CAPÍTULO FINAL

Lorraine

Un gélido escalofrío recorrió toda mi columna vertebral hasta alojarse incómodamente en mi nuca y luego desaparecer. Odiaba despertar de esa forma y le achacaba esa horrible sensación al invierno, pero en el fondo sabía perfectamente que ni un copo de nieve ingresaría a la habitación y que la temperatura era perfecta ya que Garret se encargaba personalmente de estuviese lo más cómoda y calentita posible. Ese escalofrío, lo admitiera o no, lo causaba cierta personita alojada en mi vientre que suele despertarse antes que sus padres.

Me removí incómoda e inconforme por la interrupción de mi sueño y me quejé por ello tal cual niña chiquita. Garret, que siempre estaba alerta, se despertó también. Esto ya se había vuelto rutina: el bebé se movía y me despertaba, yo me quejaba, Garret se despertaba y luego dedicaba quince largos minutos de su valioso tiempo a acariciar mi abultado vientre mientras le rogaba a nuestro hijo en susurros que no pateara a mamá. Será un niño desobediente porque por lo general le importa muy poco lo que le pidamos.

—Ya está, bebé —acariciaba y le susurraba a mi vientre, recostado boca abajo entre mis piernas—. Tenle un poco de piedad a mamá. Tus pataditas duelen más en invierno porque hace frío.

El bebé le respondió con una ligera patada que me hizo presionar los labios por el leve dolor.

—Solo tiene cinco meses, pero te aseguro que será campeón de karate —comenté, apoyando ambas manos sobre el colchón para impulsarme y poder sentarme, era obvio que ya no podría dormir.

—Y también será el más rebelde de los tres —secundó mientras se incorporaba para colocar una almohada tras mi espalda para que estuviese más cómoda.

—O quizás solo es un bebé inquieto que adora que lo mimen y alimenten y estamos siendo muy dramáticos —reí por lo bajo—. Esto no es nada, cuando nos despierte a las 3.00 a.m. llorando a todo pulmón será cuando desearemos habernos cuidado.

—Aunque suene raro —llevó su mano a mi barriga—, estoy ansioso porque llegue ese momento.

—No es cierto —entorné los ojos en su dirección—. Estás ansioso porque nos revelen el sexo y así poder pintar su cuarto de una vez.

—Bueno sí, lo admito —se encogió de hombros—. ¿No deberíamos saberlo ya?

Ay, otra vez no.

—Por enésima vez, en el quinto mes ya se ve claramente el sexo, pero debes esperar a la próxima semana que es cuando me toca mi chequeo mensual.

—¿Y no podemos adelantarlo para esta semana?

Dios mío, ¿qué hice para merecer un hijo que me despierta a patadas y un esposo que se comporta como si él fuera el bebé?

Dejé escapar un suspiro de hastío y le lancé la mirada que él ha denominado "Compláceme o recibirás un bandejazo". Eso fue suficiente para que contraatacara con su mirada de cachorrito y para que yo le lanzara a su vez la "Si insistes, le diré al chef que le ponga laxante a tu comida". Derrotado, se encogió de hombros y se acomodó a mi lado.

—Por cierto… —dijo, tras un rato de silencio— olvidé algo —y acto seguido me tomó suavemente de la barbilla y me dio un tierno beso—. Buenos días.

Sonreí sobre sus labios e inmediatamente me puse de buen humor. Los últimos meses no han sido fáciles para nosotros, en especial porque, lo admito, embarazada soy insoportable. Pero él no ha perdido la paciencia conmigo ni por un instante. Vive tratándome con dulzura, amor y delicadeza, cumpliendo cada uno de mis caprichos y apoyándome al cien por ciento. Y amo que, a pesar de que estoy más gorda y malhumorada, él sigue tratándome como una reina.

—Buenos días, y feliz Nochebuena.

—Uff, casi lo olvidaba —rio.

—¿Cómo puedes olvidarlo cuando has pasado semanas buscando los regalos de Navidad perfectos para todos?

—Los regalos no son lo único que ha ocupado mi mente en los últimos días, Vainilla. ¿Recuerdas qué día es hoy? —me guiñó un ojo.

Entonces lo recordé e inevitablemente solté un chillido por la emoción.

—¡Dios, cierto, es hoy! ¡Es…ah! —gemí de dolor y me llevé una mano al vientre.

—¿Estás bien, cariño? —me abordó mi esposo, con la preocupación reflejada en su rostro.

—Lo estoy —le regalé una sonrisa tranquilizadora—. Es solo que, al parecer, el bebé está tan emocionado como yo.

(…)

—Admítelo, estoy gorda.

Mi Expreso soltó un resoplido y miró hacia el techo como si esperara una solución divina a todos sus problemas. Luego bajó la cabeza y se presionó el puente de la nariz.

—Cariño, ¿cuántas veces debo decirte que no estás gorda?

—¡Sí lo estoy! —rebatí.

—Si estás tan convencida de que estás gorda, ¿para qué me lo preguntas?

—¡Porque quiero que tú me lo digas! —refunfuñé.

—Si te digo que estás gorda, ¿dejarás de atormentarme con ese asunto?

—Sí.

—Estás gorda.

—Pero…¿por qué me dices eso? —comencé a lloriquear, realmente ofendida y dolida por su comentario despectivo y carente de sensibilidad—. Llevo a tu hijo dentro de mí, me duele la espalda, no paro de ir al baño a cada rato, siempre tengo hambre, ¿y tú me sales con que estoy gorda?

Lo siguiente que dije ni yo misma lo entendí porque las palabras se me atascaban en la garganta producto del llanto. La jueza sentada frente a nosotros no hacía más que reírse disimuladamente de la escena; supongo que en su lugar yo también me reiría.

—¿No vas a pedirme perdón? —le recriminé a mi marido después de sonarme los mocos con un pañuelo que la jueza morena y de gris cabello rapado me tendió.

—¿Por qué tengo que disculparme por algo que tú me pediste que dijera? —inquirió Garret, exasperado.

—Conque no me vas a pedir disculpas, ¿eh? —le lancé el pañuelo con mocos y me crucé de brazos, molesta—. No vuelvas a hablarme en lo que resta de día.

Lo escuché decir algo por lo bajo, no se oía con claridad, pero era algo como: "Cada día está más loca", "Malditas hormonas" y "Esto me pasa por no cerrar el pico".

La jueza Clarion, quien ocupada un sofá marrón igual al que ocupábamos nosotros, decidió intervenir y hacernos un par de preguntas de rutina para aligerar el ambiente. Ella me agradaba y su oficina me resultaba bastante acogedora teniendo como vista cómo nevaba afuera. Realmente este proceso no se hace en una oficina sino en una sala de la corte civil, pero igualmente estábamos en el juzgado y, al ser hoy 24 de diciembre, los funcionarios solo trabajarían hasta mediodía oficiando procesos importantes.

Pasados unos quince minutos, me encontraba de mejor humor y la secretaria de la jueza irrumpió en la oficina para avisar de la llegada de quienes nos acompañarían en este proceso. Procedimos cada uno a ocupar los asientos que nos correspondían —la jueza Clarion tras su escritorio y Garret y yo del lado contrario— dejando una silla vacía. Tras unos toques a la puerta y una invitación para que pasaran, ingresaron a la estancia Abigail y Marjorie, ambas caminando.

Marjie ya era capaz de caminar por su cuenta desde hace un tiempo, pero cada vez que la veía erguida sobre sus piecitos y desplazándose con cierta torpeza y con la ayuda de sus pequeñas muletas, se me encogía el corazón.

—¡Lori, Gary, están aquí! —chilló nuestra rubita al vernos.

Desocupamos nuestros asientos para saludarla con un abrazo y un montón de besos como de costumbre. Garret se agachó y yo no pude hacerlo porque mi estado me lo impedía, pero ahora que mi niña podía caminar ya no lo necesitaba para rodearla entre mis brazos. Una vez la sesión de besos culminó, saludamos a Abigail y ayudamos a Marjie a sentarse en la silla que había quedado vacía.

