Capítulo 12: Esa magia que no ves
—Tengo una buena noticia para ti, Karen —soltó Orpheo, cuando volvió a verla.
Ella lo miró por un instante y bajó la vista. Así venía siendo desde que había entrado al aula. El episodio de su última clase la llenaba de bochorno. Si tan solo ella supiera lo bien que le había hecho a él tenerla tan cerca. Ese abrazo lo había sentido más cercano que cualquier encuentro carnal con su esposa.
Para Karen, fue verlo y dar rienda suelta a sus inseguridades de nuevo. Esa camaradería que habían conquistado se había esfumado y lo sentía desconocido otra vez. Le era imposible sostenerle la mirada. Esos ojos parecían atravesarla y desarmarla. ¿No podía mostrarse frío y distante como el resto de los hombres que pasaban por su salón? Eso le habría facilitado las cosas desde el principio.
Habían pasado un par de semanas desde su último encuentro. Monique había llamado a la academia alegando que su esposo estaba enfermo y que por eso no podía asistir. De esa forma, él no perdería el cupo, ni el dinero que ya había pagado por adelantado.
—¿Ah, si?—murmuró.
Él se apoyó en el piano, luego de cerrar la tapa, justo a su lado. Sabía que le molestaba y él adoraba hacerlo. Se quedó en silencio esperando. Hasta que ella no levantara la vista no pensaba soltar sonido, ni dejarla evadirse con el instrumento.A esa altura, ya le conocía bien los vicios.
Pasaron los segundos y, en lugar de hacer lo que él quería, se fue a buscar unas partituras. No se iba a dejar vencer. Se corrió un palmo hacia la izquierda, para tapar el atril del piano. Karen resopló con fastidio, empujándolo con su brazo para que se apartara. Mover los ochenta y cinco kilos de masa masculina estaba fuera de su alcance y no le hizo ni cosquillas.
—Orpheo, ¿puedes...?—farfulló, clavando la mirada al frente.
—¿Sí?
—Apártate, por el amor de Diosa. ¿No ves que estás perdiendo tiempo de clase? —le espetó—. ¿Qué demonios te pasa?
—¿Poooor...? —Arrastró las palabras, inmóvil y con una sonrisa gigante.
Se lo estaba pasando en grande.
—¿Qué tengo que hacer para que me dejes trabajar? —le reclamó.
—Las palabras mágicas —canturreó.
—¿Qué? —exclamó indignada, mirándolo por fin.
¡Bingo! Nada más verle la expresión divertida la hizo enfadarse más. En los ojos de su alumno, no era más un pequeño gnomo adorable y enojón. Si ella creía que lo estaba intimidando, estaba muy equivocada. En ese modo, advirtió Orpheo, no le costaba nada sostenerle la mirada. Gracias a Diosa, había logrado seguir frecuentándola. Extrañaba sus encuentros.
—¿"Por favor"? ¿No te han enseñado las palabras mágicas en la escuela? "Por favor y gracias..." —citó una conocida canción infantil.
La observó luchar contra el impulso de esbozar una sonrisa con todas sus fuerzas y se rio, contagiándola. Cuando pasó el momento, Orpheo llevó su dedo al entrecejo de su profesora, nuevamente fruncido, como había hecho otras tantas veces. Consiguió que se relajara al instante y celebró la victoria para sus adentros. Karen bajó la vista, pero con una expresión totalmente diferente a la que tenía cuando él había entrado. Hasta estaba sonrojada.
—Soy irresistible —se jactó, apartándose.
—Eres insufrible —lo corrigió, sin dejar de sonreír—. ¿Comenzamos, por favor?
—¿No vas a preguntarme cuál es la buena noticia? —le preguntó.
—Me lo dirás de todas formas, ¿me equivoco? —lo desafió, escrutándolo.
—Eres tan aburrida —le dijo con una media sonrisa—. Bien, ya no tendrás que sufrirme tanto.
