7. Profecía de fuego y muerte
Hubo una explosión.
Mis ojos no sabían hacia dónde mirar.
Habían preparado eso mientras yo me alistaba y fue como si hubieran revolucionado el concepto que tenía de la academia.
Una brisa fresca soplaba aliviando el calor que prometía derretirme y arrastraba una combinación de aromas peculiares: especias, flores y riquezas. Era emocionante. El color sangrante del cielo era similar al del fuego de las antorchas que manipulaban los malabaristas desperdigados por los puntos de encuentro con la intención de entretener a quienes pasaban por allí.
Clanes, eran más de los que imaginé, a pesar de que me había esforzado por estudiarlos casi tanto como a mis principales rivales.
Los jardines destilaban belleza por naturaleza y los arreglos que les realizaron no hicieron más que resaltarla.
Agregaron puestos móviles para los juegos destinados al entretenimiento. Con ayuda de la creciente iluminación de las lámparas de gas que iban colgando en lugares estratégicos, vislumbré como los carruajes de los invitados continuaban llegando libres de cualquier carga gracias a que, a diferencia de ellos, sus equipajes habían estado arribando desde la mañana.
Los descendientes más importantes de los linajes de todo el mundo paseaban por los terrenos vestidos con sus mejores atuendos combinados con las joyas y las medallas correspondientes y murmuraban cosas en una majestuosa diversidad de idiomas.
No tardé en notar que la mayoría se dirigía a la torre que le pertenecía a su respectivo clan a causa de los colores que empleaban. Los ayudantes les señalaban el camino, ya que el itinerario decía que habría fiestas simultáneas y separadas en honor a cada dinastía para finalmente reunirnos antes de medianoche y del toque de queda en el gran salón.
Pese a que me escondí detrás de un muro, mi corazón retumbaba como un tambor y me sentía expuesta. Música de estilo clásico, pero emocionante, emanaba del interior de los diversos sectores, invitando a entrar a cualquiera con agallas. Yo no estaba segura de poder moverme.
De repente, percibí la presencia de un individuo particularmente molesto que se colocó detrás de mí.
―¿Por qué nos estamos escondiendo? ―cuestionó Diego en voz baja, provocando que me diera escalofríos en el cuello.
―Nosotros no estamos haciendo nada ―respondí, haciendo énfasis en "nosotros"―. Y no me estoy escondiendo, simplemente evito ser vista.
Él llevó la mano a su pecho y apoyó su palma sobre la zona del corazón como si tuviera un infarto con tan solo verme.
―Oh, sí, eso debe ser muy difícil para usted.
―De hecho, lo es, considerando lo increíble que luzco esta noche.
―Tiene razón. Luce increíblemente modesta.
―¿Sarcasmo? ¿Esa es su única arma?
―No, pero funciona de maravilla.
En realidad, no estaba segura si me veía bien o no, solo quería pretender ser tan arrogante como él y darle un bocado de su propia medicina.
―Esto definitivamente es un escondite ―repuso la voz masculina y cantarina de Cedric, quien dio un paso al costado para que nos percatáramos de que había venido con un estridente frac del color más oscuro que su clan se permitía con unos bordados lilas.
―¿Usted también?
―Todos ―farfulló Ivette, atravesando la salida del vestíbulo de nuestra torre, y el resto emergió en una fila perfecta.
Me aclaré la garganta y enderecé mi postura, poniéndome a la defensiva. Todos lucían impecables e inalcanzables a su manera. Por más que portábamos distintas actitudes, podía asegurar que compartíamos un pensamiento. Estábamos a punto de convertirnos en un trofeo por el que se abalanzarían igual que animales hambrientos. Se suponía que debía ser un halago. No lo era.
―¿Creen que notarán si no vamos? ―consultó Cedric con la intención de huir.
―Considerando que somos la razón por la que vinieron, lo notarán ―contestó Diego en un tono humorístico.
―Yo puedo pretender que me desmayo ―se jactó Emery, buscando entre sus opciones.
―Yo podría desmayarme ―repuso Prudence con sinceridad, el cabello recogido y un vestido color plata con unas mangas ajustadas en la parte alta de sus brazos que se abrían en forma de campana y portaban detalles en encaje.
―Son tan dramáticos ―bufó Ivette, pasando las manos por la tela de su ajustado atuendo coral con un escote recto y pedrería que destacaba sus facciones aguzadas junto con un collar con la forma del blasón de su familia.
―Si lo somos, ¿por qué no va usted primero? ―le sugirió Emery, cruzando sus brazos y resaltando su cabello decorado con pequeños accesorios que brillaban como estrellas y su largo vestido azul cobalto con tirantes delgados y un escote en forma de corazón que estaba decorado con unos bonitos apliques.
Ivette puso los ojos en blanco y no se marchó, por lo tanto, Emery agregó lo siguiente:
―Eso pensé.
―Bueno, uno de nosotros debe dar el primer paso en algún momento ―murmuró Finley, apocado, acomodando el pañuelo de seda metido en el bolsillo cerca de la solapa del saco que formaba parte de su traje blanco.
―¿Por qué? Nadie nos dice que hacer ―afirmó Diego con una seguridad extrema.
Negué con la cabeza, rindiéndome, y me adelanté un paso.
―No, tiene razón. Deberíamos ir yendo.
Acto seguido, Diego procedió a contradecirse a sí mismo y avanzó.
―Ya la oyeron. Caminen.
Oí un resoplido y el resto de mis compañeros empezó a trasladarse a su sector. Mis pies sucumbieron al nerviosismo humano que me corroía y me paré un segundo ante el edificio de mi clan.
―¿Inquieta? ―preguntó mi guardaespaldas, viniendo con el mismo uniforme que los demás guardias rojos portaban.
―Esa no es la palabra que usaría ―articulé algo quejumbrosa―. ¿Por qué estás aquí? No me digas que tienes que venir conmigo.
―No, no puedo entrar contigo. Sería lo que otros llamarían un escándalo. Estoy de turno y seré quien te acompañe por el resto de la noche.