—Creí que hoy no era día de visita —comentó la niña mientras nos sentábamos.

—Y no lo es, hadita —le aclaró su papá—. Pero es un día aún más especial que el de visitas.

—¿El día de helado en el comedor? —preguntó, emocionada.

Ahogué la risa en la palma de mi mano y me dediqué a contemplar a esa pequeña cosita cuya capacidad estomacal superaba la de todos los presentes.

—Tampoco es el día de helado, Marjie —dijo Abigail, parada detrás de su silla—. Es el día de ir a casa.

Esa última oración al parecer logró que algo hiciera click en su cabeza y al instante se volteó hacia nosotros con esa expresión de ilusión que me invita a abrazarla para no soltarla nunca.

—¿A-a casa? —preguntó, apenas creyéndoselo—. ¿Ya me voy a casa?

—Ya casi, pequeña —le sonrió la jueza—. Estamos aquí para oficiar tu adopción.

—¿De verdad? —preguntó, casi al borde de las lágrimas.

—De verdad, linda —asintió Clarion y seguidamente abrió una carpeta de la cual sacó un par de documentos—. Estamos aquí para culminar el exitoso proceso de adopción de la menor aquí presente, solicitada por los señores Garret y Lorraine Harriet. La representación del Orfanato Almas también está aquí con la presencia de la Srta. Abigail y no me extenderé más. Según los informes que se me han hecho llegar acerca del extenso estudio que se les hizo a los futuros padres y habiéndose completado el proceso, yo, Clarion Vergara, jueza especializada en derecho de familia, tengo la potestad de concluir la adopción —firmó uno de los documentos y luego lo deslizó sobre el escritorio en nuestra dirección—. Garret y Lorraine Harriet, ¿aceptan a la menor Marjorie como su hija para brindarle un hogar, protección y amor?

—Aceptamos —dijimos al unísono antes de que nos pasaran un bolígrafo para plasmar nuestras firmas en el documento.

—Y tú, Marjorie, ¿aceptas a estos dos señores como tus papis? —le preguntó a la niña en un tono más cariñoso e infantil.

—Acepto —asintió la hadita, aun aguantando las ganas de llorar.

—Entonces, a partir de ahora, eres oficialmente Marjorie Harriet, hija de Garret y Lorraine Harriet, y ya puedes irte a casa con ellos.

Sin más que agregar, nuestra princesita bajó de su silla y de una forma descuidada que pudo haberla hecho caer, se lanzó sobre nosotros. La sostuvimos con fuerza entre nuestros brazos mientras escuchábamos sus sollozos de alegría. Se sentía tan bien poder decir que ya era mi hija con todas las letras, que, por fin, después de tantos meses de espera y de tener solo un par de horas juntos a la semana, podía llevarla a casa, para siempre. Me emocioné a tal grado que comencé a llorar, acompasando mis sollozos con los de mi hija. Sentí que Garret nos abrazó a ambas con más fuerza mientras nos susurraba que todo estaba bien y que a partir de ahora seríamos la más feliz de las familias, juntos.

Interrumpimos brevemente el abrazo para desalojar con delicadeza a las lágrimas del rostro de nuestra pequeñita. Nunca me gustó verla llorar. Desde el día en que la vi entrar a aquel estudio de danza supe que debía hacerla feliz, que en su bonito rostro jamás deberían faltar las sonrisas. Me sentí torpe y tonta por no haberme dado cuenta desde entonces que ella siempre fue mi niña, mi pequeña. Le habría ahorrado tantas lágrimas si hubiese decidido adoptarla antes, pero lo hecho, hecho está, y es hora de pasar página para empezar a escribir una historia nueva, en casa.

—Estoy muy feliz —declaró, alargando la I y tallando sus ojitos.

—Nosotros también lo estamos, mi amor —le dijo su papá, lagrimeando un poco también.

—No puedo creer que ya voy a ir a casa —sollozó.

—Sí que irás, corazón —acaricié su mejilla como tanto amo hacerlo.

—Quiero otro abrazo —pidió, alzando sus manitas.

No sé si lo hicimos porque el momento lo ameritaba, por la ternura con la que lo solicitó o porque, sencillamente, no podemos decirle que no a nuestra princesa, pero nos unimos en otro abrazo igual de cálido y reconfortante que el anterior. Luego de ello nos dedicamos a mimar a Marjie hasta que cesó su llanto y llegó la hora de abandonar el juzgado. Estando ya en la salida, frente a nuestros respectivos autos, nos dispusimos a despedirnos de Abigail.

—Muchas gracias, por todo —le sonreí con genuina gratitud tatuada en mi rostro y corazón.

—Sin tu ayuda no habríamos podido adoptar a Marjie —añadió mi esposo quien llevaba en brazos a nuestra pequeña—. En verdad gracias.

—No tienen nada que agradecer —nos sonrió, mitad melancólica mitad feliz—. Soy trabajadora social por y para esto. Para reunir a niños maravillosos con sus nuevas familias. Donde los amen, los cuiden y los apoyen. Donde el amor pese más que la sangre, el origen y, en este caso, las discapacidades —hizo una pausa y presionó sus labios, como si intentase no llorar—. Gracias por darle una oportunidad a Marjorie. Ella…no supo qué era tener un papá y una mamá que la amaran hasta que ustedes llegaron. Se merecen el cielo por haber visto más allá de su silla de ruedas y haberla aceptado y querido —se secó una lágrima que se le escapaba—. Mi trabajo termina aquí. Buena suerte de ahora en adelante.

—Pero… —interrumpió la hadita—, ¿ya no la veré nunca más?

—¡Claro que la verás! —aclaré—. Esta no es una despedida para siempre, solo es un "Hasta luego". Abigail podrá ir a casa a visitarte siempre que quiera y tú a ella, y a tus amiguitos del orfanato.

—Además, me verás seguido porque me anoté a clases de danza en la academia de tu mamá —secundó la castaña—. Siempre estaré cerca de ti, solo que ahora quienes te van a cuidar serán tus papás.

Marjie no lucía muy convencida con nuestras respuestas y frunció los labios en una mueca triste. La entendía. Fue testigo de cómo muchos de sus amiguitos se marchaban del orfanato para no volver a verlos nunca más. De seguro pensaba que lo mismo pasaría con Abigail.

—¿De verdad te voy a seguir viendo? —musitó.

—Claro que sí, hadita mía —Abigail dio un paso más cerca de ella y Garret le pasó a la niña para que pudieran abrazarse a gusto—. Te quiero mucho, pequeña.

—Yo también te quiero mucho —lloriqueó la rubita—. Mucho.

Les permitimos unos minutos más juntas. Abigail ha sido como una madrina para nuestra Marjorie y, a pesar de que se seguirán viendo, es normal que les cueste despedirse. Siempre estaré agradecida con ella por haber hecho lo posible y más para hacer feliz a Marjie. De no haber sido por su buena intención de animarla, mi niña jamás habría asistido a esas lecciones de danza y quizás nunca nos habríamos conocido. Le debemos mucho.

—Bueno, está haciendo frío —señaló la castaña, pasándole la niña a su papá—, es hora de ir a casa.

—Gracias de nuevo —le sonreí y la abracé tanto como mi redondo vientre me lo permitió.

Garret se despidió con un beso en la mejilla al igual que la niña y luego procedimos a ingresar a nuestros respectivos autos. Con sumo cuidado, el pelirraro se encargó de depositarnos a mí y a nuestra hija en nuestros asientos para luego incorporarse en el asiento del piloto.

—¿Cinturones puestos? —preguntó mientras se colocaba el suyo.

—¡Sí! —respondimos al unísono.

—Muy bien, entonces, ¡vamos a casa!

