9. Villanos del reino
Regla número uno para sobrevivir: ignorar todas las reglas.
Las decisiones que un ser humano tomaba cambiaban si alguien se encontraba entre la vida y la muerte. Por ejemplo, en mi vida diaria seguía fielmente las normas mientras los demás las siguieran al pie de la letra también, pero las cosas pasaban de un extremo a otro cuando me topaba con el peligro. En ese momento me hallaba rodeada de ellos, es decir, de los herederos de los otros clanes.
—Ahora vamos a ver si todo lo que dijo es cierto —espetó Diego, claramente refiriéndose a la enorme montaña de amenazas que le había regalado a lo largo de nuestra convivencia.
—Yo no miento —respondí y me apresuré a añadir algo que fuera verdad—. Al menos no con eso.
Lo gocé. En cuanto anunciaron el inicio del reto dentro del entrenamiento, mis compañeros se dispusieron a trepar a toda velocidad con ayuda del equipo de escalada. Yo no reaccioné de inmediato. Mi temor por las alturas me lo impidió. Un terrible y adrenalínico desasosiego se extendió por mis extremidades, escarbando y anidando en ellas. No estaba segura de poder conseguirlo.
La ley suprema que prohibía los sentimientos y, por consiguiente, las emociones retumbó en mi cabeza. Así que, no debería temer.
En el pasado la gente creía que los sentimientos era lo que los hacía humanos. Eso era mentira. Lo que convertía a la humanidad en la humanidad era la capacidad de pensar. De ahí saqué las estrategias de mis compañeros y repetí mi proceso mental para adivinar sus próximos movimientos con tal de obtener una sensación de control. Funcionó tras unos instantes.
Por otro lado, Finley tampoco estaba logrando subir. Cada vez que lo intentaba, caía por falta de fuerza y otros factores que no iba a mencionar. Parecía frustrarse más con sus intentos fallidos.
—¡Mierda! —maldijo él y de inmediato viró con timidez para ver si alguien lo había oído—. Esto es imposible.
—No lo es —le comuniqué a través de la distancia.
Elegí suponer que no lo era.
—¿Por qué no está subiendo?
Porque me aterraba hacerlo, respondí en mi mente.
Tuve que mentir.
—Porque quiero darles un poco de ventaja.
Finley aterrizó en la tierra, fatigado.
—En ese caso, yo hago lo mismo.
Vi a los demás y tragué saliva. Se estaban alejando demasiado. Posponer lo inevitable ya no serviría.
Por más que percibía las diversas presiones de lo que ese entrenamiento implicaba, tenía que tomarme mi tiempo o ni siquiera llegaría a la mitad del muro. Respiré profundamente y me aferré a la cuerda con fuerza con la intención de tirarme un poco para atrás, apoyar los pies contra el muro y ponerme en la posición adecuada. Si yo no enfrentaba mis miedos, nadie más lo haría por mí.
—La cuerda no es un salvavidas. Su fuerza es un desperdicio si no la reparte con el resto de su cuerpo. Esa es la clave —le aconsejé a Finley, quien me escuchó agradecido, y me fui para continuar con mi camino.
Me costó un poco al principio. Después de que me esforzara para olvidar que abandoné mi un lugar seguro para que trataran de atacarme, obtuve la valentía para emplear mis habilidades y aventurarme a cumplir el reto.
A pesar de que empecé unos segundos más tarde, no tardé en seguirle el ritmo a mis competidores y participar en los ataques que comenzaron mucho antes.
El largo de la cuerda nos permitía desplazarnos lo suficiente para desatar la agresividad sin enredarnos. Diego estaba muy por encima de la mayoría, por ende, no recibía envites. Aunque Emery lucía como una muñeca, era letal. Cedric esquivaba sus arremetidas con temor y risas ocasionales. Prudence escogió refugiarse en la paz al no enfrentarse con nadie y alejarse de todos para subir sola, sin embargo, Ivette cruzó por el muro para deshacerse de ella. Las "alianzas" desaparecieron en un chasquido.
Luchando contra mis ganas de regresar al suelo firme y la agitación producida por el esfuerzo físico que estaba haciendo, continué sin rendirme.
La velocidad fue mi aliada predilecta. Yo era pequeña y ágil, algo bastante útil para ese tipo de actividades. Rápidamente fui ganando terreno. Procuré no meterme en ningún conflicto. Apenas podía con ello, no agregaría más inconvenientes. Mi método funcionaba de maravilla hasta que me encontré cerca de la cima y me atacaron por la espalda.
Una patada en medio de los omóplatos me quitó el aire de los pulmones. No pude respirar por el impacto. El dolor se extendió como una mancha de vino en una alfombra blanca. Mis manos se aflojaron a causa de la pérdida de oxígeno y habría caído al vacío de no ser porque me agarré justo a tiempo, sintiendo el calor provocado por el violento roce con la cuerda a través de mis guantes de protección. Tambaleé y mis piernas casi fracasaron en su misión. Las crucé, sosteniéndome para evitar lo peor. El terror me paralizó, analizando la altura a la que estaba. Agonicé por ello, aun así, tuve que parar para mirar arriba e identificar a mi agresor.