Suspiré.
―¡Espléndido!
Una moderada risa nació de él.
―¿Qué?
―Es que no he conocido a muchas personas que hablen así en su día a día ―explicó el guardaespaldas, siendo irreverente―. Tienes que admitir que es un poco raro.
―¿Mis exclamaciones te parecen raras? ―farfullé, indignada―. ¿Qué piensas de "eres un imbécil de mierda"? ¿Te gustó?
―En cierto modo suena más apropiada.
Unos delegados del clan Gray que iban de paso me miraron con extrañeza.
―Y esas caras son las razones por las que me limito a decir cosas como "espléndido".
―Oh, te han quitado el privilegio de insultar. Debe ser difícil. No te preocupes, seguro que tus otros millones de privilegios te servirán de consuelo ―dijo con la intención de realizar un chiste y me golpeó en una fibra sensible. Supuse que los nacionalistas lo veían de ese modo―. Lo siento, no quise decirlo así, mi lady.
―Claro.
Hubo incomodidad.
―¿Y qué esperas para ir a ver a tus pretendientes? ¿Alguna preferencia?
―Ninguno, solo estoy agradecida de que no es como en la antigüedad y ninguno tiene más ochenta años ―revelé, honesta.
―Puede que no tengan ochenta años, pero seguramente habrá algunos que piensen como si los tuvieran.
―Espléndido.
―Después de ti ―formuló el guardaespaldas y tendió la mano para señalar la entrada.
Me deleité con su pleitesía y me encaminé al interior de la torre redonda con una cúpula y más de quince ventanas sobre la que crecían varias enredaderas en algunas partes que, en vez de darle un aspecto descuidado, le concedían un aire feérico y vetusto.
Además de contener las aulas y refugiar los utensilios necesarios para mi clan, había oído que inicialmente la habían construido para que fuera un observatorio astronómico y por eso agregaron años después un pequeño edificio contiguo de cinco pisos de piedra destinado a albergar a los delegados junto con el invernadero y la enfermería. No importaba. Ahí no sería la fiesta.
Entré al vestíbulo por primera vez y me sentí como en casa: insegura y a la vez acostumbrada. Se mantenía en pie gracias a una columna central, no había escaleras o divisiones, sino un pasillo en forma de hélice por el que se accedía pesadamente a las otras plantas. Era más grande de lo que uno conjeturaría y estaba más colmado de gente de lo que me hubiera gustado.
Había una mesa principal y más pequeña en la que asumí que me sentaría porque estaba reservada para los más poderosos y luego las personas se iban repartiendo en cuatro largas mesas a los lados del vestíbulo que disponían de decenas de tipos de comidas en la vajilla más fina para dejar libre el espacio en medio. Estaba decorado con pequeños arreglos florales, una colección de los blasones de las familias de los delegados que en realidad eran una variación del de mi dinastía, y una infinidad de cosas espectaculares en las que fui incapaz de concentrarme.
―¿Quién es ella? ―le oí susurrar a varias personas.
―No lo sé, pero es... ―Alguien ahogó un suspiro.
Mi aparición trajo revuelo o más bien lo opuesto justo después de que las llamas de unos tragafuegos se deshicieran. Las personas fueron volteando a verme y el ruido concentrado se fue disolviendo en cuanto se percataban de quién era. Hice un esfuerzo para no verme cohibida y me mantuve enfocada en mi propósito. El oficial encargado de anunciar mi llegada se paró para ejercer su labor.
―Denle la bienvenida a Kaysa Rose Aaline, la última descendiente de la dinastía Aaline, la única heredera de su clan, dirigente de los territorios verdes de Idrysa y sus delegados, defensora de los nacionalistas, y sanadora del reino ―presentó él a medida que me adentraba en el lugar y los demás procedían a ponerse de pie para realizar una reverencia.
El último título era más un apodo. Durante mi entrenamiento, destaqué en la preparación de venenos y, bueno, en su uso.
Al final, me abrí paso entre ellos y rodeé la mesa para acomodarme en el asiento de mi clan. Parecía estar tallado a partir de un árbol que se las arregló para crecer en el interior del vestíbulo con sus ramas esparciéndose en la pared detrás de mí, igual que el tatuaje en mi piel y ahí supe cómo se conectaban las enredaderas del exterior. Para mi sorpresa, no era incómodo.
Les dediqué una mirada tranquilizadora, ignorando el hecho de que mi corazón martillaba en mi pecho como un minero buscando una piedra preciosa, y la velada inició oficialmente.
―Después de esa larga presentación que ha incluido más títulos de los que recordaba que tenía, solo puedo decir buenas noches ―declaré, planeando un discurso, y risas retumbaron por el vestíbulo mientras retornaban a sus sillas. De seguro eran risas falsas―. Debo decir que es un honor verlos a todos aquí este día. Ya he tenido el placer de haber recibido una visita de algunos de ustedes y estoy segura de que podré conocer al resto en estos próximos tres años. Pero por ahora empecemos con esta cena.
Los sirvientes que habían pasado desapercibidos en los rincones sirvieron la comida y mis tres damas los imitaron al entregarme el primer plato. Unos minutos atrás estaba más que hambrienta y, en la actualidad, mi apetito cesó por el nerviosismo. Aun así, debía comer para no dar la impresión de que algo andaba mal y tampoco podía distraerme con la comida y dejarme llevar demasiado porque cada uno de mis movimientos era vigilado por más de doscientos individuos. Por suerte, las suaves melodías de la música y los trovadores que contrataron fueron el entretenimiento que aligeró un poco la carga. Nada era sencillo.
El itinerario marcado se siguió al pie de la letra y pasados unos minutos Clara me avisó que era el momento de las presentaciones. Los descendientes de los delegados actuales vinieron juntos o en soledad para representar a su país y familia, saludarme personalmente y cederme un obsequio con la esperanza de generar una buena primera impresión.
