Capítulo 6: Maldito Canadá

—Caroline —me llamó John—, será mejor que no te vayas tan tarde porque anunciaron que se avecina una tormenta de nieve y afuera está corriendo mucho viento.

—Tranquilo, solo estoy arreglando unos detalles del plano digital y me voy —le dije.

—Muy bien, solo recuerda que esto no es Berlín, aquí las tormentas de nieve son serias.

—Lo sé, no te preocupes... alguna vez pasé tormentas aquí.

La verdad era que no tenía planes de irme tan temprano, aunque pudiera trabajar en mi estudio. El problema era que no sentía ganas de llegar a mi departamento sabiendo que compartía una pared con Nathan.

John tomó la chaqueta que había dejado colgada en una silla del estudio y se la puso para marcharse, dejándome sola en el lugar.

—Está bien, cuídate.

No podía creer que la sola existencia de mi expareja me afectara tanto... ya habían pasado diez años, ¿por qué no podía superarlo?

Quizás, el problema había sido que Nathan había pasado a llevar muchas cosas con su engaño. Desde eso, mi autoestima había caído en picada y no se había podido recuperar del todo; sentía que ya no podía confiar en nadie plenamente porque me lastimaría; y sentía que no podía apegarme a nadie porque me abandonaría, quizás, porque yo no era suficiente.

Además, debía admitir que sentía que la vida era injusta. No podía concebir que Nathan hubiera encontrado una pareja con la que ser feliz y yo, que había sido víctima de su egoísmo, no podía siquiera estar con un hombre un par de días porque temía que me hicieran lo mismo de nuevo.

La última vez que había llorado al recordar eso había sido ocho años atrás, luego de haber bebido mucho en una fiesta y seguir sola en mi cuarto de la universidad, pero en ese momento, sentía como si la herida fuera tan reciente que no había podido evitar comenzar a llorar.

Aunque la acumulación de lágrimas me estaba nublando un poco la vista, seguí arreglando el modelo digital en el que estaba trabajando.

No pensé que hubiera nadie a esa hora, menos con la tormenta que se avecinaba, pero entonces, luego de más de media hora desde que John se había marchado, una voz me hizo dar un respingo:

—Blanc, ¿estás llorando?

Quise creer que no era Nicholas, pero el que me hubiera llamado por mi apellido me lo había confirmado por completo.

Sequé mis lagrimas con mis manos rápidamente, aunque él ya se había dado cuenta de que estaba llorando.

—N-no, son alergias —dije, girando mi silla para darle la espalda.

—Es la peor mentira que pudiste dar —me dijo, moviéndose para quedar frente a mí—. Hubiera sido mejor que dijeras que se te metió una basura en el ojo.

—¿Ya no puedo decir eso?

Me giré nuevamente para, esta vez, verlo de frente.

—No, ya no.

Yo maldije en mi interior.

—¿Y por qué lloras?

—No, nada importante.

Nicholas asintió sin parecer muy convencido y con una mano, peino su cabello castaño claro hacia atrás.

—Ya son las cinco y media, deberías irte a tu casa —me dijo, cambiando de tema—. Además, se viene una tormenta de nieve.

—Sí, ya me dijeron.

—Va a caer mucha nieve y habrá mucho viento.

Yo lo miré con fastidio.

—Sé lo que es una tormenta de nieve.

—Sí, pero recuerda que estamos en Canadá —me dijo—. Aquí, las tormentas de nieve son algo serio, no como en Alemania... ahí apenas caen unos copos de nieve y ya.

—Pero si aquí pasan esas quitanieves y todo eso que dijiste, ya me lo dijo John, gracias.

—Sí, pasan las quitanieves, pero si hay tormenta no pueden pasar hasta que se acabé —argumentó Nicholas—. Nadie puede andar por la calle con tanto viento, ¿entiendes?

Yo puse los ojos en blanco. Ya sabía todo eso, pero se suponía que la tormenta recién empezaría a las nueve de la noche. Todos estaban siendo demasiado exagerados.

—Bien, me iré —dije, poniéndome de pie—. Así me dejas de fastidiar.

Él pareció molesto con mi comentario, pero no me importó. No estaba de humor para soportar esa clase de cosas.

No necesitaba que un compañero de trabajo al que apenas veía una vez a la semana se preocupara por mí, menos cuando no me agradaba del todo. Sí, se había portado bien conmigo unas veces, pero seguía tratándome con algo de desprecio cuando se trataba del proyecto.

Tomé mi abrigo y me lo abroché bien para salir, pues imaginaba que me moriría de frio.

Aunque Nicholas se había ido antes del estudio, me lo había encontrado esperando el ascensor y subimos juntos cuando llegó, lamentablemente.

Mientras el ascensor bajaba hasta el primer piso nos sumimos en un silencio profundo y la incomodidad de ambos era obvia.

A penas la puerta del ascensor se abrió, Nicholas salió.

—Adiós, Blanc.

—Adiós, Wilson.

Yo iba a paso lento para no volver a topármelo, pero todo se arruinó cuando lo vi en la puerta principal hablando con otras personas que trabajaban en la empresa.

—La tormenta es muy fuerte, no van a poder sacar la nieve hasta que terminé —oí decir a alguien.

Oh, no, eso no podía estar pasando... La tormenta estaba prevista para varias horas más... ¡Maldito tiempo impredecible!

—¿Y las demás salidas? —preguntó Nicholas.

—Todas están bloqueadas por la nieve —le respondió un hombre—. Solo nos queda esperar aquí adentro, hasta que puedan pasar las quitanieves.

Maldecía a Canadá, a las hojas de arce, el hockey, la nieve, la CN Tower y todos los estereotipos e iconos ese mugroso país.

