Capítulo 10: Gioia
Karen observó su mirada ausente clavada en la pared. ¿Dónde se había ido la luz de sus ojos? ¿Dónde había quedado su sonrisa arrogante?
Estaba sentado arriba de la camilla, con la piernas colgando en el borde. Su piel lucía demacrada bajo ese camisolín que distaba mucho de los finos trajes que solía llevar. Un suero se adentraba en su brazo y lo mantenía cautivo de esa habitación.
Karen no conocía el hospital donde se encontraba y esperaba no tener que pisarlo jamás. La pintura de las paredes caía en algunos lugares, producto de la humedad que dejaba su huella con manchas oscuras. El piso de vinilo verde oscuro estaba opaco y acumulaba polvo y bichos muertos en las esquinas. Todo a juego con la sombra de hombre que tenía delante de ella.
Se acercó a él, temerosa de la reacción que provocaría en él su cercanía. Le habían advertido que podía no ser un episodio feliz. De todas formas, le dolió cuando apartó su mano con un ademán brusco, sin mirarla. Orpheo se encogió un poco y se tensó.
Se sentó a su lado, sin provocar ninguna otra reacción de su parte. Karen se preguntó si acaso se había percatado de ello. Capturó un mechón rubio y se lo colocó detrás de la oreja.
—¡No me toques!—rugió, empujándola.
Karen se encogió contra la pared que tenía detrás de ella. Temía que la golpeara. La miró con ojos vacíos, inyectados en sangre. Había furia y dolor, pero también lo notaba desorientado. Su corazón le dolía cada vez más, al pensar en las penurias que lo habían convertido en eso que tenía delante. Si hubiera sido una mujer la que estuviera allí internada, habrían llegado un batallón de enfermeras y médicas al escuchar los gritos. Sin embargo, al no ser el caso, nadie acudió al rescate.
—No te haré daño —le prometió, acercándose de nuevo.
Esa vez evitó el contacto y se colocó frente a él. Se limitó a mirarlo, sin poder evitar que un par de lágrimas rodaran por sus mejillas. Parecía que lo habían arruinado más allá de todo arreglo.
*****
Karen despertó con una sensación de angustia muy fuerte. Grande fue su sorpresa cuando sintió mojadas las mejillas. Definitivamente, la noticia del día anterior la había afectado más de lo que creía.
La noche anterior, al volver a casa, se había sentado frente a su ordenador y se había conectado a la red de noticias. Leyó varias notas referentes al rescate escandaloso de Chiara Freeman, y todo lo que había destapado. Fue como si se hubiera abierto un portal de oscuridad. Aquel no era el primer prostíbulo que clausuraban, pero sí el que en peor estado se hallaba y el que tenía más "empleados".
Después de un par de horas de leer, descubrió que en todos los lugares había más o menos la misma información. Muchos detalles sobre los hombres, pero casi nada de quién estaba detrás de todo eso. Habían detenido a mujeres por explotación sexual, pero se habían reservado sus nombres. No le sorprendía.
El acceso a la información era algo bastante complicado en ese país. El gobierno no quería arriesgarse a que se gestaran ideas extrañas que pudieran llevar a un levantamiento. La oposición era inexistente, o al menos no se la veía públicamente. Por ejemplo, cada tanto aparecían paredes pintadas en aerosol con mensajes "subversivos", pero duraban horas antes de ser borradas con más pintura. Decir que vivían en democracia era una broma cruel. No era más que una dictadura encubierta.
Por eso, era más que obvio que lo que había destapado Chiara, una valiente, era doblemente escandaloso. Karen estaba segura de que allí movían los hilos las mujeres más pesadas, de lo contrario, habrían publicado sus nombres como se hacía con el resto de los criminales.
Lo que sí encontró en cantidad eran fotos de las víctimas. Al ser hombres, ni siquiera se habían molestado en censurar sus rostros para mantenerlos en el anonimato. No quería imaginar lo humillante que les resultaría si volvían con sus esposas. O quizás, luego de pasar por ese infierno, los transfirieran a otro peor: el Basurero, el barrio de los divorciados. Todo con tal de preservar la buena imagen de las familias que los habían adquirido. Sí, era más fácil mirar para otro lado y hacerse las tontas.
Karen llegó a la conclusión de que esas imágenes se le debían haber quedado en el inconsciente e por eso invadieron sus sueños. Eso, y la cuota de cariño inesperada que recibió durante la que, para ella, había sido la clase más patética que había dado hasta el momento.
Recordarlo la hacía querer golpearse la cabeza. ¡Qué vergüenza! Le estaban pagando para enseñar a cantar, no para que le llorara en el hombro a nadie. ¡Mucho menos en el hombro de un hombre casado!