No tuve un descanso. Uno tras uno vino y a uno tras uno le agradecí con fervor. Sus personalidades fueron variadas. Había tímidos que apenas hablaron por respeto, conversadores que me habrían dado un informe completo de no ser porque su tiempo conmigo era limitado, narcisistas que creían que sería un honor para mí casarme con ellos, y simpáticos que me trataron de manera agradable. Los regalos iban desde excelentes joyas a lo más descabellado que se les podía ocurrir con tal de llamar mi atención; el propósito de encontrar una alianza.
Tomaba un poco de agua de una de las copas para aliviar mi garganta seca, advirtiendo que un grupo de ocho hermanos de una misma familia se levantaba para venir hacia aquí.
―¿Esos son quienes creo que son? ―les susurré a mis damas, quienes se ubicaban a mi derecha.
―Sí, son los delegados de Dinamarca ―murmuró Clara, risueña.
―¿Por qué son tan interesantes? ―consultó mi guardaespaldas a mi izquierda.
―Son octillizos. Ningún delegado ha tenido tantos hijos. Muchos apuestan a que será igual que en la lotería cuando compras muchos boletos para ganar sí o sí y ella acabará casándose con uno de ellos ―le contestó Clara, ya que mis damas también tenían que informarse para ayudarme en situaciones así.
―Han aparecido decenas de veces en el Libro Azul, ¿acaso nunca lees? ―dije, disfrutando de una conversación que iba más allá de "es una magnífica velada" y "gracias".
―O tal vez tú lees demasiado ―replicó con impertinencia.
―No existe tal cosa como leer demasiado.
Para entonces, los hermanos fueron nombrados, moviéndose como mimos, y cada uno me entregó un tipo distinto de flores exóticas. Los ayudantes se las llevaron con el resto de los obsequios. Más tarde, los últimos descendientes vinieron a mí, siendo con los que más estaba familiarizada.
―Koen y Leyna Steiner. Delegados de Alemania ―introdujo el oficial que me presentó anteriormente.
Reverencias, otra vez. Koen me miró con extravagancia y Leyna alzó sus labios con una sonrisa sutil. Hubo más murmuraciones de lo habitual. La alianza anticipada que Diego había frustrado al filtrar la información era la que yo iba a tener con Koen. Por consiguiente, una inevitable presión hizo que se hundiera mi pecho.
Nadie hablaba de los secretos oscuros guardados detrás de las esplendorosas alianzas. No se mencionaba lo incómodo e invasivo que podía ser estar obligado a comprometerse con un desconocido o una desconocida, ni lo que los Construidos debíamos soportar por eso.
A veces sacábamos la lotería y nos tocaba aliarnos con alguien que prefería estar a dos metros y, otras, no teníamos esa suerte. No importaba cuán poderosos fuéramos, que tuviéramos miles de guardaespaldas o que no saliéramos a la calle. Con el tiempo esos límites personales que estaban bien marcados se iban difuminando y nosotros debíamos demarcarlos una y otra vez.
Sería poco decir que a Koen no le interesaron los límites que puse. Por eso, estaba un poco agradecida de que Diego provocó que cancelaran aquella alianza anticipada. No lo admitiría en voz alta, claro.
―Es encantador verla ―habló Koen recto y circunspecto. Él era de los narcisistas desleales que probablemente pensaba que podía hacer mi trabajo cien veces mejor y me mataría si le dijeran que así podría robarme mi posición―. Aunque la presentación estuvo de más, ¿no lo cree?
―Justo como lo que acaba de decir ―repuse en un tono de voz que haría que ellos me escucharan y el resto de los presentes, no.
―Ha pasado un tiempo, ¿verdad? ―declaró Leyna con una disposición más gentil―. Esperamos que el pasado quedé en el pasado. Hemos traído un presente para usted.
―¿Qué? ¿Una carta de disculpa?
―Tan mordaz como siempre, ¿no? ―denotó Koen, malintencionado, y asentí jactanciosa.
Koen quiso dar un paso para acercarse más a donde yo estaba. Mi cara fue imparcial. Mis ojos centelleaban con puro rechazo, y mi guardaespaldas avanzó detrás de mí, provocando que Koen retrocediera.
Los hermanos Steiner procedieron a entregarle el obsequio al oficial, lo ignoré y se fueron por donde vinieron. Bueno, ya sabía con quién no me casaría.
Una vez que la cena culminó, tuve una ligera cantidad de libertad. Gracias a los juegos que organizaron para celebrar y dar una cálida bienvenida a la multitud conformada por los recién llegados, la mayoría decidió seguirme discretamente cuando salí, fingiendo dispersarse por el predio y sin despegar sus ojos de mí, y unos pocos permanecieron en la torre para subir por aquel singular pasillo.
Mordí mi mejilla, ansiosa. A ese paso jamás podría investigar lo que se ocultaba en la morgue.
Tuve que atravesar unos metros cerca del sector rojo y vislumbré a Dimitri charlando con un limitado número de los invitados de su clan en presencia de unos escasos trovadores. Me pregunté dónde estarían los demás delegados.
Las únicas que iban detrás de mí sin disimularlo fueron mis damas. Mi guardaespaldas mantuvo la distancia. La noche caía, colocando su manto de oscuridad y misterio a las instalaciones del internado oscuro.
Había una gran variedad de puestos e individuos. Por ejemplo, Cedric parecía más entretenido que nunca soltando bromas con su hermano, Leroy, y una cohorte de hombres y mujeres a la vez que charlaba con un tragafuego con deseos de aprender a escupir fuego, cosa que estaba segura de que terminaría en una anécdota graciosa o en un terrible accidente.
También estaba Finley que paseaba por los jardines con sus hermanos, Matthew y Scarlett, y una fila de delegados masculinos que luchaban por robarle una palabra tanto a él como a sus familiares. Por otro lado, Prudence disfrutaba de un puesto de artesanías que probablemente costarían cien veces más solo porque ella las hizo a mano y sus pretendientes se le unieron con tranquilidad.