El trayecto fue muy tranquilo y repleto de risas. Marjorie nunca había ido a nuestra casa antes —por petición suya, quería que la primera vez que la visitara fuera para quedarse—, así que no paraba de hacernos preguntas respecto a cómo era y cuándo eran los horarios de jugar. Al haber crecido en un orfanato era obvio que su vida estaba regida por horarios para las diferentes actividades de su día a día, pero en casa las cosas serían tan espontáneas y nuevas para ella que me preocupaba que supusieran un choque demasiado violento en su vida. No obstante, sabía que su llegada a casa no sería sencilla y, por suerte, somos una familia muy unida y comprensiva cuando se trata de cambios. Y de arreglos.

Cuando Garret parqueó el auto justo frente a la entrada de la casa y nos ayudó a descender del mismo, no me pasó desapercibida la expresión de asombro de la niña.

—¡Llegamos! —anunció mi sonriente esposo a la vez que cargaba a la pequeña.

—¿No íbamos a ir a casa? —preguntó Marjie, confusa.

—Esta es nuestra casa, hadita —le aclaré.

—Pero esto no es una casa, es un castillo —musitó intimidada ante la enorme edificación que se erigía frente a nosotros.

Gary y yo reímos ante su comentario y le aclaramos que, a pesar de parecer un palacio, era nuestro hogar y que no se perdería allí dentro ni nada por el estilo, eso pareció dejarla más tranquila.

—¿Puedo entrar caminando? —preguntó cuando estábamos a punto de abrir la puerta principal.

—Claro que sí —le sonrió su papá para luego depositarla en el suelo, tomó una de sus manitas y yo tomé la otra para que ambos hiciéramos función de muletas—. ¿Puedes caminar así?

—Sí, puedo —asintió la niña, ansiosa.

Sonriéndole, abrimos la puerta e ingresamos. Caminamos a paso lento y pausado para que la niña no se perdiera ni un detalle de las primeras habitaciones que conocería de la casa. Me llenaba de ternura ver su expresión deslumbrada y feliz al conocer su hogar. Al terminar de recorrer el corredor que conducía a la sala de estar y llegar a esta, me fue imposible no sonreír ante la…

—¡SORPRESA! —gritaron a viva voz cada uno de los Harriet.

Me resultó muy simpático verlos a todos usando gorros navideños y orejas puntiagudas postizas que simulaban tanto a los duendes de Santa Claus como a las hadas que Marjie tanto adora. Mateo se desprendió del grupo para correr en dirección a su hermana y darle un precioso abrazo.

—¡Bienvenida a casa, hermanita! —chilló mi principito sin soltarla.

¿Acaso pueden ser más tiernos?

—Gracias… —murmuró ella, envuelta en llanto.

Todos notaron que la recién llegada estaba llorando y se incorporaron al abrazo para hacerla sentir mejor. Aunque todos sabíamos que no estaba triste, sino todo lo contrario. Esperamos demasiado tiempo este momento y se sentía casi irreal que la más pequeñita de la familia ya estuviese donde pertenece, con nosotros.

—Es el mejor regalo de Navidad del mundo —dijo la rubita cuando hubo terminado el abrazo—. Los quiero mucho.

Esas palabras nos enternecieron en demasía, en especial a Lily que no contuvo sus ganas enmarcar las mejillas de su sobrina con sus manos.

—Y nosotros te adoramos a ti, cosita bonita.

—Mamá, deja la cara de mi prima en paz —intervino Jessie, tratando de apartar a su madre—. Le vas a escachar los cachetes.

—Es que es tan bonita.

—Toma, sobrinita —dijo Ev y simultáneamente le colocó a la peque un gorro navideño que le quedaba un tanto grande—. Feliz Nochebuena.

—Gracias, tío Evan. Feliz Nochebuena para ti también. ¡Feliz Nochebuena para todos!

—¡Este año vamos a tener la mejor Nochebuena, la mejor Navidad y la mejor Nocheanciana porque ya estás aquí! —celebró mi sobrinita.

—Jess, cariño, se dice Nochevieja —la corrigió mi tía.

—Bueno…¡Noche de la tercera edad!

Nos comenzamos a reír a carcajada limpia ya que todos tuvimos el mismo deja vú. ¿Cómo olvidar la primera vez que Jessie dijo eso?

—No puedo creer que lo haya dicho de nuevo —negó Evan con la cabeza.

—¿Podemos ir al comedor ya? —intervino Regina—. Hay unas galletas de jengibre y unos vasos de leche chocolatada que de seguro Marjie querrá probar.

—¿¡Galletas!? ¿¡Leche!? ¿¡Chocolate!? —chilló la hadita—. ¿¡A qué estamos esperando!? ¡Vamos, vamos!

—Iremos, hadita —le dijo su papá al cargarla—, pero primero tu hermano, tu mamá y yo queremos mostrarte algo.

—¿Qué es? —inquirió expectante.

—Una sorpresa.

Sin mediar ni una palabra más, los cuatro juntos nos dirigimos al ascensor más cercano. Estando ya en el segundo piso, caminamos a pasos apresurados hacia la que meses atrás fue mi habitación. Marjorie no perdió la oportunidad de admirarlo todo a su alrededor conforme avanzábamos y otra vez mostró esa mueca de preocupación al notar que su nuevo hogar era demasiado grande para ella.

—No te preocupes, cariño —le dije, captando su atención—. Cuando Mateo y yo llegamos aquí, nos perdimos montones de veces.

—¿De verdad?

—De verdad —respondió su hermano en mi lugar—. Papá incluso dibujó unos mapas para mí. Aún los tengo, te los puedo regalar para que no te pierdas.

—Gracias, Mat —le sonrió.

—Sabemos que este es un cambio muy radical para ti, hadita, pero todos vamos a poner de nuestra parte para que te adaptes pronto —le aseguró su papá, dejándola más tranquila; esa siempre ha sido su especialidad, brindarnos seguridad y cariño incondicional—. Ya llegamos.

Apenas había notado que ya habíamos llegado a la puerta de la habitación. Mat y yo compartimos miradas de emoción, llevábamos semanas esperando a que este momento llegase.

—¿Qué hay del otro lado de la puerta? —curioseó la rubita.

—¿Qué crees que haya?

—¿Mi habitación?

—¡Exacto!

Y dicho esto, mi esposo abrió la puerta para adentrarnos a la acogedora estancia color verde.

Marjorie se quedó boquiabierta. Su carita reflejaba una mezcla de sorpresa, ternura y ganas de llorar. Durante unos segundos no dijo palabra alguna, y no era para menos, su padre se había esmerado diseñando el interior del cuarto.

Todas las paredes estaban pintadas de distintos tonos de verde claro, salvo una que estaba pintada de verde oscuro brillante y que, en una esquina, tenía una fuente que en lugar de agua dejaba caer destellos dorados muy parecidos al polvillo de hadas de Tinker Bell. La cama —de edredones y sábanas también verdes— repleta de peluches de animales se ubicaba paralela a la entrada y justo al lado de la puerta que lleva al balcón. Varias alfombras de felpa cubrían el suelo simulando la hierba y haciendo función de protección en caso de que en algún tropiezo la niña acabara en el suelo. A la izquierda podíamos hallar un gran librero repleto de libros de cuentos y una maqueta de un teatro para cuando quisiera hacer un show de marionetas con Florinda. A la derecha había una estantería llena de muñecas-hada de todo tipo y varios armarios pequeños que contenían alas, disfraces y vestidos de princesas. En la antesala, justo al lado de la fuente del polvillo artificial, había una mesita con un juego de té colocado. Varias lámparas con forma de flores colgaban del techo y en el mismo había dibujos de plantas y hadas. Y todo esto era solo la decoración, no mencioné el resto.

—¿Te gusta, hadita? —preguntó Garret ante el prolongado silencio de la niña.

—¿De verdad todo esto es para mí? —inquirió nuestra chiquita con los ojitos empañados, a lo cual su papá asintió—. Me gustó mucho. Gracias… —y lo abrazó, descargado sobre su hombro tanto lágrimas como sollozos.