Su sonrisa menguó y volvió a arrugar la frente. Sabía que había cruzado una línea la última vez. De seguro, Monique había descubierto que se había propasado con él. Se odió por eso. Sabía que él disfrutaba de sus clases y no quería que dejara de tenerlas por un momento de debilidad de su parte.
La vergüenza de haber mostrado su debilidad ante él, dio lugar a la culpa. De verdad, creía que lo había espantado con su numerito. Cuando Katia le había avisado que no asistiría por un tiempo, creyó que se confirmaban sus sospechas. Quizás su esposa se había enterado de que había cruzado la barrera de profesionalismo y decidió cambiarla por otra, una profesora que no pusiera sus manos sobre lo que era suyo, gratis y sin permiso.
—¿A qué te refieres?
Orpheo se sorprendió de su actitud. Ese juego de roles que solían hacer se había esfumado. La notó apenada y sospechaba que ella se estaba culpando por ello.
—Ya no me verás tan seguido por aquí —confesó.
Convencer a Monique no había sido tarea sencilla. Fue más bien una larga negociación. Sus servicios, esos que como esposo eran un deber, no alcanzaban para dejar intactos sus escasos beneficios. Así que tuvo que esforzarse al máximo, haciendo gala de su fama de dios del placer. El problema había sido que ella también era una diosa y no se impresionaba fácil.
Había llevado su entusiasmo a todos los aspectos de su vida. Cada show trataba de superar al anterior. Aprovechaba sus ratos libres para estudiar e investigar. Todas las noches recibía halagos sobre sus presentaciones. Pero no era suficiente. Si ella no quería darle algo, no se lo daría.
Sin embargo, no iba a quejarse, ya que obtuvo una pequeña victoria. Monique había cedido un poco, dejándolo continuar una vez por semana con sus clases. No era mucho, pero podía compensar las otras dos clases con entrenamiento en casa. De todos modos, con el cese de sus actividades clandestinas, contaba con más tiempo libre. No era ni la mitad de divertido que compartir con Karen, pero no se quejaría. De hecho, se habían sumado algunos de sus compañeros a sus sesiones de estudio en casa, lo que beneficiaba al bar a la larga.
—Si es por lo del otro día... —comenzó a balbucear ella—. No se repetirá, te lo prometo. Si te hice sentir incómodo...
—Nada de eso, cariño —la detuvo—. Es un simple recorte de presupuesto.
Lo miró con desconfianza, antes de levantar la tapa del piano.
—Lamento...
Orpheo levantó su mentón con suavidad para poder verla mejor. Karen se estremeció con el contacto y se quedó prendida de sus ojos como otras tantas veces. Orpheo le sonrió para quitarle esa expresión de pena que no le gustaba nada.
—Ya está —insistió—. No hay nada que lamentar. ¿Estás mejor?
Asintió en silencio y tocó un arpegio, mientras cantaba el primer ejercicio.
"Volver a la rutina hace bien", pensó él.
*****
—Orpheo... —lo llamó al finalizar la clase.
Reordenó las partituras del soporte, que ya estaban ordenadas. El corazón le latía acelerado. Orpheo confirmó que esa era otra de las cosas que hacía cuando estaba nerviosa.
—Dime.
—¿Qué tanta libertad tienes como para salir?
—No mucha. ¿Por?
—A fin de mes, yo... —Se aclaró la garganta— Varios, en realidad. Daremos un concierto a beneficio de un orfanato. No sé si te interesará. Creo que puede ser muy educativo, más allá del mero entretenimiento. ¿Te gustaría...?
—Me encantaría —asintió, con una sonrisa.
Aquello la animó y esbozó una sonrisa que lo deslumbró.
—Genial. Cantarán algunos hombres, también. Así que tendrás oportunidad de escuchar voces que van más allá de escucharse "bonitas" —se atrevió a burlarse.
—Ninguno tan "bonito" como yo, imagino.
—Imaginas mal —sentenció, con sorna.
—Me hieres.
—Te va a venir bien. Ojalá puedas venir.
¿Monique accedería? No tenía idea, pero sus esperanzas eran escasas. Quizás si caía en su día de franco, Nuria podría acompañarlo, no lo sabía. No quiso decirle que no de buenas a primeras, para no entristecerla de nuevo.