Más adelante se hallaba Diego, quien se había quitado el saco del traje, divirtiéndose en una pequeña competencia de lanzamiento de hachas arrojadizas y conversando carismáticamente con casi todos los miembros de su clan, quienes eligieron acompañarlo. Él acertó el tiro sin obstáculos y retiró el hacha con fuerza. Sus acompañantes suspiraron y lo felicitaron antes de practicar ellos mismos. Yo puse los ojos en blanco y continué caminando a medida que la última luz del sol se apagaba.
Esa era la complejidad de mi enemigo y lo que convertía a Diego Stone en un caso más que peculiar. Yo lo odiaba y otras personas también, pero no se resumía en eso. A lo largo de los años, fue inevitable que las personas de Idrysa y sus acciones hablaran de los Construidos, formando conceptos de nosotros, sin embargo, el que se había creado de Diego era el que más matices tenía.
No cumplía con las reglas, no obstante, sí le era más que fiel a sus propios principios.
Había construido su propia moral para decidir qué era lo correcto y que no, siendo capaz de destrozar en pedazos a los que se metían en su camino si se lo proponía o tener un sentido del honor al salvar a aquellos que no podían. Podía ser peor de lo que imaginaban y mejor de lo que muchos sabían.
Era respetado, repudiado, encantador, querido y temido. Básicamente, un héroe que en cualquier momento se convertía en un villano y un villano con los sueños de un héroe justo como una espada capaz de proteger y matar, dependiendo de las intenciones que poseyera.
Solo que nada eso me ayudaba a definir cómo me sentía al verlo incluso a través de la distancia y por qué por alguna razón deseé que me devolviera la mirada.
―Preguntas, preguntas y más preguntas, ¿quiere respuestas? ―murmuró una voz femenina y chirriante que hizo que detuviera mis pasos.
Detrás de un puesto sencillo y mediano que contaba con una mesa de madera oscura, había una mujer con el rostro lleno de cicatrices superpuestas, cabello bien rizado y ojos enormes que me observaban sin parpadear. No tenía que ser una adivina para darme cuenta de que ella era una.
La adivinación era lo más parecido a la magia que poseía Idrysa. Las historias decían que hubo alguien que elaboró una profecía sobre cómo llegaría a reinar Thomas, el primer rey, y acertó en cada palabra. Nunca se supo el nombre de la persona que lo hizo, ya que él se aseguró de mantenerlo en secreto. Desde entonces, algunos nacionalistas, incluida mi madre, cayeron bajo el yugo de la superstición y consultaron al menos una vez en su vida sobre lo que les depararía el destino. En la actualidad, la mayoría pensaba que era una pérdida de dinero y solo servía de entretenimiento para fiestas así.
―No, gracias. Para eso están los libros ―le respondí, cansada y escéptica.
―Los libros hablan del pasado, ¿no desea averiguar su futuro? ―insistió ella desde las penumbras.
Mi vida sería predecible: estudiaría, gobernaría, me casaría con alguien que no elegí, y moriría sin probar qué gusto tendría la felicidad.
A veces parecía que no tenía corazón y que las estrellas se lo robaron para impedir que me sintiera realmente viva y que no pudiera alcanzarlo sin importar qué tanto me esforzara.
―¿Por qué? Ya todos lo saben. Ha sido decidido desde que nací.
Ella alzó sus cejas espesas y señaló al séquito de delegados.
―¿Y no desea saber con quién se va a casar?
―Ya lo sé. Será con uno de los presentes ―me encogí de hombros y le di un vistazo a mis acompañantes, a quienes les entusiasmó la idea de que preguntara. Tuve que ceder. Maldije en mi interior, yendo hacia ella―. Pero supongo que será divertido intentar descifrar con quién.
Me senté en la silla, cuidando mi vestido, y admiré los escasos elementos que poseía la mujer. Los delegados se reunieron cerca de nosotras sin disimulo, murmurando que no podían esperar para que fuera su turno y quizás anhelando que la adivina pronunciara su nombre a la hora de decir con quién me casaría.
―Así que, ¿qué va a hacer? ¿Leerá mi mano? ¿Mi manicura también? ―bromeé para liberar mi inquietud, dispuesta a ignorar las reacciones de los delegados por mi propio bien.
―No bromee. El destino no es una broma ―retó la adivina.
―Lo es para mí.
―No lo será por mucho tiempo.
―Uy, qué aterrador ―reí y apunté a la baraja de cartas pintadas de negro y dorado que descansaba sobre la mesa―. ¿Y para qué son esas? ¿Jugaremos póker?
―Mis cartas son únicas. Solo yo sé interpretarlas. Puede hacerme dos preguntas.
―¿Solo eso? No sabía qué había un límite.
―Lo hay y está a punto de excederlo.
―Bien ―bufé, preparando un espectáculo―. Ya que es una pregunta de claro interés, ¿con quién pasaré el resto de mi vida?
Dicho eso, los delegados se exaltaron, la adivina se puso manos a la obra y después de unos ademanes dramáticos, desplazó las cartas para que yo escogiera tres para revelarlas una por una. El rostro de la mujer se solidificó para hablar con seriedad.
―Oh, interesante.
―¿Qué es interesante? ¿Todo menos esto?
―Su vida es larga ―dijo ella, analizando cómo había una luna dorada rodeada por dibujos de las distintas fases de la misma―. Por ende, habrá más de una persona.
Aquello causó confusión en los demás y también en mí. Incluso si me casaba y enviudaba, no podía contraer matrimonio otra vez debido a las leyes de Idrysa. Carecía de sentido.
―Eso no es posible.
―Las cartas no mienten.
―No, pero usted, sí.
―Su desconfianza no evitará que suceda. ―La adivina se aclaró la garganta y prosiguió con la siguiente. Desconocía el simbolismo en aquellas ilustraciones y, aun así, predije que la segunda carta poseía un aspecto escalofriante―. Muerte.
Los delegados se tensaron. Yo opté por la ironía.
―¿Muerte? Eso debe significar algo bueno.
―Alguien que le importa morirá y será usted quien le clavé el puñal.
La formalidad y la severidad de su dicción me dieron escalofríos. Tragué con dificultad. Yo no creía en este tipo de cosas, pero no resultaba gratificante oír eso.