—Ay, mi chiquita llorona —sonrió mi marido, sobando con dulzura la espalda de Marjie—. No llores, linda.

—Es que todo esto es muy bonito y estoy muy feliz…

Sonreí al verla así de emocionada y al parecer no fui la única que quedó conmovida por la escena, cierto hermanito menor me pateó recordándonos que también estaba ahí. Llevé una mano a la zona baja de mi espalda y la otra a la zona que el bebé acababa de patear. Mateo notó mi mueca de incomodidad y también llevó su manita a mi panza.

—Oh, mira, hermanita. Parece que el renacuajo no quiere que estés triste.

Marjie despegó su carita del hombro de su papá y dirigió toda su atención a mi vientre. Garret entendió el mensaje que le envié con la mirada y se agachó con Marjorie aún en brazos para posar su mano junto a la mía y la de Mat. La rubita también quiso participar del momento familiar y, tan pronto su manita hizo contacto con mi vientre, el bebé se movió.

—¡Se movió! —chilló emocionada.

—Claro, porque está contento de estar con su hermana mayor —le indicó Garret—. Él es más de dar pataditas, pero solo se mueve en ocasiones especiales.

—Gracias por moverte, renacuajo —le susurró a mi barriga y me resultó tan adorable que por un segundo pasé por alto que lo seguían llamando por ese apodo horrible.

—¿Qué tal si ahora vamos por esas galletas y por la leche? —propuse—. El bebé tiene hambre.

(…)

¡Fue una Nochebuena espléndida!

Como se pactó hace un año, las fiestas navideñas serían realizadas estrictamente en familia y con juegos que se convertirían con el pasar de los años en tradiciones. La cena fue preparada por el mismísimo Eduard en persona con la ayuda de mi tía y de Lily. Regina quería echar una mano, pero se le asignó una tarea mucho más importante: mantener a Evan y a Garret lejos de la cocina; hoy era un día de celebración, no había necesidad de darle más trabajo a los pobres bomberos.

Cenamos juntos y Marjorie estaba encantada con el puesto que se le fue asignado en la mesa y con toda la comida que había sobre esta. Siempre me pareció gracioso el hecho de que nunca notamos antes lo glotona que puede llegar a ser y cómo introduce tanta comida en un cuerpo tan pequeño, pero, como mamá osa que soy, me alegraba que mi hija fuera de buen comer.

Después de todo un día de juegos orquestados por los niños y de una cena tan exquisita, todos estábamos lo suficientemente cansados como para irnos a la cama temprano. Con pijamas ridículos que Jessie insistió que nos pusiéramos —yo en especial me parecía a Santa Claus porque el mío era rojo y el bebé me hacía lucir panzona—, nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones. Garret decidió ir a leerle su cómic de buenas noches a Mat y yo me encargaría de leerle su cuento a Marjie.

—…y vivieron felices para siempre. Fin.

Cerré el libro y lo coloqué sobre una de las mesitas de noche. Marjorie, quien estaba cálidamente arropada en medio de la cama acompañada de Tinker Bell, Florinda y una docena de peluches, lucía cansada, pero parecía estar batallando para no dormirse.

—Qué bonito cuento —susurró tras un bostezo.

—Sí que lo es —susurré, acariciando su cabello—. Y ya es hora de dormir. Mañana es Navidad y debemos estar despiertas temprano para ver qué regalos nos trajo Santa Claus.

—Santa Claus ya me trajo el mejor regalo del mundo. Ya estoy en casa.

Sonreí inevitablemente y me dediqué a repartir besos por toda su carita.

—También fue el mejor regalo del mundo para mí —le di un último beso—. Buenas noches, hadita.

—Buenas noches —dijo, acurrucándose.

Me levanté con suavidad de la cama en cuanto la vi cerrar los ojos, derrotada ante el sueño. Quería quedarme toda noche para admirarla mientras dormía, pero mi cuerpo también exigía descanso, cargar un bebé no es tarea fácil y mis jornadas de sueño se han duplicado. Ya estaba llegando a la puerta cuando escuché un sonido quedo, apenas perceptible, y acabé pasándolo por alto. Pero volví a escucharlo un poco más alto una tercera vez comprendí que no era un sonido cualquiera…

—Emm…¿mamá?

Quedé helada de pies a cabeza al escuchar la vocecilla tímida de mi hija llamándome mamá por primera vez. De repente unas incontenibles ganas de llorar me invadieron y un sentimiento hermoso afloró en mi pecho. ¡No podía creerlo! Hacía meses que nos consideraba a Garret y a mí como sus padres, pero le hicimos saber que podía llamarnos papá y mamá cuando le naciera hacerlo, y esperaba que tardara mucho más. ¡Pero por fin lo dijo! Y no podría ser más especial.

—Mamá… —otro llamado, casi suplicante, llegó a mis oídos.

Giré sobre mis pies y la vi allí, despierta y jugando con sus manitas.

—¿Sí, cariño? —casi sollocé.

—¿Puedes…quedarte conmigo hasta que me quede dormida? Por favor.

Es demasiado tierna.

—Por supuesto, mi vida —me encaminé hacia la cama y volví a recostarme a su lado—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Es que… —frunció sus pequeños labios—. Es que…

—¿Es qué, mi niña? —acaricié su carita.

—Es que soñé con este día muchas veces y luego…me despertaba y volvía a estar en el orfanato. No quiero dormirme, porque me da miedo despertar mañana y que todo haya sido un sueño.

—Eso no va a pasar —no lo dije yo, sino mi esposo.

Ambas dirigimos la mirada hacia la penumbra de la entrada, de la cual salía Garret viéndose guapísimo en su pijama de bastones de caramelo.

—Ya estás en casa, princesa —ocupó el lado contrario al que ocupaba yo en la cama y por un momento recordé aquella noche cuando fuimos al orfanato y decidimos adoptarla—. Y mañana seguirás aquí. Esto no es un sueño.

—¿En serio, papá?

Garret se quedó tan helado como yo. No lo veía así de turbado, justamente, desde la primera vez que Mateo lo llamó papá. Su mirada atónita se cruzó con la mía y solo le sonreí, indicándole que a mí también me había comenzado a llamar por mi título.

—E-en serio —le respondió, aún descolocado—. ¿Qué tal si… —me miró— mamá y papá se quedan a dormir contigo esta noche?

—Yo creo que es buena idea —le sonreí a la niña—. ¿Te gustaría?

—¡Sí! Pero…¿y si dormida golpeo tu pancita y lastimo al renacuajo?

Su genuina preocupación por su hermanito fue un flechazo de ternura para mí. Será una hermana mayor increíble.

—No te preocupes, estoy segura de que no pasará nada malo.

—Bueno… —se acurrucó y esa fue nuestra señal para acostarnos a su lado y envolverla entre nuestros brazos.

Al instante sentí una paz y un sentimiento tan acogedor que deseé no quedarme dormida pronto para poder disfrutar más del momento. Pasé meses soñando con este día, el día en que mi chiquita durmiera en la habitación que con tanto cariño su padre y yo habíamos decorado para ella, observarla dormir y poder hacerlo juntas. La sonrisita que figuraba en su rostro mientras su respiración se tornaba cada vez más pausada me llenaba el corazón de amor.

Garret también recorría el rostro de nuestra pequeña con sus ojos avellana brillando de emoción y dulzura. Fui testigo de lo mucho que le costaba separarse de Marjie cuando acababan las visitas y de lo mucho que se esforzó para que su bienvenida a casa fuera de ensueño para ella. Siempre voy a amar la forma en la que ama a nuestros hijos. Es tan puro, limpio, sin condiciones…su amor por nuestros niños es algo que siempre voy a admirar.