Nicholas se volteó a mirarme.

—¿Ves? Te dije que debías irte temprano.

—Pues me lo dijiste tarde... ¿y tú por qué te quedaste?

—Primero tuve una reunión con los demás ingenieros por el presupuesto —me dijo—. Estábamos planeando que cambiar para bajar el presupuesto, porque lo estamos sobrepasando gracias a que tú y tus amigos arquitectos eligieron el diseño más complicado que se les pudo ocurrir... típico de los arquitectos. Y luego estuve en una reunión de otro proyecto, donde los arquitectos también son un dolor de cabeza.

Fruncí el ceño, muy molesta, en especial por el tono de voz que tenía. No me gustaba que criticara así mi trabajo que había llevado bastante esfuerzo.

—Ah, ¿sí? Pues los ingenieros son unos quejones —dije, quizás de una forma un tanto infantil—. Parece que les gusta el trabajo fácil, ¿sus cerebros no dan para más?

Nicholas abrió los ojos, sorprendido, suponía que, por la violencia de mi comentario. Unos segundos después, resopló y soltó una risa irónica.

—¿Nuestros cerebros no dan para más? Lo dice la que no hace más que unos cálculos básicos de dimensiones y aun así necesita que la ayuden —contraatacó—. Te morirías calculando estructuras.

—Quizás no soy tan experta en cálculos estructurales como tú, pero mi cerebro crea bonitos diseños que dudo que el tuyo pueda siquiera llegar a pensar —le dije con un aire de superioridad.

—Tampoco te creas la gran artista —dijo, intentando bajarme los humos—. Eres una simple arquitecta, no un pintor como Van Gogh o un musico como Mozart. Y si tan artista querías ser debiste estudiar diseño, no arquitectura.

Yo me crucé de brazos y entrecerré los ojos, dando una sonrisa hipócrita.

—Y tú no eres un genio matemático como Gauss o Leibniz...

Eso pareció dejarlo impresionado.

—¿Sabes quiénes son?

Yo me acerqué un poco más a él y levanté la cabeza para poder mirarlos a los ojos.

—Sé muchas más cosas de las que crees —le informé.

—Si van a seguir discutiendo, vayan a otro lado, por favor —nos dijo una mujer que trabajaba como secretaría en la empresa.

Ambos la miramos de golpe, un tanto avergonzados.

—Sí, mejor vamos al estudio... —me dijo Nicholas.

Yo no quería ir con él realmente, pero después de ver lo molesto que me miraban los demás trabajadores, decidí que lo mejor sería subir al piso que conocía y donde me sentía cómoda.

[...]

Por la ventana podía ver como corría el viento cargado de copos de nieve, el que no dejaba ver casi nada. Los únicos colores que se veían eran el blanco y gris, por la nieve y las nubes que cubrían el cielo por completo.

Había pensado que quizás podíamos salir por una ventana del segundo piso, pero sería imposible siquiera caminar por la calle con ese viento tan intenso.

Yo solté un suspiro mientras miraba por la ventana con algo de tristeza. No era mi ideal quedarme un viernes por la tarde encerrada en mi oficina.

—Yo te dije...

Me volteé a ver a Nicholas, quien estaba girando en una de las sillas con ruedas del estudio.

—Tarde... ya lo habíamos hablado.

Si íbamos a discutir, por lo menos que no fuera por las mismas cosas.

Nicholas no dijo nada más, pero entonces, sentí que debía desahogar mi ira.

—Olas de calor en verano y tormentas de nieve en invierno, impuestos que me quitan casi la mitad de mi sueldo y hablan dos malditos idiomas... este país es una verdadera porquería —me quejé.

Nicholas asintió.

—Sí, es terrible vivir en un país tan seguro, con poca población, muchos recursos y salud gratis —dijo con ironía—. Mejor vamos a vivir a Somalia, si tienes suerte, quizás te matan antes de traficarte sexualmente o mutilarte el clítoris.

Yo fruncí el ceño y lo miré, demostrándole mi molestia.

—¿Qué? —preguntó—. Eres una mal agradecida... cualquier persona que viva en otro país sentiría ira de solo escucharte.

—No soy mal agradecida, solo soy... solo no me gusta Canadá.

—¿Y por qué? Ni siquiera conoces cinco países mejores.

—Alemania —le dije.

—Ah, claro... debe ser genial vivir en un país traumatizado por las guerras mundiales.

Yo rodé los ojos.

—Nadie quiere vivir aquí, por eso les ruegan a los extranjeros que se vengan a estudiar y a trabajar, sobornándolos con sus seguros de salud y su seguridad —le dije—, pero nadie les dice que se van a morir de frio, a deprimirse y a carecer de vitamina D.

No era que Alemania no hiciera lo mismo, pero definitivamente Canadá estaba más desesperado. ¿A quién no le había salido en internet al menos una oferta de estudios o trabajos en Canadá?

—¿Estás deprimida?

La pregunta me había tomado por sorpresa. No era la respuesta que esperaba ante todo lo que había dicho.

Lo cierto era que si estaba un poco deprimida y, aunque al principio había pensado que se trataba de Nathan, no parecía ser solo eso. Era una mezcla de la nieve, los días grises y el no poder andar con menos de diez capas de ropa en la calle. No le veía la gracia a estar encerrada en un lugar por la calefacción y no poder disfrutar del aire libre, ni siquiera abriendo la ventana.

Yo bajé la mirada y fui, lentamente, a sentarme en una de las sillas.

—Tal vez...

Nicholas me miró con atención e imaginé lo que significaba: "cuéntamelo todo".

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