Ivette.
¡Yo sabía que trataría de aniquilarme!
Detesté tener razón.
Una vez que obtuvo lo que quiso, ella reanudó su trayecto hacia arriba. Hundí el ceño, indignada y enfadada. La sed de venganza se convirtió en hambre de poder. Yo iba a ganar sí o sí.
Poniendo mi cuerpo al límite, recuperé mi posición y no me detuve por nada del mundo. Pronto estuve a punto de sobrepasar a Ivette y me preparé para desquitarme. Me balanceé en busca de crear un impulso bien medido y estiré mis piernas para devolverle el golpe. Debido a que ella volteó, no le di en la espalda, sino de frente. En fin, le devolví el favor.
—Debió haberme tomado en serio cuando le dije que me vengaría —bramé, apretando los dientes al respirar fuerte, y no esperé para ver su caída.
Mi versión de defensa personal era la peor de las ofensas.
Diego fue el primero en encaramar el muro. Yo fui la segunda en llegar a la cima. El tramo era angosto. Apenas podía dar cinco pasos sin caer al precipicio. Aspen, quien ya estaba allí, nos preguntó si requeríamos ayuda y los dos nos negamos. Yo me tomé menos de un minuto para recuperar el aliento.
El viento soplaba con fuerza. Mi cabello se agitó. Me gustó. Desde ese punto se veía el panorama entero de la ciudad más importante de Idrysa. Londres era hermoso, incluso con su ajetreo y su tendencia a los días lluviosos. Además, una reducida cantidad de ciudadanos yacían en las calles observándonos maravillados. Del otro lado se extendía el bosque, las torres de la academia y los grupos de los delegados que también nos analizaban en la lejanía mientras transitaban por ahí. Decidí no enfocarme en ellos. Disfruté de la adrenalina de estar en la cima, soltando mi temor.
—Veo que sí llegó —comentó Diego, parándose a mi lado en aquel breve ínterin en el que analizamos el paisaje.
Me humedecí los labios para responderle.
—Qué observador.
—Gracias por notarlo.
—¿Dudo de que yo podría lograr llegar hasta aquí? —inquirí, viéndolo de soslayo.
—No, solo la provoqué para ver qué hace.
Sus palabras sirvieron de incentivo.
Quise empujarlo como prometí con anterioridad, pero si hacía eso, él volvería a la superficie más rápido y ganaría.
—Créame, usted no quiere ver de lo que soy capaz.
Diego, quien lucía como si disfrutara estar a esas alturas, avanzó en mi dirección con sagacidad.
—Oh, pero lo hago.
Retrocedí. Fue un error. Mi instinto falló y resbalé. Si bien la mitad de mi pie pisaba el cemento, la otra quedó pisando al aire. Lamentablemente, habría caído de no ser por su intervención. Clanes, habría preferido mil veces más morir en el acto.
Nuestros cuerpos colisionaron. Su brazo fornido rodeó mi cintura, atrayéndome hacia él para impedir que yo descendiera en picada. Me sujeté de sus antebrazos por instinto. Un jadeo de sorpresa emanó de mí y mi respiración se cortó. La adrenalina puso todos mis sentidos al máximo.
Mi pulso se agitó igual que las alas de las aves que sobrevolaban el área, haciendo que mi corazón volara por las nubes. Nuestras miradas chocaron, conectándose con vehemencia. Mis ojos escalaron de su boca a sus ojos. Ya habíamos estado cerca antes, sin embargo, no así. Fue una condena peor que la muerte.
—¿En qué estábamos? —inquirió Diego y arqueó la esquina derecha de sus labios en una sonrisa que me dio otro tipo de escalofríos—. Alguien me hizo perder la concentración.
—Si sigue mirándome así, perderá algo más —bramé, clavándole las uñas a través de la tela del uniforme por miedo a caerme y también para vengarme de sus palabras.
No le dolió, en cambio, le gustó como siempre.
—¿Qué cosa? ¿Mis ojos? —Él dio un paso para atrás sin soltarme—. Es irónico, ya que usted es la que tiene que ver por dónde camina.
—Perdón, estaba muy distraída alejándome de usted —repliqué, llevando mis manos a su pecho a la vez que mis dos pies volvían a pisar con firmeza.
Volví a respirar. Mi boca permaneció entreabierta por el shock a medida que me tranquilizaba y aquello arrastró la atención de Diego hacia ella momentáneamente.
—Sí, y casi le cuesta la vida. El universo está tratando de decirle que tal vez no debería haberlo.
—Entonces, el universo perdió el equilibrio. Sin duda es preferible saltar al vacío antes de estar cerca de un idiota como usted.
Él amenazó con dejarme caer.
—Lo siento, ¿la molesto?
No iba a mentir.
—De hecho, sí. Es un talento que usted tiene.
—Es difícil llevar la cuenta. Mis talentos son demasiados —se jactó Diego.