Mis pensamientos fueron interrumpidos, justamente, por su mano y la de Marjorie que se posaron con suavidad sobre mi barriga. Esta vez el bebé no se movió, pero algo más en mi interior sí lo hizo, un profundo sentimiento de felicidad. Dejé de observar sus manos para en su lugar obervar los dos pares de ojos avellana que me sonreían con la mirada y posé mi mano izquierda sobre las de ellos.

Iba a decirles lo mucho que los amaba cuando el sonido de la puerta abriéndose y cerrándose suavemente me distrajo. Miré en dicha dirección y hallé al mayor de mis hijos ingresando a la habitación con el mismo sigilo que había empleado su padre minutos antes. Lucía muy lindo con su pijama de renos azul y con Spidey en brazos.

—Campeón, ¿qué haces aquí? —preguntó Garret, apoyándose en un codo para incorporarse—. Creí haberte dejado dormido hace rato.

—Fingí —hizo una mueca—. Cuando vine a vivir aquí, tuve que empezar a dormir solo porque mamá ya no dormiría conmigo y la primera noche no la pasé muy bien. No quería que mi hermana durmiera sola también.

Una mezcla de culpa, ternura y orgullo me invadió. A pocos metros de mí estaba mi Mateo, el niño más fuerte, noble y bondadoso que existe. Amo que, lejos de estar celoso por los nuevos hermanos que llegaron para robarle atención de sus padres, se preocupa por ellos y los cuida como un verdadero hermano mayor. Estoy tan orgullosa de ser su mamá.

—Eso es precioso, Mat —le sonrió su papá—. Y un detallazo de tu parte.

—Gracias por preocuparte por mí, Mat —declaró la rubita y se hizo a un lado para palmear el espacio vacío que había dejado en el colchón—. Ven, aquí un sitio para ti.

Dios mío, son adorables.

Mateo nos pidió permiso con la mirada y asentimos en respuesta. Gary lo ayudó a subir a la cama y lo recostó entre él y su hermana. El niño no perdió el tiempo, se cubrió con el edredón y se acurrucó, abrazando a Marjie. Era la escena más adorable que había visto jamás.

—Ahora estamos completos —murmuré para luego besar las frentes de mis hijos y los labios de mi esposo.

—Solo falta que también venga Brave a dormir con nosotros —bromeó el niño.

—¿Necesitan otro cuento para dormir esta vez? —preguntó mi marido al ver a los niños más despiertos que nunca.

—No, papá —dijo Mat—. Nadie quiere oír tus historias de reinas hadas y sus pedos mágicos.

Marjorie y yo reímos inevitablemente y Garret se limitó a rodar los ojos antes de acomodarse para dormir.

—Ustedes se lo pierden —bufó, aparentemente "muy ofendido" por la falta de apreciación de su talento como cuentacuentos—. Buenas noches, mis amores —murmuró esto último con una dulzura que me derritió.

—Buenas noches, mejor papá del mundo —le murmuró Mateo de vuelta.

—Buenas noches, familia —añadió Marjorie, sonriente.

Mi esposo. Mis hijos. Mi familia. Hace un año creía que un escenario tan maravilloso como este no lo viviría con tal plenitud. Hace un año temía enamorarme de Garret y que me despreciara al descubrir la verdad. Hace un año Mateo no tenía papá. Hace un año ni siquiera conocíamos a Marjorie. Pero, afortunadamente, las cosas ya no son como hace un año y ahora soy feliz, y estoy con ellos.

—Buenas noches, principito, hadita, Expreso —llevé mi mano a mi vientre— y renacuajo.

Garret

—¿Cuándo va a nacer?

Esa era la pregunta del millón. Y la respuesta que por lo general todos dan a la pregunta del millón porque no la saben es:

—No tengo idea —suspiré, encogiéndome de hombros.

Mat imitó mi gesto y le lanzó la pelota de goma color rojo brillante a Brave haciendo que este corriera despavorido por todo el jardín para atraparla. Ya estábamos en primavera y por lo tanto los juegos en la nieve habían sido sustituidos por los juegos en el parque y el jardín. Pero el punto no eran los juegos ni el jardín ni la primavera, sino que cierto renacuajo debía haber nacido hace días y aún estamos esperando. Mateo en específico estaba más que ansioso.

—¿Crees que haya algo malo con el renacuajo y por eso no nace? —preguntó preocupado cuando Brave le entregó la pelota llena de saliva perruna.

—Campeón —le agité el cabello—, no hay nada malo con el renacuajo. Solo…se está tomando su tiempo, eso es todo.

—¿Seguro? —hizo una mueca y lanzó la pelota de nuevo.

—Seguro —asentí—. El médico nos dijo que todo está en orden y solo es cuestión de esperar un poquito más.

Comprendía la preocupación de Mat. El bebé debía nacer en el abril —mes en el que aún estamos—, pero se había retrasado varios días en base a la posible fecha de parto prevista. Primero pensábamos que se adelantaría un poquito y nacería el día 4, en el cumpleaños de Mat, pero no fue así. Luego vino el cumple de Marjorie el día 14 y mantuvimos la ilusión de que naciera, pero tampoco lo hizo. Hoy es 24, y nada. A este paso creo que nacerá para mi cumpleaños.

—¡PAPÁAAAAAA! —el grito estridente de mi hija logró que pegara un salto del susto.

Me volteé y vi a mi rubita chiquita corriendo como loca en mi dirección. Leyeron bien, corriendo. Marjorie ya era perfectamente capaz de caminar, correr, bailar y próximamente nadar por su cuenta. Sus fisioterapias habían concluido de forma oficial y ahora se transportaba a todas partes sobre sus pequeños pies sin necesidad de ningún tipo de sostén adicional.

Venía sonriendo como solo lo hace cuando el chef prepara macaroons, con un aro de hula hoop en mano.

—¿Qué pasó hadita? —pregunté cuando llegó a nosotros.

—¡Lo logré! —chilló.

—¿Qué lograste, M2? —indagó su hermano, los M eran los apodos que le había asignado Vivi a los niños, Mateo es M1 y Marjorie es M2.

—¡Logré bailar al hula hula! —pasó el aro por encima de su cabeza y lo sostuvo con ambas manos a la altura de su cintura—. ¡Miren!

Hizo girar el aro color violeta a la vez que comenzaba a mover su cintura en el interior del mismo. Logró mantenerlo girando a un ritmo constante mientras nos sonreía orgullosa de su hazaña. ¡Y vaya que era todo un logro! Llevaba semanas batallando para lograrlo.

—¡Wow, hermanita! ¡Lo lograste!

—Felicidades, hadita —le sonreí—. Estoy orgulloso.

—¡Gracias! —por la emoción comenzó a saltar y por consiguiente el aro cayó al suelo—. Oh —exhaló, mirando hacia abajo.

—No te desanimes, cariño —repuse—. Lo que bien se aprende, nunca se olvida. Ahora que ya lo lograste, podrás hacerlo siempre.

—¿En serio? —sonrió, ilusionada de nuevo.

—Te lo aseguro. Te convertirás en una gran bailarina de hula hoop.

—¡Síi! —aplaudió, contenta—. ¿Podemos celebrarlo con una merienda?

Ya se había tardado.

Marjorie siempre quiere celebrarlo todo con una merienda. En realidad, da igual si hay motivo de celebración o no, el punto es merendar.

Mat y yo reímos con complicidad y negamos con la cabeza ante el "apetito a puertas abiertas" de su hermana.

—Ok, vamos a merendar —dijo Mat, rindiéndose—. De todas formas, ya tenía hambre también.

—¡Sí! —celebró mi hija y se dispuso a trotar hacia el interior de la casa como Caperucita Roja cuando iba a ver a su abuelita.

Mat y yo la seguimos entre risas. Ingresamos a uno de los corredores y, antes de llegar a la cocina, debíamos pasar por la sala de estar principal. Lo que no me esperaba era ver ahí a mi esposa embarazada de nueve meses —y contando— charlando tranquilamente con mi madre y mi cuñada, ¡como si no le hubiesen ordenado guardar reposo y no bajar escaleras porque el bebé puede nacer literalmente en cualquier momento!