—Sí...
—¿Puedo preguntarte algo? —soltó.
Orpheo se extrañó y se alegró por partes iguales. Ella no solía estar tan conversadora al final de la clase. Se quedó callado esperando que continuara.
—¿Qué sucedió en el bar luego de que, ya sabes...
—¿Lo del prostíbulo aquel?—completó.
—Ajá.
Él se quedó en silencio unos minutos, mirando el piso. No habían sido días agradables para ellos. Si bien se encontraba a salvo, saber que la situación de los demás era crítica lo llenaba de coraje.
—Como te dije antes, estamos en tiempos de reajuste —le explicó, con más serenidad de la que sentía—. La carta especial está temporalmente suspendida.
—Genial —celebró.
—Depende para quién —la contradijo—. Es genial dejar de tener que hacer ciertas cosas, pero son esas cosas las que garantizaban la estadía de algunos de los chicos.
—Oh... —suspiró.
—Han despedido a varios.
—¿Y ahora?
—Están en el Basurero, la mayoría. Sus esposas ya no los querían. No podían mantenerlos, ¿sabes? Y no puedes culparlas. Con ellos trabajando, entraban dos sueldos por familia. Además, casi no tenían gastos, porque Monique les daba de comer y les bonificaba el alojamiento. Pero si uno se quedaba sin trabajo, ya se convertían en dos bocas que alimentar con un solo salario. La situación en general está difícil, o así me cuentan. Algunas los mantienen, pero la mayoría los descartó sin más. Tampoco es que los hubieran elegido ellas. Todos somos seleccionados por Monique.
—Pobres... —se lamentó—. ¿Y tú estás cubierto?
—Sí, me encargo de tenerla contenta. —Se encogió de hombros— Por ahora, soy casi intocable.
—Gracias a Diosa. Ve con cuidado —le aconsejó.
Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. La siguió y, obedeciendo un impulso, besó su frente.
—Tú, también —la saludó, sin volver la vista para ver su reacción por el gesto.
Karen se quedó en su sitio, sintiendo el corazón liviano por lo que él había hecho. Ya era la segunda vez y se encontró a sí misma deseando que aquel saludo se volviera costumbre.
Jamás se lo confesaría a nadie pero, muy en el fondo, lo había extrañado. No había sido consciente de ello, hasta que volvió a verlo y escucharlo. Sintió un gran alivio cuando le dijo que seguiría tomando clases con ella.
Por otro lado, sus contactos breves con su piel la tenían hecha un lío. Despertaba en ella cosas que le gustaban y que no entendía, o que no quería entender. Porque el entendimiento traía aceptación, y esa aceptación no tenía lugar en su situación.
El ruido de unos pasos cerca de ella la trajo de nuevo a la realidad.
—Buenas tardes, Gioia —la saludó.
—Estás radiante, Karen —le dijo, besándole ambas mejillas.
Su perfume floral la envolvió y sintió su calidez habitual. Esa mujer desprendía amor de abuela. Aunque no era tan vieja como para serlo, la hacía sentir así. La sonrisa de Karen se ensanchó aún más.
—Y tú siempre estás radiante. No sé cómo lo haces —la halagó, sentándose al piano.
—Después de un par de golpes fuertes, la vida me enseñó a vivir el momento y disfrutarlo al máximo. Trato de tomarme lo cotidiano con calma. Así es todo más llevadero.
La joven se moría de ganas de preguntarle de dónde venía esa filosofía. Sin embargo, no tenían esa confianza todavía, así que se tragó su curiosidad.
—Pero, tú, mi pequeña, no sueles tener esta luz —se rio—. Es algo nuevo y déjame decirte que me encanta.
Miró el suelo, algo avergonzada. Sí, estaba más feliz que de costumbre. Tenía muchas expectativas con el concierto benéfico. Y había más motivos, que para qué mencionarlos.
—Gracias —respondió.
—¿Y a qué se debe, si se puede saber? —inquirió.
