Capítulo 21: La amenaza silenciosa

El resto de la hora se les pasó entre canciones, bromas y un par de golpes para Orpheo, por hacerse el gracioso con Karen. Si bien ella estaba más sonriente que de costumbre, él no podía evitar notar el pesar en su mirada. Supuso que él que tendría el mismo semblante, apenas volvía a tomar conciencia sobre su delicada situación.

—Piensa en lo que hablamos, por favor —le pidió Karen.

—No puedo prometerte nada, hermosa —le respondió con pesar.

—No lo veas como una despedida —lo consoló, con una media sonrisa—.  La música nos seguirá conectando.

Orpheo le sonrió. Al menos, les quedaba ese consuelo. Quería darle un beso, pero tenía que mantenerse fuerte. Le acarició la mejilla con dulzura y Karen retuvo su mano en ese lugar, cerrando los ojos. A ella, también le estaba costando horrores. Se repitió a sí misma que era lo mejor y lo soltó.

—Te quiero —susurró él.

Aquella frase tan simple hizo que un calor se extendiera por su pecho y le desarmó el poco control que estaba teniendo.

—Yo también —respondió en voz baja—. Cuídate.

La despidió con un abrazo más íntimo que cualquier contacto que hubiera tenido con su esposa y salió de la habitación a toda velocidad. Todavía tenía la mitad de su jornada por delante, así que fue por un trago antes del turno siguiente.

Se escabulló a la cocina, para que ninguna le robara tiempo de su recreo. Las mujeres que trabajaban ahí podían ser realmente pesadas, si se les daba un poco de espacio para hablar.


El lugar era bastante espacioso y limpio. Siempre había dos o tres hombres encargándose del aseo y otros tantos, de asistir a la cocinera. Aquel era el reino de Flor Torres, una mujer de mediana edad muy amorosa con su trabajo y con todos ellos. Su figura de curvas amplias se solía pasear de un lado a otro, dando órdenes y supervisando todo lo que se estaba preparando allí. Pero a la madrugada era poca la actividad, por lo que la encontró jugando una partida de póker con Felipe y Kevin, sus ayudantes favoritos.

—Hola, Flor —la saludó.

Lo recibió con una sonrisa cálida y se le formó un hoyuelo adorable. Su rostro era peculiar, denotaba al mismo tiempo madurez e inocencia. Un par de mechones negros se escapaban de su moño y le conferían un aire descuidado.

—¿Cómo estás, corazón? Hace mucho que no me visitas —le reclamó.

Se acercó hasta ella, se inclinó y besó su mejilla con fuerza. Ella se quedó sentada, así que lo agarró por la cintura en un breve abrazo.

—No me dejan ni respirar, ya sabes... —se excusó—. Si compartes esa botella conmigo, no le diré a Monique que la tomaste sin autorización.

Le señaló la cerveza que estaba por la mitad sobre la mesa. Monique no permitía que consumieran nada que pudiera venderse en el bar, a menos que pudieran pagarlo. En realidad, lo que pudieran pagar ellas. Como los hombres no tenían un sueldo, les daban unos vales para usar cuando quisieran. 

Flor se la pasó de buena gana, negando con la cabeza.

—Tú no necesitas pedir permiso, cariño —le dijo—. Pero te lo comparto con la condición de que me dediques unos minutos de tu preciado tiempo mañana.

—Sabes que no tengo poder de decisión al respecto —respondió Orpheo, antes de darle un sorbo a la botella—. Pero te prometo que haré todo lo posible.

—Y gratis —aclaró, golpeando la mesa para enfatizar.

—Y gratis —le aseguró, riéndose—. Gracias por el trago.

—¿Quieres comer algo? Hay unas sobras que sería un pecado tirar.

—Tengo que seguir trabajando y un hombre hinchado se ve mal —argumentó, encogiéndose de hombros.

—Es imposible que te veas mal, pero como quieras. 


Al finalizar sus tareas, Orpheo se dirigió directo a su habitación. Estaba agotado y sabía que aún le quedaba complacer a la dueña de su cuerpo.

Monique ya estaba allí, viendo algo en la televisión. Parecía un documental de los más aburrido.

—Hola, cariño —la saludó.