Le dije a los niños que se adelantaran y fueran a la cocina, que los alcanzaría enseguida. Los peques me obedecieron —más por hambre que por otra cosa— mientras yo me dirigía en dirección a mi esposa. Me planté frente al sillón que ocupaba, llevé ambas manos a mi cintura y recibí un ruedo de ojos de su parte.

—¿Qué? —farfulló de mala gana.

—¿Cómo que qué? ¿Qué haces sentada aquí?

—Lily y Regina vinieron a verme y estoy harta de estar acostada todo el día. Tengo los pies hinchados, pero necesito moverlos.

Las aludidas le dieron disimulados sorbos a sus cafés, atentas a la pequeña pelea que se produciría a continuación.

—No puedes subir y bajar escaleras, Lorraine —le recordé, enfatizando palabra por palabra.

—No he pisado ni un escalón, bajé en ascensor y así subiré.

—Lo que deberías hacer es seguir las indicaciones médicas para variar.

—Dios… —gruñó por lo bajo y se apoyó en los brazos del sillón para impulsarse y poder pararse—. Estoy perfectamente… —se detuvo en seco, tanto en lo que decía como en su movimiento, se quedó semi-parada, sin erguirse— bien.

—¿Qué pasa, querida? —preguntó mi madre, levantándose.

—Eh…yo… —se llevó una mano a la zona más baja del vientre—. Emm…creo que…rompí la fuente.

«Rompí la fuente», la frase que más aterra a un padre primerizo. Y no, no era un principiante en esto de ser papá, pero era el primer hijo al que recibiría y me quedé congelado por un instante.

Lori se incorporó con ayuda de mi madre y cuando intentó erguirse, emitió un gemido de dolor que me trajo de regreso a la realidad. Corrí a asistirla, sosteniéndola con un brazo y llevando mi mano libre a su vientre como si con ese gesto pudiese impedir que el bebé…evacuara.

Ok, lo admito, me convertí en un auténtico inútil mental en un instante.

Me dio un repentino ataque de nervios que intenté disimular lo mejor que pude, pero, ver así a la mujer que amo, doblada de dolor, gimiendo por lo bajo y —la cereza del pastel— un líquido viscoso escurriéndose por sus piernas, me hizo sentir completamente aterrado.

¿Qué se suponía que debía hacer? Estaba preparado para este momento, o al menos eso creí, pero no había medido la inmensidad del asunto hasta que Lori emitió el primer alarido de dolor. Y ese sería solo el primero de muchos.

—Garret…

Escuché una voz femenina llamándome, pero como no era la de mi Vainilla, mi cerebro ignoró el llamado por completo. Estaba demasiado shockeado como para concentrarme en algo que no fuera respirar profundo para evitar un ataque de pánico.

—¡Garret! —un llamado más demandante, casi un grito, me alertó; era mi madre—. ¿¡Qué haces ahí parado como un poseso!? ¡Lleva a Lorraine al hospital! ¿O pretendes que el bebé nazca en la sala de estar?

—Eh…¡no! ¡Claro que no!

Lori clavó sus uñas en mi brazo mientras soltaba un leve gruñido, al parecer había sufrido otra contracción.

¡Despierta, imbécil! ¡Tu mujer está a punto de parir y necesita que te pongas en acción!

—Mamá, Lily, ¿pueden encargarse de los niños? —solicité—. Debo llevarme a Lori y…

—Sí, sí, no te preocupes —me interrumpió m cuñada—. ¡Ahora corre! ¡Tu renacuajo va a nacer!

—¡Y sí que tiene ganas de hacerlo! —gimió una adolorida Lorraine mientras intentaba incorporarse—. ¡Joder!

Iba a decirle palabras tranquilizadoras, pero solo era capaz de soltar balbuceos ininteligibles y ridículos, y eso era lo último que una mujer en trabajo de parto necesitaba oír. Pasé mi brazo libre por debajo de sus piernas y la alcé. Ignoré que sus piernas estaban mojadas y cómo se mordía el labio inferior, conteniendo el dolor, solo podía pensar en llegar lo más rápido posible a mi auto. Por suerte había previsto esta situación y siempre dejaba uno aparcado justo frente a la entrada. Deposité a mi esposa con sumo cuidado en el asiento del copiloto, le coloqué el cinturón de seguridad y rodeé el vehículo para disponerme a abordarlo y conducirlo a toda velocidad con destino al hospital.

Oh, rimé.

¡Céntrate, idiota!

El hospital no distaba mucho de nuestra casa e iba manejando lo más rápido que el límite de velocidad me lo permitía, pero, por algún motivo, sentía que estábamos a años luz de distancia y que nos movíamos a la velocidad de un caracol. A mi lado Lori no paraba de soltar leves quejidos y se sostenía la barriga con ambas manos, era como si le dijera al bebé que aguardara un poco más.

—Cariño, ¿estás bien? —pregunté, alternando la mirada entre la carretera y ella.

—¿Tengo cara de estar bien? —gruñó sarcástica y notablemente enojada conmigo, y no era para menos, acababa de formular la pregunta más estúpida del siglo.

—Lo siento —suspiré—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Que qué puedes hacer por mí? ¡No lo sé! Tal vez podrías sacarme al bebé por arte de magia o hacer que tus preguntas se conviertan en anestesia, ¡o callarte de una maldita vez si no vas a decir más que tonterías!

Ok, definitivamente no soy su persona favorita en estos momentos.

No sé cuánto tiempo transcurrió desde ese corto "intercambio de opiniones" hasta que llegamos al hospital, lo que sí sé es que los dolores de Lorraine iban en aumento y cada vez las contracciones eran más seguidas y fuertes. Estando ya en el hospital el tiempo pareció ir más rápido. La sentaron en una silla de ruedas para llevarla a una sala que, para mi sorpresa, no era la de partos. Porque resulta que romper la fuente no es sinónimo de parto inmediato como en las películas. Entendí muy poco de la explicación que me dieron, pero lo poco que mi cerebro pudo captar fue que el cuello uterino de mi esposa debía dilatarse más para que el parto pudiera iniciar y no estaba ni remotamente cerca de estar en el punto de dilatación necesitado para dar a luz.

La trasladaron a una sala especial, le colocaron una bata de hospital y le indicaron que hiciera una serie de ejercicios, como cuclillas y caminar de un lado a otro de la habitación sosteniéndose de una barra metálica. Se encontraba haciendo lo segundo, gruñendo de dolor porque las contracciones eran más seguidas, cuando, de nuevo, metí la pata.

—Mi amor, ¿necesitas que te ayude en algo?

Ella se limitó a mirarme por encima del hombro y, si las miradas mataran, ya estaría saludando a San Pedro.

—Sí, necesito que mi marido deje de preguntar tonterías a cada minuto y me deje sufrir la labor de parto en paz.

Ok, definitivamente soy un estorbo en este proceso.

Bajé la cabeza, resignado y asentí.

—Lo siento, cariño. No…no quiero agobiarte. Solo…solo quiero este trabajo más llevadero, pero está claro que no es lo mío.

Su mirada se suavizó al instante e hizo una mueca de…¿culpa?

—No, perdóname tú a mí —soltó un quejido y apoyó su espalda a la barra, sosteniéndose con ambas manos—. Solo estoy irritada. Me duele horrores y tus comentarios, que sé que los haces con las mejores intenciones, no ayudan. Pero no te sientas mal, somos un equipo.

Le regalé una media sonrisa y me acerqué a ella tanto como cierto bebé pronto a nacer me lo permitió. Acaricié su mejilla con dulzura y deposité un beso en su frente.

—Odio verte así de adolorida y no poder hacer nada para ayudarte.

—Bueno, los padres no suelen hacer mucho en un parto —bromeó—. Con que estés aquí, apoyándome es suficiente, créeme. Necesito muchos mimos ahora.