Viniendo de otra persona, le hubiera molestado la pregunta. No solía entablar relación con sus alumnos, más allá de las clases. Sentía que no era lo que correspondía. Pero Gioia tenía algo que la hacía confiar en ella.
—Estoy ansiosa con el concierto. —Su sonrisa se hizo aún más amplia— Tengo ensayo con la orquesta en un par de horas.
Aquello no era cosa de todos los días. Sentir la música invadirle el cuerpo en vivo era una sensación indescriptible. Más de una vez se le había quebrado la voz por la emoción de estar entre tantos músicos talentosos.
—¡Qué bueno! Y yo que creía que era por el muchacho que me crucé cuando venía hacia aquí.
Enseguida, Karen sintió cómo el color le subía hasta las mejillas. Sí, quizás él tenía un poco que ver, pero jamás lo confesaría. Abrió y cerró la boca cual pez, antes de poder hilar una respuesta. Optó por hacerse la tonta y rehuir de su mirada, tocando arpegios en el piano. Últimamente, estaba teniendo mucha práctica con ello.
—¿Ese sinvergüenza? Es más lo que me hace enojar, que lo que me hace sonreír —contestó, desentendiéndose del tema.
—Con ese porte, nada más verlo me hace brotar la sonrisa —opinó—. No se me ocurre qué podría decir para hacerte enojar.
Karen iba a replicar, pero se le escapó una carcajada. "Si te contara...", pensó.
—Más cosas de las que podría nombrar. Tiene un ego tan alto como él, o más. Es insufrible —le dijo con una mueca—. No quiero hacerte perder tiempo de tu clase por su culpa. Si quieres, podemos ir a tomar un café algún día y te hablo sobre él.
—Cuando gustes —concedió, con un guiño.
—Oh, antes de que me olvide —dijo y se volvió hacia ella—. ¿Vendrás al concierto? Puedo reservarte entradas. Sé que se agotarán pronto.
—Por supuesto —respondió—. No me lo perdería por nada del mundo. Iré con mi hermana menor. Es una aficionada a la música antigua.
—Entonces, le encantará.
Se preguntó si sería ella tan agradable como Gioia.
Al finalizar la jornada, Karen, Katia y Loretta se dirigieron al estacionamiento. Irían en el auto de la jefa: un descapotable tan llamativo como ella, blanco inmaculado y moderno. No importaba el día, siempre parecía sacado de un anuncio de televisión. Quien lo viera desde afuera, pensaría que dentro se ocultaba alguna celebridad.
El interior era otra historia. La parte de atrás siempre estaba llena de carpetas de partituras, golosinas de emergencia y bártulos varios, que mejor no preguntar qué eran o qué hacían ahí. Loretta se sentó de copiloto y Karen, atrás.
—Kari, ¿me pasas esos zapatos de ahí? —le pidió, señalando una caja que había en el suelo.
Frunció el ceño y reprimió una sonrisa. ¿Zapatos de recambio? Abrió la caja y se encontró con un calzado bajo muy bonito. Era una diva con todas las letras.
—Ni se te ocurra hacer comentarios, Kari. Es que me cuesta manejar con estos tacones y ya no los aguanto —le explicó, como si fuera lo más normal del mundo.
—Puede que te los pida prestados. Me gustan —dijo.
—Son espantosos, te harán parecer inspectora de zócalos —se burló y Karen hizo un mohín—. Cuando quieras, Kari. Es una broma. Pero no voy a decir que tengan mucho glamour.
—Son cómodos, punto —replicó, riendo—. Así deben ser los zapatos, Katia. Y, de verdad, me parecen bonitos.
—Antes muerta que sencilla. Así es la jefecita —acotó Loretta, guiñándole el ojo.
El viaje transcurrió sereno, entre risas y expectativas. Katia les contó que entre los músicos, había varios hombres.
—Será un bello paisaje, entonces —opinó la pianista, con ilusión.
—Pero no se toca ninguno —le advirtió Karen, medio en serio, medio en broma.