Me aparté de sopetón para recuperar mi integridad al notar con un simple vistazo que los demás estaban por llegar y que ahora eran Emery e Ivette quienes peleaban salvajemente para retrasar a la otra.
—Tal vez, pero ninguno de ellos le servirá de algo contra mí —expuse, sujeté la cuerda y salté al vacío sin mirar atrás.
La ventaja de bajar se basaba en que era mucho más rápido y eficaz. Lo malo de ello era que tenía que ver hacia abajo. Maldije en mi cabeza un millón de veces y casi se me escaparon varios insultos en voz alta. Aun así, no me rendí. Había llegado demasiado lejos para regresar.
Si bien Diego fue quien se estaba acercando a mi altura, mis compañeros también comenzaron a bajar. El asunto se había convertido en una carrera contra el tiempo. Podía sentir la presión en mi nuca. Las extremidades me temblaban un poco y una delicada capa de sudor goteaba por mi frente. A medida que me deslizaba por el muro, rogué para que nadie se percatara de mis titubeos. Continué y cuando me di cuenta de que mis pies tocaban la tierra, tardé en procesarlo por un segundo.
¡Gané!
—¡Tenemos una ganadora! —anunció uno de los asistentes del instructor y reí, incrédula y orgullosa de mí misma.
Sabía que no era mucho, sin embargo, una victoria era una victoria. Tenía que celebrarlo.
Me estaba deshaciendo el casco de seguridad en el instante en que Diego aterrizaba con esplendor. Fue mi turno de ser vanidosa.
—¿Esta es la parte en la que le digo "se lo dije"? —consulté, tratando de imitar su sonrisa torcida a la vez que me pasaba los dedos por el pelo para peinarlo un poco.
—Y esta es la parte en la que le digo que celebre cuanto quiera. Recién estamos empezando —replicó Diego, quitándose los guantes protectores sin borrar esa expresión arrogante que era un atentado contra mí.
Su comentario incineró mi cuerpo con el dulce calor de la rivalidad. No le respondí.
Permití que un ayudante me descolocara el arnés y le entregué mis guantes para liberarme de la carga del equipo de escalada. Entretanto, Cedric llegó exhausto, ganando el tercer puesto, y se tiró al suelo sin vacilaciones.
—¡Tierra, pacífica y segura tierra, no entiendo por qué te dejaríamos! —suspiró él, requiriendo de un breve descanso—. En serio. Somos humanos, no aves o malditos peces. ¿Por qué querría ir a las alturas o nadar en las profundidades? No tiene ningún sentido.
Comprendí su punto.
—No, no lo tiene —coincidió Diego, ameno.
—Igual que usted —murmuré por lo bajo.
Por más que sí me escuchó con claridad, Diego me preguntó:
—¿Qué dijo? Me da muchísima curiosidad.
No me dejé intimidar y lo repetí.
—Dije que igual que usted.
—Es tan raro. Ustedes dos, quienes literalmente no toleran la mera existencia del otro, fueron los únicos que no pelearon entre sí a pesar de que estaba permitido. No puedo decir lo mismo de... —comentó Cedric y fue interrumpido.
Ivette y Emery aparecieron discutiendo por su cuenta.
—Debería demandarla —vociferó Emery sin fijarse en que Cedric se incorporó de un brinco al divisarla.
—¿Por qué? ¿Cumplir con los requisitos? Estaba permitido atacarnos —le recordó Ivette a ella igual de encolerizada.
—Usted se está olvidando un fragmento importante de esa regla. Dijo que no debíamos hacer nada letal y una lesión en la cabeza me parece bastante letal. ¡Pudo haberme dado en la cara!
—¿Esa es la parte que le preocupa? ¿No la posible conmoción cerebral? —rio Ivette, recelosa.
—Esta chica tiene prioridades y no necesariamente tienen que ser las mismas que las suyas —se justificó Emery, alejándose de la rubia para venir hacia mí con sus ojos celestes rebosando impotencia—. Por todos los iconos de la moda, ella sí sabe cómo fastidiarme.
—A todos, diría yo —dije, admirando cómo peinaba las ondas de su melena negra una vez que se quitó su casco.
—Una cosa es atacar para ganar, eso lo entiendo.
Recordé cómo ella había atacado a Cedric.
—Sí, la he visto. Pobre Lockwood.
—Él lo superará justo como yo lo superé —aseguró ella, arqueando sus labios abultados con vanidad al recordar la última parte—. Hasta que ella lo arruinó.
—Pero eso no borra el hecho de que usted estuvo más que bien, mi lady —dije con coquetería en busca de consolarla.
Emery se inclinó hacia delante con aires bromistas.
—Lo dice la ganadora.
A continuación, Prudence descendió y ordenó que le dieran agua, ignorando al resto. Finalmente, Finley se presentó casi al mismo tiempo que el instructor, quien dio por concluida la lección. Consumimos las duras horas del entrenamiento en un santiamén. Fue muy conveniente para mí. No necesitaba más clases, necesitaba darle una lección a alguien en particular.