—Los tendrás.

Y los tuvo, ¡durante las próximas dos horas!

Con cada minuto que pasaba, más frecuentes eran sus contracciones y más difícil le resultaba realizar los ejercicios, tanto así que tuvo que recostarse en una camilla de la sala. Pregunté a una enfermera si era normal que tardase tanto en dilatar y me respondió que hay mujeres que incluso sufren veinte horas en trabajo de parto, y eso lejos de darme esperanzas, me preocupó el doble. Finalmente llegó el ginecólogo y revisó por quinta vez a Lorraine para verificar qué tanto había dilatado y, para nuestra sorpresa, ya estaba lista para dar a luz. Y cuando digo lista me refiero a que la trasladaron en un santiamén al salón de partos, ¡o de contrario iba a parir ahí!

Mientras el team médico preparaba las condiciones, solicité participar del parto y me ordenaron colocarme una bata azul junto a unos guantes, gorro y mascarilla que también se colocaron ellos. Cuando ingresé al salón y vi a mi esposa sobre esa camilla, con las piernas flexionadas, frunciendo el ceño de dolor y quejándose, sí que me sentí como en una película. Me posicioné a su lado inclinado hacia ella, tomé su mano con fuerza y besé su frente.

—Sé que vas a querer matarme por preguntarte esto, pero, ¿estás lista?

—Listísima —asintió con una voz teñida de dolor.

—Bien, Sra. Harriet —anunció el ginecólogo tras colocarse del lado opuesto de la camilla—. Vamos a traer a su bebé al mundo.

Lo que sucedió a continuación físicamente le dolió horrores a ella, pero emocionalmente me destruyó a mí. Ver su rostro empapado en sudor, desfigurado por el esfuerzo y el dolor, gritando con cada contracción y pujo, me estaba matando. Apretaba mi mano con fuerza y sentía mis dedos crujir, pero no reparé en eso, ese dolor no era ni una mínima parte de lo que estaba sufriendo ella.

—Dios, ¡no puedo más! —chilló, echando la cabeza hacia atrás luego de pujar con todas sus fuerzas.

—La cabeza de su bebé ya se puede ver, solo un par de veces más y esto habrá terminado —dijo el médico con una serenidad que me convenció por completo de su experiencia en esto.

—Estoy exhausta —admitió mi esposa, llorando—. Ya no puedo más.

—¡Claro que puedes! —rebatí, acariciando su cabello—. Eres Lorraine Moon-Harriet, la mujer más fuerte que existe. No necesitas que te diga todo lo que has sufrido y superado antes, tú ya lo sabes. Sabes que eres la fortaleza personificada. Trajiste al mundo a Mateo hace ocho años y puedes hacerlo con este bebé ahora. Confío en ti y estoy contigo. Así que ahora me vas a fracturar la mano y vas a pujar una última vez para que podamos conocer al renacuajo por fin, ¿ok?

—Ok —asintió, tras un suspiro—. Yo puedo.

—Por supuesto que sí.

Se incorporó, presionó mi mano con más fuerza y prosiguió a pujar repetidas veces, sin tomarse un respiro y gruñendo tal cual animal salvaje. Su rostro se tornó rojo y la fuerza que ejercía en mi mano iba en aumento, pero, no fue hasta que su gruñido se transformó en un grito, que me soltó y escuchamos el sonido más hermoso e incesante, ese que tanto habíamos esperado, el llanto de nuestro bebé.

—¡Lo lograste, amor! —le sonreí y besé repetidas veces su rostro sudado—. ¡Lo lograste!

Ella se limitó a sonreírme a la vez que lloraba de felicidad. Estaba tan orgulloso de ella.

—Muchas felicidades —nos sonrió el doctor—. Es una niña preciosa.

—La renacuaja —dijimos al unísono, sonriéndonos.

—¿Al padre le gustaría cortar el cordón umbilical?

—Sí, por favor, quiero hacer algo útil para variar —bromeé y besé la frente de mi esposa antes de correr hacia el médico, que sostenía a mi niña en brazos.

Me quedé embobado mirándola, ¡era preciosa! Sabía que era pequeña, pero no me esperaba que le hiciera tanto honor al apodo que le pusimos, seguía pareciendo una renacuaja. Movía sus bracitos y piernas y su llanto de seguro se escuchaba en todo el hospital.

—¡Qué buenos pulmones, princesa! —le sonreí.

Una enfermera me pasó unas tijeras y agradecí en ese momento que Lorraine me hubiese estrangulado la mano izquierda en lugar de la derecha. Corté el cordón e inmediatamente la bebé desapareció de mi campo visual.

—¿A dónde se la llevan? —pregunté como un niño pequeño cuando lo van a llevar a ponerse la vacuna.

—No se preocupe, Sr. Harriet —rio por lo bajo una enfermera—. Solo vamos a revisarla, medirla y pesarla. Enseguida se lo devolvemos.

Afortunadamente todo ese proceso que explicó la enfermera se realizaría ahí, así que volví con mi esposa y comencé a murmurarle lo orgulloso que estaba de ella y la cosita divina que había acabado de nacer. Ella, a pesar de lucir como si estuviese a punto de morir, asentía y me sonreía, al parecer todo su enojo había desaparecido.

Al cabo de un rato nos trajeron a la bebé y la colocaron boca abajo sobre el pecho de Lorraine. El encuentro entre madre e hija fue de las escenas más hermosas y emotivas que he presenciado en mi vida, y supe que jamás la olvidaría.

—Bienvenida al mundo, princesa —le dijo, llorando.

Y yo solo pude agradecerle al cielo por ser el esposo y el padre de mujeres tan increíbles.

(…)

La renacuaja descansaba plácidamente entre los brazos de su madre y yo me encontraba sentado sobre la camilla, admirándolas a ambas. Habían pasado un par de horas desde el parto y ya las habían enviado a ambas a una habitación. Afortunadamente, las dos estaban perfectas y dentro de dos días podrían abandonar el hospital.

La bebé seguía igual de chiquita, pero, ahora que ya no estaba mojada ni desnuda, podíamos apreciarla mejor. ¡Era la bebé más preciosa del mundo! Su diminuta boca formaba un pequeño puchero y sin duda alguna heredó los labios de su madre. Sus mejillas eran regordetas y rosadas como el resto de su cuerpo. Sus deditos estaban arrugados y, a pesar de estar dormida, los movía apenas perceptiblemente. El color de sus ojos seguía siendo un misterio porque la princesita no se había dignado a abrirlos, pero el color de su escaso cabello sí estaba claro y…

—Dios mío, pero qué raro es —comentó Lori, riendo.

—Y yo que creía que no había un color de cabello más extraño que el mío —secundé.

—Es algo así como un rubio veneciano, ¿no?

—Más bien parece que mi castaño rojizo oscuro y tu rubio tuvieron una batalla genética épica y quedó en empate. Parece que tiene una fogata en la cabeza.

Literalmente el cabello de la renacuaja era una extraña mezcla entre un tono rojizo oscuro, pelirrojo regular y reflejos rubios. ¡Y apenas tenía una pequeña porción de cabello! No quería imaginarme cómo se vería cuando lo tuviese más largo.

—Mi pequeña cabellos de fuego —sonrió Lori y besó la naricita de la bebé—. Por cierto, ya no podemos retrasarlo más, ya nació.

—¿Retrasar qué?

—La elección de su nombre, Garret. Aún no hemos elegido uno.

—Cierto —me golpeé mentalmente por olvidarlo.

—Estaba pensando que su nombre debería iniciar con «Ma». Ya sabes, para que combine con Mateo y Marjorie. Además…así también comienza el nombre de mi tía y sin ella…no estaríamos aquí.

—Me parece bien —le sonreí—. ¿Puedo agregar la segunda sílaba?

—Adelante, papá.

—«Ke» —dije, nostálgico—. Por Kenneth, mi padre.