―Si me importa, ¿por qué lo mataría?
―Finalmente, la persona llegará a importarle más que su larga vida será... ―articuló la adivina, ignorando mi pregunta para voltear la última carta con una deslumbrante imagen de fuego y sus hermosas llamas―. Será todo lo que el fuego es.
Mi imaginación voló igual que las chispas de fuego que desaparecían en el aire cuando se hacía una fogata.
―¿Eso es todo? ¿No hay más pistas?
Recibí una negativa.
―Le queda una pregunta.
―¿No se supone que usted debe adivinar qué voy a decir? ―dije con desconfianza. La adivina arrugó la cara y yo me limité a bajar la voz para preguntarle lo siguiente―. ¿Ganaré la competencia?
Ella se tomó su tiempo para mirarme como si con eso bastara para ver mi destino y murmuró para que los demás no escucharan:
―No de la forma en la que piensa.
Aunque parecía que solo dijo lo que yo quería oír, sonreí con suficiencia. Pronto los delegados se aproximaron para rodear el puesto de profecías, pidiéndole a la adivina que predijera su futuro por turnos y rogándome con cortesía para que me quedara y divirtiera con sus disparates. Lo hice.
Fue el momento más tranquilo de la velada. Todavía era el centro de atención, sin embargo, me dediqué a estudiar los modales y los comentarios de todos. Servía para ejercitar mi observación y calmar mi ansiedad. Si bien la fiesta era una bienvenida y no se trataba de un debate político, sus intenciones sobre lo que querían del reino y de mí como su futura líder estaban claras.
Luego de interminables predicciones y palabrerías, mis damas anunciaron que era hora de reunirnos en el gran salón junto con los clanes para oír el discurso de bienvenida de la directora. Mis pretendientes se disgregaron educadamente. Mis damas se adelantaron y casi ni noté la presencia de mi guardaespaldas. Los demás Construidos y sus seguidores se dirigieron allí y aquellos que habían permanecido en la seguridad de sus torres como Dolores Diamond, Dimitri Stone, los herederos del clan Gray, las hermanas Blue, y sus acompañantes emergieron del interior de sus edificios.
Ximena Blue, la hermana mayor, platicaba con nerviosismo como si no supiese cómo responder a tantas personas a la vez, en cambio, Emery lucía como si quisiera salir corriendo y escapar a pesar de que sabía cómo dividir su atención.
Recordé su opinión respecto al matrimonio y sus consejos sobre cómo ser una aliada, por ende, elegí ir en su dirección. Los delegados me abrieron paso y ella ahogó un suspiro de alivio al verme.
―Parecía que necesitaba un rescate ―le susurré con secretismo.
―Gracias, lo necesitaba con urgencia ―respondió Emery, dramática, agarrándome el brazo para caminar juntas y finalizar sus conversaciones indeseadas―. Si tuviera que hablar con una candidata más, me habría clavado uno de mis tacones en el ojo y ese hubiera sido un crimen contra la moda.
―En ese caso, qué bueno que vine. Pensé que sería algo que una aliada haría.
Emery sonrió de la manera estridente y sin reparos en la que tendía a hacerlo.
―Lo es, pero también es lo que una amiga haría.
―Mejor vamos paso a paso ―solicité y ella aceptó, respetando mis tiempos.
―¿Y cómo le fue con sus pretendientes? ¿Alguien interesante?
Negué con la cabeza, decepcionándola.
―Me pasó lo mismo. Es una calamidad ―confesó Emery, faltando un par de metros para entrar por la puerta principal de la academia e ir al punto de encuentro―. Mire, yo adoro la atención que me dan, no obstante, llega un punto en el que no se puede parpadear sin que actúen como si fuera un reportaje.
―¿Y no lo es?
―Buen punto. Desearía que no fuera así y también desearía un tranquilizante que funcione.
Procedí a sacar una pequeña flor de la corona que cargaba y se la ofrecí como consuelo.
―Dicen que su aroma sirve como un relajante.
La chica me observó con ternura y la agarró para ponerla en su cabello justo detrás de la oreja.
―Confío en su palabra.
Ingresamos al gran salón iluminado para que se notara cada detalle del mismo como si el mismísimo sol hubiera bajado para alumbrarlo y embellecer su arquitectura. No había decoraciones extra. No las requería.
La directora aguardaba en el centro con un vestido negro espectacular que portaba una fina abertura del lado izquierdo y unos tacones bien altos. Los profesores se hallaban detrás de ella con sus propios atuendos de gala y el predio ya estaba casi lleno gracias a los alumnos. Nos dividimos según el clan al que pertenecíamos y los Construidos nos paramos al frente de las hileras que formaban. El discurso previsto no tardó en empezar.
―Estudiantes de la Academia Black, bienvenidos a otro año en esta prestigiosa institución ―enunció Luvia Cavanagh en un tono teatral y formal―. A pesar de que algunos de ustedes ya han tenido la maravillosa oportunidad de asistir en el curso anterior, sepan que siempre los recibiremos con los brazos abiertos. Ahora que ya conocieron a nuestros anfitriones, los futuros líderes de sus clanes, es hora de declarar oficialmente el inicio de la competencia por su mano en matrimonio. Les deseo la mejor de las suertes. La necesitarán.
Enseguida, los profesores se apresuraron a presentarse y a sus respectivas materias, dilatando el recibimiento de los delegados. Yo me enfoqué en Marlee Black y sus pequeñas miradas escurridizas dirigidas a Luvia Cavanagh. A diferencia de la directora, la profesora no se caracterizaba por ser neutral. La conversación que oí entre ellas aún me generaba sospechas. Las pruebas me generaban sospechas. Me impacienté, planificando una distracción para inspeccionar los secretos que sobrevolaban al asunto del guardia.
―Sin más preámbulos, pueden volver a disfrutar lo que resta de la velada y los puestos de entretenimiento que hemos traído específicamente para ustedes ―reanudó Luvia Cavanagh, forzando una sonrisa―. Hasta mañana.