—Mirar no es pecado, querida —la contradijo.
—Puedo presentarte alguno, Lore —acotó Katia.
—¿Pero no se supone que están casados? —quiso saber Karen.
—La mayoría, sí —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero eso no me detuvo nunca...
—¿La mayoría? —repitió Karen, ignorando la última frase.
—Hay algunos azules invitados, tengo entendido —aclaró—. Ellos están libres, pero son aburridos como ni te imaginas.
—¿Y eso?
—¿Nunca escuchaste de los azules, Kari? —preguntó Loretta—. Son esos chicos especiales que son genios o algo así. Entonces, no los venden como al resto. No sabía que había músicos azules. Deben ser excepcionales.
—Lo son y tienen un ego... —se quejó la rubia—. Son insoportables.
—¡Genial! —exclamó Karen, entusiasmada—. Ya los quiero escuchar.
—Y eso es todo lo bueno que tienen, te lo aseguro —sentenció Katia.
—Es lo único que me interesa. Lo demás es secundario —comentó—. No es que quiera ser amiga de alguno de ellos.
—¿Amiga? —se burló Loretta—. Eso no existe. Pero si hay alguno que sea guapo, quizás...
—Para lo casual, están bien predispuestos, no te voy a mentir —acotó su jefa—. Ahora, si buscas algo más serio, olvídalo.
—Ay, no, ni loca —negó Loretta, riendo.
Karen se quedó en silencio. El intercambio amigable no le parecía nada malo. Además, no veía tan disparatado ser amiga de un hombre. Sería algo diferente a lo habitual.
—Bájense aquí y vayan entrando. Voy a estacionar —las saludó Katia.
La sala de ensayo era gigante y, así y todo, les quedaba chica. El murmullo era constante. Había alrededor de ciento cincuenta personas. Los músicos charlaban alegremente, mientras ponían a punto sus instrumentos. Un grupo de treinta personas ocupaba el fondo. Eran los cantantes.
Katia saludó a Miriam Tesone, la directora de la orquesta, y encabezó la marcha hacia ellos. A su paso, más de la mitad de los presentes se daba vuelta a mirarla. Como para no hacerlo. Hacía un escándalo con el taconeo. Karen advirtió que se había vuelto a poner sus otros zapatos.
—Buenas noches, señores —saludó con voz potente y perfectamente colocada—. Disculpen la tardanza. El tráfico estaba terrible. ¿Vocalizamos?
Sacó el diapasón para no ocupar el piano y dirigió los ejercicios con maestría. Era increíble. Karen deseó tener esa seguridad con sus alumnos. Con todo, en realidad.
El placer que sentía al estar ahí era inmenso. Eran todos impecables. Pasaron las obras corales con correcciones mínimas de la directora. No tener que estar pendiente de la performance de ninguno para corregirlo, le permitió a Karen relajarse y disfrutar.
—Meyer y Moussai —las llamó Miriam, luego de repasar todo lo coral.
Karen se puso nerviosa al instante. Harían el "Dúo de las Flores", una obra difícil. Katia era mezzosoprano y Karen, soprano, por lo que Katia, a pesar de todo su esplendor, pasaría a segundo plano. O eso se suponía.
—Con confianza, Kari —la animó su jefa en voz baja y le apretó la mano.
La primera pasada no fue buena y se lo hicieron notar. Los nervios le podían y la cara de pocos amigos de la directora no la ayudaba.
—Se supone que eres la princesa y ella tu esclava —puntualizó Miriam, exasperada—. Y Meyer te come viva. Saca la voz, Moussai.
—Lo siento —murmuró.
—Da Capo —ordenó.
De nuevo, falló. Se le hizo un nudo en la garganta. No entendía qué era lo que la estaba bloqueando. Habían ensayado mucho con Katia y salía a la perfección. Lo habían grabado miles de veces para corregir mejor y sonaba bien. Pero ahí, se le resistía. Se odió a sí misma por arruinarlo todo.