—Entonces… —le sonrió a la niña y luego a mí—. Que la última sílaba sea en honor a Regina.

¿Eh?

—¿Makere? Creí que sería Mackenzie.

—No me refería a la primera sílaba de su nombre, sino a la última. «Na». Makena.

—Makena… —observé a mi bebé—. Me gusta. Pero tengo una duda. ¿La inscribiremos con el Mc, que es como realmente se escribe ese nombre, McKenna o lo haremos personalizado?

—Personalizado, así recordará que su nombre es la mezcla de los nombres de tres personas maravillosas.

—Al parecer eres la niña de las mezclas, Makena —dije, mientras acariciaba su mejilla con mi dedo índice y eso la hizo sonreír—. Parece que le gusta su nombre. Makena Harriet.

Nos quedamos un rato admirando las sonrisillas desdentadas de Makena hasta que percibí que alguien nos observaba. Miré hacia la puerta, que estaba entreabierta y vi a Mateo asomado tímidamente tras esta, pero su semblante lucía triste y eso me alertó.

Le dije a Lori que volvería en un momento y abandoné la habitación. Me encontré a Mateo sentadito en uno de los asientos de la fila que figuraba en el pasillo y me senté a su lado.

—Hola, campeón.

—Hola —murmuró.

—¿Qué haces aquí afuera? La abuela te trajo para que conocieras a tu hermanita y creí que estabas ansioso porque naciera. ¿Por qué no entras?

—Sí estoy ansioso y contento, pero también estoy un poco triste.

—¿Por qué estás triste?

—Porque ahora tú vas a quererla más que a mí —me miró por primera vez y descubrí sus ojitos bañados en lágrimas—. Porque ella sí es tu hija.

Escuchar eso me partió el corazón en mil pedazos. Mateo nunca había sentido celos, por ninguna de sus dos hermanas, pero claramente esto no eran celos en todo sentido de la palabra. Sí, se sentía desplazado, pero porque creía que yo lo querría menos por "no ser mi hijo".

Y no podía permitir que siguiera creyendo semejante barbaridad.

—¿Sabes, campeón? Desde descubrimos que tu mamá estaba embarazada, todos los padres que conocía me dijeron que cuando naciera el bebé, sentiría el sentimiento más hermoso y puro que pueda existir. Así que me pasé todo el embarazo de tu mami esperando ese momento glorioso, hasta que finalmente nació tu hermanita. ¿Y sabes qué descubrí?

—¿Qué?

—Que ya había experimentado esa sensación antes, dos veces. La segunda vez fue cuando Marjorie comenzó a llamarme papá y la primera fue cuando comenzaste a decirlo tú.

Eso pareció conmoverlo, porque al instante frunció los labios y se le escaparon un par de lágrimas.

—Tú me hiciste papá, Mat. Y sí eres mi hijo, no necesité verte nacer para que lo fueras —sequé sus lágrimas—. Tú me enseñaste lo poderoso y valioso que es el amor de un hijo y siempre te voy a amar, me da igual si no compartimos sangre, porque tenemos algo mucho más importante. Así que no quiero que vuelvas a decir que la bebé "sí es mi hija", porque tú también lo eres y, en mi corazón, tú, ella y Marjorie ocupan exactamente el mismo espacio.

Le agité el cabello y extendí ambos brazos.

—Ven aquí.

Sin chistar, me abrazó y yo a él. Mateo siempre será mi hijo mayor, mi orgullo y el primero. Y me tocaría demostrarle eso cada día porque ese sentimiento de inferioridad con respecto a su hermana debía desaparecer a como diera lugar.

—Gracias, papá —murmuró contra mi pecho—. Te quiero mucho.

—Y yo a ti —nos separamos—. ¿Te sientes mejor ahora?

—Mucho mejor —asintió.

—Bien —le sonreí—. Por cierto, ¿dónde está Marjorie?

—Bueno… —alargó a E y eso nunca es buena señal cuando se trata de Marjie—. Arrastró a la abuela hasta la máquina expendedora, dijo que tenía hambre.

—Bueno, entonces vamos a buscarlas, para que entren juntos a conocer a su hermana.

—Ok —asintió, entusiasmado.

Nuestros pies apenas habían tocado el suelo cuando mi madre y una montaña de bolsas de papas fritas andante aparecieron en nuestro campo visual. Acabé desarmándome a carcajadas cuando vi que la "montaña" era Marjorie intentando cargar mínimo una docena de bolsas de papas.

—Hola, papá —me sonrió por encima de una bolsa de Lay’s—. ¿Ya podemos ver a mamá?

—Sí, de hecho, iba a ir a buscarte justo para eso.

—Entonces, ¿a qué esperamos? —chilló mientras se dirigía a la puerta de la habitación.

—Ey, ey, ¿a dónde vas, señorita? —la detuve—. No puedes entrar con ese montón de bolsas.

—Tranquilo, yo le guardaré las papas aquí afuera —se ofreció mi madre, riendo.

—No te preocupes, abuela. No tendrás que cargarlas —mamá se retorció, aún le cuesta asimilar el título que lleva. La niña por su parte, se volteó y me dijo—: Papá, toma una bolsa de nylon que tengo en el bolsillo de mis shorts.

Así lo hice y descubrí que la bolsa que llevaba era muy grande, casi del tamaño de una basura. La abrí y la pequeña metió en el interior todas las bolsas, excepto una.

—Esta es para mamá, de seguro tiene mucha hambre.

Ahogué una carcajada y le entregué la mega bolsa a mi madre antes de tomar las manos de mis pequeños. Tan nerviosos como ansiosos, ingresaron a la habitación. Tengo una foto mental muy bonita de ambos rubios sonriendo al ver a su madre y a su hermanita, simplemente quedaron encantados.

—Adivina quiénes vinieron a verte, Vainilla —anuncié y elevé las manos de los niños en cuanto ella nos miró.

—¡Mis amores! —sonrió, feliz—. Vengan aquí, la renacuaja quiere conocerlos.

Los peques corrieron hacia la camilla, pero no eran lo suficientemente altos como para ver más que el cabello raro de la bebé. Les facilité el trabajo y subí a Marjie a la camilla, a la derecha de su mamá, del lado en el que descansaba la cabecita de Makena. A Mateo lo cargué y rodeamos la camilla para situarnos en el lado contrario, así todos podríamos admirar a la niña.

—¡Es muy bonita! —murmuró la hadita, casi a punto de llorar—. Hola, hermanita. Yo soy tu hermana mayor, Marjorie. ¿Te acuerdas de mí? Yo te contaba cuentos de hadas cuando estabas en la panza de mamá.

—Es muy pequeña —lloriqueó Mat, acariciando una de sus manitas—. Hola, renacuaja. Yo soy tu hermano Mateo y prometo que siempre te voy a querer y cuidar mucho, mucho.

Me emocionó con demasía ver a mis hijos mayores tan emocionados al conocer a su nueva hermana. En el fondo temía que alguno de los dos sintiera celos o sentimientos de desplazamiento como Mateo, pero, incluso sintiéndose así, él acababa de profesarle amor a Makena y eso es lo importante, que los tres se amen.

Al parecer Makena intuyó que sus hermanos estaban llorando y se despertó, llorando también. Su concierto de ópera no tardó mucho, porque bastó con que su madre la meciera y le hiciera un par de mimos para que se calmara. Eso sí, se quedó muy despierta, y lo sé porque por primera vez nos dejó ver sus ojitos abiertos.

—¡No puede ser! —sonrió mi esposa—. Parece que Evan perdió la apuesta.

Nos reímos todos juntos al recordar esas ridículas y constantes peleas de mamá y Evan acerca de cómo luciría la bebé. Finalmente, esas peleas se convirtieron en una apuesta que mi querido hermano había acabado de perder.

—¡Ojos avellana!

Y, por lo visto, a la portadora de dichos ojos le agradó ese color porque me sonrió.

O al menos eso me gusta pensar.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top