Y ahí hallé el momento ideal para escabullirme. Perdí a mi guardaespaldas en el tumulto. El gran salón se transformó en un lío de personas yendo y viniendo, por lo tanto, me apresuré a caminar con la sagacidad con la que me entrenaron y desaparecí por los corredores, asegurándome de que nadie me viera.
Antes de salir al exterior, saqué el mapa que había doblado para que lograra caber en la funda de la daga de mi pierna y lo revisé para cerciorarme de que no iba a cometer ningún error. Lo guardé y me encaminé al sector de mi clan. Por suerte, allí no podría convertirme en una sospechosa.
La torre redonda estaba desierta. Mis tacones y mi respiración eran las dos cosas que hacían eco en el interminable pasillo que la caracterizaba. Subí las siguientes plantas, esquivando las aulas, hasta que localicé la morgue. Una vez que abrí la puerta, no pude concentrarme en los elementos necesarios para el trabajo que decoraban la habitación. Había un cuerpo acostado sobre una camilla y cubierto con una sábana verde que indicaba que había sido examinado recientemente. Aparentemente, no fui la única que se le ocurrió usar la velada como distracción. Supe que mi tiempo se reduciría a la tardanza de la persona que trabajaba aquí y que regresaría en cualquier segundo.
Apuré mis pasos. Dejé la cara del cadáver al descubierto y, en efecto, era el guardia del otro día. Lamenté que mi suposición fuera acertada. A sabiendas de que no podría llevar a cabo una autopsia completa y utilizar las herramientas necesarias para el proceso debido a que dejarían evidencia de que alguien estuvo aquí, hice lo que pude y lo examiné.
Por el tipo de heridas y la condición de su cuerpo, definitivamente había sido torturado y aquellas heridas que se provocó a sí mismo fueron para quitarse las cadenas. Además, tras verificar sus brazos y obviar los llamativos moratones y cortes causados por los grilletes, vi que había huellas de jeringas. Alguien lo mantuvo cautivo y le inyectó algo en múltiples ocasiones.
Entonces, hice memoria. La anotación que vi en el despacho de la directora decía «sujeto de prueba fallido» y el guardia mencionó las pruebas. Tuve escalofríos, deduciendo lo que ocurría. Lo que fuera que le sucedió a él se relacionaba con las pruebas que nosotros tendríamos que enfrentar.
Mi epifanía fue interrumpida, por lo que captó mi audición: pisadas. Dos personas se acercaban a la morgue. Gesticulé una maldición, tapé el cadáver, y corrí a ocultarme en un rincón estratégico, ya que era el pobre y único escondite disponible.
Tapé mi boca con mi palma, aguantando la respiración, en cuanto se abrió la puerta, ocultando mi presencia. No podía ver nada, solo oír lo que sucedía.
―Es el segundo cuerpo que debo cremar esta semana ―comentó la voz del guardia rojo que había comandado a los guardaespaldas y nos había guiado a mí y a Diego aquel día que nos topamos con el fallecido―. ¿Todo se encuentra en orden?
―Sí, fue un simple error de cálculo en la dosis. Nada que no se pueda solucionar ―respondió Erin Connolly, la profesora de mi clan―. Puede llevárselo discretamente, como siempre.
Sentí un gusto amargo en la punta de la lengua. Si ese no era el primer cuerpo del que debían deshacerse por lo que fuera que hacían, temí más por el propósito de sus actividades.
Asumí que fue el guardia rojo quien empujó la camilla y rogué para que la profesora se marchara con él. Temblé en cuanto vi que las manos de Erin se posaban en el dorso de la puerta. Clanes, no quería otra sanción.
Finalmente, ella se dispuso a caminar al exterior y recién ahí pude respirar de nuevo.
Cuando vine al internado esperé rumores descarados, peleas por poder y algo de coqueteos, sin embargo, no imaginé que habría secretos que implicaran muertes. Resultó que no solo debía cuidarme las espaldas de mis compañeros, sino que tampoco podía confiar en mis profesores.
Salí apurada, atragantándome con mis preguntas, y me aventuré a descender por el pasillo. Poco a poco me fui topando con delegados, quienes murmuraron sobre mí o me saludaban, y tuve que fingir que no estaba exaltada en absoluto.
Doblé por una esquina para abandonar el vestíbulo de la torre y habría chocado con mi guardaespaldas si no hubiera frenado a tiempo. Entreabrí la boca, sorprendida, y la cerré para lamerme los labios. Siendo honesta, pudo ser peor. Él se divirtió al atraparme infraganti.
―Te he estado buscando ―mencionó, arqueando una de sus cejas castañas―. Me preguntaba dónde podías estar.
―Dice mi guardaespaldas ―repuse en un tono burlón―. ¿No se supone que no deberías ni perderme de vista?
―También se supone que no intentes desaparecer en medio de una fiesta.
―En mi defensa, fue bastante sencillo.
―O esta no es la primera vez que te escapas así.
―Te dejaré con la duda.
Iba a irme, no obstante, fue lo suficientemente audaz y veloz para pronunciar lo siguiente:
―En ese caso, es mi deber preguntarte a dónde fuiste y por qué.
Arrugué la nariz, lamentando no haber huido más rápido.
―Y yo estoy en la libertad de informarte que no es nada que pueda interesarte.
―Hasta donde yo sé, yo decido qué puede interesarme o no.
―Sí, pero lo que no puedes hacer es hablarme de esa forma.
―De acuerdo. Yo olvidaré que te escabulliste si tú perdonas mi atrevimiento.
―Bien, lo pensaré.
―¿Qué? ¿Me vas a hacer que te ruegue?
Me limité a encogerme de hombros.
―No lo sé, sería divertido.
―Bueno, yo no quiero privar a mi lady de un poco de diversión ―manifestó el guardaespaldas, complaciente―. Por favor, ¿puedes perdonarme?
―Sí. Ahora, si me disculpas, la noche me espera.
Me alejé para admirar los territorios de la academia, comprendiendo que no podría escabullirme otra vez. La nueva información que obtuve me distrajo de la presión que venía con las atenciones que fui recibiendo de mis pretendientes, entretanto, transitaba por los demás puestos y charlaba con ellos, siendo políticamente correcta.
