente la Agencia Española de Protección de Datos (AEDP). Primero lo primero: el hecho de que una persona tenga fiebre no significa que esté contagiada de Covid-19. A esto hay que sumar que algunos enfoques tecnológicos basados en escáneres, por supuesto, pueden fallar. El resultado sería que personas sanas o con dolencias no preocupantes perderían su derecho a ir al trabajo, a la escuela o a viajar.

También es prácticamente imposible que el proceso se realice de forma bastante anónima, lo que podría dar lugar a formas de discriminación social. Si en las épocas más graves de la plaga fuimos testigos de agresiones racistas a personas de ascendencia asiática por el mero hecho de serlo, cabe preguntarse qué pasaría si un compañero de trabajo desalmado presenciara cómo mandan a otro a casa por tener fiebre.

La AEDP reconoce que, en situaciones excepcionales como una pandemia, el interés vital de cualquier persona para evitar un contagio debe primar sobre el tratamiento de los datos personales. Del mismo modo, las empresas que quieran retomar su actividad deben velar por garantizar la integridad de sus trabajadores. Así que, en cuestión de virus, la balanza se inclina hacia la protección de la salud.

Pero no es algo que deba hacerse a cualquier precio, hay formas y acciones. No es lo mismo un escáner o termómetro que únicamente registra la temperatura de forma anónima que una videocámara que, mientras lo hace, también identifica la persona y guarda un registro con la información. Bajo este segundo enfoque, las compañías estarían manipulando una serie de datos de salud especialmente sensibles sobre las personas que, si se gestionan de forma incorrecta, podrían convertirse en otra herramienta de discriminación y desequilibrar la relación de poder entre el trabajador y la empresa.

El control de la temperatura es solo un ejemplo del amplio abanico de medidas que se están planteando y de los riesgos que suponen si no se aplican correctamente. También se plantean alternativas bastante más respetuosas, como los sensores para detectar la presencia del virus en aguas residuales, que simplemente alterarían de ubicaciones con posibles brotes sin identificar a nadie. Pero lo cierto es que la mayoría, como las tarjetas de acceso a entornos laborales con sistemas de localización, supondrían la vigilancia constante de los trabajadores.

Nuestra experiencia en los aeropuertos tras el 11 de septiembre es un buen recordatorio de que, cuando cedemos un derecho en nombre de la seguridad, resulta muy difícil volver a recuperarlo. Aunque la prioridad actual es volver a la 'normalidad' sin provocar un rebrote, no es algo que deba hacerse a cualquier precio. Si no encontramos el equilibrio entre salud, economía y privacidad, nos arriesgamos a acabar sumidos en un 'Gran Hermano' en el que estaremos vivos y tendremos trabajo, pero seremos perpetuamente controlados.

Fin

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