Se acercó a ella para besarla como de costumbre, pero Monique lo apartó. Aquello disparó todas las alarmas.

—¿Pasa algo, cariño? —le preguntó, tratando de mantener la calma.

—Tú dime. ¿Has cumplido tu promesa? —inquirió.

La miró por unos segundos, antes de responder. Lo atravesó con la mirada. Podría jurar que le estaba leyendo el pensamiento y no podría engañarla.

—Sabes que sí —respondió, con una media sonrisa—. ¿No teníamos cámaras, acaso?

—Sí, pero no puedo escuchar nada, ¿recuerdas? Así que la besaste, nada más —admitió—. Es aburrida.

—Y pobre —agregó.

—Exacto.

—Te dije que no tenías nada que temer —le aseguró.

—¿No? —cuestionó.

—Nada —repitió, con toda la seguridad del mundo.

Se acercó hasta él y Orpheo no pudo evitar imaginarse a una víbora acechando a su presa. Aquella era la señal para quitarse la ropa. Comenzó a desabotonarse la camisa, sin apartar ni un segundo la mirada de los ojos de su esposa. Se puso su mejor máscara de gigoló, dispuesto a comenzar con el último deber de la noche . Ella apartó su mano con brusquedad.

—Tú te quedas quietecito —le advirtió.

Retomó la acción a una velocidad que se contradecía con su aparente calma. Recorrió la piel de su esposo con sus manos, en cuanto su torso quedó desnudo, y luego siguió el recorrido hacia abajo. Él intentó hacer su parte, pero volvió a reprenderlo.

—Solo te moverás cuando yo te lo diga —le ordenó, al tiempo que lamía su cuello—. ¿Quién es tu dueña?

—Tú lo eres —respondió, disfrutando de lo que hacía con él y cerrando los ojos.

—Que no se te olvide.

  —Nunca —le prometió. 

Se sirvió del cuerpo de su esposo con violencia y jugó con él hasta dejarlo agotado. Orpheo no iba a negar que habían tenido una sesión memorable, pero había algo que no le dejaba disfrutarlo del todo.

Deseaba a Monique, no iba a negarlo. Eso era algo que pocos hombres podían decir de sus esposas. El sexo con ella era increíble. Ambos tenían amplia experiencia y sus cuerpos se entendían a la perfección. Sin embargo, era solo eso. Y hasta hacía poco, lo traía sin cuidado.

Cómo cambiaba todo cuando alguien le daba más que migajas...

*************

El día siguiente los sorprendió a todos con una noticia que los llenó de horror. Un fantasma que los acechaba desde que habían oído de esos hombres que rescataron de un prostíbulo clandestino.

Monique siempre ofreció lo mejor para sus clientes. Eso se traducía en mucha preparación de parte de su plantel. Los análisis médicos de rutina eran parte de eso. Se los hacían cada dos meses. Por lo general, nunca había nada que llamara la atención fuera de alguna anemia o cosas así.

La política sobre el cuidado durante el coito era muy estricta, por lo que todo lo referido a las enfermedades venéreas estaba siempre limpio. Sin embargo, habían descubierto una brecha, un fallo inesperado. Sobre todo, tratándose de una enfermedad erradicada de la ciudad.

—¿No se suponía que ya no... —comenzó a preguntar Vladimir, mientras desayunaban todos juntos.

Eran un quince y estaban todos en una única mesa larga. Les gustaba compartir ese momento, que era el más tranquilo del día y les recordaba a la época de la Escuela de Hombres. Frente a Orpheo estaba Vladimir, a su lado Felipe y Víctor. A su derecha, Elijah se agarraba la cabeza, apoyando los codos en la mesa, con el sobre con sus resultados a un lado de su taza de café. No había tocado su desayuno. Nadie en su situación hubiera podido hacerlo, la verdad.

—Pues, existe —respondió bruscamente Elijah—. Esa enfermedad de mierda existe y yo me la vengo a agarrar.

Golpeó la mesa con impotencia. Todos se apenaron por él. Seguía siendo el más odiado del grupo, pero ni así se merecía lo que le estaba pasando.

—¿Están seguras? —le preguntó Orpheo con calma.