—Moussai, entró aquí por recomendación de Meyer, lo cual dice mucho. Pero, al parecer, no está a la altura —dijo Miriam, delante de todo el mundo—. Esto no es un concierto amateur, espero que sea consciente de eso. Por respeto a sus compañeros, debería ser un poco más profesional y estudiar como corresponde.
Los murmullos se extendieron por todo el salón. Vio fastidio en más de un rostro, y lástima en unos cuantos más. No pudo contener una lágrima furtiva, producto de la vergüenza. Todo el bienestar de un momento atrás se esfumó. Se quería ir para no humillarse más. Lo más doloroso era que se había preparado a conciencia y no podía demostrarlo. Sintió la mano de Katia en su hombro.
—Miriam, danos un minuto. Que pasen los demás y volvemos —le pidió, llevándose a Karen al pasillo.
El rumor de la orquesta les llegaba apagado por la puerta cerrada. Katia le trajo un vaso de agua y un pañuelo. Esperó unos minutos a que se le pasara el ataque de llanto, que no podía controlar.
—Lo siento —le dijo, con la voz tomada—. No era mi intención hacerte quedar mal.
—Para nada, Kari. Entiendo que estés nerviosa. Hace mucho que no cantas con orquesta. Es algo intimidante. Y Miriam no es la dulzura caminante, precisamente. —Tomó su rostro entre sus manos y la miró a los ojos— Respira. Ya está. Sé que puedes hacerlo. Te escuché. No le hagas caso. Estudiaste más que unos cuantos de ahí adentro.
Asintió en silencio cuando la soltó y se sonó la nariz por enésima vez. Estaba segura de que tenía un aspecto espantoso, con sus ojos hinchados y el maquillaje corrido. Le costaba respirar por la congestión. No sabía cómo cantaría después de eso.
—Kari, mírame —le pidió de nuevo—. ¿Recuerdas lo que hablábamos el otro día? ¿Lo de la magia de los artistas?
—Sí, te dije que tú la tenías y yo no —respondió con amargura.
—Te equivocas. La tienes, créeme que sí. Y si te relajas y la dejas salir, te puedo asegurar que dejarás a esa bruja con la boca bien cerrada —susurró.
—No lo sé.
Suspiró y se llevó las manos al rostro, con frustración. Katia la rodeó con un brazo, en un arranque maternal raro en ella. Aceptó el abrazo y se aflojó.
—Kari, vamos. Tú puedes. Si no crees en ti misma, al menos, créeme a mí. —Le escuchó decir, amortiguado por el abrazo— ¿Confías en mi oído?
—Sí, y temo seguir decepcionándote.
Katia la separó de su cuerpo, con una sonrisa.
—Basta. No seas llorona y ve a deslumbrarlos a todos, como sabes hacer. Y sobre todo, deslúmbrate a ti misma. Debes creértela un poco más. La humildad déjala para la vida cotidiana, Aquí somos todas la Reina de la Noche*.
Karen rio con la referencia. Tomó aire, limpió su rostro y decidió levantarse.
—Vamos —dijo con firmeza.
Miriam dejó todas las obras de Karen para lo último. No le importaba, pues le había dado tiempo de prepararse mentalmente. Respiró hondo, antes de ponerse de pie. No la iba a dejar vencerla de nuevo.
Y salió. Salió muy bien. Disfrutó cada segundo cantado, olvidando el mal trago, gracias a Diosa. Recibió un caluroso aplauso de sus colegas y un abrazo de su jefa cuando terminó la última de las arias que le habían asignado. Tesone se limitó a hacer un leve asentimiento, en aprobación.
Con la adrenalina todavía a flor de piel, llegó a su casa y siguió cantando por un par de horas más. Definitivamente, amaba lo que hacía. La llenaba de una forma indescriptible.
Se fue a dormir con una sonrisa. Había sido un día cargado de emociones y alegrías. No podía pedir más. Abrazó a Händel y se desmayó sobre la almohada.
*******
*Personaje de "La Flauta Mágica", de Mozart, que canta una conocida aria muy difícil y hermosa (si la escuchan, sé que la van a ubicar).
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