En cuanto fui liberada de mis deberes para el receso del almuerzo, no interactúe con nadie y retorné a mis aposentos. Me duché para limpiar las impurezas que el miedo dejó en mi cuerpo, maquillé mis inseguridades, y me vestí como si fuera a la guerra más elegante con un vestido oscuro que parecía un tapado por su silueta y su botonadura lateral a pesar de ajustarse en mi cintura y tener una falda corta y plisada. Una vez que estuve armada en mi mente, salí para reunirme con los delegados. La reunión en sí se dio en la torre de mi clan y fue extenuante. Hubo quejas y nada que no se considerara predecible.
—Si bien no hemos sufrido pérdidas, la situación podría cambiar bruscamente con el transcurso de las horas —informó una voz femenina cuando logré capturar sus palabras.
—Soy consciente de que... —empecé a decir.
—Oí el rumor de que Diego Stone planea derrocar a sus hermanos, ¿es cierto? —consultó un delegado, interrumpiéndome.
—Es una posibilidad —conseguí pronunciar.
—Traicionar a tus rivales es una cosa. Ir en contra de tu dinastía debería ser ilegal. ¡Es un criminal! ¡Debería estar preso! —vociferó uno de mis pretendientes.
Quise reír. No lo hice por las dudas.
—Bueno, dudo que vaya a la cárcel teniendo en cuenta que tiene el ejército a su disposición —comenté, siendo la serenidad dentro de tanto drama.
—¡Deberíamos matar a Stone por esto! —sugirió alguien en el fondo.
Algunos individuos lo animaron.
—No se preocupen, habrá tiempo de sobra para eso —respondí, impasible.
—¡¿Cuándo?!
Y pronto fueron demasiados para distinguirlos entre tanto griterío.
—Silencio —dije sin elevar la voz y todos se callaron de inmediato.
Me gustó tener ese efecto en los demás.
—Perdone nuestros exabruptos, señorita. Tiene que comprender nuestra posición —imploró uno de los octillizos de Dinamarca, no recordaba bien su nombre.
—La entiendo y, por ende, ustedes deben entender la mía. Ya le he dado mis órdenes a los delegados actuales de sus países, no obstante, me limitaré a guardar mis tácticas en secreto.
—¿Por qué? ¿Acaso no confía en nosotros? —cuestionó Koen Steiner, conocido por ser mi prometido fallido del pasado. Se había ubicado cerca de mí, lo suficiente para pisarme los dedos del pie y pretender que no ocurría nada, ya que una mesa le tapaba la vista a los demás—. Después de todo, somos sus leales súbditos.
Tragué saliva, aguantando la punzada de dolor. A simple vista no parecía mucho, pero lo era.
Por eso estaba aliviada de que por las casualidades del destino se cancelara nuestro compromiso. Koen era violento, no en las batallas, sino en la intimidad. Abusaba de su poder en más de un sentido y pensaba que tenía derecho a todo, incluso a lo que no le pertenecía como lo era yo. Aún no podía creer que por la alianza que planearon mis padres casi pasaba el resto de mi vida con él. Deseaba vomitar con solo imaginarlo.
—Tiene razón. Son mis súbditos —repliqué, haciendo énfasis en la última palabra como recordatorio, y di un paso atrás para librarme de la dolorosa presión.
—Ya... —quiso interrumpir Koen, aprovechándose de la situación para maltratar mi nombre.
Tuve que fingir que estaba bien.
—Y sí confío en que luchan por lo que es mejor para el clan al igual que yo. Obtendré respuestas para el final del día. Ahí podrán interesarse. Si fallo, cosa que dudo mucho, recurriré a ustedes. Recuerden que la confianza solo funciona si es recíproca. ¿Entendido?
—Estamos a sus órdenes —respondieron los presentes casi al unísono.
—Gracias por su lealtad —me despedí de todos y pisé a Koen con la punta del tacón de mis botas largas al pasar.
Él tuvo que tragarse el dolor y simular que todo estaba bien. Yo no me dejaría pisotear por los demás.
Me apresuré a abandonar el vestíbulo. Mi guardaespaldas me aguardaba a la salida.
—Eso salió bien —comentó él, ya que no era el callado, sino el impertinente.
—¿Dices que tú podrías haberlo hecho mejor? —inquirí, avanzando por el césped del patio sin detenerme para charlar.
Él aumentó su andar, carialegre, sin embargo, se mantuvo un paso detrás de mí. El protocolo decía que yo siempre debía ir adelante.
—No, por eso dije que eso salió bien.
Creí que lo dijo sarcásticamente. Me equivoqué. Tuve escalofríos al darme cuenta de algo. Clanes, estaba pasando mucho tiempo con Diego. Más que con cualquiera de aquí, de hecho.
—Oh. Gracias.
—Mi parte favorita de lo que alcancé a oír fue cómo los callaste a todos con una palabra —rio el guardaespaldas.
El ambiente anterior fue muy tenso a comparación del que generó aquel hombre. Hablar con él fue como salir de una sala de armas a entrar a una repostería. Además, mi gato, quien había estado paseando por los terrenos de la academia, se aproximó a mí para saludarme y caminar a mi lado.