—Me han hecho el examen dos veces más —respondió con amargura—. Está confirmadísimo.

—¿Y ahora qué? —habló Felipe, asustado.

—Pase directo al Basurero, amigo —contestó—. Creo que es algo obvio.

Lo era. Eso no quitaba que mencionarlo los estremeciera. Todos tenían fecha de vencimiento. Estaba en ellos tomar los recaudos para durar el mayor tiempo posible, antes del destierro inevitable.

—Pero la vacuna... —soltó Vladimir.

—Puedes usar protección —lo pisó Felipe.

Se alzó un pequeño murmullo, mientras varios opinaban al respecto.

—Ya está hecho, muchachos —sentenció Orpheo, acallando a sus compañeros—. Es un riesgo para todos.

—Muchas gracias, rubio —gruñó Elijah.

—Es la verdad. Esa mierda no tiene cura y es contagioso —argumentó.

Alguien lo tenía que decir y él no tenía reparos en hacerlo.

—¿Y la vacuna? —insistió Vlad.

—¡Que no sirve para un carajo la maldita vacuna! —bramó Elijah, fuera de sí.

Se llevó la mano al cabello y lo peinó hacia atrás con violencia. Miró al techo con mucha angustia. Un silencio sepulcral cayó sobre la mesa. Ni siquiera se escuchaba el murmullo de las mujeres que desayunaban unas mesas más allá. Todos allí estaban pendiente del caído en desgracia. Y no era para menos. Su caso disparaba las alarmas de, por lo menos, la mitad de las mujeres del bar.

—Me voy a morir, chicos. Me voy a morir en ese maldito Basurero —susurró, con voz ronca.

Una lágrima se le escapó. Era muy fuerte ver a una persona como él, tan insensible a todo, romperse de esa manera. No había palabras de consuelo para él. Monique no tendría compasión.

Vladimir se puso de pie y rodeó la mesa para acercarse a Elijah. Palmeó su espalda, ante la mirada sorprendida de algunos.

—Vamos, amigo, saldrás de esto —lo consoló—. Somos fuertes. Tú mismo lo has dicho. Si pudimos con ellas aquí, podrás hacerlo afuera.

Orpheo lo miró extrañado. Elijah había maltratado a Nuria muchas veces. Era sabido que Vladimir no lo quería. Y, no obstante, ahí estaba tratando de quitarle las penas. Ese chico parecía sacado de un cuento infantil, todo risas, amor y paz. El mundo no se merecía a un hombre así, definitivamente.

—El Basurero es una mierda total —dijo, lúgubre—. Aquí tenemos muchas cosas que allí no habrá. Moriré de hambre, si la enfermedad no me liquida primero. ¿Tú crees que allí me darán medicación? Tendré un resfrío y ¡pum! al cajón. Qué mierda que es todo...

—Vamos a la terraza, necesitas tomar aire —lo invitó, obligándolo a ponerse pie.

Todos los miraron en silencio, hasta que desaparecieron por la puerta. Poco a poco, las conversaciones se retomaron.

Orpheo apuró su café y no probó bocado. La situación le había quitado él hambre.

En sus pensamientos, solo existía la palabra muerte. ¿Estaban todos condenados a morir jóvenes igual que Elijah? Mientras estuvieran allí trabajando para Monique, parecía no haber escapatoria.

Recordó su primer día allí. Se sentía muy afortunado de tener una esposa sexy y un excelente lugar para vivir. Era mucho más de lo que había soñado. ¡Qué mentira más cruel!

Fue a buscar a su esposa. Quizás podía hacer algo por Elijah. Ya había tenido suerte cuando pasó lo de Nuria. Ella lo había escuchado. ¿Lo haría otra vez?

Golpeó su puerta con suavidad.

—Adelante.

—Cariño —la saludó, cerrando la puerta detrás de él—, ¿puedo hablar un momento contigo?

Le hizo gesto para que se sentara frente a ella. Guardó sus lentes de descanso, esos que solo unos pocos mortales le habían visto puestos. Tomó una carpeta de plástico y cubrió unos papeles sin disimulo alguno. Como si a su esposo le importaran sus negocios turbios.

—Tú dirás.