De solo pensar en lo que hubiera pasado si Katia o Loretta hubieran abierto la puerta, le daban escalofríos. Podría haber comprometido su trabajo. O peor, con lo intensa que era Katia, podría haber provocado que desecharan a su alumno. Y todo por un momento de debilidad estúpida. Se odiaba por ello. No podía permitirse más momentos así.
Crímenes se sucedían a diario, sin que le afectaran. No andaba llorando por los rincones si asaltaban mujeres en el centro o si mataban a alguien. No era que le fuera indiferente, o sea, se compadecía de ellos, pero no pasaba de decir "Qué pena" y a otra cosa. ¿Por qué iba a ser diferente con esa noticia en particular? Quizás, aún se sentía culpable por haber ido al bar aquella noche. No lo sabía. Pero fue inevitable relacionar el suceso con él.
Además, ¿cómo no soñar, si se había comportado así con ella? ¿Dónde había quedado el arrogante indolente de siempre? Aquello la había descolocado. Si cerraba los ojos, todavía podía evocar la calidez de su contacto y lo bien que se había sentido. Y eso no estaba bien. No tenía que sentir, no tenía siquiera que prestarse a esas situaciones, ni provocarlas.
Se agarró la cabeza con ambas manos. ¿Qué pensaría Orpheo de ella? Se sentía tan ridícula... Le pediría disculpas por su comportamiento, e intentaría fingir que no había pasado nada. De solo imaginarse reflejada en sus ojos, ya le volvía el bochorno.
Optó por prepararse un té de hierbas y acompañarlo con algo dulce. Revisó el refrigerador en busca de algún chocolate, pero no tuvo suerte. En las alacenas, tampoco había nada suculento, así que se deprimió un poco más. Entonces, recordó que en su bolso siempre llevaba una chocolatina de emergencia.
Fue a buscarlo y halló el tesoro envuelto en papel dorado. Se le hizo agua la boca nada más oler el aroma que salió dentro del paquete cuando lo abrió. Era pequeñito, pero alcanzaría.
Volvió a la cama con la taza en las manos y el chocolate en el bolsillo de su bata. Luego de arroparse bien, se puso los auriculares con música instrumental, cerró los ojos y se dispuso a volar con las melodías. Sin embargo, el vuelo no levantaba jamás. No podía evitar evocar su pesadilla una y otra vez. No quería dormirse, por temor a reincidir en ella.
Buscó alguna novela policial, de entre las que tenía en el móvil, mientras daba pequeños sorbos a su té. Pasó muchas páginas sin comprender realmente lo que estaba leyendo. Se llevó el chocolate semiamargo a la boca, dejándolo que se disolviera solo en la boca. Apuró lo que le quedaba de bebida, y se colocó en posición fetal, abrazando a Händel, un tigre de peluche, grande como un niño de cinco o seis años. Restregó su mejilla contra el pelaje suave y aspiró el perfume floral que desprendía. Se concentró en respirar de forma pausada y se quedó dormida.
Agradeció a Diosa que sus sueños consistieron en viajes por campos de flores y atardeceres en la playa.
Esa mañana, fue abordada por Katia. Su perfume invadió sus fosas nasales y le revolvió el estómago, de por sí sensible. Los estampados de su ropa eran extravagantes, pero tenían una armonía que no los hacía tan escandalosos. Karen jamás usaría su ropa, pero Katia sí que sabía llevarla.
—¿Mala noche, Kari? —le preguntó, luego de besarle ambas mejillas.
—Sí, ¿se nota mucho? —le dijo.
—Pues, sí. Tienes una alumna nueva, en el turno que viene. —Consultó su reloj, y añadió— Ven aquí, vamos a disimularlo un poco.
Rebuscó en su bolso y sacó su portacosméticos. Le ordenó que se sentara y se pusiera en una posición óptima para hacer su trabajo. Karen se sintió algo incómoda, pero no iba a contradecirla.
—Kari, si tuviera tus ojos los luciría con mucho más esmero —opinó—. Tienes que aprovechar que sean así de grandes. ¡Y mira esas pestañas! Ahora no tengo tiempo, pero puedo enseñarte a maquillarte en otro momento.
—Tampoco es que quiera sobresalir mucho, Katia —recalcó—. No lo necesito, porque no tengo dónde lucirlo tampoco.
—Cierto que tú no sales —se rio—. Bueno, pero ya que estamos te aviso que tenemos un concierto el mes que viene.
—¿Qué? —exclamó, poniéndose nerviosa al instante.
Cantar, obviamente, era su pasión, pero hacerlo en eventos grandes era algo que le daba pánico. Padeció todas y cada una de sus presentaciones. No le gusta ser observada. Lo suyo era, más bien, ayudar a los demás a encontrar su brillo. Por eso, amaba enseñar, por más que se quejara sobre eso a veces.