—No le digas a nadie, pero también fue la mía —confesé con secretismo.
Como si mi actitud amena le sorprendiera, él tardó en reanudar el diálogo.
—¿Sabes algo? Eres buena en esto.
—¿Qué es "esto"?
—Liderar —resumió él de modo deferente.
—Bueno, si no lo fuera, probablemente debería elegir otra carrera, considerando que es a lo que debo dedicarme por el resto de mi vida.
—Eso no es a lo que me refiero. Lo que digo es que te sale bien. Desde afuera parece que es innato en ti. Si no fueras una heredera, creo que igual serías una gran líder.
El cumplido fue inusual.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Sin duda sabes cómo manejar la situación y controlar a las personas —aseguró el guardaespaldas y tenía razón.
—Supongo que es una manera de verlo —suspiré, pensativa—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Responderé todo lo que preguntes, mi lady.
Tampoco frené para averiguar lo siguiente:
—¿Cómo era mi hermano en la academia? Aunque solía intercambiar correspondencia con él y me contaba algunas cosas, quiero escuchar la versión de alguien más.
—Soy ese alguien más, ¿no? —formuló él y asentí. La nostalgia nos envolvió—. Él era amable. Siempre era atento con todos y trataba de ayudarlos. Le caía bien a la mayoría, no obstante, no siempre era fácil para él.
Fue inesperado. A William siempre se le dio bien sociabilizar.
—¿Por qué?
—He visto a suficientes líderes por aquí para decir esto. En mi opinión, para gobernar no puedes ser un héroe o un villano. Tienes que ser un poco de ambas. Él tenía el corazón de un héroe. Pero a veces también necesitas la mente de un villano.
Lo estudié, intrigada.
—¿Y yo qué soy?
—No lo sé. Depende de lo que hagas hoy.
—Ah, sí, mi pequeña guerra con Stone —bufé y me puse a bromear sobre ello—. Por cierto, ya afirmas ser un experto en el asunto, ¿qué es él? ¿Villano, héroe o quizás es solo un imbécil?
—No creo que nada de lo que yo diga sirva de ayuda.
Todo el mundo sabía que yo no cambiaría de opinión respecto a mi eterno desprecio hacia cierto rubio arrogante con el apellido Stone.
—¡Dijiste que responderías a todo lo que te preguntara!
—El silencio también es una respuesta.
Habría preferido que dijera que era un imbécil.
—No, y estoy muy decepcionada de ti, guardaespaldas.
—¿Tenías alguna expectativa? Estoy honrado y también decepcionado. No sabes ni mi nombre, ¿cierto?
—Por supuesto que lo sé. Es... —empecé a decir, sin embargo, nada venía a mi mente.
La desilusión se marcó en su rostro. El guardaespaldas chasqueó la lengua, desilusionado, y reinició nuestra caminata.
—Vamos, tienes cosas más importantes que hacer que hablar conmigo.
Al final me puse a elegir un nombre al azar.
—¿Tanner?
El hombre parpadeó como si lo hubiera ofendido.
—¿Tengo cara de Tanner?
—Tienes cara de ser grosero.
Él suspiró, teatral.
—Tú eres la que no se sabe mi nombre y yo soy el grosero. Conque así son las cosas. Ah, el mundo es tan injusto.
—Si fueras el guardaespaldas de cualquier otra persona, seguramente ya te habrían despedido por tantas razones —expuse, repasando los acontecimientos.
—Pero no lo soy. Soy el tuyo —dijo él con orgullo.
—Ya veremos por cuánto tiempo.
—Vamos, no me despidas. Seré bueno.
—Yo prefiero que seas más reservado.
—Bien, puedo hacerlo. Seré tan callado como una tumba —prometió y luego se percató de que estaba hablando—. A partir de ahora.
Mi gato me acompañó de vuelta a la Torre de Construidos para ir al comedor y ahí nos separamos. Él vivía en su propio mundo gatuno. Por otro lado, Emery continuaba peleando con Ivette. Prudence murmuraba algo con Finley. Cedric trataba de hacer las paces y sus compañeros lo ignoraban. Todos estaban allí, excepto la persona que deseaba ver.
—¿Dónde está? —pregunté por segunda vez en el día.
—Se fue a almorzar en la oficina de su clan. Supuestamente, está bastante ocupado —notificó Cedric, adivinando sin chistar de quién hablaba.
—Sí, traicionar a todos debe ser bastante agotador —respondí, incisiva—. Vuelvo enseguida.
Antes de irme agarré una de las manzanas rojas que ofrecían en el festín del almuerzo. Primero retorné a mis aposentos a buscar algo y me dirigí a la esplendorosa torre de color escarlata del sector del clan Stone. Los miembros me miraron con rencor y antipatía mientras pasaba entre ellos con mis prendas verdes resaltando entre sus ropajes carmines. Fue interesante. Conque así debía sentirse caminar en medio de un gentío que ansiaba matarte y, aun así, no podían tocarte ni un pelo.
Mi guardaespaldas no se sentía tan seguro.