—Hoy nos hemos enterado de que Elijah tiene un problema de salud... —comenzó a decir.

—¡Qué rápido vuelan los chismes entre ustedes! —se quejó, con una sonrisa.

—Sí, bueno... Verás, él teme por su futuro.

—Y hace bien en tener miedo —comentó —. Espero que no pretendas que lo deje pasar.

—Sé que es arriesgado —le dijo—, pero quizás podrías asignarle otras tareas.

—¿A ese promiscuo que no supo cuidarse? ¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó muy tranquila.

Se quedó de piedra frente a su insensibilidad. Era la menos indicada para hablar de promiscuidad.

—Mira, corazón —continuó—, por más que no trabaje para mí, seguirá teniendo relaciones cada vez que se lo pidan. ¿Sabías que él es el más solicitado? Mucho más que tú. Y hay una razón para eso: nunca, jamás, dice que no. No tiene filtro, ni criterio. Ni siquiera para ponerse un maldito condón, aunque la cliente no quiera. ¿Verdad que es estúpido?

Así que eso había pasado. Sí, era estúpido. Pero, estando con una mujer, podía pasar eso. A veces, la presión del sexo fuerte hacía a uno ceder aunque no fuera correcto. Aún así, la última palabra la tenían ellos. Ellos estaban protegidos por el reglamento del bar y usar protección era una cuestión de seguridad, no de capricho.

—Pero...

—Aquí no hay lugar para los estúpidos. Ni aunque me hagan ganar mucho dinero.

Por dos segundos, Orpheo se preguntó cuántas mujeres habría visitado, ya que Elijah estaba entre los más económicos. De hecho, por eso Nuria podía permitirse contratarlo tan seguido. Y Orpheo se quejaba de estar exhausto de vez en cuando.

 —Cariño, ten un poco de compasión —le rogó—. ¿No crees que aprendió la lección?

Lo miró unos segundos antes de contestar y se echó a reír.

—No alcanza con aprender la lección, Orpheo. Ahora, tengo que hacerle análisis a todas mi empleadas, para asegurarme de que ninguna se haya contagiado —le explicó, como si nada—. Y si alguna lo está, también tendré que echarla. Esto es una cadena.  Porque ellas también usan los servicios de aquí. No les alcanza con tener esposo gratis. ¿Quieres enfermarte? Porque yo no. Y tampoco quiero que anden diciendo por ahí que tenemos hombres enfermos atendiendo el bar.

Odiaba decir que tenía razón, en parte. Pero qué poca fe que tenía en ellos, si creía que nadie tomaría conciencia de su enfermedad y tomaría los recaudos necesarios. Al margen de eso, ¿habría riesgo de que ella...?

—Oye, cariño. ¿Hay posibilidad de que tú estés enferma también? — preguntó con preocupación, no solo por ella si no por él.  

Si lo estaba, estaban igual de condenados. No podía decirle que no a ninguna de sus condiciones. Sintió la ansiedad recorrer su cuerpo, mientras aguardaba la respuesta de su esposa.

  —No estoy enferma—respondió tranquila—. Hace más de un año que no tengo relaciones con él. Está demasiado usado... —acotó, asqueada. 

Se asombró de que tuviera un límite. Hubiera jurado que no lo tenía. Suspiró con alivio. La única mujer de Eva & Lilith con la que se acostaba era ella, así que podía quedarse tranquilo por ese lado.

Por otro lado, el término que usó para referirse a Elijah le molestó. ¿Acaso no estaban todos bastante "usados"? Y por culpa de ella. Esa mujer era una hipócrita en toda regla.

—No seas tan dura con él, por favor —insistió.

—No toleraré comportamientos como el suyo nunca más. Que le sirva de lección al resto —sentenció—. Además, los medicamentos que necesita son demasiado costosos y, la verdad, no lo vale. Ahora, dame un beso y vete, que tengo cosas que hacer.    

Se quedó en blanco mirando la puerta cerrada, luego de satisfacer ese sencillo pedido. Eran simples números para ella. Y por más que se empeñaran en decir lo contrario, había mujeres que eran mucho menos humanas que los hombres. 

Se le estrujó el pecho al plantearse cuánto más duraría él en aquel lugar.



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top