Había días en los que disfrutaba las intrigas políticas y mover los hilos de las marionetas del reino. Hoy no fue uno de esos días. Tenía muchas cosas en mi cabeza para concentrarme en lo que sucedía dentro de las de los demás.
Las horas fueron pasando con su peso mortal. Durante ellas, pareció que los Construidos se enfocaron en sus propios clanes y en contentar a súbditos en vez de indagar en la competencia; seguramente para afilar sus puñales mientras establecían cuáles serían las espaldas en las que los clavarían. No fui la excepción.
Estudié a los delegados para determinar quiénes serían los mejores prospectos de matrimonio, los que serían leales a mi futuro mandato, y aquellos que eran controversiales y debía marcarles ciertos límites. Para el desenlace de la noche, la mayoría se fue retirando a sus aposentos, vaciando el predio que antes estuvo muy concurrido, y solo quedamos unos pocos en los minutos previos al toque de queda.
Deleitándome con la brisa fresca, la luz clara de la luna en contraste con la oscuridad, y el silencio aterciopelado de la soledad, deambulé por ahí y hallé un solitario puesto de tiro. Me puse el protector de dedos, agarré el arco y una de las flechas para apuntarle a la diana que se ubicaba a un par de metros de distancia. Inspiré, colocándome en la posición adecuada, y terminé ahogando un jadeo de sorpresa.
―¿Por qué está sola? ―dijo él, susurrándome al oído y acariciando mi cuello con sus palabras al hacerlo.
Solté una maldición y sonreí para ocultar el escalofrío de placer que me dio en aquella zona sensible.
―Porque quería algo de paz y ahora que usted vino veo que es imposible. Muchas gracias ―farfullé, girando para verlo y la llamarada de sus ojos diferentes se incrustó en los míos igual que una flecha.
―De nada. Ha sido un verdadero placer ―bufó Diego con ironía.
Fui bajando el arco, ya que él se había robado mi concentración.
―¿Sabe qué cosa es lo opuesto a un verdadero placer? Este momento ―mascullé, mordaz, pero por su reacción le encantó que lo atacara y, por desgracia, yo adoraba combatir.
―Verá, tengo que discrepar de eso con usted. ―Diego gesticuló mi apellido en vez de pronunciarlo en voz alta, lo que arrastró mi atención a sus labios momentáneamente―. Usted lo odia y por ese simple hecho a mí me resulta más que excelente.
―Es curioso que diga eso. Cuando hablamos por primera vez, no quería odiarme solo porque debía hacerlo. ¿Qué cambió?
―Tuve la suerte de conocerla.
Volteé la cara en cuanto quiso acercarse más a mí y me dispuse a apuntar otra vez, disimulando mi nerviosismo.
―Así que, ¿por qué vino aquí teniendo toda esa multitud a sus pies?
—¿Como sabe eso? ¿Me ha estado buscando?
—No. ¿Sus pretendientes se cansaron tan rápido de usted?
Diego se distanció, mas sus provocaciones continuaron.
―¿Por qué lo dice? ¿Pregunta por experiencia?
Respiré, evitando reírme, y me enfoqué en el objetivo.
―Para su información, me ha ido de maravilla.
Diego fue en busca de un equipo de arquería para sí mismo y colocarse a mi derecha para enfocarse en la otra diana.
―Estoy seguro de que eso es cierto ―formuló y podría apostar a que lo dijo con sarcasmo.
―Oh, vamos, ¿qué tan bien le pudo haber ido a usted si está aquí conmigo?
―Oiga, tal vez estoy aquí para alardear.
―Estoy segura de que eso es cierto ―articulé con una seguridad corrosiva.
Dicho eso, los dos disparamos y le dimos al blanco casi al mismo tiempo. No me sorprendí. Él me observó por encima del hombro.
―Buena puntería.
―La verdad no, estaba apuntando a su cabeza ―repuse, entrecerrando los ojos.
Procedimos a tomar otra flecha cada uno y nos movimos a la siguiente diana. Habría disparado de no ser por su risa. Oh, esa risa me ponía en más conflicto que dos ejércitos en guerra diseñando un tratado de paz.
―¿Por qué hace eso?
―¿Qué cosa?
―Reírse.
―Bueno, es algo muy extraño que la gente hace cuando encuentra algo divertido. Debería intentarlo si puede ―aconsejó Diego, posicionándose en la imaginaria línea de tiro.
En lo personal, yo no creía ser una persona a la que recurrías cuando pretendías divertirte o pasar un buen rato. Fue agradable pensar que alguien en el mundo opinara que lo era, incluso si era él.
―¿Y usted me considera divertida?
En vez de responderme, Diego sonrió y liberó su flecha, ocasionando que se incrustara en el centro de la diana.
―Tomaré eso como un sí ―agregué y lo imité, obteniendo el mismo resultado.
Repetimos el proceso y nos desplazamos para seguir con nuestra charla fusionada con una competencia implícita.
―Debo confesar que disfrutaría conversar mucho más con usted si no estuviera gritándome todo el tiempo ―manifestó él y me costó descifrar si estaba siendo sarcástico o no.
De lo único que disfrutaba de nuestras conversaciones era que no debía preocuparme por ser juzgada o si cometía un error. Esa era la ventaja de que fuera un Stone. Ya me odiaba. No tenía que ser políticamente correcta, podía ser yo e incluso la peor versión de mí y no importaría. De algún modo era más libre para decir lo que quisiera.
―Yo no le grito, sino que levanto la voz para que pueda oírme con claridad ―respondí, agarrando otra flecha para mi última diana disponible.
―No lo necesita. Yo presto atención. La escucho a la perfección.
Si no hubiera sido mi enemigo, me habría agradado oír eso del modo en el que lo pronunció. Pero lo era y fin de la historia.
―Bueno, escuche esto: el sonido de mi victoria.
―Nuestra victoria ―se adelantó a corregir.