—No quiero juzgar tu criterio, sin embargo, ¿estás segura de que esta es una buena idea?
Me encogí de hombros.
—No, es una pésima idea.
—Clanes, te miran como si quisieran fusilar —comentó mi guardaespaldas, escudriñando las miradas ajenas.
—Es porque me quieren fusilar —respondí, franca, y sus ojos del color de las nueces casi explotaron de tanto que los abrió—. Está bien. Yo también quiero fusilarlos.
—Jamás entenderé esto de la enemistad entre clanes.
—¿Qué es tan difícil? Ellos nos odian. Nosotros los odiamos.
—Lo sé, no soy un tonto —se excusó—. Aun así, generaciones vienen tratando de destruirse desde hace décadas, ¿no sería más fácil que alguien pusiera el alto al fuego?
Esa sería una solución hipotética muy básica e imposible de llevar a cabo en la realidad.
—¿Estás seguro de que vivimos en el mismo reino?
—El mío es Idrysa. El tuyo seguro que se llama "Sálvese quien pueda".
—Como sea, no es tan sencillo. Mira, si alguien te roba lo que te pertenece o es el culpable de la muerte de algunos miembros de tu familia, ¿lo perdonarías o te vengarías? —inquirí y no obtuve nada a cambio.
El silencio también era una respuesta.
Ingresamos al sector rojo. Como la mayoría de los campos de entrenamiento se hallaban al aire libre, había una torre solitaria y casi tan grande como la de los Construidos. La necesidad de tanto espacio era que el clan Stone siempre tenía más herederos que el resto, no sabía por qué.
Su vestíbulo lucía sanguinario y majestuoso. Junto a las escaleras de piedra había una colección espectacular espadas fundidas y colgadas que fueron colocadas para que formaran el emblema particular de la dinastía Stone. Incluso había dos armaduras de acero como decoración. La diferencia era que contaba con unos ventanales por los que entraba la luz y provocaba que los blasones trazados sobre terciopelo rojo tiñeran el lugar como si las paredes estuvieran pintadas con la sangre de sus adversarios. Irónicamente, también hizo que mi cabello pelirrojo resaltara.
Acorde al mapa de la academia que había estudiado ayer por las dudas, su oficina se ubicaba en el segundo piso y ahí fuimos. Pese a que el tránsito de delegados en esos pasillos fue menor, todavía sentía que andaba por tierras enemigas y, en efecto, lo estaba.
Por desgracia, individuos iban y venían de la oficina y por lo menos había veinte personas dentro. No podía entrar así como así. Lo intenté de todas formas.
—¿Está perdida? —cuestionó un delegado del clan enemigo, impidiendo el paso directo a la puerta abierta al estar secundado por un pequeño grupo que no había logrado acceder a la reunión.
—No, sé perfectamente a donde voy —respondí, cortante, y no se fue.
Le di una señal al guardaespaldas para que no interviniera.
—¿Y a dónde es eso?
—A hablar con su jefe.
Otro delegado dio un paso adelante.
—¿Y tiene una cita con él?
Lo imaginé y una corriente eléctrica escaló por mi columna.
—No, no tengo una cita con él. Lo siento, la mera idea me dio escalofríos.
Empeorando las cosas, mi guardaespaldas formó una sonrisa breve.
—¿Y qué le hace pensar que querrá verla a usted? —se burló un hombre y procedió a apretar mi hombro sobre la tela.
Estaba a punto de despedazarlo por ello cuando alguien más se presentó desde el interior de la oficina.
—Quita tus estúpidas manos de ella, por favor —le ordenó Diego en un tono amenazante y a la vez templado que sacó a la luz otra faceta de él.
—¿O qué? —se aventuró a pronunciar el hombre y se arrepintió de inmediato al ver la reacción del heredero.
—O ella probablemente romperá cada uno de tus dedos.
—Él no está mintiendo. Lo haré —expuse, sonriente.
El delegado me soltó, temeroso, y siguió sin comprender lo que pasaba.
—¿Por qué?
—Déjennos a solas —solicitó Diego, observando de soslayo a sus súbditos, en consecuencia, fueron abandonando la oficina de mala gana.
—Esto me hace pensar que sí querrá verme —me burlé de aquel delegado en cuanto Diego me cedió el paso para que entrara con él.
Pero de pronto oí un ronroneo y mi gato, quien se había escabullido con sus habilidades felinas, pasó junto a mí con afecto y luego se dirigió hacia Diego para hacer lo mismo. Me sentí traicionada como nunca antes.
—Karma —nombré, parpadeando al no creer lo que veía—. ¿Qué estás haciendo?
—Eres escurridizo, ¿no? —saludó Diego al gato y se agachó para acariciarlo, lo que pareció encantarle—. Tienes más habilidades que un espía bien entrenado, ¿debería contratarte?
Karma maulló con suavidad como si le dijera que sí y le ordenara que le diera un sueldo justo.
Me crucé de brazos con celos, contemplando la escena. Era de no creer.
—Karma, tú, criatura traicionera, ¿qué estás haciendo fraternizando con el enemigo?