—Es para un evento benéfico, Kari. No pongas esa cara. Hace mucho que no participas de uno y creo que sería una excelente oportunidad —quiso animarla—. Deberías creértela un poco más. ¡Eres cantante, por el amor de Diosa! Nosotras disfrutamos cuando nos sentimos estrellas, está en nuestro ADN, ¿o no? Es algo que viene con el paquete de artista, no lo niegues.
—Pues, en mi paquete, se olvidaron de ponerlo. —bromeó.
—Kari, créeme que lo tienes. Solo debes reencontrarlo.
Iba a contradecirla, pero Katia la detuvo.
—No digas nada. He visto tu magia, si no, no estarías trabajando aquí.
—Buen punto.—Torció el gesto.
—Listo, ya está —informó, mientras le daba un espejo.
—Es mágico, de verdad —la halagó—. Gracias.
¡Parecía de veinte años! Las ojeras habían desaparecido y lucía el rostro fresco. Sin querer, se preguntó cómo se vería su jefa a cara lavada. Debía ser algo muy diferente a lo que veían a diario.
—Te enviaré el repertorio por correo electrónico. Son todas obras conocidas, así que no tendrás problemas.
—Mejor. Un mes es muy poco tiempo.
—Lo sé, pero confío en todas ustedes.
Camino a su clase, Karen agradeció a Diosa no tener que lidiar más con Marcia, la alumna que antes ocupaba ese turno. Una mujer caprichosa y con la que era muy difícil avanzar, porque no hacía caso a la mitad de sus indicaciones. En cambio, ese día la esperaba una mujer que rondaba los cincuenta. Su cabello castaño tenía reflejos rubios, y enmarcaba su rostro en bucles definidos. Sus rasgos redondeados le daban un aspecto bonachón y le transmitía alegría, por más que no sonriera. Esa mujer irradiaba luz.
—Buenas tardes —la saludó, con una sonrisa sincera—. Soy Gioia Freeman.
—Karen Mousai —se presentó y extendió su mano, para estrecharla—. Su nombre va a juego con su sonrisa*.
—Dicen que los nombres nos definen —respondió, guiñando el ojo—. Tu apellido es interesante también.
—¿Ah, sí?
Le avergonzó un poco reconocer que no tenía idea de su significado.
—"Musa"** y fíjate a lo que te dedicas. Nos definen y ni siquiera nos damos cuenta.
—Es una teoría muy interesante —le dijo con amabilidad.
Comenzó con la clase y la disfrutó muchísimo. Tenía frente a ella a un diamante en bruto: Gioia era afinada y parecía entender para dónde quería orientar su técnica.
—¿Hablas italiano? —le preguntó.
—Algo. Mamá era de allá.
—Bien, veremos un aria, que creo que te quedará preciosa —le dijo, extendiéndole una copia de la partitura.
Marcaron apenas unos compases, hasta que tocaron la puerta. La clase había terminado. Se despidió de ella, recibiendo un beso en cada mejilla. A diferencia de la sensación de incomodidad que tenía con Katia, con Gioia no solo se sentía correcto, si no que no podría haber esperado otra cosa. No sabía por qué, pero sus buenas vibras la acompañaron el resto del día.
Apenas llegó a casa, se dio un baño. Necesitaba relajarse un poco antes de cenar e irse a dormir. Por lo general, leía un poco antes, pero la trasnochada la había dejado agotada. Le urgía tener una cita con su sensual almohada.
Recordó, entonces, que Katia le enviaría la información sobre el concierto. Así que ni bien se puso mi pijama, arrastró los pies hasta donde estaba su ordenador para leer aquello.
El repertorio estaba conformado por obras clásicas, tanto solistas como corales.
Descubrió que a ella le tocaba cantar tres canciones, de la cuales una era solista y otras dos a dúo. Sonrió al ver que tendría que interpretar el Dúo de las Flores***. Amaba esa canción y sabía que Katia también, por lo que sería un placer cantarla con ella. Bastaba ese dato para motivarse lo suficiente como para animarse a cantar ese día.
Iría mucha gente importante a ese evento, que además sería televisado. Eso no le gustaba tanto, pero la oportunidad de cantar eso con orquesta en vivo valía la pena. Ya habría tiempo de lamentarse después, como siempre le pasaba luego de sus shows. Mientras tanto, se permitió ser feliz con la expectativa.
Buscó la obra en cuestión en su reproductor de música, poniéndolo en modo de radio, para que eligiera canciones similares para reproducir después. Se acomodó entre las sábanas y se dejó arrullar por la música de Lakmé.
Esa noche, gracias a Diosa, no hubo ojos verdes ni violencia en sus sueños.
*Gioia: en italiano, "alegría"
**Mousai: en griego antiguo, musa.
***Pueden escucharlo en multimedia. Amo esta canción, y esa versión me gusta mucho. Pertenece a la ópera "Lakmé".
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¡Última actualización del año!
Espero que el 2021 traiga muchas alegrías para todos ustedes :)
¡Muchísimas gracias por acompañarme siempre! ¡Salud!
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