Acto seguido nuestras flechas dieron al blanco con una sincronía magistral.
Quizás se debía a un reflejo de nuestro entrenamiento ligeramente similar o no, sin embargo, volteamos para encararnos y curvamos nuestros labios con orgullo.
―No es tan grato competir si ninguno de los dos gana ―denoté, quitándome el protector y depositando mi arco en una de las mesas que ofrecía flechas y él también se deshizo del suyo.
―Usted solo quiera que pierda.
―Sí, es lo que dije.
Esa vez fue él quien rodó los ojos hacia arriba.
―Podemos arreglarlo de otra forma.
―¿Cómo? ¿Se está ofreciendo para ser el blanco? Yo no tendría inconvenientes en dispararle.
―¿Amenazar es su respuesta a todo? ―planteó Diego, haciendo que yo levantara la barbilla para contemplarlo directamente tras colocar allí la punta de una flecha que había agarrado porque sí.
―No, solo es mi respuesta automática a todo lo que usted dice.
―Qué atenta.
―Aprecio que lo haya notado ―espeté, degustando su perspicacia en cuanto corrí la cara para quitarme de encima la flecha―. Y tengo una idea.
Flexioné una de mis piernas, provocando que la abertura de mi vestido enseñara mis muslos, y me incliné un poco para poder sacar la daga de la funda.
Al erguir mi postura, levanté la vista y reparé en la manera en la que los ojos diferentes de Diego descendieron por mi cuerpo, brillaron hipnotizados como si odiara que no pudiera apartar la mirada y se detuvieron en el resplandeciente filo del arma que empuñaba.
La sangre escaló a mis mejillas, aspirando a teñirse del color de su clan, y tragué saliva, deseando que la noche hiciera que no fuera tan obvio.
―¿Lleva eso con usted todo el tiempo? ―preguntó él y señaló a la daga con una flecha antes de abandonarla en su sitio.
Asentí, recuperando la compostura.
―Sí, así que, si fuera usted, lo pensaría dos veces antes de...
Diego adivinó lo que diría velozmente.
―¿Siquiera pensar en acercarme a usted?
―Entre otras cosas, sí.
―Entonces, ¿qué propone?
―En busca de un verdadero desafío, creí que podríamos practicar nuestra puntería ―dije, jugueteando con la daga sin miedo a cortarme.
―¿Y a dónde quiere que la arroje? No se vale decir que a mí. No me voy a apuñalar a mí mismo.
―No, si uno de los dos tendrá el gusto de apuñalarlo, seré yo.
―Cuento con eso.
―En ese caso, como fue mi idea, iré primero. Dígame un lugar.
Luego de barrer con la mirada el predio, seguramente con la intención de escoger el peor punto posible, apuntó a un árbol que se ubicaba cerca de la entrada por la que los últimos delegados se marchaban.
―¿Y qué pasa si mato a alguien por accidente?
―Dudo que si usted mata a alguien sea por accidente y no lo sé. Pruebe decir "soy inocente". Funcionará. Se lo garantizo.
―Será su culpa, cabe aclarar.
―Claro, usted es quien arrojó el arma homicida, pero yo soy el culpable.
―Exacto. Le va a agarrando la mano al asunto.
Rindiéndome ante las circunstancias, calculé la distancia y me acomodé previo a arrojar la daga. Dado mi entrenamiento fue pan comido. Se incrustó en el tronco sin inconvenientes. El problema fueron las reacciones de aquellos que pasaban por allí. No hubo heridos, solo dramatismo. Si las leyes permitieran las emociones, diría que vi terror en sus expresiones.
Apreté los labios sin saber qué hacer y Diego liberó una carcajada. Me disculpé con ellos, no obstante, temí que seríamos reprendidos por ello. En consecuencia, él sujetó mi mano para llamar mi atención y sugerir que nos escapáramos al interior de la Torre de Construidos. Lo hicimos sin sopesar dos veces.
―¡Me debe una daga! ―me quejé a medida que subíamos las escaleras.
―Y voy a saldar mi deuda ―afirmó, entretenido―. ¿Prefiere que se lo pague en dólares o con mi alma?
―No, para eso tendría que tener una y usted no lo hace.
Por más que peleábamos, reí de verdad.
Íbamos a ir hacia el pasillo de los dormitorios cuando nos percatamos de unas voces que provenían de uno de los muchos salones del edificio. La puerta estaba abierta. Era una sala vacía que contaba con un solitario sofá de terciopelo y un grupo peculiar de personas se hallaba allí. Mientras Ivette, Prudence y Emery yacían en el cómodo y largo asiento, Cedric y Finley descansaban en el suelo con una botella de alcohol en mano. No parecían herederos de una fortuna, sino adolescentes normales.
―Me pareció oírlos discutir ―denotó Cedric, alegrándose al vernos.
―Porque lo hacíamos ―confesó Diego, franco―. ¿Y ustedes qué hacen aquí?
―Huimos ―reveló Emery, agarrando la botella que le cedió el anterior heredero―. Les habríamos invitado de no ser porque estaban muy compenetrados en su conversación.
Maldije en mi cabeza y mordí mi labio a sabiendas de que tenía razón.
―Bueno, ¿podemos quedarnos un rato? ―consulté desde el umbral de la entrada―. Me interesa escapar por un rato.
―Por supuesto, siempre hay espacio para uno más, bueno, dos más ―se adelantó a decir Prudence con timidez.
Ivette amenazó con rodar los ojos y terminó accediendo. Finley se limitó a realizar un asentimiento. Diego y yo nos separamos entre los Construidos. Permanecimos allí durante lo poco que restaba al toque de queda, charlando con humor sobre los eventos y bebiendo con moderación. Resultó que todos estábamos cansados por motivos similares. Al fin y al cabo, competíamos, mas también éramos los únicos que entendíamos en qué posición nos encontrábamos.
Antes de dormir, mi muñeca me dolió de lo mucho que escribí en mi diario íntimo. Los poemas estaban encerrados en esas páginas igual que yo en esas instalaciones, pero al menos no estaba sola.
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