Diego sonrió, alzando la vista para encararme.
—Suena molesta. ¿Está celosa? ¿Quiere que la acaricie también?
Chasqueé la lengua y no respondí porque habría dicho puras groserías.
—Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños —añadió Diego—. Tal vez secretamente sí le agrado a usted.
—No —refuté y subí en brazos al gato en cuanto él volvió conmigo—. Tal vez él estaba intentando que usted bajara sus defensas para atacarlo cuando menos lo esperaba. Es muy astuto para ser un gato.
El heredero asintió varias veces y ya pude presentir que iba a decir algo sarcástico.
—Claro, eso tiene mucho más sentido.
Me limité a dar la vuelta, entregarle el gato a uno de mis guardaespaldas para que lo protegiera de los miembros de aquel clan y lo devolviera a mi sector por su propia seguridad.
—Ahora vamos —farfullé y cerré la puerta, despachando al otro guardaespaldas para que esperara afuera.
Solamente quedamos Diego y yo en aquella espaciosa oficina con un piso de piedra pulida que en realidad lucía más como un cuarto de guerra.
Si bien había un escritorio en un rincón con una bandeja de comida sin tocar, una pila de libros cuyos títulos no tenían nada que ver con la política, un candelabro con velas apagadas, y una hoja en blanco con una pluma que daban la impresión de que planeaba redactar algo importante, esa oficina contaba con secretos.
Carecía de ventanas, lo que era perfecto para que nadie nos viera, y tenía detalles dorados en las paredes oscuras al igual que en los estantes que albergaba una mezcla ordenada de pergaminos y libros más relacionados con su aporte al reino. En el centro de la misma colgaba una lámpara potente que iluminaba todo y, en especial, a una gran mesa de piedra con un mapa de Idrysa dibujado en la superficie y unas diversas piezas de oro sólido que representaban a los clanes y estaban acomodadas sus posiciones actuales.
—¿Por qué me estaba buscando? —curioseó Diego, desplazándose para tomar una de las copas de su escritorio y servirme un poco de vino—. ¿O acaso solo quería pasar tiempo conmigo? Eso sería...
—Mentira —interrumpí, aceptando la bebida—. Eso sería mentira.
—Entonces, además de mentir, ¿a qué ha venido? ¿Destruirme como lo prometió? ¿No pudo esperar hasta el postre?
Me lamí los labios, preparándome para aceptarlo en voz alta.
—Bien, sí vine a verlo.
—Concédame este momento. —Complacido con mi respuesta, él se mordió el labio inferior y tiró la cabeza para atrás por un segundo. Todo antes de retomar nuestra conversación al pararse frente a mí—. Quiero disfrutar el hecho de que lo admitió.
Me limité a depositar la copa y la manzana que traje en la mesa.
—Hágame el favor de no disfrutarlo tanto. Vine para resolver nuestro asunto pendiente.
—¿Se refiere a que usted finalmente dejara de resistirse a mí?
—No, en el que usted termina de rodillas, rogándome por su vida —corregí, apoyando la mano en la mesa junto a nosotros.
—Yo no ruego, belicosa, pero podría ponerme de rodillas, si eso la complace —replicó Diego, haciendo lo mismo y nuestros dedos casi se rozaron.
Al final fueron mis palpitaciones las que no resistieron y fueron manipuladas por sus dichos, por ende, retiré la mano sin miramientos.
—Nada de lo que usted puede hacer me complacería.
Sus expresivas cejas se arquearon.
—¿Cómo lo sabe? Ni siquiera lo he intentado. ¿Le gustaría que lo intentase?
—No a menos que quiera que le dé una patada en...
—Voy a detenerla ahí antes de que diga algo de lo que se pueda arrepentir —interrumpió Diego y no entendí por qué yo me arrepentiría de eso.
Lo ignoré, carraspeé la garganta, y fui neutral para sonar menos amenazante.
—Además, vine a pedirle amablemente que retiré a sus soldados.
Lo sorprendí.
—¿Acepta el convenio?
Carcajeé.
—No, para nada.
—No lo comprendo.
—Como muchas otras cosas —murmuré y él me dio una mirada asesina que igualó a la mía—. En cuyo caso, aténgase a las consecuencias. No diga que no le advertí.
—Qué intriga. ¿Eso es todo?
—No.
—Así que, ¿a qué le debo el placer de su compañía? ¿No le bastan las incansables horas que pasa diciendo todas las atrocidades que planea hacerme? —Diego hizo una pausa, fantaseando con mis intenciones—. ¿O tal vez me ha extrañado? ¿Es eso?
—Lo único que extraño de usted es la época en la que no lo tenía que ver todos los días.
—Oh, esa época. Es curioso ahora que lo menciona. ¿Qué imaginaba en esos tiempos? Estoy seguro de que no imaginó que el sujeto con el que iba a la guerra era alguien tan...
—¿Ególatra? —terminé de decir por él—. No, supuse que sería así desde un principio.
—Eso no es tan insultante como usted piensa que es.
—Porque no es un insulto, es un hecho.
—Y usted es más hermosa de lo que uno podría imaginar y eso es un hecho, mi pequeña pesadilla pelirroja —replicó Diego, desconcertándome con sus palabras y la sonrisa peligrosa que bailó en sus labios al final.
Me encandiló. Fue como si hubiera llevado una luz incandescente directo a mi corazón sumido en las penumbras y lo iluminara, exponiéndolo al avivar mis latidos.
Me habían llamado hermosa en el pasado y todas fueron falsas. A diferencia de esas ocasiones, en su boca, parecía sincero y a la vez la cosa más ruin que podría haberme dicho.
Yo lo despreciaba con cada parte de mi ser y probablemente él también me detestaba de esa forma, por ende, mi cerebro fue incapaz de razonar. Tenía que estar siendo sarcástico. Era la única cosa que se me ocurría.
—No me llame "hermosa" —exigí, arrugando la frente.
—¿Por qué? ¿Va a lanzarme un cuchillo por eso? —sondeó Diego con genuinas ansias de saberlo.
—Lo haría si tuviera uno.
—¿Es tan difícil para usted creer que pienso que lo es?
—Sí, porque para empezar usted me odia.
—¿Y? —bufó como si eso no tuviera nada que ver—. Que quiera destruirla casi tanto como usted desea destruirme a mí no cambia la inevitable verdad.
—¿Y cuál es esa verdad?
De pronto, él torció su postura con la intención de aproximarse a mí y sentí que no había suficiente espacio entre nosotros o quizás había demasiado.
—Que usted es devastadoramente hermosa.
Rodeé los ojos antes de conectarlos con los suyos. Aún me hipnotizaban como si me tomaran cautiva y aún me parecía una abominación. Diego contemplaba como si yo estuviera hecha de magia y tuviera la capacidad de robarle el aliento.
—Entonces debe ser muy difícil para usted —dije, acercándome para desafiarlo.
—¿Qué cosa?
—Desear a alguien que solo quiere matarlo.
Pese a que fui yo la que dijo eso, una corriente eléctrica con la potencia de un rayo golpeó a mi sistema nervioso, sin embargo, lo que Diego hizo a continuación desató una tormenta eléctrica en mí.
—Lo es, pero no tan difícil como debe ser para usted —suspiró Diego.
Enfurecí.
—Yo no...
—¿Lo ve? No estoy hablando de deseo.
—¿Y de qué habla?
—La belleza no reside en la forma de lo que ve, sino en cómo esta afecta a quien la ve y usted me ha impactado gravemente —inició él, estirando una de sus manos para depositarla suavemente en mi mejilla como si estuviera deslizando el filo de una daga por mi piel—. Con pensar en usted, acercarme sutilmente tan solo para verla y desear poder hacerle cosas indebidas, he llegado a la conclusión de que, sí, la odio más que a nada.
Y bajó el brazo sin más porque solamente había estado jugando conmigo. Yo también podía hacer eso. Mi habilidad para contenerme pendía de un hilo y él lo cortó. No me arrepentí de lo que estaba a punto de pasar.
—Sinvergüenza —formulé sin emoción alguna y su solaz incrementó.
—Hermosa.
Se volvería insoportable, ya lo podía augurar. Diego retomó la charla con energía.
—¿Le he mencionado que se ve particularmente fascinante?
—No, no me lo ha dicho hoy —resoplé y mordí mi labio, sorprendida.
—Es porque luce así todos los días —repuso Diego con la cantidad correcta de seducción que haría que cualquiera con ojos no pudiera apartarse de él—. Tanto que me acelera mi corazón y soy incapaz de decirlo en voz alta sin perder el aliento.
Para aclararlo, él no lo pensaba en serio y todo lo que decía era para molestarme. Tenía que tomarlo igual que una broma.
—No va a parar, ¿cierto?
—No hasta que usted lo haga —se encogió de hombros—. Acabo de encontrar una nueva forma de provocarla y es mi favorita hasta ahora.
La situación dio un giro drástico que yo ya había predicho.
Solamente se oían nuestras respiraciones. Un silencio repentino inundó la oficina. Observé cómo la expresión de Diego cambiaba. Parecía no entender lo que le estaba sucediendo.
Parpadeó y tosió, confundido. Luego se disculpó y se encaminó a servirse una copa de vino para beberla completamente. No ayudó en nada. Había reposado las palmas sobre su escritorio, ejerciendo presión, y eso causó que resaltaran las venas de sus brazos expuestos gracias a que se había arremangado la camisa. Lo mismo pasó con las de su cuello. Me deleité con la imagen. Era un espectáculo.
Agarré mi copa y fui hacia él en simultáneo que bebía un trago de la dulce bebida.
—¿Qué le pasa? —empecé a decir, colocándome a su izquierda, fingiendo un tono de preocupación—. ¿Se siente mal?
Diego estaba tan enfrascado en su agonía que no fue capaz de articular palabra. Todo lo que obtuve fue un débil asentimiento.
Arqueé una de las esquinas de mis labios, satisfecha.
—Hermoso —agregué y ahí comprendió lo que sucedía.
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